El árbol y Raúl
I
El árbol se había estirado sin pedir permiso. Sus ramas se extendían por encima del río y dejaban caer alguna que otra hoja sobre el lodo de la orilla. El día de antes, pequeño Raúl había trepado a la copa y le dijo algo al oído. No había viento. El árbol se estremeció. La noche fue oscura y fría; la luna, menguante; el cielo, limpio.
Por la tarde, pequeño Raúl regresó a la orilla, besó el tronco, subió a la copa y caminó por las ramas sobre las aguas. Con los pies en el lodo, envió un saludo. Entró a la cabaña, le robó una piedra y regresó por las ramas.
Al día siguiente, el árbol se había encogido sin pedir permiso.
II
Todos callaron; el bosque estaba en silencio; la penumbra desaparecía. Un resplandor inaudito llenaba la orilla oculta del río. Parecía que la luz nacía en la hojarasca y, sin embargo, troncos y ramas se iluminaban por completo. La luna, arañazo blanco, cedía su majestad y el cielo seguía oscuro. Nada se movía. De pronto surgió una brisa y las ramas, cimbreándose con sutileza, ulularon. La melodía inundó el bosque, sólo el bosque, y de un lugar lejano, quizá de donde todo acababa, un rumor de agua se unió a la orquesta verde. Un anciano recordó el torrente desaparecido en los albores de la sequía; dijo que el arrullo era el mismo, pero la música era nueva, desconocida por siempre.
Pequeño Raúl, bajo las sábanas, acariciaba la piedra robada a la cabaña vieja.
III
La cabaña, de piedras y adobe, se teñía de luz dorada, con más brillo que los árboles, con la mayor sonrisa del bosque. Salía de sus ventanas bruma nada misteriosa y, a través de los cristales rotos, pedazos pequeños y casi opacos, destellaban con salpicones de color que parecían guirnaldas de fiesta.
Fue un momento. El resplandor del bosque se consumió con delicadeza y la luna volvió a ser reina del cielo, la música se hizo tenue, duró algo más que la luz, pero cesó con acordes pausados. Y cuando el bosque volvió a ser como antes, el árbol de la otra orilla se bandeó, la cabaña se limpió de maleza, los cristales, pedazos pequeños, quedaron transparentes... y permanecía el arrullo de las aguas.
El anciano predijo que los males habían acabado y que todo sería como antes.
La noche fue oscura y fría; la luna, menguante; el cielo, limpio.
Pequeño Raúl, bajo las sábanas, acariciaba la piedra robada a la cabaña vieja.
Agonizaba entre cipreses de aguja al cielo.
Miraba la muerte entre ramas de angustia.
Era dios y su luz, dios y una cruz.
Cuando se abrió la tumba y respiró el aroma impuro,
miró hacia lo alto: la noche, brío de victoria, talismán.
Era dios y su luz, dios y una cruz.
Y crecía la aurora en color,
mataba la noche sin sangre
con fuego eterno de luz.
Ya no hay muerte, es la paz.
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