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Gregorio, de la generación resistente

Gregorio, de la generación resistente

Cuando Gregorio nació, ya estaba creada en su entorno la fuerza que le llevaría por la vida con un hilo resistente, de seda o esparto, según los tiempos, fuerte por obligación y largo por destino.  Su madre, Isidra, hacía pocas semanas que había recorrido andando el trayecto desde la casa de sus suegros, en La Cartuja de la Concepción, hasta la torre Olivera, porque quería dar a luz junto a la abuela Miguela, igual que había hecho en su primer parto, el de Pilar. Más de cinco kilómetros recorridos con nueve meses de embarazo. Era el 17 de noviembre de 1930, inicio de la década en que la España de Primo de Rivera pasó de la ilusión de la República a la oscuridad tenebrosa de la Dictadura, con una guerra civil de por medio, bombas, balas, hambre y muerte.

La alegría llenó la familia provocando las sonrisas de Bernardo, su padre, y su hermana Pilar, que festejaban dejando atrás el dolor por la muerte de Isabel, hija y hermana que perdieron a los pocos años de nacer.

Gregorio, con rizos royos y mirada bondadosa, correteó por los campos de la frontera del barrio de Montemolín, cerca de las arboledas de Cantalobos, mirando cómo pasaban silenciosas las aguas del río Ebro, hasta que destinaron a su padre a La Zaida, a 55 kilómetros de Zaragoza.  Era guardagujas en MZA, una empresa de ferrocarriles que había comprado esa línea.  Y allí les pilló uno de los frentes más duros de la guerra, el choque entre los dos ejércitos que provocó el desalojo de los pueblos en toda la zona y que tuvieron su éxodo desde las orillas del Ebro hasta Almudévar, donde se habían preparado campamentos de refugiados.  Bernardo había sido movilizado a Barcelona por el Gobierno republicano.  Las tropas nacionales avanzaban aguas arriba del Ebro y Gregorio, con cinco años, de la mano de su madre y de su hermana Pilar, de nueve, se unieron a las columnas de los desahuciados, más de 100 kilómetros en los que pasaron bombas a su lado, soldados maltrechos y miedo, mucho miedo.  Recuerda Gregorio que una bomba les pasó por encima de la cabeza, no estalló porque cayó en tierra de labor, pero a su hermana le salió sangre de los oídos.

En Almudévar estuvieron unos cuantos días. Algunos soldados les daban ropa o utensilios de lo que habían robado en los pueblos que iban conquistando, pero un sargento autoritario se las hizo devolver y llegó a amenazar con matarlos mientras su madre le rogaba de rodillas que no disparara.  También recuerda Gregorio un bombazo contra un autobús y a los soldados heridos salir gritando y gimiendo.  Finalmente, los trajeron a Zaragoza en camiones de las tropas golpistas.

Se instalaron en la torre Olivera primero, y después, vuelta a La Zaida, a esperar las visitas del padre, a vivir del estraperlo, o de la venta de bocadillos a los soldados transportados en los trenes que paraban en esa estación.  Terminó la guerra y regresó Bernardo, y Gregorio pudo recibir su primera formación en la escuela municipal... Pero en 1944, una trombosis tras una operación de hernia dejó a la familia sin el padre. No había nada que hacer en La Zaida y se mudaron a Zaragoza.

Gregorio, con trece años, tuvo que ponerse a trabajar.  Ayudaba a su madre a vender fruta o a recoger cartones o leña, lo que pudiera venderse y así conseguir algo de dinero para sobrevivir.  En 1939 había nacido su hermano pequeño, Antonio.  Eran cuatro bocas para alimentar.  Vivieron en la calle Manuela Sancho, cerca de la iglesia de San Miguel, luego tan importante en su historia.  Consiguió empleo en una carnicería de la calle del Salvador para ayudar en la fabricación y venta de morcillas, donde además de ganarse un sueldo, conoció a Josefina, una muchachita que vivía justo enfrente, con su madre Edmunda y su hermana María Pilar.  Aún no habían cumplido los 14 y los 17, y se hicieron novios, novios de entonces.  En aquellos tiempos oscuros de dura dictadura, estuvo muy vigilada la expresión de amores en la calle, con multas y calabozo a quien los mostrara en público.  En el portal de la calle del Salvador, casi esquina con Privilegio de la Unión, la parejica se hacía algunos arrumacos cuando un policía de paisano los vio y quiso llevárselos a comisaría. Gregorio, algo farruco, se dio la vuelta tapando a su novia, dijo en alto “tú, Josefina, métete en casa” y al hombre “yo voy con usted”.  Salieron a la avenida y, en cuanto vio un tranvía, se echó a correr como alma que lleva el diablo, se subió a él y perdió de vista a su captor.  Parece ser que había besado a Josefina en los labios.

Fue Gregorio aspirante a torero y futbolista, participando en capeas primero, como torero especialista en el estoque, y en torneos juveniles después, como portero especialista en parar penaltis por aguante al tirador. Pero cuenta que, sin tiempo y sin padrinos, no pudo triunfar, porque potencial tenía.  Lo quiso fichar un Tercera División, el Celta, y algo se rumió para el Arenas.  Su equipo fue el Atlético San José.  Entrenaban en un sótano y le tiraban a una portería pintada con tiza sobre unas paredes húmedas y desconchadas.  Cuenta ufano que una vez le prometieron un puesto en un equipo importante si se dejaba meter un gol que le diera la victoria al equipo que representaba el directivo corrupto que le hablaba, y no sólo cuenta su honestidad, sino que una parada inverosímil a un penalti en el último minuto del partido final le permitió dejar su portería a cero.  También se ufana, y gusta verlo así, cuando cuenta que aquel equipo de San José estaba compuesto de estudiantes universitarios y algún profesor de Veterinaria.  Su club residía en un banco de la plaza de Santa Engracia.

En aquellos años vivió con su abuela Miguela en la calle Belchite y también comía muchas veces con los manoletes, sus jefes casi parientes y, ya novio de Josefina, en casa de su futura suegra Edmunda, a quien apreciaba y recuerda con mucho cariño porque lo trató como un hijo.

Cambió de trabajo buscando ganarse mejor la vida, pensando en su familia futura, y se convirtió en migrante a 120 kilómetros de su casa, se marchó a Sabiñánigo, pasando unos meses por Jaca, nada menos que durante diez años, para aprender el oficio con aquellos llamados ‘los chaparros’, los Rapún, luego con Ángel Campo, haciendo de camarero los domingos, su único día libre, en el Casino, y eventualmente como organizador de eventos en las fiestas o de alguacilillo en las corridas de toros.  Bajaba a ver a su novia con una Lambretta arriba y abajo por el Monrepós, cada tres o cuatro meses.

Se casaron el 8 de mayo de 1960 en la iglesia de San Miguel, donde bautizaron diez meses después a su primer hijo.  Josefina también era huérfana de padre desde la misma edad que Gregorio, y fue entonces su cuñado Luis el padrino, y la hermana de ella, María Pilar, la madrina.  Su viaje de novios fue a golpe de Lambretta desde Zaragoza a los Pirineos y hasta Calpe, el peñón de Ifach, ilusionados como jóvenes para comerse el mundo.  En sus escalas, tuvieron que enseñar en todos los hoteles el libro de familia, pues veían joven a Josefina, aunque ya tenía veintiséis años, y no se creían que estuvieran casados cuando pedían una habitación para los dos con cama de matrimonio.

Se volvieron a Sabiñánigo y vivieron en una casita de encanto a las afueras del pueblo, pero solo fue para unos meses, porque le habían encontrado trabajo en una carnicería de los Picazo y precisamente en pleno corazón del barrio de Montemolín, donde los dos habían vivido pegados a sus fronteras, en Miguel Servet, 97, con vivienda en la parte de atrás, que daba al corral de los Diago.  Años felices, unos cinco, en ese local, viviendo cerca de la madre y de la suegra, viendo crecer a los tres hijos que fueron llegando mientras la empresa ganadera se iba desmoronando.  En todo ese tiempo, no tuvo vacaciones y sólo un puente libre para tomarse un descanso fuera de Zaragoza.  Era el año 1967 cuando para agosto, Gregorio llevó a la familia a Panticosa a pasar una semana y él se volvió al trabajo.  El puente se lo tomó de fiesta y así pudo pasar un par de días allí antes de traerlos y casi le pilla un terremoto del que el famoso barman Perico Chicote hizo chanza cuando entregaba unos premios en el balneario, adonde pudieron llegar por una carretera serpenteante con aquel 4/4 renqueando y provocando una larga fila porque Gregorio no se atrevió a pasar de primera velocidad, por miedo a que se le calara en la subida.

Gregorio veía venir el descalabro de los Picazo al haber fallecido Leandro, el inteligente de los hermanos, y salió a tiempo, convirtiéndose en lo que hoy se llama emprendedor, sin cambiar casi de manzana, tomando en arriendo la carnicería de don Hipólito Melero, en el 85 de la misma calle, con un salto al vacío que parecían apaciguar las escasas nueve pesetas de su saldo en la cartilla de ahorros.  Tiempos quedaron atrás con los recuerdos de sus aprendices, de sus viajes semanales hasta la plaza de España para entregar la recaudación, de equilibrios para llegar a fin de mes y poder pagar el colegio de sus hijos o el seguro de aquel Renault 4/4 primero, o del Seat 600 después.

Fue Gregorio un seguidor a muerte de Los Magníficos del Real Zaragoza, acudiendo sin falta a la Romareda y contando con emoción aquel remate de Marcelino, esa carrera de Canario, el paradón de Yarza o la salida al corte de Violeta.  Vivió los desencantos del descenso a Segunda, pero gritó los éxitos de los Zaraguayos.  En uno de los trayectos con el Seat 600 para ver un partido contra el Sevilla, un poco más adelante de la iglesia de San Antonio se le trabó el pie en el acelerador y le dio un golpetazo al Dodge Dart que tenía delante.  Salió una señora encopetada que le dijo malencarada. “Pero bueno, si casi nos tira usted al Canal”. El pobre 600 se había quedado con una aleta pegada al neumático, y el soberbio Dodge se quedó con un ligero rasguño que más parecía un adorno que una consecuencia del choque.

El negocio empezó paso a paso a ir bien.  A Gregorio le gustaba que le dijeran que era industrial en carnicería.  Entre él y Josefina preparaban embutidos y algún preparado especial que eran admirados en el barrio, como la longaniza y las hamburguesas, que a veces elaboraban con sus hijos en la trastienda.  También traía conejos que criaban sus primos en la torre Olivera, y las clientas les hacían pedidos para los sábados, tal que así se quedaban hasta las tantas de la madrugada del viernes preparándolos para que al día siguiente sólo hubiera que entregarlos, lo que hacían sus hijos mayores, José Antonio y María José, ganándose algunas propinillas.  Acudía tres días a la semana al Matadero, que lo tenía ahí a mano, en el número 57 de Miguel Servet, para elegir el género y marcarlo con su sello GRP en rojo, como si de un exlibris se tratara.  Luego los traían por la tarde, los descargaban operarios vestidos de blanco con manchas de sangre, y Gregorio los colocaba en la cámara frigorífica a la espera de trocearlos para su venta.  Era hábil Gregorio con las herramientas de fileteado y deshuese.

Como les iba entrando dinerillo casi abundante, se cambió el coche por un Seat 124 D, con el que acudieron al valle de Gistain en el primer viaje, a visitar a su hijo el mayor al campamento Virgen Blanca, bajo el Posets.  Qué gran aventura, con el volante y el tubo de escape casi desencajados a la vuelta, después de ir más de 12 kilómetros por un camino forestal.  En Barbastro pudieron ayudarles en un taller y así llegaron a Zaragoza con más susto que placer viajero. Una vez arreglado, hizo una excursión a Sabiñánigo, para poder mostrar a aquellos amigos que había dejado años atrás cómo su negocio propio le estaba dejando una prosperidad muy evidente.  El aprendiz se había hecho empresario.

Después de vivir en la vivienda trastienda de la carnicería, se trasladaron por fin al 2º Centro de la calle Fillas, luego llamada Francisco de Quevedo, en principio proporcionado por los Picazo, pero que luego, cuando dejó la empresa, siguieron teniendo un par de años en alquiler, hasta que compraron su primera propiedad, en la calle Montearagón, 2, 1º A, un piso de pasillo largo y cuatro habitaciones, pero sin calefacción central, lo que le llevó en poco más de tres años a aceptar la oferta de su prima Emilia, de Peipasa, para comprar un piso en un edificio que había promovido esa empresa panificadora en la que sería después la calle Hermano Adolfo, en el 2, 6º D. Por supuesto, con calefacción central.

Es Gregorio un hombre de esa escuela que firma un contrato con un apretón de manos, un hombre al que la honradez le guía por encima de todo, que tiene la bondad como herramienta de trabajo y al que no le gusta deber dinero a nadie, ni a los bancos y, por eso, vendió de inmediato aquel piso de la calle Montearagón para pagar la deuda a su prima Emilia, a pesar de que ella le dejaba el tiempo que quisiera para pagar, diciéndole que “así te guardas el otro para alguno de tus hijos o para hacer patrimonio”.

Se murió Franco, y Gregorio recordó cómo el haber sido hijo de rojo le había colocado en listas de la policía política y así le negaron varias posibilidades que buscó antes de irse a Sabiñánigo, como trabajar de mecánico de aviación o entrar en alguna empresa grande o de funcionario.  Siempre estuvo en vilo como autónomo por si enfermaba o si le iban mal las cosas.  Trabajaba horas y horas para terminar las salchichas o la longaniza o deshuesar esa ternera o amasar carne picada para las hamburguesas.  Y todo con su Josefina al lado cuidando a los hijos, cocinando o llevando las cuentas, o saliendo a atender si la cosa se ponía apretada con tres o cuatro clientas en la espera.

Y en esa época de la Transición, con el miedo que le daba no se volvieran a repetir la guerra y la represión, afianzó con raíces el negocio, aunque no se atrevió a cambiar de local y ampliarlo a pequeño supermercado, como le hubiera gustado a la más lanzada Josefina.  Pero Gregorio se había hecho más conservador y no se quiso arriesgar.  La carnicería siguió adelante y en el verano de 1978 pudieron por fin salir de auténticas vacaciones, a Lloret de Mar, al hotel Mireia, con ayudas que todavía daba lo que se llamaba Educación y Descanso, dos semanas de hotel a pensión completa, repletas de excursiones por la Costa Brava que no olvidaron en muchos años.

En el 79, con el mayor en la mili, María José trabajando en Agrar y Andrés en la escuela taller del Ejército del Aire en Agoncillo, se cambió el Seat 124 por un Ford Fiesta 1100 Ghia, aún también de segunda mano, pero de apenas un año de matriculación y perfectamente cuidado. Iba el mundo dando coletazos y Gregorio

Y el 5 de octubre de 1981 llegó el primer nieto, Juan Carlos, de María José, que le trajo alegría y esperanza por la vida y el negocio, ya que la aparición de los mercadillos, con más puestos de carnicería, le había dejado muy preocupado por el futuro.  Pero el chaval, que revoloteó muy a menudo por el piso de Hermano Adolfo, le proporcionó esa vitalidad que transmiten los niños cuando te miran sonriendo sólo porque estés allí con ellos.

Y a partir de ese momento, ya fueron tiempos de más nietos, con Raúl, David, Laura, Eduardo y Sofía, que fueron llenando el corazón de Gregorio con cariño y esmero en ese entorno propicio para el desarrollo y que hacía olvidar las amenazas del destino.

Llegaron los tiempos de asentamiento en los que no faltaron inquietudes por el futuro, como en cualquier persona perteneciente a esa generación de la resistencia, a la que nada le fue regalado por la fortuna, y que forjó su patrimonio desde la nada, prometiéndose que la vida de sus hijos y de sus nietos sería mucho más fácil que la suya, que tendrían el sustento asegurado porque podrían estudiar y acceder a las cosas bonitas de la vida.

Gregorio y Josefina, con la existencia establecida en torno al cuidado de quienes tenían cerca de su alma, tejieron mallas protectoras por si, como le pudo pasar a Pinito del Oro, la trapecista que tanto gustaba a Gregorio, los esfuerzos se les fueran de las manos y cayeran al vacío.  Pero habían forjado brazos y regazos potentes gracias al arrope, al acogimiento y a la cercanía, esas manos sensibles y abiertas que acariciaban a la distancia como si las tuvieras aquí pegadas, en tu piel, con amor.

En 1995, llegó la jubilación, con la resaca del triunfo en la Recopa del Real Zaragoza.  Fueron desmantelando ese local con vivienda, donde estuvo instalado el laboratorio de fotografía, los juguetes para los nietos, las despensas de chorizos y longanizas... Gregorio vendió las herramientas, las cuchillas, los tajadores, la picadora, las balanzas, el mostrador frigorífico...  Se dio de baja en el Gremio de Carniceros y le agasajaron en una cena con esa placa de plata que guarda con orgullo por 52 años de trabajo en la profesión, desde los 13 hasta los 65, con jornadas de más de 12 horas al día, más de 70 a la semana, números que Josefina nunca contabilizó, a pesar de su orden para albaranes, facturas y recibos.  Se despidieron sin ruido, mirando atrás con satisfacción, sin rencores ni cansancios, con el agradecimiento al negocio y al oficio que les había dado mucho más de lo que hubieran podido esperar cuando festejaban de casi niños por las calles de Montemolín y San José.

Años atrás, Gregorio se había cuidado de ajustar la cotización para que le quedara un poquito más del mínimo.  Y también años atrás, Josefina se había creado un fondo de pensiones para poder aportar a esa época algo de paga que aliviara las cargas esperadas.  Pero a veces el destino te presenta delante a seres que te miman sin haber motivo, con una dedicación más que profesional como la de aquella funcionaria que le dio a Josefina la posibilidad de acceder a la jubilación del SOVI, por sus años cotizados como modista y algunos apaños legales, como añadir las vacaciones no disfrutadas, para alcanzar el mínimo de los 1500 días que daban derecho a una paga escasa, pero suficiente para añadir a la jubilación de Gregorio. Y así empezó otro cumplimiento de sueños. Liberados de cargas familiares, viajaron y viajaron, incluso hasta Buenos Aires, hasta Iguazú, hasta Uruguay... Galicia, Oporto, Canarias, Baleares, París...  lo nunca previsto desde aquella vez que vieron el mar Mediterráneo en el viaje de novios o disfrutaron del valle de Tena o de las playas en la Costa Brava.

Aquel dinerillo que habían ido ahorrando en ese fondo de pensiones, que ya ahora no era necesario para complementar los ingresos, sirvió para otro sueño, qué bien que las vacas gordas puedan llegar con deseos y esperanzas para disfrutar.  Gregorio y Josefina compraron un apartamento en Salou, al que se marcharon varios meses al año, en la calle Huesca, cerca del paseo Jaime I, con sus nietos aún pequeños Sofía y Eduardo, tiempos para disfrutar con paz y paciencia del sol, del mar, de la pineda cercana, de la alegría de los nietos.

Edmunda, la suegra de Gregorio, vivió hasta casi los 99 años, le faltó una semana.  Falleció en 2004.  Y esos años de viajes por el mundo o en ida y vuelta a Salou, se combinaron con el cuidado durante más de 15 años de esa mujer de carácter que se fue marchando de a poco, casi en silencio, molestando lo menos posible, hasta que murió en casa con las manos cogidas de sus dos hijas, Pili y Josefina.

En el parto de Andrés, allá por el 20 de octubre de 1965, se le manifestó a Josefina una estenosis mitral, congénita, que hasta entonces no le habían diagnosticado.  Cuenta Gregorio que le debe la vida de los dos al doctor Teixeira, quien la atendió y consiguió revertir una situación que pudo ser fatal.  Pero el corazón estaba lesionado y era cuestión de tiempo que no fuera a más hasta incluso impedir el movimiento a causa de que el esfuerzo no podría ser soportado. Después de varias soluciones que alargaban la problemática, no quedó más remedio que someterla a una operación para colocarle las válvulas que podrían facilitar el tránsito de la sangre en su corazón de manera fluida para obtener una adecuada oxigenación y volver a un estado de vida normal.  La operación fue bien.  Se realizó en mayo de 2007.  Tenía Josefina 73 años y se abría así un período con posible calidad normalizada.  Pero cada hito en la vida se apoya en el destino, parece ser, y después de la intervención sufrió un ictus que cambió de objetivo las esperanzas.

Gregorio tuvo que volver a demostrarse que era un hombre de palabra con el compromiso, la honradez y la entrega incluidas en su ADN. Él se dijo que ahora tenía que dar la talla y así cambió su meta de vida cómoda y descansada por una transformación vital que le dio el rol de cuidador durante nada menos que nueve años. Más que cuestión de honor fue cuestión de amor.

La generación de Gregorio se fundamentó en patrones de comportamiento absolutamente distintos para el hombre y para la mujer.   En el matrimonio habían adoptado tácitamente esos patrones sin que nada ni nadie pidieran otra actitud.  Cuando Josefina enfermó, con el ictus del que ya no pudo recuperarse, a pesar del empeño médico y familiar en ello, Gregorio comenzó a asumir su nuevo rol de amo de casa junto al de hombre proveedor.  A los 76 años, su modelo de funcionamiento se llenó de cacerolas, carros de compra, fregonas, bayetas y productos de limpieza, mientras aprendía más y más qué debía hacer para ser el mejor cuidador del mundo, el mejor cuidador de su mujer.  Se habían casado en 1960.  En 2010 pudieron celebrar los 50 años de matrimonio.  Habían visto cómo crecían sus hijos, con sus estudios, sus buenos puestos de trabajo, sus bodas, los nietos, los biznietos... 50 años que les habían dado la vida desde aquel compromiso que nació aún mucho antes, en 1948, cuando se prometieron en aquel corral de la calle del Salvador, enfrente de la carnicería de Manolete y con la tía Felisa vigilante.

El cuidado de Josefina supuso un tránsito por centros de día y residencias que Gregorio asumió desde la aceptación y la entrega, siempre con la esperanza de que tal o cual fisioterapeuta descubriera tal o cual ejercicio, que tal o cual logopeda descubriera tal o cual práctica que devolviera a Josefina el estado que pudo mantener apenas unos días después de la operación, hasta que el dio el ictus.

No faltó un día Gregorio a su cita con Josefina, con mimo y cariño, con entrega y dedicación, llevando escondidas en el bolsillo aquellas bebidas reconstituyentes que no le daban en las residencias, o esa golosina que siempre agradecía con una sonrisa que le iluminaba sus ojos azules.

Josefina falleció el 23 de enero de 2016. 

Hasta ese día, a la par que su labor, Gregorio celebraba con emoción los títulos universitarios de sus nietos, que superaban a los de sus hijos, con su emigración mucho más allá de Sabiñánigo para abrir la familia al mundo, el nacimiento de sus biznietos...

Hace poco vendió el apartamento de Salou.  Quizá se le pudo caer alguna lágrima, pero tuvo convencimiento y aceptación, vive el tiempo y la época que le toca vivir y mira valiente, como siempre lo fue, como cuando se enfrentaba a un penalti o a un novillo, hacia el aquí y el ahora.  Ha cumplido 93 años. Recuerda dónde estuvo cada una de las tres carnicerías, sus viviendas, los nacimientos de cada hijo, los bordillos de la plaza Utrillas, las leyendas del palacio de Larrinaga, las entradas al Matadero Municipal, el cine Roxy, las butacas de madera de La Salle Montemolín, y allá a lo lejos, aquella carnicería de Ángel, o más aún, la torre Olivera, donde su madre y su abuela le obligaban a comer verdura.

Abducción

Abducción

 

Volvía de un evento, especialmente anhelado, a las 10 de la noche de un domingo de invierno.  Vivo en una casa antigua, en un paraje cercano a una zona de montañas rocosas de Aragón, los mallos de Riglos.  Fue un trayecto extraño, me habían entrado llamadas al móvil que pasaban por bluetooth al audio del auto con extraños ruidos de conexiones fallidas.  Era un número oculto.  A veces esos sonidos de entrada parecían jadeos de mujer.  No podía separarlos del golpeo que las enormes gotas de una tormenta salpicaban la tierra, los árboles, la chapa y el parabrisas.  También aparecía el relámpago con el trueno subsiguiente, luz y estruendo, magnífico espectáculo.  Conforme avanzaba por la carretera, el ambiente se enrarecía más y más.
Llegaba de un congreso realizado en el Pirineo aragonés oriental, concretamente en el valle de Pineta, donde varias ponencias, entre ellas la mía, hablaron de avistamientos extraterrestres en la zona, que presentaba mucha actividad al respecto.
Intenté abrir la puerta del garaje con el mando a distancia, pero falló —no había luz eléctrica, supuse—, así que salí del coche, me mojé hasta la médula, la levanté manualmente y me introduje raudo y veloz en el habitáculo. Nada más cerrar la portezuela, un enésimo relámpago iluminó hasta las mismas tinieblas del espacio sideral.  Y mientras resonaba el trueno subsiguiente, entendí que en la ventana de mi dormitorio había visto reflejada una sombra extraña.  Parecía imposible que la oscuridad reinante, sólo rota por los faros del auto, pudiera darme esa imagen.  Lo achaqué a la tensión del viaje bajo la lluvia.  
Quise arrancar el motor para acceder al garaje... y ni mención hizo.  Además, los faros se apagaron.  Quedé reducido a la más absoluta oscuridad.  Saqué el móvil, por supuesto, y ya te podrás imaginar que tampoco funcionaba.  Más truenos, más relámpagos, sonido de naves espaciales... sí, ovnis por encima de mí, a lo lejos y cerca, me pareció sentir una invasión con destellos más potentes que los relámpagos... y silbidos, sonidos de afiladas espadas eléctricas cortando el aire, el agua, el techo de mi auto. El perfil de la figura continuaba restallando allá arriba con cada fogonazo... y además me miraba, quise creer.
Sin techo, el coche se inundaba; mi pelo, mi camisa, mis pantalones, mi piel se llenaban de más agua sucia, con una sustancia viscosa; quizá fuera barro. 
¿Sabes? No tenía miedo. Estaba escrito, era esperado. En aquel congreso, había recibido el mensaje de que iban a realizar 
conmigo una abducción para después poder transmitir al mundo, a través de mi actividad periodística, cómo eran los mundos de las Pléyades.  Me sentí completamente seguro de que se estaba cumpliendo lo predicho, que me iban a meter en cualquier nave que me llevaría a esa civilización avanzada. Lo que me pareció una comunicación absurda en su momento se iba a cumplir y estaba preparado, incluso excitado, lleno de energía interior para cumplir la misión asignada, ya tantos años perseguida con mis investigaciones.
Entré a casa.  Antes de nada, quería secarme, cambiarme de ropa, y vino la luz, se inundó el pasillo y el dormitorio de luz halógena con todo el alumbrado activo. Sobre la cama, me esperaba mi novia, desnuda, provocativa, sensual, expresivamente excitada:
—Ven, tu camino a la galaxia pasa a través de mí.

Poemas como hechizos

Poemas como hechizos

El 16 de noviembre del año pasado, subió a la luz mi abuela Dora.  Había nacido en el 36, a la vez que empezó la guerra civil española, pero ni ella la sufrió ni nos la nombró a los nietos en las narraciones de su vida, más llenas de anécdotas graciosas que de sufrimientos o letanías de culpa.

Podría decirse que mi abuela Dora fue una bruja.

Soy hijo de su hija menor, la que pudo heredar sus poderes, pero que ha preferido encauzarlos a una cosa que llaman reiki, que consiste en aliviar dolores y enfermedades con imposición de manos, como enfermera en la Seguridad Social, en cuidados intensivos del Hospital Miguel Servet.

Quiero contar en estas páginas una de sus aventuras, la que destapó mi curiosidad para hacer más preguntas sobre esa condición esotérica.  Anticipo que no tienen respuesta y que las sigo haciendo, por lo cual, si usted es persona avezada en este asunto, le ruego ya mismo que lea lo siguiente con esmero y, si le es posible, me haga llegar su opinión.  De no tener conocimientos en la materia, espero que le sirva para seguir investigando y así pueda entender mejor la primera frase de este relato.

Mi abuelo José, al que no conocí porque falleció unos años antes de nacer yo, aparece en esta historia allá por 1950, cuando conoció a mi abuela.  Vivían los dos en Zuera, un pueblo importante que está a unos 30 kilómetros de Zaragoza y a 125 del monasterio viejo de San Juan de la Peña.  Es importante este último dato.

Dora viene de Adoración y, según cuenta mi madre, el nombre le venía ‘al pelo’, porque era una mujer que se merecía ser adorada por su bondad y su ternura.  Quizá usted se pregunte por qué entonces he escrito antes que ‘podría decirse que mi abuela Dora fue una bruja’.  No quiero cambiar el calificativo, pero no era una bruja como la de los cuentos.  No practicaba magia negra ni hechizos ni sortilegios.  Ahora podría llamarla hada, hechicera, maga, nigromante o taumaturga.  Descarto sibila, vidente o adivinadora.  Me atrevería a aceptar alquimista.  No conozco detalles suficientes, pero me guío por la intuición sobre lo que mi madre cuenta, no mucho.  Era una bruja buena.

Tuvieron un noviazgo tradicional.  En aquellos tiempos, una pareja de adolescentes que se convertían en novios se ponía en el ojo del huracán de las comadres, y más en un pueblo, donde las habladurías corren como agua en río de montaña y, a falta de otros temas, configuraban el repertorio de los chismes que hoy nos ofrecen tan desvergonzadamente ciertos programas de televisión.  Entonces, un noviazgo tradicional suponía pasear juntos, tomar chocolate con bollos, quizá una copita de anís con rosquillas y alguna conversación a través de la ventana baja, con reja, por supuesto, después del atardecer.  Hacer otras cosas significaba ser la comidilla en esos círculos inquisidores.  Ser novios ‘como Dios manda’ tampoco significaba librarse de entrar en esas conversaciones, pero era más fácil encontrar defensoras que no permitieran contar mentiras, como se hacía con los ‘descastados’ para darle más ambiente a las tertulias.

Mis abuelos, ambos hijos de familias con posibles, que se decía entonces, es decir, con capacidad económica para evitar que los niños trabajaran antes de la edad correspondiente, pudieron estudiar hasta los catorce años, algo raro en esa época, y tuvieron una maestra que les enseñó a amar la poesía.

Mi abuela creía en la alquimia del amor —de ahí esa posible denominación de alquimista que he nombrado—, y además defendía que los mejores embrujos para enamorados podrían hacerse con poemas, ya fueran propios o ajenos. 

Se casaron con veintisiete años ambos.  Y disfrutaron de su luna de miel nada más terminar el convite de la boda.  Tenían reservado el hotel en Ansó, al Norte de Huesca esquina con Navarra, pero realizaron en el camino unas paradas algo especiales, sobre todo la del Monasterio de San Juan de la Peña.  Esta joya románica se alza cerca del Pirineo oriental aragonés.  Existen investigaciones que asignan a ese lugar cierto poder telúrico, como de conexión con otros mundos, un agujero de gusano.

De lo que he podido recordar de las historias que contaba mi abuela y lo que he sonsacado a mi madre, muy poco porque no le gusta hablar de estos temas, puedo escribir un relato de lo que ocurrió y que te deja con el gran estupor que he anticipado.

El vehículo del viaje fue un Seat 600-D, nuevecito, de las primeras unidades de ese modelo, regalo de mi bisabuelo Andrés a su hijo José.  El viaje se desarrolló en varias etapas.  Pero la primera parada ya empezó en Zuera, bajo el arco de la Mora.

Continuaron por una carretera poco habitual que transcurre algo más al Este que la nacional y que va a encontrarse en Ayerbe con una de las dos que unen a Jaca con Huesca.  Cerca de allí se produjo la siguiente parada, a las puertas de otra joya románica, el castillo de Loarre.  

Siguiendo esa ruta hacia la Peña Oroel, antes de llegar al puerto de Santa Bárbara, se alzan majestuosos los mallos, enormes rocas de gran altura, de Riglos.  Desviándose hacia su cumbre, existe una pequeña llanura desde donde se aprecia un paisaje extraordinario.  Allí fijaron la siguiente etapa del viaje.

Y con esas vistas, uno al otro se leyeron estos poemas, que mi madre finalmente accedió a darme, tras un interrogatorio bastante profundo en el que investigó sobre lo que sabía de mis abuelos:

 

Amor de trigo y mies, compañero en la ascensión,

te entrego sin apego mis caricias de luz y espigas,

vibro desde mi entraña sagrada hasta tu corazón enardecido

para prender la lumbre del hogar que ahora creamos.

Somos seres en el camino que la nada crea para nosotros

con el aura brillante del poder que nos otorga el cielo.

 

Alma serena que nunca duda en el sendero luminoso,

tengas como tuyo el aliento que ofrezco al Universo

para mirar ahora mismo lo que el futuro y el presente

son capaces de crear en este mismo punto de la Tierra,

donde el sol venturoso y la luna quieta ya no son distintos

porque brillan al unísono como nuestros cuerpos en la luz.

 

Ya has leído dos paradas en edificios laicos.  Esta última ocurrió entre enormidades naturales que elevan la consciencia del momento.  De ahí, pletóricos de pureza, se acercaron al agua del pantano de Santa María de la Peña, a su largo túnel, al puente colgante. Y repitieron el ritual, largo rato de meditación y cánticos de mantras, pegaditos a la orilla.

Según esa ruta, llegarían al monasterio por la sinuosa carretera que discurre entre árboles perennes que dotan de frescor y sonrisa al camino, quizá ya al caer de la noche —se casaron en diciembre, el 15—.  Hacía frío, me contó.  Se las arreglaron para entrar al edificio, vacío y solitario.  Iban a pasar ahí la noche, al mejor modo de los aspirantes a caballeros que velan las armas. 

Luna llena radiante.

En el claustro, en diagonal a la capilla, bajo un capitel con figuras diluidas, pronunciaron abrazados estos versos:

 

La luna como testigo mira en nosotros

la esencia humana y la esencia divina

para vivir en tu luz. ¡Sea el amor consagrado!

 

Repitieron tres veces a modo de conjuro. Después, en el silencio que sonaba a música, mi abuela se elevó hacia el cielo iluminado.  No es metáfora.

Despertaron al amanecer junto al tabernáculo del Santo Grial.

Me dice mi madre que mis abuelos santificaron el amor.

Me dice mi madre que el cuerpo de mi abuela Dora no está en el ataúd, nadie sabe cómo desapareció. 

 

Incluido en el libro colectivo Trobada, Imperium Ediciones, 2020

...cuando pierdes el miedo

...cuando pierdes el miedo

Mis padres nunca habían disfrutado de unas vaca­ciones largas.  En ese verano de 1978, con los últimos coletazos de la institución franquista de Educación y Descanso, mi madre consiguió unas plazas en un hotel de Lloret de Mar para toda la familia durante dos se­manas. 

En septiembre de ese año, se estrenaría en España la película “Grease”, con John Travolta y Olivia Newton John, que se convirtió en emblema de nuestra genera­ción y  a mí me evocó el amor de aquel verano, De­nisse.

En los aledaños de la piscina, nos fuimos cono­ciendo  quienes íbamos a compartir aquellas dos semanas, unos chavales que planeamos algunos diverti­mentos sin el control de los padres y en horarios noc­turnos.

Las leyes tácitas de mi pandilla en Zaragoza, y que por lealtad también quise cumplir allende sus fronte­ras, observa­ban que sus miembros debían dedicarse a la seducción femenina con alta diligencia, consi­guiendo el mérito en fun­ción del número de conquis­tas y del nivel de exploración obtenido en ese territo­rio ajeno.  Pero no me atraía ninguna de las chicas del hotel y ellas no mostraban especial inclina­ción a de­jarse seducir. 

En la segunda noche, unos diez o doce jovenzanos nos dirigimos a una de las discotecas incluidas en la planificación.  Mis compañeros y yo coincidíamos poco en intención de ligoteos, así que me dispuse a observar la situación en solita­rio desde una esquina discreta de la barra.   

Llegó una pareja mayor, de unos treinta años.  Algo más atrás, apareció una muchacha morena, de fino perfil y melena larga, que les seguía callada y seria, como si no quisiera molestar a quienes acompa­ñaba.

La discoteca comenzó a llenarse en poco tiempo.  Pasé bastante rato sentado en la silla alta de la barra, observando como cazador templado.  La pareja con­versaba animada; la chica morena, grave y silenciosa, se había apartado ligera­mente y, con las piernas cru­zadas —llevaba un pantalón muy corto que dejaba al descubierto una piel bronceada— y un vaso largo en las manos, espalda estirada, el cabello sobre los hombros, miraba al frente entornando los ojos para per­derse en sus mundos interiores.  La veía de costado.

Pasó más de una hora hasta que apagaron las lu­ces blancas, desconectaron los focos intermitentes, encendieron los fluorescentes de neón morado y cam­biaron el ritmo de la música para incitar al baile de con­tacto.

Ellos salieron a la pista.  Ella se quedó sola, en igual postura.  Declinó varias peticiones para bailar.  Seguí fijado en su perfil.

Al cabo de unos minutos, me acerqué hasta su sofá.  En esos pasos, medité en cómo pedirle que sa­liera a bailar con­migo… y no acertaba a encontrar pa­labras para formar una frase original que pudiera atra­erla.  Me senté cerca de ella.  Sólo dije:

—¡Hola!

—Salut.

—Est-tu française? —le pregunté con mi manejo idiomático pretendidamente correctísimo.

—No, malagueña —me desarboló con otra media sonrisa apartando la mirada de mi rostro para devol­verla a la pista.

No hubo baile y sí una larga charla, donde ella, con una voz cadenciosa, un tono melódico y envolvente, sin deje alguno, habló de sí misma mientras me iba que­dando pren­dado de sus muslos, de su escote, de sus ojos profundos y tristes, de sus labios…

Su padre se llamaba Ramón, emigrante desde hacía veinte años en Suiza, en la Romandía, su parte francófona, adonde también se llevó su familia: mujer, una hija y otra que nació allí, Denisse, ella.  Provenían de un pueblecito mala­gueño del interior. 

Y qué pechos tan preciosos adivinaba.

Era el primer verano de sus vacaciones que pasaba fuera de tierras andaluzas.  Aquella pareja eran su hermana y su cuñado, bajo cuya tutela había llegado a la Costa Brava por primera vez separada de su padre.  Su padre.

Cuando sus hermanos regresaron al sofá, me sa­ludaron cómplices y se apartaron a un costado.  Por instantes, noté que Denisse quiso que estuvieran más cerca de ella, y no por miedo hacia mí.  Nos despedi­mos sin citarnos expresamente para otro día, después de varias horas de charla. 

Aquel verano cobró hechizo desde ese mismo ins­tante en que la perdí de vista mientras subía por las escaleras hacia la salida. Denisse y yo, citados en la discoteca cada noche, apurábamos las horas hasta el amanecer. 

Los amores de verano se anclan en el recuerdo con bon­dad.  Denisse llenó mis noches durante algu­nos meses inme­diatos y en varias madrugadas a lo le­jos; en la inmediatez porque unir amor y dolor es una experiencia más intensa en los inicios de la juventud, tan ingenua; y en la lejanía porque su historia personal pasó a convertirse en un relato menos esporádico de lo deseado… y aún lloro al recordarlo.

En una de las noches, decidimos aventurarnos en la playa toda la pandilla del hotel con un muchacho recién lle­gado, tímido, de mirada inquietante, para vivir una sesión extraña alrededor de una hoguera como centro de un ritual casi mágico. 

Nos colocamos en círculo sentados sobre la arena con las piernas cruzadas a modo de posición medita­tiva.  Recita­mos varios mantras en voz alta. El rumor de las olas se mez­claba con el aroma de la madera quemada, con el crepitar del fuego y con las caricias de una brisa dulce.

—Tu cuerpo es ligero ahora.  Respira, respira, res­pira.  Aleja los pensamientos y escucha el entorno, que tu mente se calme y se aparte.

Carlos, el maestro de ceremonias, después de unos ins­tantes en silencio, nos dirigió en un viaje al interior en busca de algún tesoro perdido.

—Entra en ti y permanece.  Es tu esencia, tu ser.  Consúltale y te hablará, te enseñará a eliminar el sufri­miento y a superar el dolor.

Se levantó.  Caminó por fuera del círculo dete­niéndose unos segundos junto a cada uno de nosotros.  Cuando se colocó tras de mí, sentí algo extraño en la espalda.  Después del rodeo completo, entró en el círculo y realizó el mismo re­corrido, ahora arrodillán­dose y tomando las manos de quien le quedaba en­frente.  Denisse y yo quedábamos los últimos y espe­ramos pacientes.

En ese momento del tacto, recibí un sentimiento de negrura, fuerte y duro, que se convertía en gris, blanco y luz total hasta que solté sus manos.

—Trabajarás y vencerás —me dijo Carlos al oído.

Pasó a colocarse enfrente de Denisse.  La miró fi­jamente más tiempo que a los demás, sonrió y le pasó las manos cerca del cabello sin tocarlo.  Susurraba al­gunas palabras, o cantos, o sonidos que no distinguía desde mi posición.  Colocó sus palmas bajo las palmas de ella. 

Denisse comenzó a llorar.  Carlos mantuvo su pos­tura y su oración.  Pasaron varios minutos en los que el susurro de Carlos se llenaba con sonidos de mar y viento, brisa de mis­terio y dolor, que parecía repetir quejidos del alma… El rostro de Denisse se fue ajando, apretaba los párpados, gesticulaba llena de angustia mientras le nacían lágrimas que llegaban hasta la comisura de su boca.  En eternos instantes, su cuerpo comenzó a moverse en esos cortos latigazos de quien no puede soportar la congoja.  Lloró más amargo… y se derrumbó.

Denisse dobló su cuerpo y cayó sobre un costado hasta quedar en posición fetal.  Llena de convulsiones por su sollozo angustioso, nos transmitía el padeci­miento desde la entraña.  Nadie nos habíamos movido, a pesar de varios amagos para acercarnos a ella.  Carlos permanecía imperté­rrito en su postura, quizá más concentrado en su plegaria. La luna se ocultó tras una nube.

Al fin, Carlos abrió los ojos.  Nos miró uno a uno y de­tuvo su atención en mí.

—Abrázala.  Tú puedes consolarla.

Y a los demás…

—Vámonos.  Ella debe vivirlo así.

En silencio, con los rostros encogidos, los brazos cruza­dos bajo el pecho apretando para soportar esa amargura ajena, se fueron levantando en silencio y me quedé solo con Denisse en un inmenso mar de compa­sión.

Me senté junto a ella y dudé si abrazarla.  Le acari­cié el cabello, luego su rostro.  Seguía temblando con los ojos cerrados.  Pasé un tiempo desconcertado, podían haber sido segundos u horas, mientras su dolor se iba incrustando en mi pecho.  Desmarañó su posi­ción y se irguió levemente:

—Protégeme —suplicó mientras se acercaba a mi regazo.

Se recostó sobre mis muslos —yo estaba de rodi­llas, sentado sobre mis talones—, rodeando mi torso con sus manos.  Sentía su cuerpo sobre mí, su respira­ción, sus lati­dos, sus jadeos.  Apoyó su cara de lado y su melena caía hasta el suelo.

—No sé qué siento —me confesó varios minutos después.

—Háblame —le rogué.

Su temblor iba cediendo y aparentaba menos per­turba­ción.  Me besaba en los brazos.

Se separó de mí para colocarse de frente, sentada, con las piernas cruzadas.  Colocó sus manos en las ro­dillas y detrás de ella, a lo lejos, se encendió un foco que oscureció su imagen y le dio un perfil de Shiva.  Le quise ver una tímida sonrisa:

—Colócate así como yo, por favor.

Obedecí su ruego y vino hacia mí dándose la vuelta para sentarse en el hueco que dejaban mis pier­nas.  Era menuda.  Recostó su cabeza sobre mi hombro y recibí el aroma de su cabello.

—Dame calor… calor.

La rodeé con mis brazos sobre sus brazos, que se cruza­ban en su cintura.  Atraje su cuerpo hacia mí.

—No sé lo que siento… Es frustración… humilla­ción… asco… vacío interior… me duele, me hiere como el hielo y me siento sucia.

—¿Qué te ha ocurrido con Carlos?

Sus manos sujetaron su vientre con más fuerza.

—El dolor como castigo, o como prueba…

Mantenía la voz melódica, apenas podía percibirse duda o temor, hablaba para sí.

—Quería ver y era imposible, todo oscuridad, muy oscuro, cerrado.  Primero he sentido vacío, soledad, estaba muy sola en una habitación, creo que era una habitación, y me resul­taba familiar.  ¡Qué angustia!  Algo iba a pasar, algo inevitable y lleno de dolor. Y yo sabía lo que era, lo estaba esperando con miedo.

Poco a poco, quebraba las palabras.

—Me pareció que algo, o alguien, me tocaba, me invadía… sin poder rechazarlo, sin poder controlarlo, quizá manos, piel, cabello, mi cuerpo aprisionado, ocupado…  fue largo, muy largo, y me quería escapar, me salía de mi cuerpo, pero seguía sintiendo un domi­nio que por obligación tenía que aceptar… y creía verlo desde fuera de mí, como siendo otra persona, no estaba muerta, mi cuerpo se movía, pero mi alma se había deshecho de la prisión corporal…

Apretaba más y más sus brazos y se pegaba más a mí, buscando protección.  Se enfriaba de nuevo su piel.  Se encogía.

—Alguien, una presencia, otra que no era la que me tocaba, me pedía que regresara al cuerpo, que no debía estar fuera… era necesario vivir el dolor… nece­sario.

Volvió a llorar amargamente, en silencio, con un desgarro que me transmitía con cada movimiento suyo adelante y atrás, como si fuera un péndulo buscando el equilibrio.  A veces, giraba su rostro y me besaba en el cuello.

La oscilación iba siendo más queda; los hipidos, más separados; la presión, más suave… regresaba el calor a su piel.

—En algunas noches, sobre todo las de invierno, las más frías y oscuras, me he sentido igual, con la an­gustia hacién­dome daño.

Habló ahora más calmada, sabiendo lo que decía en cada frase, deseando soltar un lastre que había sido remo­vido por las visiones con Carlos.

—Destrozaba las almohadas, las mojaba con lágri­mas, saliva y desconsuelo.  Quería fundirme con las sábanas, con el colchón, con cualquier cosa que pu­diera compartir algo mío para desaparecer y no volver nunca más.  Estaba sola, per­dida en el mundo oscuro que hoy he vuelto a sufrir.  Pero, ¿sabes?... algo me querían decir a través de las manos de Carlos, un men­saje de misión, de prueba o liberación, o de todo esto a la vez.  Siento una reparación de mi alma, ali­vio…. No sé lo que es.

Fue tomando volumen con cada frase, regresó a su cuerpo de mujer.  Se acurrucó más en mí, ahora con deseo de tacto igual a igual, intercambio de vida o energía.  Entendí que estaba llenándome de agradeci­miento, ya era la Denisse de antes.  

Giró su rostro para mirarme desde mi pecho.  En­trecerró los párpados, sus pestañas se cruzaban frente a sus pupilas.  Llevó mis manos al nacimiento de sus pechos y alargó el cue­llo para alcanzar mis labios con los suyos, tacto que saboreé con mis ojos cerrados en un ejercicio de liberación convertido en deseo.  Largo beso.

Bajé mi mano a su ombligo, a su pubis…

—No, por favor.

En un instante, volvió a mi piel la sensación de su piel fría, encogió su cuerpo contra el mío para tomar impulso y salir de mi abrazo con un gemido rasgado.

A las diez de la noche siguiente, había quedado en llamar a Julián, miembro destacado de mi pandilla, para comentar las proezas logradas en mi verano de seductor.

—¿A que has dejado bien alto el pabellón de Mon­temolín?

—Como no podía ser de otra manera —le contesté algo fingido.

—Cuenta, cuenta.  ¿Han sido suecas o francesas?

—De ninguna de las dos, pero variadas.  Una holandesa que se llama Karen, y otra alemana… que me pareció enten­der que se llamaba Helen o Marlene, yo qué sé.

—¡Qué cabrón!  Dices ‘me pareció entender’…  ¿qué pasa, que sólo gritaba?

—Impresionante la chavala, oye, todo un portento, y no se privaba de nada.

—¿De nada?  ¿No me digas que tuviste de todo?  ¿Te la follaste?

—Tres veces.

—¡Y una mierda!

—Tres, tres…  Con la holandesa cayeron dos, pero hoy vuelvo a quedar con ella.

—Joder, qué envidia, macho.  Cuando vuelvas, tie­nes que contárnoslo de pe a pa.

—Por supuesto que sí.  Os quedaréis con la boca abierta.

Nada más colgar —había llamado desde una cabina cer­cana al hotel—, sin esperar a mis compañeros, salí como una bala para encontrarme con Denisse. 

—¿Has dormido bien? —me preguntó.

—Cuatro horas en la playa, tres en la siesta.

—Yo no he podido dormir… y aún me parece que sigo soñando…  Si te parece, hoy no entramos y nos vamos a pasear por el pueblo, ¿quieres?

Asentí cogiéndole la mano y saliendo a la acera con ella.

Caminamos en silencio por largo tiempo, dos, tres horas… mirándonos de vez en cuando, sonriendo o cabiz­bajos, deseosos o distantes, simpáticos o tacitur­nos, obser­vando luces, escaparates, individuos, autos, motos, parejas…  Dejamos atrás el paseo y continua­mos por los caminos sobre los acantilados que rodean las calas, casi sin luces, con soni­dos lejanos de cancio­nes y una luna burlona que nos ampa­raba.

—Tengo que contarte algo.  Es necesario —habló Denisse.

Preferí esperar en silencio a su revelación.

Seguimos caminando unos metros más con su cuerpo más pegado al mío.

—Ven, siéntate aquí.

A nuestra izquierda se alzaba una roca baja sobre la que me senté.  Detrás, algunos arbustos delimitaban el comienzo de un bosque de pinos altos.  Repetimos postura de la noche anterior, ella de espaldas a mí, ahora más alzada, recostada sobre mi pecho, mis bra­zos rodeando su torso.

Comenzó a hablar pausadamente, dirigiéndose hacia el infinito, con su armonía delicada, que ahora sonaba a vibración de viola.

—No recuerdo la primera vez. Supongo que habría más antes, no sé.  Su voz recia, sus manos callosas, las veo ahora, cada uno de sus dedos, las uñas, las cicatri­ces.  En su mano derecha, la falange superior del dedo corazón tiene tres pliegues muy profundos… en las otras hay más, cuatro muy marcadas y una quinta más fina, y podría decirte la cantidad de cada uno, cuatro en el meñique izquierdo… y pelos negros en el dorso de los dedos, en el dorso de la mano.  Al otro lado de cada nudillo, bajo cada dedo, en la mano derecha tiene cuatro callos grandes y uno más pequeño.  Según la época del año, están más abiertos o más cerrados… creo que depende de que sea tiempo de descarga en la fábrica, cuando llega el material y le toca hacer de peón.

Miraba sus manos, la palma y el dorso, abría y ce­rraba los dedos, los doblaba sin llegar a hacer puño, se las tocaba por un lado y otro.

—Podía ocurrir a cualquier hora porque trabaja a turnos.   Normalmente, se me acercaba cuando no había nadie más en casa o dormían, aunque también nos bajábamos al garaje.  Recuerdo los sonidos de sus movimientos, los pasos, el roce de su camisa, su respi­ración a distintos ritmos, nunca lo miraba a la cara, me daba vergüenza y agachaba la vista, a veces la cabeza, y casi siempre con ternura, o así quería entenderlo yo, sobre todo al principio, me acariciaba el cabe­llo, me lo desenredaba.

Hacía pausas, tragaba saliva… miraba al frente, al mar, a la luna, suspiraba y apretaba mis manos, espe­cialmente cuando empezó a contarme esto:

—A lo largo de los años fue cambiando sus cos­tumbres conmigo.  Al principio, era rutinario, me qui­taba algo de ropa y hacía movimientos que no quería que yo viera. Me rozaba un poco, sonreía.  Eso pasaba en mi dormitorio, se sentaba en mi cama, cuando des­pués de cenar me llevaba a la habita­ción, antes de que viniera mi hermana, que, al ser mayor, se acostaba más tarde.  Me tocaba con una mano por encima de la ropa interior, luego ya por debajo…

Cerró las piernas en un gesto reflejo.  De inme­diato, las separó y relajó los músculos.  Siguió hablando serena.

—En algunas temporadas venía más seguido, aun­que nunca fue muy continuado, incluso pudo pasar más de un mes sin que viniera a mi cuarto.  Me decía que era un secreto que no teníamos que contar a nadie, que era un juego nuevo, jugar a tocarnos… y entonces me pidió que le tocara.  Había cumplido los diez años… Me pidió que le tocara.  En las pri­meras veces, sacaba él su miembro, después me pedía que se lo sacara yo, bajando solamente la cremallera, no se des­nudó nunca, y me acompañaba la mano en su mo­vimiento.  Nada más terminar, se tapaba enseguida y se iba sin despe­dirse, apagaba la luz y cerraba la puerta del dormitorio.  Al cumplir los doce, más o menos, em­pecé a enterarme de lo que me estaba haciendo y tuve un miedo atroz, me sentía atrapada, porque era siem­pre muy cariñoso conmigo, me trataba como un buen padre, hablábamos de nuestras cosas delante de todos o en privado, pero sin sacar este tema, por supuesto, que ocurría sin palabras, sólo con actos, con tac­tos, con manoseos cada vez más internos, más invasivos, con más instinto animal.

Calló durante un largo rato para relajarse de nuevo.

—Me comenzó a llevar al garaje, en algunas oca­siones a una cueva cerca de casa, vivíamos algo a las afueras, una cueva en un bosque cuya entrada tapaba con ramas cuando entrábamos.  Ahí me pedía que me desnudara toda y que me mostrara delante de él.  En­cendía una linterna y llevaba el foco por todo mi cuerpo… después se levantaba y venía hacia mí para abrazarme por detrás… y me tocaba los pechos, el vientre, el pubis.

Se arqueó muy tensa… y llevó sus manos a los pe­chos, al vientre, al pubis.  Mientras ella se acariciaba, iba soltando la tensión… Devolvió sus manos a mis manos.

Siguió contándome lentamente, con detalle, lo que su padre le siguió obligando a hacer, más duro, más perverso…

—Hace tres meses que vivo con mi hermana.  Ella no sabe nada de lo que te cuento, pero lo intuye, lo veo en sus ojos.  Un día me marché, diciéndole a mi madre que necesi­taba estudiar diseño, una carrera que no existe en nuestra ciudad y sí en Grenoble, donde vive Malena con su marido desde que se casaron.  Dije que era necesario que estudiara el bachiller en deter­minado instituto para poder acceder más fácil.  Lo hablé un día en la cena.  Los dos callaron y asintie­ron.  Mi hermana me recibió sin pedirme explicaciones.  Creo que su marido también lo sabe, hoy lo sabes tú.

Sujetó fuerte sus manos a las mías.

—Hace tres meses, entró en mi habitación, me rompió la ropa, me obligó a arrodillarme de espaldas a él y me violó…  Me tapaba la boca, aunque no habría gritado…  En ese mismo instante, decidí que era la última vez.

Tras unos segundos en un abrazo intenso, me llevó detrás de la roca donde habíamos permanecido sentados.  Me hizo acostarme sobre el suelo, me des­nudó, se sentó sobre mí, me tomó de las manos y me hizo el amor.

—Empiezas a ganar la libertad… cuando pierdes el miedo.

La estalagmita

La estalagmita

Veo su número en la pantalla, ni siquiera la tengo registrada en la lista de contactos, ojalá se olvidara de mí.  Respondería a su llamada si la recordara envuelta en cualquier rol que no fuera lujuria o dominación.  Se llama Amor, qué ironía, lo que le falta, la guinda que podría atraparme por los siglos de los siglos como una posesión que ni un hechicero podría deshacer.

Comienza por mi cuello, siempre mi cuello, a modo de vampiresa que primeramente me saca el alma por donde no puedo evitarlo.  Sus labios, ligeramente acompañados por sus dientes, se pasean sobre mi yugular, que vibra potente al son de su atracción y mi deseo.

La conocí en un viaje a la profundidad de unas cuevas en los picos de Europa, donde vive.  Morena azabache, la Preciosa de Cervantes o la Dorothy de Lynch… una pulgada más alta que yo, lo suficiente para mirarme desde arriba y rociarse sobre mí en cada parpadeo.

Siento ahora sus besos bajo mis lóbulos, aspira más, sorbe el último gramo que queda de mi aliento fuera de mi cuerpo, y  su cuerpo arqueado se amolda al mío y baila una danza siniestra y sensual.

Se quedó atrás en la reata de visitantes, junto a mí.  Me retrasó en el caminar y se volvió hacia mí.  Le daba la luz desde un foco alto que su melena me tapaba y sólo veía un perfil y escuchaba su aliento.  Me apoyé en una estalagmita húmeda. Se acercó cimbreándose adelante.

 Sus dedos como artesanos de un arpa se van incrustando en mi dorso, gana y se apodera de mis movimientos, los maneja mientras susurra ‘eres mío’, como mandato que me hace vibrar en imán.

Desde que me besó en aquella cueva de claroscuros, metida en supremacía, dividió mi voluntad en cien migajas que me iba dejando utilizar a su antojo.  Visitamos cinco cuevas más, entre Asturias y Gerona.  Se ciñó a mí con la fuerza de la oscuridad que atrapábamos en cada descenso.  Ni una pizca de luz pudo despegarme y soñé con el amor.

Y se llena de fluidos mientras su palpitar me hipnotiza.  Se preocupa de llevar mi mano hacia la fuente de su placer mientras brota lentamente la miel que me obligará a probar.  No se separa de mí.  Nunca… siempre algo de su aura conmigo para mantener vivo el embrujo.

Acepté su compañía igual que quien acepta al sicario que le asesinará nada más suene un campanazo oculto… pero radiante de amor, inundado de la esencia que su nombre me transmitía cada vez que osaba nombrarla cuando nuestros cuerpos, el mío sin alma, se unían al frenesí: Amor, Amor, Amor.

Me deja tomar el mando y busco ríos escondidos por donde saciar mi sed o ese camino para recibir o entregar.  Sus pezones largos, oscuros, cálidos, de madre nutriente de los sentimientos que sirven para toda la vida, incluso acabada, como ahora siento.  Absorbo, me lleno de existencia a través de sus pechos que manan para mí. Mis manos abajo de su dorso, de donde la agarro y la abro como rajando un cordero pascual.  Su fuerza me pide más fuerza, pero aún no.

 Vuelve a sonar su llamada. He dejado mi teléfono en la mesita.  Sentado en la esquina del sofá, moviéndome adelante y atrás con los brazos cruzados sobre mis muslos, contra mi vientre, miro angustiado la pantalla.  No hay sonido, sólo vibra y retumba.  Cierro los ojos, pero está.

Se llena de mí con un hambre atroz, devora mis esquinas sin piedad y va dejando huella húmeda en cada lugar por donde cruje mi deseo.  Engulle cada pliegue y por fin llega al territorio viril que quiere poseer.  Se detiene para mirarme desde abajo.  Me mira con una sonrisa blanca y negra que maneja como una diosa amada o herida. Soy incapaz de decirle que abra los labios sobre la efervescencia porque prefiero sentir todo su rostro atrapándome, sus manos pegadas a mis caderas para traspasarme su fuego.

He querido desengancharme de su dolor, el que busca paliar con su hegemonía y que me traspasa sin compasión ni ternura.  Dejaré de ser suyo si aprendo a vivir con ella a mi lado en silencio.  Pero sus manos hablan, su carne habla, sus ojos hablan y segrega fluidos que se convierten en vapor para embaucarme en su hechizo.

Consigo entrar en ella sintiendo solo dentro de mí para olvidar, le sujeto las manos al suelo y bandeo mi cuerpo sabiendo que puedo caer derrotado.  Lucho contra ella, Amor.  Y comienza a suplicar.  Se descarna.  Aprieta los dientes queriendo evitar la capitulación.  Enlazo mis piernas con las suyas para sujetarla aún más.  La domino mientras empujo.  A la vez aspira y suspira.  Quiere gritar y no puede porque si no, se le escapará la única fuerza que me une a ella.  Cada vez me muevo con más delirio.  Contengo el jadeo, la miro ya con poder; revienta; me derramo sobre ella sin soltarle las manos ni las piernas; se agita; expira.

No vibra. La pantalla se ha apagado.  Me alargo sobre el respaldo del sofá, los brazos estirados y una sonrisa de liberación eriza mi albedrío.

Adiós,  Amor.

(publicado en la Revista Imán, de la Asociación Aragonesa de Escritores, núm. 19, noviembre 2018))

https://revistaiman.es/la-estalagmita/ 

El caballo de la Luna (a Gabo)

El caballo de la Luna (a Gabo)

 

    Marito inventaba historias sin parar, una tras otra, incluso por la noche, decía su madre, y gente del pueblo se divertía, y gente del pueblo le ignoraba, y gente del pueblo se enfadaba, pero Marito insistía porque sus nueve años le permitían escudarse en la ingenuidad de la infancia para seguir creándolas, y tal ingenuidad era premeditada, emanaba de una inteligencia precoz, cantada por su madre, que era la única persona del mundo que le entendía, una inteligencia de alguien de cuarenta años, pero de alguien con mucha cultura de libro, ¿sabe usté?, tanto como el cura, o más aún, tanto como don Lucas, el penúltimo maestro, el que se murió comiendo una sopa de letras de tanto que sabía, ¿sabe usté?, pero nadie le hacía caso, pobre madre, nadie compartía sus halagos para Marito, ay, Marito, ¡qué historias se inventaba!, como la de la cueva de la sierra, donde lloraba un buitre gigante porque había crecido tanto que no podía regresar al nido, o como la de la flor naranja, que todas las primaveras nacía gigante para esconder a los jabalíes de las postas de los cazadores, o como la de la oveja linda, la de la lana arco iris por tanto mirar al sol mientras lloraba suplicando que no la esquilaran ese verano.

 

Patricio Villanueva, el alcalde de la casta villa, se había gastado algunos cuartos de la comunidad financiando una expedición a la cueva de la sierra para ayudar a salir al buitre, que puede ser verdad y a lo peor nos destroza las entrañas del pueblo, pero como ni siquiera encontró la cueva estuvo a punto de perder las siguientes elecciones, menos mal que consiguió recuperar el cristo de la iglesia, el que robaron en la guerra, y mandó colgarlo sobre el altar, allí donde a las doce el rayo de sol atravesaba el rosetón del cimborrio y caía sobre el pecho sangrante de la imagen, es decir, que todos los domingos a las doce, todo, todo el pueblo recordaba la hazaña de don Patricio, ¡bendito sea el señor alcalde!, y se aseguraba el éxito en una buena tirada de elecciones, aunque alguno de la oposición se encargara de protestar por la instalación del agua corriente, o por el mal estado del frontón, o por los cuartos derrochados en la expedición a la sierra, qué calvario tuvo que soportar don Patricio por la dichosa expedición, qué tortura con la ironía de don Juan Lacabra, el rojo, el que estaba a punto de ser expulsado del partido por no poder arrebatar la alcaldía a las derechas, único pueblo era Fuenferrada en la comarca con ayuntamiento de derechas, te ha embaucado un Einstein, Patricio, tiene mérito seguir a un genio, aunque se equivoque, ¿no es verdad?, qué calvario, qué tortura, y qué inquina agarró don Patricio a Marito, sólo de boquilla, sólo, porque cuando se encontraba al chico y nadie les veía, se lo llevaba al horno viejo, que él guardaba la única llave, y le pedía por favor que le contara alguna historia, una historia fresca, Marito, fresca como el manantial, fresca como mi cuñada, Marito, fresca como la luna, y es que don Patricio era un sentimental acabado, como esos poetas que tan pronto le cantan a Venus como a la panadera.

 

Ahora el pueblo ya no tenía cura sabio, ni sabio, ni listo, ni bueno, ni tonto, simplemente no tenía cura, porque, no se sabe si por la carencia de vocaciones o porque la gente emigraba en busca de una mala peseta para malgastarla entre cemento y luces de neón, el arzobispado decidió no reponer a la parroquia de director espiritual, lo cierto es que el pueblo se dejaba componer por cuarenta mayores y Marito, que Marito era el único muchacho en edad escolar, sin escuela, pero con doña Luciliana, Luz para todos, de maestra intempestiva, y como el pueblo, pues, digo que no tenía cura, la beata doña Engracia también decía lo mismo, que no tenía cura, que el diablo, sin oposición, a pesar del señor Lacabra, estaba carcomiendo a los hombres y ajando a las mujeres, pues una sola misa el domingo a las doce, con una sola hora de confesiones, y con la gente muriéndose sin extremaunción porque el cura itinerante no llegaba, no estaba, o quizá reposara en la venta de doña Virtudes, qué chicas tan descaradas tenía doña Virtudes, hacía caer al pueblo en el pecado, y así le iba a la iglesia, con grietas en los muros que parecían regueros secos de sangre de pasión, ¡sacrilegio!, y con la torre semiderruida, algún día tendremos un disgusto, Dios no lo quiera, y con la campana oxidada, que cada domingo tañía más ronca, ¡qué bien nos vendría un salvador!, un salvador que don Patricio buscaba entre las empresas de Zaragoza, ofreciéndoles terrenos gratis y exención de impuestos, eso en las horas secas, que en las horas frescas soñaba con encontrar un apunte histórico en donde dijera que Bécquer escribió en tal casa del pueblo, o que Camilo José Cela durmió una siesta de su Viaje a la Alcarria en tal pajar del pueblo, o un salvador que don Juan solicitaba a sus contactos de Madrid en forma de alguna filial de una empresa estatal, aunque sea de esas que tienen pérdidas, qué más da si trae chicas... y chicos jóvenes a la comarca, o un salvador como Marito, decía su madre, que será algo grande y dará días de gloria y pesetas al pueblo, ¿verdad, don Patricio?, decía al alcalde en medio de la gente, y el alcalde, ¡pero ignorante, ¿qué te has creído que es tu hijo?!, y la gente se acordaba del buitre, de la flor naranja, de la oveja del arco iris, y don Patricio, por la noche, asomado al cielo fresco de luna y estrellas veía a Marito en la Suecia de los Nobeles, con el premio de Literatura en sus manos, que todo era posible con esa imaginación.

 

Marito, aun después de la reprimenda por lo del buitre, no dejaba de inventar historias, sobre todo para don Patricio en el horno viejo, ni aun después de que doña Engracia le augurara que Satanás se haría con su alma, ni siquiera después de que doña Luciliana, perdón, doña Luz, le castigara a escribir mil veces “seré prudente y sólo contaré historias a quien las sepa entender”, pobre Marito, que tardó cien días en acabarlas porque a cada frase añadía versos desconocidos para doña Luz, y para todos, pues decía que el salvador se los revelaba, y doña Luz, perpleja, pues creía, le preguntaba que quién era el salvador, y Marito callaba, y don Patricio, en sus horas secas enfadado, le ordenaba olvidar esas palabras, en sus horas frescas ensimismado, le rogaba que, por favor, cuéntame lo del salvador, allí, en el horno viejo, pero Marito callaba, callaba porque no conocía al salvador, porque los versos le llegaban por inspiración, nada podía entender de esta nueva historia, y es que por esta vez la historia no era inventada, y Marito, en su ingenuidad premeditada, callaba, pero en la inteligencia que sólo su madre difundía, meditaba de dónde le venían esos versos así como si nada, sin él imaginarlos, como si estuviera escribiendo dormido o escribiendo soñando.

 

Hubo cien días siguientes de reflexión, con don Patricio insultando o suspirando, según horas secas o frescas, doña Luz rezando, doña Engracia conjurando, y la madre de Marito preparando infusiones para devolver a su hijo las historias de ciento y pico días atrás, pues Marito cayó en un letargo de reptil y deambuló por las calles empinadas, alrededor de la iglesia, con la vista quién sabe si hacia el cielo o hacia las nubes, esperando las lluvias, según los labriegos, esperando a Dios, según doña Luz, esperando al Demonio, según doña Engracia, esperando a los vientos, dijo Marito, y cuando lo dijo, despertó, y volvió a su ser, para alegría de todos, especialmente de don Juan Lacabra, a ver si le hacía otra faena más gorda al alcalde y así los votos cambiaban de mano, y contó todas, todas las historias que años atrás ya contó, incluso la del buitre, para regocijo del señor Lacabra, incluso la de la oveja arco iris, incluso la de la flor naranja, durante otros cien días, incluido el verano, para regocijo de los chicos emigrantes que así podrían presumir de cuentista en su pueblo, pero en otros cien días, hasta allá para Diciembre, inventó historias nuevas, todas, todas de héroes y princesas, de dragones y gigantes, de batallas y rescates, tan verosímiles, tan infantiles, tan parecidas a las que los cuarenta de más de cuarenta oyeron hacía más de treinta y cinco, que el cariño del pueblo se hizo tan intenso para con Marito que el niño dejó de dormir para contar más y más historias, pues qué más quería que tener contento al pueblo, hasta que un día frío de Diciembre calló y volvió a su casa con los ojos cerrados, qué sueño tiene, dijo doña Luz, está buscando historias, dijo don Patricio, que ya no sufría horas secas, pero cuando ya nadie le seguía, cuando ya había besado a su madre en el lecho aún matrimonial, partió por el camino de Torre Los Negros y desapareció del pueblo.

 

Y por culpa de los doscientos días atrás, toda la gente le echó en falta, y toda la gente se puso a buscarlo, y don Patricio por el lado derecho del pueblo según se mira al Este, y don Juan por el izquierdo, según se mira al mismo sitio, al menos en algo se pusieron de acuerdo, aunque con esperanzas dispares, organizaron batidas en grupos de a cinco por muchos kilómetros alrededor del pueblo, y, antes, gracias a la línea automática pudieron avisar en poco rato a la Guardia Civil de muchos pueblos, incluso a la de Teruel, Zaragoza y Valencia, pero sobre todo a la de Calamocha, que el comandante del puesto era paisano y se tomaría más interés, y Marito no aparecía, y pasaron uno, dos, tres, cuatro días sin noticias, con lágrimas sinceras de las lloronas y ninguna de su madre, que está en una misión divina, decía iluminada, se vuelve loca, se vuelve loca, es el Demonio, diagnosticaba doña Engracia, y don Patricio volvía a las horas secas, y don Juan buscaba luces para fabricar del acontecimiento una estrategia con la que ganar los votos necesarios, y doña Luz, rezaba y creía en las palabras de la madre de Marito, será una misión importante, y se acordaba de algún verso del castigo, porque alguno hablaba de la misión del cielo, pero nadie le encontró, apareció el quinto día, de madrugada, con la cara encendida de ilusión, como cuando acababa de inventarse una historia, y entró en casa y vio a su madre con doña Luz, y su madre le regañó como buena madre, hijo, que son las cuatro de la mañana, y le abrazó llorando por dentro, y doña Luz ansiaba encontrar el momento para preguntarle por la misión, pero el abrazo no terminaba, y tenía tanta inquietud que se puso a llorar para pasar el rato más introducida en el ambiente.

 

Marito preguntó por don Patricio y su madre le indicó, y como doña Luz no pudo ahogar el llanto, el muchacho se le marchó sin aclararle la aventura, y Marito caminó hacia la sierra, hacia donde se suponía que estaba la cueva del buitre, y vio a don Patricio con su grupo de cinco, y le gritó, ¡don Patricio!, y el alcalde no oía, y le volvió a gritar, y el alcalde no oía, y Marito decidió acercarse más, poco a poco, hasta llegar a unos metros del grupo, y cuando descendían una ladera, desde la cumbre de la colina, Marito repitió, ¡don Patricio!, y don Patricio se volvió, miró cien veces de arriba a abajo, a izquierda y derecha, abrió la boca como un tonto, abrió y cerró los ojos, se arreó algunos tortazos, se pellizcó, y, al fin, como aún le duraba la hora fresca, exclamó, ¡milagro, milagro, es un don de los dioses, ha aparecido, lo hemos hallado en la noche clara de luna y estrellas!, y Marito, desde la altura, con el grupo arrodillado sin osar pronunciar otra palabra que milagro ni amagar otro gesto que cubrirse la cara con las manos, dijo a don Patricio que los milagros eran de dios y que dejara de hacer el imbécil, que había llegado al pueblo hacía una hora y que quería hablar con él, y los del grupo le obedecieron como falderos, callados y embobados, incluso cuando cerca del horno viejo les ordenó todos a casa y usted venga conmigo, don Patricio.

 

Marito y don Patricio entraron al horno viejo y Marito se sentó en los tablones altos, y don Patricio, como todas las veces, dijo cuéntame, y Marito le habló del caballo blanco, del caballo blanco con asta de toro en la frente, que surcaba las nubes y las estrellas derramando sueños felices hacia la tierra, y don Patricio, en el entretanto de la hora fresca a la hora seca por exigencias del cargo, no acertaba a escuchar o a insultar, y Marito continuaba, que el caballo blanco ha elegido este pueblo para culminar su tarea, porque ha fracasado hasta hoy y nadie ha querido los sueños felices, y cansado, y harto de surcar las nubes y las estrellas está buscando un mundo para regalarle todos sus dones, y ese mundo es Fuenferrada, don Patricio, ha elegido Fuenferrada, y yo, bendito sea el caballo blanco, estoy designado para buscar la voluntad de mis paisanos y llevarlos hasta él, es la misión, don Patricio, ¿me entiende bien, don Patricio?, y usted es el alcalde, pero don Patricio se debatía entre el consistorio y don Juan Lacabra, porque otra vez le creía, pero recordaba la faena del buitre y los cuatro votos que perdió, y no quería creer, maldito niño, en sus historias, con lo seria que es la política, y no se decidía, porque ser alcalde es ser alcalde... pero, y si todo fueran sueños felices, sería alcalde de por vida... pero no, que este chico me desgracia... pero, y si es verdad... y Marito le agarró la muñeca y le arrastró hasta las colinas de la sierra, y le dijo, don Patricio, mire a la luna, mire a los labios de la luna, y empezó a nevar, y don Patricio miró y vio al caballo blanco surcando las estrellas, y vio la estela de colores que desprendía su vuelo, y vio cómo los destellos de la estela, sueños felices, iban cayendo entre los copos a la tierra yerma y se ajaban, y entonces acordó tomar la hora fresca y jugar a ser alcalde para siempre.

 

El pueblo quería abrazar y besar a Marito, que los del grupo habían corrido la voz, pero tuvieron que esperar todo el día, hasta el anochecer, porque Marito y el alcalde no aparecían, que habían dormido en la colina, pero por fin llegaron, y el pueblo quería abrazar y besar a Marito, y don Patricio lo permitía, que era buena manera de empezar la campaña, y Marito quería empezar su historia, y don Patricio le guiñaba un ojo, ya llegará el momento, no seas nervioso, la impaciencia es mala consejera, saluda, saluda, y Marito saludaba, y abrazaba, y besaba, porque había entendido la táctica de don Patricio, hasta que doña Luz, ahogado el llanto, pudo preguntarle qué misión había cumplido, y Marito dejó de abrazar y de besar, se apartó hacia la escalera del ayuntamiento y con un gesto provocó un silencio feroz que se oían chocar los rayos del sol contra el agua de la fuente, y el pueblo entero, los cuarenta, se prepararon para escuchar la nueva historia, quizá de dragones, quizá de piratas, quizá de princesas, y Marito habló del día en que se fue, de cómo siguió una llamada hacia una colina lejana, donde durmió casi medio día, hasta que llegó la luna llena y el carro de estrellas, para despertar con algo así como el relincho de un caballo, y no vio nada a su alrededor, y buscó, buscó por la tierra, pero tuvo que mirar al cielo oscuro hasta encontrar la cara de la luna llena, y de sus labios nacía un caballo blanco, un caballo blanco con asta de toro en la frente, y el caballo se acercó, y le habló, y así siguió contando como nunca había contado una historia, y su madre callaba, y doña Luz callaba, y don Patricio callaba, pero Nicanor susurró, ¡qué historia tan bonita!, y doña Engracia, el Diablo no cuenta esas cosas, y se quedó tranquila, pero el alcalde subió unos cuantos peldaños y comunicó al pueblo entero que no era una historia, que todo era verdad, y la mayoría rió, la mayoría rió con soltura, a carcajadas, vamos, y don Juan se ahuecaba, y más rió don Juan cuando don Patricio contó que había visto el caballo blanco, y entonces Marito retomó la palabra y se encendió, vibró describiendo la estela y los destellos de felicidad, y vibró argumentando el privilegio de ser el pueblo elegido, y tal era su tono de convencimiento que la risa cesó y sembró la duda en todos menos uno, que se frotaba las manos, y don Patricio guiñaba el ojo, todo va bien, y su madre y doña Luz creían y miraban a la luna y se imaginaban el caballo blanco y ya veían la felicidad por las calles, pero la mayoría no abandonaba la duda, y el alcalde propuso ir a la sierra, a la colina, a mirar la luna y ver nacer al caballo blanco, y sin mirar atrás, bajó la escalera y siguió el sendero, y don Juan Lacabra cerraba la comitiva sumando los votos ganados, y llegaron todos a la colina, y Marito señaló los labios de la luna y comenzó a nevar,  cayeron copos brillantes y todos menos uno vieron nacer al caballo blanco y vieron caer destellos de la estela entre los copos, y vieron cómo iban a parar a la tierra yerma, pobre caballo blanco, sin corazones que recojan la felicidad, qué solitario estará en la luna, qué grande es el cielo para un caballo solo, y callados, serenos, volvieron a sus casas, a dormir esa noche para soñar con el caballo blanco, o con los votos ganados, o con los votos perdidos.

 

Al alba, el pueblo buscaba a Marito, porque la duda crecía y pensaban que si el embrujo de la noche les había obligado a soñar el mismo sueño, pues ahora con el sol no podían soñar igual, y don Juan, que se veía derrotado, señaló hacia la colina diciendo que todo fue por culpa de la nevada, que miren ustedes que allí había nevado y aquí no, y que los copos brillantes lucían con el rayo de la luna, que el caballo era la nube perdida de la nieve, en fin, que eso se llamaba histeria colectiva, y que don Patricio se había vuelto a columpiar, y doña Engracia mentaba a Lucifer, y doña Luz quería ir a recoger unos cuantos copos porque eran destellos de felicidad, y por fin don Patricio tomó la palabra y habló de la agonía del pueblo, de los años venideros de penuria, del cura que se fue, del maestro que les quitaron y de que todos buscaban un salvador para guiarnos a la abundancia, y qué más queríamos, Marito lo había encontrado, ¿acaso vamos a perderlo?, y en turno de réplica, don Juan también habló de la agonía del pueblo, y recordó que el padre de don Patricio, también alcalde, no quiso que la carretera general pasara cerca del pueblo por si venía una guerra y los soldados nos ocupaban las casas y nos deshonraban a las hijas, y que de ahí venía la penuria, no iremos a tropezar con el mismo apellido, ¿verdad?, y doña Engracia dijo que lo que pasaba por la noche siempre era pecado, y ahí se acabó la paciencia de don Patricio, y mirando a doña Engracia argumentó que un caballo blanco, por ser blanco como los ángeles, tiene que venir de Dios, y que el pueblo no tenía otra salvación que no fuera divina, y Marito propuso volver esa noche a buscar al caballo, y hubo asentimiento, y nadie pudo dormir la siesta esperando a la luna, y la luna llegó cuando el pueblo entero ya esperaba en la colina, y empezó a nevar, y el caballo blanco salió de la luna y correteó alegre entre las estrellas, y en un vuelo fugaz fabricó un carro enorme y descendió hasta la colina, y Marito ordenó que todo el pueblo subiera, que había sitio, que él montaría en el lomo, y que don Patricio llevara las riendas, y todos le obedecieron, todos ocuparon el carro, y el carro surcó el aire dejando estela sin destellos, y el caballo blanco sonreía, todos subieron menos uno, Juan Lacabra, que por fin sería alcalde, aunque fuera con los votos de la venta de doña Virtudes, y el pueblo se quedó abandonado para siempre, a la espera de algún verano o a la espera de que todo volviera a ser como antes de la penuria.

 

(incluido en el libro "Cuentos de Luz")

Ayúdame a mandar bien, Epílogo

Configurar un equipo de Consultoría Interna de Recursos Humanos en una gran empresa con años de tradición es un acto de valentía.  En las mentalidades que se sostienen con el paradigma de que “lo anterior es lo bueno”, cualquier modificación al status cultural supone una agresión con alevosía y nocturnidad a lo establecido.  Pero no nos rasguemos las vestiduras: es una actitud comprensible desde lo humano.  Aunque desde la gestión empresarial también es patente que quien no se mueve, muere.

La fama de los consultores está bien ganada, tanto para lo bueno como para lo malo, y los tópicos trabajan soterradamente.  En su génesis, la función de la consultoría nace con un criterio esperanzador: mantener profesionales actualizados en técnicas de gestión para ayudar a las organizaciones a conseguir sus fines.  Un consultor se ofrece y/o un empresario lo llama.  El empresario hace constar su deseo y el consultor presenta alternativas de solución.  El acierto o el fracaso no es propiedad de uno u otro porque ambos se necesitan en cuanto decidieron trabajar juntos.  En esa relación, se plantean dos supuestos: que el empresario conoce su problema y que el consultor es capaz de plantearle la/s mejor/es solucion/es.  Por regla general, el primer supuesto se cumple raramente... y por regla particular, el segundo no es habitual.  El componente económico de la relación suele pervertir el fin.  La consultoría es cara, con razón, y los recursos empresariales siempre escasos.  Una buena solución requiere tiempo, y el reloj corre abultado en casa del consultor.  Así que, salvo raras excepciones, la relación termina antes de lo necesario, con el problema seudoresuelto y con satisfacción por ambas partes.  Los dos temen, uno exponer, el otro escuchar, que la implantación de la solución requiere más recursos, más tiempo, más dinero, para lograr su mayor efectividad.

Con estos antecedentes, aún me atrevo a calificar de más valiente la decisión de la empresa de Antonio y José Luis.  La función de Recursos Humanos está evolucionando para hacer valer el objeto de su cometido: las personas.  Ser experto en personas es muy difícil, requiere formación, tiempo y experiencia..  Si además se desea una aplicación práctica en sistemas organizativos, las necesidades competenciales se alargan y se amplían cada día más.  Por ello, revestir del ropaje de consultores a los personajes aplicadores de técnicas para el comportamiento no parece extraño, porque en ese rol confluyen dichos requerimientos.  Pero ¿y la etiqueta de internos?  Colocarla supone asumir muchos riesgos.  Desde lo operativo, no se ve nada bien a la gente que ocupa su tiempo en pensar.  Los “pensadores” suelen obviar a la gente de la línea.  La fragmentación entre ambos colectivos es siempre palpable y entre ellos el aire se corta con cuchillo.  No digamos si además esos “pensadores” pretender viajar hasta la vanguardia para dar apoyo entre el fuego cruzado del día a día.  Además, ¿qué general permite que los del Estado Mayor molesten en plena batalla a sus mandos y soldados?  “¿No querrán fisgonear en mi estrategia?”.  Es difícil, muy difícil ser consultor interno de recursos humanos.  Y es que todo el mundo entiende de eso, a todos nos va bien con nuestras recetas, no necesitamos medicinas porque no estamos enfermos, ¿o sí?

Superados estos prejuicios, una vez decidida la configuración del equipo desde la Alta Dirección, la programación de las acciones, su contenido, obligan a un meticuloso análisis: prudencia, mesura, moderación.  ¡Qué razón tenía Alba en sus planteamientos!  “No iremos si no nos llaman”.  Si se pretende que la función principal de los consultores internos es “hacer coaching” con los jefes/mandos/responsables de la empresa, no podemos saltar a la arena como quien quiere matar a los leones.  Así, la primera cualidad para el rol, la primera necesidad competencial, no viene en ningún manual de habilidades directivas: humildad, humildad, humildad.  Una de las ventajas de actuar con un equipo interno es que el componente económico está diluido en la relación directa.  No hay factura con IVA a la vista.  De esta manera se hace más fácil –menos difícil– el acercamiento humilde porque no están obligados a demostrar que son buenos y rápidos.  ¿Por qué la humildad?  Vayamos al opuesto: ¿qué de bueno tiene la arrogancia?  Nada, salvo para los dictadores, que les sirve para mandar por miedo e imposición.  Si entendemos que el coaching, o el mentoring, o la tutoría, requieren escucha, sensación, comprensión, orientación y aprendizaje, sólo pueden realizarse con humildad.  Y esta humildad también obliga al consultor a colocarse en la posición de alumno, como hace Antonio, en todas y cada una de las acciones, por muy experto que uno se considere.  Con esta actitud, tendremos un camino más suave para convencer al general y más llano para los jefes, oficiales y suboficiales.

Un equipo de consultoría interna debe trabajar desde el objetivo de ser útil.  Pero la mujer del César no sólo deber ser honesta, sino parecerlo.  La utilidad es juzgada por el cliente, no por el proveedor.  Por lo tanto, las acciones de acercamiento deben tener un contenido concreto cuyos resultados se aprecien relativamente pronto.  Ahora bien, el trayecto tiene un destino, no vale aparecer en Nueva York cuando se quiere ir a Benarés.  Hay que mirar a la India, al iniciar el trayecto, aunque tengamos que pasar cerca de Nueva York porque Oriente Medio, trayecto más corto, está en guerra.  Si para ser útil en breve, tenemos que visitar la Estatua de la Libertad, hagámoslo, pero que, en ese viaje, nuestro cliente ya haya conocido el mapa y pueda, al menos intuir, cuál es la ruta para terminar bañándose en el Ganges.  Necesitamos saber dónde vamos, necesitamos conocer las distintas rutas, necesitamos entender al compañero de viaje... y debemos ayudarle a encontrar su camino... para llegar a  Benarés.  Y nuestro Benarés, meta final debe ser el aumento del valor en tres sentidos: personal, profesional y económico, que no son independientes, pero tienen que estar los tres en el foco.  Tampoco sirve conseguirlos a cualquier precio, y ahí se incluye el tiempo del viaje.  Los valores son fundamentales en el proceso del viaje.  Luego vienen las habilidades.  En fin: dónde, cómo, con qué y cuándo.  Cada pregunta requiere su respuesta; unas las dará la organización; otras, el viajero y otras, el acompañante.  Si esa relación es constante en el tiempo adecuado, sin mirar facturas ni plazos, atendiendo a las necesidades individuales, los resultados serán consistentes.  Es cuestión de paciencia y confianza.

Antonio nos ha contado que fue rebelde, que lo expresó con vehemencia y que aún le queda ese poso tan necesario para no acomodarse. Mandemos la vista a sus Altos Jefes, el Consejero Delegado y el de Director de Recursos Humanos y adjudiquémosles el mismo calificativo. Probablemente, no puedan acreditar que los expulsaran de clase o que los despidieran de un bar, o quizá sí.  Pero para ser valientes, ya cualidad comprobada al decidir la implantación de un equipo de Consultoría Interna de Recursos Humanos, hay que tener una gran pizca de rebeldía, hay que mirar hacia atrás y hacia los lados y sublevarse por un momento... y si hace falta, soltando un desplante, que no pasa nada.  Luego, que llegue la paciencia, la prudencia, la humildad, la planificación, el diseño, la comunicación y la implantación... pero que sea después, y que siempre recordemos ese momento de ofuscación como un estado primigenio que nos ha dado tanto impulso como el Bing Bang.

 

***

 

Existen muchos métodos pedagógicos para enseñar, pero el más efectivo es ser profesor.  Por eso, quien más ha aprendido en esta historia ha sido Antonio.  En la relación maestro-alumno, externamente se conoce quién interpreta cada rol.  Sin embargo, internamente, y más en un contacto de a dos, ambos se funden.  Si el maestro lo acepta, supera al alumno en resultados.  Tanto el consultor como el capataz han crecido.  Haberse encontrado y trabajado juntos ha multiplicado su valor.  Y el avance se produce por varios aspectos fundamentales: han errado, han sufrido, han reflexionado y se han superado; estaban seguros de qué deseaban... y el descubrimiento ha sido íntimo y personal.  Para llegar a ello, no sirven los títulos académicos ni las escuelas de negocios.  Es cuestión de actitud y de sentido común.  José Luis, hombre llano, experto y prudente, desde su posición de alumno se va convirtiendo en un profesor para Antonio, porque su actitud impregna inconscientemente la tarea de Antonio.  Si el consultor se hubiera encontrado a otra persona en su camino, los resultados habrían sido muy distintos... sobre todo para él mismo.

Apenas diseñé previamente el perfil de estos personajes.  Cuando me puse a escribir esta historia, ni siquiera tenía claro el hilo argumental.  Desde mi experiencia de participante en la creación de un equipo de consultoría interna de Recursos Humanos, deseaba construir una historia donde se reflejaran las cuestiones técnicas junto con la problemática de implantación.  Pero el consultor y el capataz se apoderaron de mí y se convirtieron en Antonio y José Luis, dos personas, que no personajes.  El resultado nada tiene que ver con lo planificado. En este caso, darle forma en mi interior, querer ser conductor, maestro, me ha convertido en alumno, alumno de ellos y he conseguido el mejor aprendizaje, he llegado a mayores convencimientos y he ido descubriendo facetas evidentes para la interesante labor que pretendía mostrar.  Generalmente, a la hora de escribir un ensayo, nos ponemos sobre los conocimientos y el raciocinio.  No es mala base.  Pero esa mezcla mental tiende a la soberbia.  Al escribir estas líneas del epílogo, voy descubriendo que la sabiduría se alcanza desde el corazón.  Que mi aprendizaje desde la posición de “profesor” se ha producido porque, partiendo de la razón, me he involucrado en las emociones personales.  Pensaba ilustrar este escrito con citas de mis lecturas sobre gerenciamiento y gestión de recursos humanos.  Quería nombrar grandes autores, gurús y pensadores para solidificar mi propuesta.  Deseaba fundamentar mi experiencia con frases contundentes de firmas incuestionables...  lanzarme al espejo de la sociedad y confirmar que la idea alucinada de unos “iluminados” tenía una base tan sólida como la pirámide de Gizeh.  Y, en cambio, han sido José Luis y Antonio quienes han llevado el peso de la demostración, dos personas de la intrahistoria, dos experiencias confluyentes, cuyas vivencias están absolutamente escondidas en la cotidianeidad.  Me viene al recuerdo una anécdota que nos contaron en un curso sobre Mando/Liderazgo al que asistí, en 1987.  La narraba Tomás Belle, mi primer consultor conocido, como algo que le había sucedido en su asesoría a una empresa zaragozana, La Bella Easo, que se dedicaba (se dedica) a la repostería industrial.  Contó que, llamado para realizar unos estudios de productividad, pidió realizar un paseo por la planta.  Caminaba acompañado por el Director General y, a su vez, dueño de la empresa, cuando, al llegar al final del horno de las madalenas, escuchó de su anfitrión:

–Mire, Tomás, precisamente aquí tenemos una de las mayores pérdidas productivas.  Como verá, las madalenas se depositan en la cinta y van pasando por dentro del horno.  En ese trayecto, se van tostando poco a poco.  Y al llegar al final, ya listas para empaquetar, este tope de aquí las despega y las hace caer en estos cestos.

–Y ¿cuál es el problema?

–Fíjese, ¿ve esta madalena?  Está rota.  El calor la ha pegado demasiado en la cinta y el choque con el tope le ha estropeado la forma.  Así no podemos venderla como producto de calidad, por lo que va a las tiendas de “segunda”, con mucho menor precio.

–¿Han intentado solucionarlo?

–Sí, por supuesto.  Hemos cambiado dos veces la cinta.  También modificamos la velocidad de la cinta y la temperatura, buscando un horneado más lento.  Pero, con más o menos frecuencia, siempre terminaba sucediendo lo mismo.

El consultor se presentó al operario que miraba cómo caían las madalenas en la cesta y que había estado escuchando la conversación.  Según conversó con él, nos contó que el señor llevaba más de diez años viendo caer madalenas en los cestos.  Así, a vuela pluma, más de millón y medio de precipitaciones al vacío.

–Buenos días. ¿Qué  piensa usted de esto?

–Mire –contestó el operario–.  Yo ya había pensado en ello.  Son muchas horas de ver caer madalenas.  Y siempre me duele cuando una se rompe.

–¿Cree que tiene solución?

–A mí se me ocurrió que si este tope tan duro lo cambiaran por una goma o un muelle, la madalena se iría despegando poco a poco y es fácil que se rompieran mucho menos.

Tomás miró inmediatamente al Director General y vio cómo, asombrado y algo ofendido, se acercaba al operario:

–Oiga, y ¿cómo no nos lo había dicho?

–Porque nadie me había preguntado.

¿Quién tiene las respuestas?  Hay que buscar en otros lugares.  Nadie que permanezca en su lugar encontrará la solución.  Un operario, un capataz, un administrativo también tienen mucho que decir, pero sólo lo dirá si alguien, con humildad, se lo pregunta.  Preguntemos, por favor.  Antonio saca lo mejor de José Luis con una sola pregunta.

He aprendido con José Luis que todas las personas tienen su contestación tan cerca, que, cuando la encuentran, les quema.  Y hay que hacer tan poco para prender el fósforo...  Lo ideal sería que supiéramos frotarlo nosotros solos, sin ayuda, en el momento oportuno.  Pero nadie nos ha enseñado.  Ni antes ni durante nuestra pertenencia a una organización.  Las empresas se ocupan mucho de las necesidades económicas, algo de los conocimientos, es decir, de la mente, muy poco de las emocionales, salvo motivos graves, y nada, nada, de las espirituales.  Mirar para adentro, labor que propugno, es una necesidad espiritual, de contacto y reconocimiento del alma.  Quien no sea animista, puede relacionarlo con las teorías de Freud, si desea comprenderlo.  José Luis miró para adentro y encontró un tesoro que repartió con su empresa.  ¿Hay mejor manera de enriquecerse?

He aprendido con Antonio que la ayuda, para ser verdaderamente efectiva, no se ofrece, se solicita.  Y que la soberbia de las altas teorías es mala compañera para el aprendizaje aplicado.  También, que la enseñanza no puede imponerse, que debe ser descubierta; así, el aprendizaje es progresivo geométricamente y permanece, se autoalimenta, se regenera.  Antonio rectifica, acción de sabios, no pierde el ánimo, empuja, busca, sufre... y se descubre, como José Luis, cualidades latentes, que habrían dormido el sueño de los siglos como el tesoro de Barbarroja.  Todas sus riquezas son expandibles porque no las quiere para él, y sólo crecerán si las comparte, si ruedan, si salen de él.  En cuanto las libere, aumentarán sin medida y cada paso superará al anterior.  Antonio llegará a tener pensamiento sistémico porque es irreversible su trayecto hacia el contacto con su alma (7).

 

***

 

Está naciendo una nueva conciencia.

Todo indica que estamos en el umbral de una nueva era, cuyo protagonista también será la persona.

José Luis Casado,  El valor de la persona, FT-Prentice Hall, 2003

 

Según afirma Richard Barrett, en su obra Liberando el alma de las empresas , debemos diferenciar cambio, transformación y evolución.  Generalmente, en la gestión empresarial, usamos la palabra cambio que, dice Barrett se definiría como una manera distinta de hacer las cosas, hacer lo que hacemos ahora, pero hacerlo de manera que sea más eficiente y productiva o que mejore la calidad.  Si estamos en una organización inmersa en el cambio, nos dirigimos esencialmente a solventar sus necesidades materiales, con aplicación de reducción de costes, reestructuraciones, reingenierías.  De acuerdo con el mismo autor, transformación es una manera distina de ser que implica cambios a un nivel más profundo: el de los valores, las creencias y los supuestos; posibilita un cambio fundamental en la conducta personal y empresarial y en los sistemas y las estructuras organizacionales; ocurre en sistemas vulnerables, que aprenden de sus errores, son abiertos al futuro y pueden dejar atrás el pasado y sus creencias rígidas.  Transformarse supone mirar hacia dentro, reflexionar, ver qué hemos sido, decidir qué queremos ser y ponermos en marcha hacia la meta, sabiendo que es un camino duro, con idas y vueltas, que sufriremos, pero no hay crecimiento sin sufrimiento.  Cuando hayamos entrado en un estado de continua transformación y cambio, que implica ajustes constantes de valores, creencias y comportamientos, basados en lo aprendido por medio de la retroalimentación interna y externa estaremos llegando al estadio de la evolución, que ocurre con mayor facilidad en sistemas abiertos al aprendizaje con una cohesión interna basada en canales múltiples de comunicación abierta y que sostienen un verdadero compromiso con el autodesarrollo.

La globalización, con toda su connotación de crecimiento criticada acertadamente por sus grandes defectos, aporta un importante valor positivo.  Oriente y Occidente se acercan.  Culturas ancestralmente paralelas comienzan a converger, nutriéndose mutuamente de sus valores.  Nuestro deseo de mejora en la vida material, con los avances tecnológicos y económicos, llega al otro lado por medio de la instalación de factorías y canales de distribución.  También se extiende el espíritu democrático y el deseo de igualdad.  Desde allí nos llegan sus métodos para fundirnos con lo espiritual; comenzamos importando artes marciales, como el judo y el karate; de meditación, como el yoga y el zen; de curación, como el reiki; de armonía interior, como el taichichuan.  Tradicionalmente, en Occidente nos hemos ido preocupando del interés de la mayoría, gestionamos nuestros intereses por colectivos y consideramos avance ceder en nosotros por el bien de la comunidad.  La filosofía oriental predica el conocimiento interior para unirnos con lo universal, con la esencia de la creación.

Nos estamos imbuyendo de las creencias que nos acercan a la individualidad.  De la gestión de las masas pasamos a la gestión de las personas, entendiéndolas como entes únicos y diferenciados.  Hace más de veinte años asistí a una academia llamada “Avance”, que había patentado en 1960 un sistema pedagógico al que llamaba “enseñanza individualizada”.  Estábamos en clase no más de veinte alumnos, con un profesor callado. Cada uno de nosotros estudiaba temas distintos con libros y ejercicios distintos.  Enfrente de nosotros teníamos la referencia de aquel maestro que sólo intervenía cuando se lo pedías personalmente.  Cada semana te proporcionaba tu plan de trabajo, tanto para el aula como para tu casa.  Aquel señor era un tutor que te acompañaba por el camino del aprendizaje.  Nunca he vuelto a conocer una pedagogía presencial parecida.  Han surgido otras metodologías parecidas, pero ninguna con esa atención directa y constante, basada en el contacto y el tutelaje.  Ahí era importante el alumno como persona, cada uno crecíamos a nuestro ritmo y éramos dueños del propio aprendizaje.  Seguro que existían soluciones comunes a nuestros deseos y necesidades particulares, pero cada uno de nosotros encontraba una respuesta única. ¿Es éste el camino para que cada uno nos alimentemos de la totalidad?  Quizá.

Hace tiempo que empezamos a escuchar que la persona debe ser el centro de la gestión en las organizaciones, que es necesario atender su valor para lograr los mejores aportes.  Cada persona es un mundo, y como tal, necesita alimentarse.  El salario para la subsistencia es su primera necesidad.  El conocimiento para entender y crecer, la segunda.  Parece que algunas empresas comienzan a incluir conceptos emocionales en esa gestión, por lo que así podrían dar cabida a la tercera necesidad.  Pero si abundamos en la cuarta, encontraremos muy pocas palabras y casi ningún hecho.  Acercarnos al mundo espiritual, a la búsqueda interior desde un entorno que ha vivido en los números, en la fuerza de trabajo, en la competición a muerte, resulta extremadamente paradójico.  Y más cuando los rectores son hombres, educados como estamos hacia el encuentro con la racionalidad y hacia la huida de lo intangible. La búsqueda espiritual produce beneficios.  Todas las personas damos más cuando sentimos que nos tienen en cuenta, que nos escuchan, que somos más que meros hacedores de cosas.  Si conseguirmos esa percepción, sucede porque los rectores atienden las demandas de nuestro interior.  En términos espirituales, esto se llama amor.  Pero también está de más hablar de amor cuando se trata de planificación estratégica, resultados operativos, cash–flow...  Hemos tergiversado esta palabra para teñirla de aspectos monocolor que restringen su significado.  Podemos incluso aplicar sinónimos que no nos produzcan tanto sonrojo: atención, cariño, preocupación, filantropía, altruísmo.  No está mál si sirve para que ocurra el mismo comportamiento: dedicarse a que los de mi alrededor estén mejor cada día.  Entendido desde el tema que nos ocupa, supone orientar a las personas a buscar dentro de ellas las respuestas a sus deseos.  O quizá primero a encontrar sus deseos.  Debemos saber que la meta última, aquello que nos consolida como seres humanos, es la participación en objetivos universales, sentir que colaboramos en grandes causas donde nuestro trabajo sea identificado.  Pero cada uno nos encontramos en una etapa hacia esa meta.  El reto es encontrarla, aceptarla, superarla.... y pasar a la siguiente.  Para ello, es fundamental contar cerca con esos maestros, que no necesariamente deben estar llenos de títulos, sino del deseo de ayudar en ese sentido.

Antonio trabajó con José Luis observando esa necesidad, entendiendo el camino individual hasta incluirlo en un objetivo general.  Es una acción multiplicadora que requiere paciencia y visión a largo plazo, que requiere un guión para romperlo en cada instante, que requiere capacidad de logro en la confianza.   Dentro de las empresas, podemos elegir el cauce que deseemos para conseguir el mayor de número de acciones potenciadoras, pero al final siempre concluiremos que la mejor relación maestro–aprendiz se produce entre jefe–empleado, aunque nos apoyemos en roles interpuestos, como el de Antonio: consultores, coachers, mentores, tutores...  Si asignamos a los jefes esta función, surge de inmediato una imperiosa necesidad, elegir como tales a personas capaces de cumplir ese papel, personas cuyo interés por el desarrollo de otros sea superior a los demás y puedan ser capaces  de aplicarlo.  Suena a reto superior... y lo es.  hacerlo posible es responsabilidad de los otros jefes, los más altos, que también deben estar ahí por el mismo motivo.

 

  

...El anciano habló a Zarathustra de este modo: “No me resultas desconocido, viajero: pasaste por aquí mismo, muchos años ha.  Te llamabas Zarathustra y has cambiado mucho...”

...

Es de noche: a esta hora hablan más fuerte todos los manantiales.  Y también mi alma es un manantial.

Es de noche: sólo a esta hora despiertan las canciones de los amantes.  Y también mi alma es la canción de un amante.

Hay en mí algo insatisfecho, algo insaciable, que quiere hablar.  Hay en mí un ansia de amor, que habla asimismo el lenguaje del amor.

Friedrich Nietzsche, Así habló Zarathustra, Ed. Orbis, 1982

Ayúdame a mandar bien, Capítulo V

5.– ...y mejorar.

¡Cómo me gustaría que subieras! Desde el balcón del reloj se ven ya las azoteas del pueblo, blancas, con sus monteras de cristales de colores y sus macetas floridas pintadas de añil.  Luego, desde el del Sur, que lo rompió la campana gorda cuando la subieron, se ve el patio del Castillo, y se ve el Diezmo, y se ve, en la marea, el mar.  Más arriba, desde las campanas, se ven cuatro pueblos y el tren que va a Sevilla, y el tren de Riotinto, y la Virgen de la Peña.  Después hay que guindar por la barra de hierro y allí le tocarías los pies a santa Juana, que hirió el rayo, y tu cabeza, saliendo por la puerta del templete, entre los azulejos blancos y azules, que el sol rompe en oro, sería el asombre de los niños que juegan al toro en la plaza de la Iglesia, de donde subiría a ti, agudo y claro, sin gritar de júbilo.

Juan Ramón Jiménez, Platero y yo, CXXIX La Torre, Ed.mexicanos unidos, 1985

 

El capataz

Mañana se cumplen tres años de mi nombramiento como capataz.  ¡Qué tiempo tan bien aprovechado!  Creo que es muy importante saber mirar atrás sin nostalgias y sin arrepentimientos para que la vida sea experiencia.  Hay que saber de dónde venimos tan profundamente como debemos saber dónde queremos ir.  Evitando la falsa modestia, me diría que he sido un hombre valiente y que, gracias a serlo, soy un hombre mejor.  Ahora recuerdo con sonrisas mis momentos de miedo y de incertidumbre, aquella gripe, aquellos nervios...  Me agrada poder recordarlo así, porque si no lo hiciera con esta cara de pánfilo, significaría que aún me encontraba pasándolo mal.

Si Antonio no hubiera aparecido, lo seguiría pasando mal, y lo más grave es que no sabría por qué.  En nuestras siguientes conversaciones, me explicó las fases del aprendizaje, que se me quedaron gracias a su ejemplo del carnet de conducir: ignorancia inconsciente, ignorancia consciente, aprendizaje consciente y aplicación inconsciente... o algo así.  Me gustó tanto que cuando hago de profesor (¡profesor!, ¿quién lo diría en mí) con mis empleados, intento ver cada una de ellas en los chicos.  Pues bien, al aparecer Antonio, yo estaba entrando en la segunda fase y qué mal se pasa cuando estás ahí.  Además, le agradezco sobremanera su forma de acercarse.  Como persona que soy de poca formación, si alguien me viene con palabrejas, lo primero es protegerme, ni siquiera me atrevo a preguntar.  El rechazo es inmediato, aunque mi cara pueda decir otra cosa.  Por otra parte, no me gustan las imposiciones, a pesar de que siempre, si vienen de alguien que yo considero superior, las acepto por cuestión de la educación que me han dado.  Nuestra empresa está consolidada, los clientes no nos fallan... es decir, que yo podría seguir siendo un mal capataz y nadie se habría dado mucha cuenta.  Mis empleados, quizá, echarían en falta algo más, pero tampoco habrían sabido muy bien qué exigir, porque yo, en mi posición de cargo, no se lo habría permitido.   Así que, rechazando las palabrejas y la imposición, protegido por las maneras tradicionales, no habría resultado otra forma de acercarse a mí.

Haber encontrado el apoyo de mi jefe me facilitó el avance, pero tal y como descubrí mis carencias, ni siquiera su estorbo habría cambiado el rumbo de mi cambio.  Supongo que todos tenemos cosas dentro que necesitan una luz para darse a entender.  Cuando salen, corremos el peligro de asustarnos y alejarnos de ellas, pero desde entonces ya no seremos los mismos.  Al tener un conocimiento de nuestra realidad de dentro, te viene una sensación de responsabilidad para seguir hacia adelante.  Y si no te decides a enfrentarte a ello, es más que probable que te afecte muy negativamente; puede ser que se agrie el carácter, que te conviertas en un huraño o que te vengan enfermedades imaginarias.

Antonio se acercó a mí desde la distancia de sus conocimientos, mucho más importantes que los míos.  Yo tenía necesidad de aprender para hacer bien mi nuevo trabajo.  Éramos dos personas  con grandes posibilidades de congeniar, pero el verdadero acercamiento se produjo al darse cuenta de que nunca podría ponerme a su altura.  Se bajó del pedestal.  Me hizo mirar para adentro y, como dice él, “encontraste tu talento, el que todos tenemos”.  Ahora bien, me mostró el camino hablando en mi lenguaje, o mejor dicho, dejó que yo buscara el camino, simplemente acompañándome.

Desde aquel curso sobre el parte, hemos mantenido la relación que hoy ya no es profesional y se ha convertido en personal.  Sigo asombrándome de ver como maestro a alguien mucho más joven que yo.  Se lo he dicho varias veces y se ríe contestándome: “el verdadero maestro eres tú, maestro de ti mismo”.  Me está costando esfuerzo, pero sé que estoy en el camino de ser un buen capataz.  Y ahora casi podría contestar a la famosa pregunta ¿qué es para ti ser un buen capataz?   Y resulta que mi respuesta no cambia nada de lo que pensaba cuando era aprendiz.  La puedo ampliar o explicar mejor, aunque en esencia es lo mismo. Se resumiría como estar cerca de mi gente.  He aprendido a escuchar y a no juzgar, a acompañar y a no imponer, a orientar y a no ordenar.  Intento hacer con mis empleados lo que Antonio hizo conmigo, despertar la chispa de cada uno para que sepan resolver sus problemas por sí solos, para que piensen que son capaces de hacer los cosas bien, incluso de mejorarlas sin el temor de que nadie se enfade.

Hace mucho tiempo que no tengo una reunión de trabajo con Antonio.  Hemos ido hablando cada vez menos por teléfono.   En nuestro último contacto directo, me pidió que contestara a unas preguntas porque debía preparar un informe sobre los resultados de su trabajo conmigo.  No pude censurarle nada y hasta me dio pudor contarle lo bien que me sentía con su ayuda.  Incluso le pedí que no me enseñara el informe.  Mi sugerencia fue que esa ayuda sería fundamental para todos los capataces, para todos los jefes, y que no cambiara esa forma de acercamiento, sin arrogancias, casi como esos maestros orientales que enseñan con el silencio.

Me hizo mucho bien tenerlo al fondo del aula cuando di mi primera charla.  Gracias a eso, mis nervios se quedaron algo escondidos.  Me sugirió que preparara una encuesta para conocer la opinión de los participantes.  Cuando vi los resultados, ya no me tembló ni un dedo en las siguientes repeticiones.  La leímos los dos juntos.  En realidad, la leyó él primero en voz alta y yo creía que me estaba engañando.  Al día siguiente, me llamó por teléfono y me dijo:

–Esas encuestas de satisfacción esconden más de lo que expresan.  No han salido tan bien porque el curso esté bien diseñado.  Detrás de los bonitos nueves y dieces, hay un agradecimiento porque han sido tenidos en cuenta, porque les has dedicado un tiempo para hacerlos mejores, para que su trabajo sea mejor.  Has pensado en ellos.  Si no mejoras tú, tendremos cincos y seises en pocos meses.  Así que sigue pensando en cómo mantener tus buenas notas.

Me pedía que no me durmiera, claro.  Y tenía razón.  Terminó el curso en una semana y necesitaba ver nuevas cosas, estaba ansioso por dar más y más.  Antonio me calmó con la misma devolución de pelota.  “¿Qué harías tú?”  Inmediatamente, me fui a aquella lista que guardaba en el cajón como una reliquia...  Eso sería el qué, pero ¿y el cómo?

Directamente, le pedía que me enseñara esa forma de acercarme a la gente, esa manera de escuchar, de llevar a que la respuesta salga de ti.  Se rió mucho... pero aceptó:

–Me estás pidiendo algo que nunca se puede enseñar en los libros, ni siquiera un curso te daría la solución.

Ahí me pareció soberbio, porque entendí que se refería a una experiencia de vida y él tenía ¡veinticinco años menos que yo!  El enfado me duró dos días, pero la inquietud por el asunto me hizo llamarle de nuevo.  Sólo me dijo:

–Hay que abrir bien los oídos, cerrar la boca, sentir lo que el otro está sintiendo y, sobre todo, querer entender.

Lo apunté en el reverso de un parte mientras me lo repetía.  Aún lo guardo junto a la lista.

¡Qué difícil!  Llevaba razón Antonio.  Lo que se cuenta en una frase puede costar años y años entenderlo y hacerlo medianamente bien.  No me atreví a practicarlo con mis empleados, porque me parecía que era perder autoridad.  No es lo mismo hacer de profesor, poniéndote delante de ellos para explicar cosas, que acercarte y no decir nada cuando piensas que están esperando tus órdenes, que soluciones sus cosas.

Poco a poco, abrí los oídos y cerré algo la boca en casa, en la calle, en el bar, queriendo sentir algo nuevo.  Por supuesto que sólo conseguí que mi familia, amigos y vecinos me dijeran qué raro me encontraban.  Los entiendo, porque debía notárseme mucho, no sé si las orejas abiertas, pero sí unos ojos como platos.  Y además, terminaba algo cansado.  Mi mujer me preguntaba varias veces al día: “¿Qué te pasa, José Luis?”.

Antonio me ayudó, no podía ser menos, con muchas risas.  Quedamos de nuevo en el parque y me explicó algunas cosas, cómo había aprendido él, los errores que había cometido, muy parecidos a los míos y, por lo menos, ya no tuve tanta tensión cuando abría mis oídos.

La cosa no está terminada.  Como he dicho antes, es cuestión de años y de mucha práctica, de mucha reflexión.  Lo estoy intentando y avanzo.  Ahora soy capaz de ver que detrás de las palabras hay sentimientos que no sabemos, no queremos o no podemos expresar.  Escondemos muchas cosas que se ven cuando aprendes a sentir lo que la otra persona siente.  Y generalmente, lo más fácil de percibir es el malestar, la protesta... o, al menos, es lo que yo mejor veo en mi gente.

A lo largo de estos meses, Antonio me ha ido orientando para hacer cosas más concretas.  Creo que podré dar a mis empleados aquel test para que me contesten cómo me ven.  No sé.  Todavía me vienen cosquilleos cuando lo pienso.  De momento, ya he conseguido tener paciencia para hablar con ellos de cosas más allá del trabajo sin creer que estamos perdiendo el tiempo.  También les pregunto sobre cómo piensan que las cosas pueden ir mejor.  Y les cuento las verdades cuando no puedo atender lo que me piden.  Soporto bien sus malas caras y me he vuelto más sensible a sus realidades.  Tengo suerte de que las conozco bien, porque fui cocinero antes que fraile, pero estando en otra posición, entiendo limitaciones que allí no veía.  He descubierto que sólo con abrir los oídos, dejando hablar, ya se logran avances.  Estoy cediendo en mi pretensión de saber más que ellos, aunque me cuesta mucho.  Es cuestión de humildad y de entender que no son doce personas en pareja, sino que todo lo que hagamos bien es un éxito del equipo.  Una de las cosas que Antonio me recomendó fue preparar cada mes un resumen de los trabajos hechos, que charlara con cada pareja sobre cómo los había sacado adelante y, sobre todo, que les preguntara sobre lo que no aparecía en el parte, su forma de haber resuelto tal cosa, cómo habían hablado con los clientes...  Que eligiera al menos una buena práctica de cada pareja... y que hiciera una reunión con todos, haciendo que expusieran ellos mismos lo que yo había seleccionado.  He tardado dos meses en asumirlo... pero ya llevo otros dos haciéndolo.  Éxitos vendrán, seguro.  Antonio lo llama “gestión del conocimiento”, pero ni se me ha ocurrido contárselo así a ellos.  También me dice que empiezo a ser buen gestor y que seré buen líder.  Ni que pretendiera que ganara una medalla de oro en las Olimpiadas.

Sólo quiero mandar bien.  En uno de los papeles que desaparecieron de mi mesa en el primer contacto, hablaba de que las buenas obras se conocen si perduran cuando el autor ya no está.  Me iré de la empresa cuando me toque, mis chicos también volarán, o de departamento, o incluso de empresa, que hoy tenemos mucho más movimiento... pero es verdad que quizá ser buen capataz sea que ellos, cuando yo no esté, recuerden tal o cual cosa que aprendieron conmigo, tal o cual cosa que descubrieron junto a mí, o quizá, cuando ellos sean capataces o jefes, elijan hacer cosas con su gente que yo hice con ellos, porque sintieron que era lo que les gustó que yo hiciera con ellos.

 

 

El consultor

No ha sido nada fácil comenzar con nuestro trabajo de Consultores.  Hacerlo hacia dentro no ha tenido ningún problema, pero salir a la arena está costando esfuerzo.  Alba dijo que contábamos con el acuerdo del Consejero Delegado y el impulso del Director de Recursos Humanos.  Y yo pensaba que con eso era suficiente.  Otra vez con mis idealismos.

Hemos tenido que abrirnos camino y casi ni hemos traspasado la puerta.  Con buen criterio, nuestra Dirección decidió que, para realizar nuestra labor de coachers, sólo iríamos acudiendo allí donde nos lo pidieran y que mientras tanto nos debíamos limitar a ayudar a los equipos descentralizados de Recursos Humanos en las sucursales y a divulgar, junto con ellos, los planes y sistemas que estábamos desarrollando.  El primer cerrojazo se produjo con nuestros colegas.  No vieron nada bien que los Consultores, “ésos de la Corporación”, se inmiscuyeran en su dominio, porque, sin decirlo, nos veían como “comisarios políticos” que iban a fiscalizar y a informar sobre su desempeño.

Nuestro Director y Alba contactaron con los Directores Regionales y fueron explicando los nuevos planes, entre los que se incluía la labor de nuestro equipo.  Al principio, cayó en saco roto, como cualquier herramienta de cambio, pero a la postre se ha demostrado que fue un excelente acierto, porque sin ellos no podemos implantar nada. 

La primera acción operativa que llevamos adelante fue la divulgación, provincia por provincia, oficina por oficina, de la nueva Entrevista para el Desarrollo, basada en la Dirección por Objetivos y en la Evaluación del Desempeño, que, tras cuatro años de implantación poco efectiva, se modificaba con nuevo sentido y formato.  Resultó ser una manera de demostrar que nuestra labor era enriquecedora.  Los Responsables de Personal entendieron que les ayudábamos, si bien solamente fuera por quitarles trabajo, y algunos de los jefes acudieron individualmente a nosotros para pedir ampliaciones de la información con verdadero interés por la intención y no por el procedimiento.

Lancé la propuesta de aprovechar la oportunidad para empezar de verdad el asesoramiento personal, pero Alba me paró taxativa.  “Sólo cuando ellos te lo pidan... y debe solicitarlo el Director Regional”.  Pasamos muchas semanas cruzados de brazos, esperando llamadas, bastante desesperados por no entrar en acción.  Estamos aprendiendo a buscar la paciencia y a encontrarla sin remedio. 

Mientras tanto, nos ocupamos de terminar nuestra práctica de consultoría.  Sí, la mía con José Luis.

Después del excelente resultado con aquel curso y su aplicación, el capataz me mostró un sincero agradecimiento.  ¡Si debería dárselo yo... por su dedicación, por su deseo de mejora, por su interés!  Se entusiasmó por los comentarios de las encuestas, viendo esos nueves y dieces en los apartados.  Quise bajarle un poco el entusiasmo, pero no resultó.  Comenzó a sentirse motivado con su labor, al ver que los esfuerzos conseguían mejoras.  También se llenó su ego, lo que no está nada mal, porque la autoestima empieza a funcionar de esa manera.  Habría sido peligroso si sólo se hubiera quedado ahí, cuestión que no ocurrió, gracias a que José Luis tiene bien puestos los pies en tierra.

En ese ejercicio de efervescencia, siguió pidiéndome más ayuda (también tengo que decir que mi ego se agrandaba, no sólo el suyo, y que verlo tan entusiasta era mi mejor vitamina para engordar de satisfacción).  Volví a las tentaciones de buscar mis mejores textos de gerenciamiento con el fin de encontrar herramientas que presentarle.  No lo hice, me sujeté y continué en esa línea de guía, en la cual todavía me desestabilizaba más que él.

Cuando me preguntó cómo lograba este estilo, recordé esa enseñanza, aún inconsciente que recibí en el Curso de Consultoría.  No soy amigo de memorizar, y me siento perezoso (gran defecto) a la hora de repasar apuntes de lo que considero ya superado, incluso sabiendo que hay algo de arrogancia en esta actitud.  Hice el esfuerzo de rebuscar las sensaciones que fui teniendo en el desarrollo del curso, las traduje en palabras, las desmenucé con ahínco hasta encontrar la mejor manera de explicárselas.  Así, curiosamente, varios meses después de haber terminado aquel curso, comencé a darme cuenta de lo que había aprendido.  Antes de iniciarlo, me sorprendió su calificación de “experiencial”.  Estuvo lleno de práctica, tuvimos profesores ingleses con traducción simultánea que pasaban gran parte de la clase en silencio... ¡igual que nosotros!  Mientras era alumno, pensaba que cómo podía aprenderse así, sin que el profesor explicara, con debates largos y extraños, salpicados de momentos sólo dedicados a la reflexión.  Encontré la respuesta con José Luis, ante aquella solicitud: ¿cómo puedo hacer con ellos lo que tú has hecho conmigo?  El mejor aprendizaje que obtuve en tantas horas de trabajo experiencial se concretó en mi respuesta: oír, callar, sentir y entender... antes de pasar a la acción.  Sé que José Luis lo recibió bastante escéptico, aunque se propuso practicarlo.  Es una excelente manera de acercarte a los demás, la única, diría yo, mediante la cual, nuestra condición social alcanza su verdadero sentido: lograr resultados juntos, sean cuales sean, pero sin perder nada de nuestra individualidad, aplicando cada uno su personalidad primero y sus conocimientos luego.  A continuación del “entender” es cuando se vuelca nuestro saber que, junto al sentido común, la ética y la comprensión, configuran la guía  para actuar.

Me estoy sintiendo muy bien ayudando a José Luis a conseguir lo que él quería.  Y ése es un valor añadido a la función... aunque quizá sea ese el fin y no tan coyuntural o derivado. 

Generalmente, nuestra actividad en una empresa ha estado regida por los objetivos y los resultados, siempre traducidos a dinero, cuenta de pérdidas y ganancias.  Desde mis posiciones sólo iba encontrando órdenes para que las acciones generaran rédito positivo.  Cuando estuve en el área de Control, las “inspecciones” escrutaban cada paso de los procesos para comprobar que al final se obtenía saldo positivo.  Reconozco que era necesario porque el otro extremo, trabajar por trabajar, provoca la desaparición de la especie.  Es inevitable.  Pero mis rebeldías al observar aquellos despóticos jefes tenía en realidad una base... altruísta...  Sí, lo dejo así, no lo corrijo. 

Es decir, desde mi inconsciencia, estaba viendo que el fin justificaba los medios, que eran las personas, y eso no entraba en mis valores éticos.  Intuía entonces, desde el espíritu revolucionario, que las formas se podían cambiar para conseguir lo mismo, incluso más.  Quizá el otro extremo sea escribir lo de arriba: altruísmo...  Sirva lo antedicho para explicar la segunda frase del párrafo.  Me planteo si, cambiando el fin de obtener resultados cuantitativos por el de ayudar a conseguir lo deseado, no generaríamos más valor.  Con este primer ejemplo en mi nueva vida profesional me contesto que sí, que generamos más valor.

Cuando mantuve la primera conversación con José Luis decidí elegirlo como compañero de iniciación sin ningún motivo crematístico.  En ninguno de los dos cabía pensar en estímulos económicos, los dos queríamos crecer, él como capataz, yo como consultor.  Establecimos una relación de ayuda en la cual los aspectos profesionales se implicaban más cualitativa que cuantitativamente, más hacia la persona que hacia la tarea, más hacia lo emocional que a lo racional.  Resultó todo muy intuitivo, sin planificación previa, lo que proporcionó una naturalidad, con sus errores y aciertos, que no volveremos a encontrar ninguno de los dos en un contacto de ese tipo.  Pero lo más importante: generó valor, mucho valor.  Por un lado, ambos nos hemos enriquecido con un crecimiento personal impagable.  Hemos sufrido, hemos gozado, hemos reflexionado y, al final del camino (aunque nunca hay final), nos traemos un bagaje que no se puede medir.  Debo decir que somos mejores personas porque hemos trabajado ámbitos de relación personal que nos han regalado mayor conocimiento de nosotros mismos, y por consecuencia, de los demás.  También somos mejores profesionales porque estamos aplicando nuestro aprendizaje en el ámbito empresarial, es nuestra empresa la depositaria de este crecimiento.  Y como consecuencia, por derivación, sin tenerlo como meta específica: hemos conseguido mayor productividad en un importante colectivo, es decir, mejores resultados, más beneficio.  Hemos ganado todos.

  Me propuse continuar la labor con colegas de José Luis, ya previendo que los directivos serían más reacios al acercamiento.  Pero fui el único de los tres que había elegido ese nivel profesional.  También deduzco por ello que por eso fui el único que obtuvo un resultado tan esperanzador.  Mis compañeros se encontraron perdidos ante la respuesta de sus elegidos, un directivo engolado y otro próximo a la jubilación.  Pusimos en común nuestra experiencia y mostré mi entusiasmo.  Alba lo recibió con mesura, ellos con expectación.  Mi informe contenía importantes propuestas de futuro con sugerencias que han ido quedando en estas líneas, pero... la realidad de mi área nos está llevando con esa lentitud de los trenes correo.  Paran en todas las estaciones, nunca tienen un accidente y siempre llegan a su destino.  Nuestro Director debió recibir algunas reconvenciones por esas pruebas piloto, olfateo que más por la mía, de ciertos Altos Directores, por lo que así se optó por ralentizar la puesta en escena.  Fue tajante observando que tardaríamos mucho tiempo en acercarnos a los capataces y como ya he dicho, sólo trabajaríamos con los directivos si ellos lo solicitaban.  No dudo de que llegará ese momento, no hay vuelta atrás, tarde o temprano nuestra función irá calando en la organización y se convertirá en imprescindible.  Somos muy distintos cuando nos expresamos individualmente.  Inmersos en el colectivo, la cultura subyacente nos absorbe.  Si hacemos labor de contacto personal, conseguiremos acciones puntuales que por el boca a boca nos darán prestigio.  Un buen día, un Alto Director, se tentará por “lo que hacen esos chicos” y la mancha de aceite se extenderá rápidamente.

No quiero alejarme de José Luis.  Es un hombre que me transmite aplomo, me siento con calidez cuando hablo con él, podría ser mi padre y, en cambio, me gusta que me llame “maestro”.  Ahora estoy esperando colaborar con él en dos cosas: la primera, aprovechar la experiencia interna de su área para todos se enriquezcan de los aciertos y errores cometidos, que los oficiales enseñen a los aprendices y viceversa, que aprendan a escucharlos y a encauzarlos.  Sería bajar todavía un nivel más el estilo que hemos aprendido... y es un reto hacer evolucionar a la empresa por la base.  Me estoy arriesgando porque ya no estoy en período de prácticas y me salto una orden de mis superiores, pero el compromiso conmigo mismo va más allá de la obediencia.  Prefiero pedir disculpas a tener que pedir autorización.  La segunda: también sé que el Jefe Técnico ha estudiado la extensión de nuestras propuestas a otras áreas y que quizá por ahí podamos tener esa palanca de petición para que alarguemos nuestra tarea.  Se trata de sembrar, de dejar huella en las emociones de las personas.  Y no hay nadie más agradecido que quien ha recibido tu ayuda sin aspavientos.  Mi rebeldía se ha convertido en algo más que idealismo.  Creo en la gente como José Luis.  Además, estoy seguro de que son mayoría, de que sólo necesitan el espacio propicio para levantar la mano.  Cuando lo hagan, espero que encuentren la respuesta que necesitan... aunque si no la tienen, no importa... seguro que la saben buscar en otros lares.