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Molintonia

Ayúdame a mandar bien, Capítulo II

2.– ...decidir...

Entre las aves, el águila es la que vive mas tiempo, cerca de 70 años.
Pero para alcanzar esta edad, debe tomar una difícil decisión; nacer de nuevo.
A los 40 años sus uñas se encogen y se ablandan, dificultándole agarrar las presas de las cuales se alimenta. El pico, alargado y puntiagudo, se encorva. Las alas, envejecidas y pesadas, se le doblan sobre el pecho, impidiéndole emprender vuelos ágiles y veloces.

Le quedan al águila dos alternativas: morir o pasar por una dura prueba a lo largo de 150 días. Esta prueba consiste en volar a la cumbre de una montaña y buscar abrigo en un nicho cavado en la peña. Allí golpea el pico viejo contra la peña hasta quebrarlo. Y espera hasta que le crezca el nuevo y pueda con él arrancarse las uñas. Cuando despuntan las uñas nuevas, el águila extirpa las plumas viejas y después de cinco meses, crecidas las plumas nuevas, arranca a volar de nuevo, decidida a vivir otros 30 años.

Tomado de Parábolas en www.agustinos-es.org

 

El capataz

Y de oficial 1ª me sentía muy importante.  Pasé una temporada algo engreído, sobre todo porque a mi alrededor, en la familia y en el vecindario, empecé a ser tratado de otra manera. Debo decir que vivía, y vivo, en un barrio obrero donde casi todo el mundo es peón, operario o albañil, así que tener oficio y categoría suponía ser un privilegiado.  Se me fue pasando conforme me daba cuenta de que no tenía todo sabido y que las nuevas herramientas y técnicas obligaban a seguir aprendiendo.  Siempre fui el primero en pedir que me convocaran a cualquier curso, con mala cara de mi capataz, pero siempre aceptando, porque así le quitaba un problema de encima ayudándole a cubrir el cupo que le pedían “los de Personal”.

Después del segundo curso, volví a tomar conciencia de aquella frase de mi padre:  “Nuestra única herencia válida es lo que sepamos enseñar”.  Por entonces, ya era orden de Personal que los aprendices no pasaran más de seis meses con cada oficial, algo que mi capataz tampoco veía bien, con la intención de que no cogieran vicios y aprendieran lo mejor de cada uno de nosotros.  Había algunos que justo lo cumplían al revés, es decir, se quedaban con lo malo de cada uno...  Me siento orgulloso de que siempre seguí siendo solicitado por los chicos que más ganas ponían en hacer su trabajo.  Yo creo que eso me dio aliciente para ir convirtiéndome en un “maestro”, pero en un maestro “nuevo”, con pocas coincidencias con el estilo que yo había padecido en mis años de aprendizaje.

Por lo que había sufrido en mi piel, entendía que las malas maneras espantan las ganas de hablar del subordinado, así que me revestí de buen genio, simpatía y generando confianza.  Alguna vez tuve que llamar al orden a un chaval, pero asumí que eso formaba parte de mi papel de maestro, y siempre fue tomado con disciplina.

Las cosas de Personal cambiaron algo o, al menos, eso percibí.  Mi capataz no hacía más que protestar de algunas moderneces, la primera esa del cambio de aprendiz por decreto a los seis meses.  Pero luego ya exigían también que todos asistiéramos a los cursos, incluso los aprendices, para más “inri” de algunos oficiales, que iban viéndose sobrepasados por los nuevos chicos, también más formados que los de antes, con su FP y todo eso.  Supongo que algo tenía que ver lo de la democracia, porque esto empezó a pasar sobre el 82, que me acuerdo por lo del Mundial. 

Yo me sentía bien en ese papel y también repercutió en mi familia.  Tengo dos hijos, y el chico, el mayor, iba cumpliendo años.  En su educación, para bastante pasmo de mi mujer, iba aplicando lo que practicaba con los aprendices: dejar que le pasaran cosas, todo controlado, claro, pero que se equivocara y viera las consecuencias; razonar el porqué de lo que se hace para entender lo de antes y lo de después de cada trabajo; y dar siempre vocación de servicio, es decir, que lo hecho siempre es para alguien, no sólo la máxima del “trabajo bien hecho”, sino también pensando en quién lo va a utilizar luego.  Me dio buen resultado con los aprendices y me está dando resultado con mis hijos, la chica igual, los dos universitarios y ganándose la vida mejor que yo, aunque no se vayan de casa.

 Llegó un buen día un muchacho de Personal para hablar con mi capataz.  Hará de eso unos tres años.  Habían preparado un Plan de jubilación anticipada a los 60 y concertaban entrevistas individuales para conseguir que las personas aceptaran.  Fue la primera y única vez que oí al hombre hablar bien de “esos de Personal”, es decir, que aceptó muy contento.  Consecuencia: el nuevo Jefe Técnico, un chico joven, ingeniero de verdad, me propuso... ¡ascenderme a capataz!

...

Lo he contado así de deprisa porque me causó un fuerte impacto.  Nunca, repito, nunca pensé que podría llegar a ser capataz.  Nadie en mi familia había pasado de oficial y para mí ya era un logro ser un oficial 1ª reconocido por su buen trabajo.  Me asusté... y tardé en contestar dos semanas. 

Tener un puesto con mando es mucha responsabilidad.  Hoy dependen de mí doce personas, seis parejas de trabajo.  Nunca pensé que tendría capacidad para ello, bueno, ni me lo había planteado, porque, como he dicho antes, no tenía ningún antecedente o modelo cerca de mi entorno.

Aquellos quince días me hicieron reflexionar mucho.  Fue un susto terrible y es en esos momentos cuando la mente se pone a prueba.  Repasé las caras, maneras y haceres de mis capataces anteriores y me dije que para ser como ellos mejor me quedaba como estaba.  Ellos fueron reconocidos porque sabían mucho del trabajo, pero creo que todos y cada uno se acomodaron en cuanto recibieron el cargo, como si una vez conseguido sólo hubieran pensado en que debían trabajar los demás y ellos no.  Yo no deseaba ser así, quería aportar algo ya no sé si a la empresa o a mí mismo.  Y además me agobió el sentido de la justicia, es decir, un jefe siempre tiene que decidir sobre sus empleados y eso significa que unos reciben cosas distintas de otros, lo que puede provocar descontentos por un lado y desigualdades por otro. Pensé en algo tan simple como en dar permisos, organizar las vacaciones, renovar la ropa de trabajo...

Al cabo de unos días, me atreví a decírselo a mi mujer.  Ella, tan práctica, se alegró y me dijo” “Primero, acepta.  Luego, ya veremos”.  Estas palabras no me solucionaban nada, porque aceptar en ese momento era lanzarme a un vacío sin red.  Además, ante todo, estaba mi dignidad, no quería engañar a nadie y menos a mí.  Y ¿si ese agobio me duraba toda la vida?, ¿si no podía superar el miedo a la responsabilidad?...  Habría sido caldo de cultivo para un infarto, seguro.  El dinero iba a venirnos muy bien, aún estudiaba la chica, el chico iba y venía en trabajos de becas y eventuales, pero, a pesar de los prácticos consejos de mi mujer, no pensaba en ganar más, incluso la diferencia de sueldo, y así lo hice después, me serviría para no tener que buscar las faenas extras.

Se me ocurrió, con mucho respeto, pedir hablar con el Jefe Técnico.  Si me decidí fue porque, al no haber capataz, este hombre se relacionaba más con nosotros, lo veía a menudo y me dio confianza.  Me recibió ese mismo día.

Era la tercera vez que entraba en ese despacho: la de la sanción, la de la propuesta para el ascenso y la que cuento ahora, que era la primera planteada por mí.  Iba bastante asustado, pero el Jefe me ofreció su mano, el asiento en la mesa redonda, y trajo dos cafés. Después de balbucear le hice ver mis dudas sobre si estaba preparado para ser capataz.  Pero no me contestó de inmediato, empezamos a hablar de muchas cosas, del trabajo, de fútbol, de la empresa, y así bastante rato.  Me relajé mucho, me sentía a gusto.  Tras un momento de silencio, dijo: “¿Así que no crees que puedes ser un buen capataz?  Pues mira, yo creo lo contrario”.  Solamente oírle decir eso ya me dio una inyección de moral.  Entre otras muchas cosas, recuerdo de sus palabras: “Eres un excelente profesional y muy buen profesor”.  “No quiero que sepas mucho, sino que hagas saber mucho a los demás”. “Trata a tu gente como querrías que te hubieran tratado a ti”.  “Mandar no es gritar, es ayudar a hacer mejor el trabajo”.

No le digo más.  Tres días después, acepté el cargo de capataz... y hasta hoy. 

 

 

El consultor

Dos años atrás, en un mes de septiembre, apareció en el tablón de anuncios una convocatoria que rezaba de la siguiente manera:

 

Puesto: Consultor Interno de Recursos Humanos

Categoría Profesional: Primera

Dependencia: Dirección de Recursos Humanos

Funciones:

  • Divulgación de políticas de Recursos Humanos
  • Participación en la elaboración de herramientas de Desarrollo de Personas
  • Implantación y seguimiento de sistemas y herramientas para la gestión de personas
  • Asesoramiento sobre gestión de equipos humanos

Requisitos:

  • Titulación Superior o equivalente en experiencia
  • Dos años de antigüedad en la empresa
  • Inglés nivel medio

Se valorará:

  • Experiencia en áreas de Recursos Humanos
  • Experiencia en responsabilidad sobre equipos de personas
  • Conocimientos de Gestión de Recursos Humanos
  • Conocimientos de Relaciones Laborales

 

Apenas le di importancia... pero mi jefe se la dio, ya lo creo.  Como antecedente, estaba a punto de concluir un Curso de Consultoría Organizacional, que él me había recomendado, yo aceptado sin saber por qué, y que versó sobre temas algo extraños: “la realidad oculta” de las organizaciones y su impacto en los resultados, motivaciones no expresadas, supuestos básicos de dependencia en los equipos de trabajo...  Conforme asistía –se celebraba en fin de semana, una vez al mes durante un año–, comentaba con mi jefe sus contenidos y en rara ocasión se pronunciaba sobre sus efectos, y menos ante mis preguntas sobre cómo debía aplicarlo en mi trabajo.  Decía: “Cuando lo termines, hablaremos”.  Casualmente, lo terminaba al fin de semana siguiente del día en que me preguntó: “¿Has visto la convocatoria para Consultor?”.  De ahí surgió su propuesta para que enviara mi currículum... y ahí mismo comenzó a contarme por qué me recomendó aquel Curso.

Deduzco que mi jefe contaba con información de avance sobre la creación de los nuevos equipos de Desarrollo de Personas y, conociendo mis inquietudes, también deduzco que intuía el puesto como claramente diseñado para mis deseos y potencialidades.  ¡Qué diferencia con lo que me he ido encontrando a lo ancho y largo de la empresa!  La gran mayoría de los jefes sujetan a su gente con cadenas, amenazas o falsas promesas para evitar, por supuesto, el esfuerzo de trabajar más formando a un nuevo empleado.  También me resulta evidente que el hombre joven y alegre mantenía ya contactos con el nuevo Director de Recursos Humanos, pues sus estilos de liderazgo son absolutamente coincidentes, o sea, que son dos bichos raros entre la fauna de nuestra zooempresa.

Me llamaron para la primera entrevista, una seleccionadora externa, que me apabulló con preguntas que nada tenían que ver con contenidos del puesto.  Primero, me contó la orientación del trabajo a realizar, y comencé a entusiasmarme tanto que me desguarnecí y le relaté toda mi vida con pelos y señales... y no sólo la profesional, también la escolar y la personal.  Ella sonreía y tomaba datos.  Se interesó por los motivos de tal hecho, las soluciones que apliqué para tal error, las reflexiones sobre tal circunstancia...  Fue divertido, pero al salir me sentí tan escudriñado en mis emociones que me imaginé con el alma desnuda frente a ella. “¿Se lo contará todo a los de Recursos Humanos?”, pensé.  Tuve unas horas agitadas hasta mi desahogo con el hombre joven.  “No te preocupes.  Ya te habrá dicho que el contenido de la entrevista es confidencial, y significa eso, que lo hablado no sale del despacho.  Informará técnicamente de sus conclusiones... seguro que no contará ese enfado con tu hermano ni esa pelea con tu jefe del bar.  Creo que ha ido todo bien”.

Después de rumiar sobre el asunto, empecé a buscar documentación referida a Recursos Humanos y similares.  Me empapé de lecturas, que fueron confirmando y ampliando las teorías forjadas en mis reflexiones ante el clima de la empresa... y el entusiasmo crecía.  Pasé noches sin dormir preguntándome en cada página por qué no se aplicaba desde ya cualquier ideología de gestión que pasaba ante mis ojos.  Me asombraba de que todo, absolutamente todo, estuviera escrito desde antes de los 50.  ¿Por qué las empresas, mi empresa, seguían entre lanzas y piedras, viviendo en una cueva y vestidas con taparrabos?  Otra vez me asaltó la rebeldía, busqué culpables, investigué a los inocentes, y me propuse ser el salvador de las generaciones venideras en asuntos para la gestión de las personas.

Al cabo de unas tres semanas, me llamaron para nuevas entrevistas, dos en concreto, con quien hoy es mi jefa y con el Director de Recursos Humanos.  Si antes aluciné, al escuchar a este hombre, ahora ya con más conocimiento de causa, se me abrieron los cielos. ¡Lo que pretendía implantar en la empresa!  Escuché ideología pura, deseo de cambio, de nuevo estilo, de revolución cultural... y me vi con los aparejos de un guerrero saliendo a batallar para imponer el nuevo orden mundial.  Yo sí que tuve batalla, batalla para calmar esas ansias sobrevenidas y poder pensar con tranquilidad sobre lo que había oído y no cómo lo había interpretado.  Me volvió el susto, porque creí que en esta entrevista otra vez había expresado más de la cuenta, con más vehemencia de la recomendada, dando la impresión de ser un elemento potencialmente conflictivo en la red empresarial.  Y ahora sí que me interesaba el puesto y, si no lo conseguía, me atacaría un depresión endógena que me sumiría en la más profunda de las cavernas.

Como ya he anticipado, sí, fui elegido.

Recibí la comunicación de labios de mi jefe, con su sonrisa de oreja a oreja, felicitándome con efusión y augurándome la mejor de las carreras.  Charlamos animadamente, conocí detalles de primera mano sobre los nuevos aires de Recursos Humanos, y me contagió la satisfacción de saber que la estrategia de la empresa iba en sintonía con nuestras ideas de cambio sobre la gestión de las personas.  Supe agradecerle su confianza y aquella recomendación para la formación “extraña”.  Y hoy entiendo su comportamiento, que basó en la más elemental práctica de liderazgo: buscar la mejor ocupación para el interés y el perfil individual... aunque suponga esa pérdida de un elemento valioso en tu equipo.  “Al fin y al cabo, perteneces a la empresa, no a mi departamento”, concluyó aquella conversación.

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