Poemas como hechizos
El 16 de noviembre del año pasado, subió a la luz mi abuela Dora. Había nacido en el 36, a la vez que empezó la guerra civil española, pero ni ella la sufrió ni nos la nombró a los nietos en las narraciones de su vida, más llenas de anécdotas graciosas que de sufrimientos o letanías de culpa.
Podría decirse que mi abuela Dora fue una bruja.
Soy hijo de su hija menor, la que pudo heredar sus poderes, pero que ha preferido encauzarlos a una cosa que llaman reiki, que consiste en aliviar dolores y enfermedades con imposición de manos, como enfermera en la Seguridad Social, en cuidados intensivos del Hospital Miguel Servet.
Quiero contar en estas páginas una de sus aventuras, la que destapó mi curiosidad para hacer más preguntas sobre esa condición esotérica. Anticipo que no tienen respuesta y que las sigo haciendo, por lo cual, si usted es persona avezada en este asunto, le ruego ya mismo que lea lo siguiente con esmero y, si le es posible, me haga llegar su opinión. De no tener conocimientos en la materia, espero que le sirva para seguir investigando y así pueda entender mejor la primera frase de este relato.
Mi abuelo José, al que no conocí porque falleció unos años antes de nacer yo, aparece en esta historia allá por 1950, cuando conoció a mi abuela. Vivían los dos en Zuera, un pueblo importante que está a unos 30 kilómetros de Zaragoza y a 125 del monasterio viejo de San Juan de la Peña. Es importante este último dato.
Dora viene de Adoración y, según cuenta mi madre, el nombre le venía ‘al pelo’, porque era una mujer que se merecía ser adorada por su bondad y su ternura. Quizá usted se pregunte por qué entonces he escrito antes que ‘podría decirse que mi abuela Dora fue una bruja’. No quiero cambiar el calificativo, pero no era una bruja como la de los cuentos. No practicaba magia negra ni hechizos ni sortilegios. Ahora podría llamarla hada, hechicera, maga, nigromante o taumaturga. Descarto sibila, vidente o adivinadora. Me atrevería a aceptar alquimista. No conozco detalles suficientes, pero me guío por la intuición sobre lo que mi madre cuenta, no mucho. Era una bruja buena.
Tuvieron un noviazgo tradicional. En aquellos tiempos, una pareja de adolescentes que se convertían en novios se ponía en el ojo del huracán de las comadres, y más en un pueblo, donde las habladurías corren como agua en río de montaña y, a falta de otros temas, configuraban el repertorio de los chismes que hoy nos ofrecen tan desvergonzadamente ciertos programas de televisión. Entonces, un noviazgo tradicional suponía pasear juntos, tomar chocolate con bollos, quizá una copita de anís con rosquillas y alguna conversación a través de la ventana baja, con reja, por supuesto, después del atardecer. Hacer otras cosas significaba ser la comidilla en esos círculos inquisidores. Ser novios ‘como Dios manda’ tampoco significaba librarse de entrar en esas conversaciones, pero era más fácil encontrar defensoras que no permitieran contar mentiras, como se hacía con los ‘descastados’ para darle más ambiente a las tertulias.
Mis abuelos, ambos hijos de familias con posibles, que se decía entonces, es decir, con capacidad económica para evitar que los niños trabajaran antes de la edad correspondiente, pudieron estudiar hasta los catorce años, algo raro en esa época, y tuvieron una maestra que les enseñó a amar la poesía.
Mi abuela creía en la alquimia del amor —de ahí esa posible denominación de alquimista que he nombrado—, y además defendía que los mejores embrujos para enamorados podrían hacerse con poemas, ya fueran propios o ajenos.
Se casaron con veintisiete años ambos. Y disfrutaron de su luna de miel nada más terminar el convite de la boda. Tenían reservado el hotel en Ansó, al Norte de Huesca esquina con Navarra, pero realizaron en el camino unas paradas algo especiales, sobre todo la del Monasterio de San Juan de la Peña. Esta joya románica se alza cerca del Pirineo oriental aragonés. Existen investigaciones que asignan a ese lugar cierto poder telúrico, como de conexión con otros mundos, un agujero de gusano.
De lo que he podido recordar de las historias que contaba mi abuela y lo que he sonsacado a mi madre, muy poco porque no le gusta hablar de estos temas, puedo escribir un relato de lo que ocurrió y que te deja con el gran estupor que he anticipado.
El vehículo del viaje fue un Seat 600-D, nuevecito, de las primeras unidades de ese modelo, regalo de mi bisabuelo Andrés a su hijo José. El viaje se desarrolló en varias etapas. Pero la primera parada ya empezó en Zuera, bajo el arco de la Mora.
Continuaron por una carretera poco habitual que transcurre algo más al Este que la nacional y que va a encontrarse en Ayerbe con una de las dos que unen a Jaca con Huesca. Cerca de allí se produjo la siguiente parada, a las puertas de otra joya románica, el castillo de Loarre.
Siguiendo esa ruta hacia la Peña Oroel, antes de llegar al puerto de Santa Bárbara, se alzan majestuosos los mallos, enormes rocas de gran altura, de Riglos. Desviándose hacia su cumbre, existe una pequeña llanura desde donde se aprecia un paisaje extraordinario. Allí fijaron la siguiente etapa del viaje.
Y con esas vistas, uno al otro se leyeron estos poemas, que mi madre finalmente accedió a darme, tras un interrogatorio bastante profundo en el que investigó sobre lo que sabía de mis abuelos:
Amor de trigo y mies, compañero en la ascensión,
te entrego sin apego mis caricias de luz y espigas,
vibro desde mi entraña sagrada hasta tu corazón enardecido
para prender la lumbre del hogar que ahora creamos.
Somos seres en el camino que la nada crea para nosotros
con el aura brillante del poder que nos otorga el cielo.
Alma serena que nunca duda en el sendero luminoso,
tengas como tuyo el aliento que ofrezco al Universo
para mirar ahora mismo lo que el futuro y el presente
son capaces de crear en este mismo punto de la Tierra,
donde el sol venturoso y la luna quieta ya no son distintos
porque brillan al unísono como nuestros cuerpos en la luz.
Ya has leído dos paradas en edificios laicos. Esta última ocurrió entre enormidades naturales que elevan la consciencia del momento. De ahí, pletóricos de pureza, se acercaron al agua del pantano de Santa María de la Peña, a su largo túnel, al puente colgante. Y repitieron el ritual, largo rato de meditación y cánticos de mantras, pegaditos a la orilla.
Según esa ruta, llegarían al monasterio por la sinuosa carretera que discurre entre árboles perennes que dotan de frescor y sonrisa al camino, quizá ya al caer de la noche —se casaron en diciembre, el 15—. Hacía frío, me contó. Se las arreglaron para entrar al edificio, vacío y solitario. Iban a pasar ahí la noche, al mejor modo de los aspirantes a caballeros que velan las armas.
Luna llena radiante.
En el claustro, en diagonal a la capilla, bajo un capitel con figuras diluidas, pronunciaron abrazados estos versos:
La luna como testigo mira en nosotros
la esencia humana y la esencia divina
para vivir en tu luz. ¡Sea el amor consagrado!
Repitieron tres veces a modo de conjuro. Después, en el silencio que sonaba a música, mi abuela se elevó hacia el cielo iluminado. No es metáfora.
Despertaron al amanecer junto al tabernáculo del Santo Grial.
Me dice mi madre que mis abuelos santificaron el amor.
Me dice mi madre que el cuerpo de mi abuela Dora no está en el ataúd, nadie sabe cómo desapareció.
Incluido en el libro colectivo Trobada, Imperium Ediciones, 2020
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