Ayúdame a mandar bien, Epílogo
Configurar un equipo de Consultoría Interna de Recursos Humanos en una gran empresa con años de tradición es un acto de valentía. En las mentalidades que se sostienen con el paradigma de que “lo anterior es lo bueno”, cualquier modificación al status cultural supone una agresión con alevosía y nocturnidad a lo establecido. Pero no nos rasguemos las vestiduras: es una actitud comprensible desde lo humano. Aunque desde la gestión empresarial también es patente que quien no se mueve, muere.
La fama de los consultores está bien ganada, tanto para lo bueno como para lo malo, y los tópicos trabajan soterradamente. En su génesis, la función de la consultoría nace con un criterio esperanzador: mantener profesionales actualizados en técnicas de gestión para ayudar a las organizaciones a conseguir sus fines. Un consultor se ofrece y/o un empresario lo llama. El empresario hace constar su deseo y el consultor presenta alternativas de solución. El acierto o el fracaso no es propiedad de uno u otro porque ambos se necesitan en cuanto decidieron trabajar juntos. En esa relación, se plantean dos supuestos: que el empresario conoce su problema y que el consultor es capaz de plantearle la/s mejor/es solucion/es. Por regla general, el primer supuesto se cumple raramente... y por regla particular, el segundo no es habitual. El componente económico de la relación suele pervertir el fin. La consultoría es cara, con razón, y los recursos empresariales siempre escasos. Una buena solución requiere tiempo, y el reloj corre abultado en casa del consultor. Así que, salvo raras excepciones, la relación termina antes de lo necesario, con el problema seudoresuelto y con satisfacción por ambas partes. Los dos temen, uno exponer, el otro escuchar, que la implantación de la solución requiere más recursos, más tiempo, más dinero, para lograr su mayor efectividad.
Con estos antecedentes, aún me atrevo a calificar de más valiente la decisión de la empresa de Antonio y José Luis. La función de Recursos Humanos está evolucionando para hacer valer el objeto de su cometido: las personas. Ser experto en personas es muy difícil, requiere formación, tiempo y experiencia.. Si además se desea una aplicación práctica en sistemas organizativos, las necesidades competenciales se alargan y se amplían cada día más. Por ello, revestir del ropaje de consultores a los personajes aplicadores de técnicas para el comportamiento no parece extraño, porque en ese rol confluyen dichos requerimientos. Pero ¿y la etiqueta de internos? Colocarla supone asumir muchos riesgos. Desde lo operativo, no se ve nada bien a la gente que ocupa su tiempo en pensar. Los “pensadores” suelen obviar a la gente de la línea. La fragmentación entre ambos colectivos es siempre palpable y entre ellos el aire se corta con cuchillo. No digamos si además esos “pensadores” pretender viajar hasta la vanguardia para dar apoyo entre el fuego cruzado del día a día. Además, ¿qué general permite que los del Estado Mayor molesten en plena batalla a sus mandos y soldados? “¿No querrán fisgonear en mi estrategia?”. Es difícil, muy difícil ser consultor interno de recursos humanos. Y es que todo el mundo entiende de eso, a todos nos va bien con nuestras recetas, no necesitamos medicinas porque no estamos enfermos, ¿o sí?
Superados estos prejuicios, una vez decidida la configuración del equipo desde la Alta Dirección, la programación de las acciones, su contenido, obligan a un meticuloso análisis: prudencia, mesura, moderación. ¡Qué razón tenía Alba en sus planteamientos! “No iremos si no nos llaman”. Si se pretende que la función principal de los consultores internos es “hacer coaching” con los jefes/mandos/responsables de la empresa, no podemos saltar a la arena como quien quiere matar a los leones. Así, la primera cualidad para el rol, la primera necesidad competencial, no viene en ningún manual de habilidades directivas: humildad, humildad, humildad. Una de las ventajas de actuar con un equipo interno es que el componente económico está diluido en la relación directa. No hay factura con IVA a la vista. De esta manera se hace más fácil –menos difícil– el acercamiento humilde porque no están obligados a demostrar que son buenos y rápidos. ¿Por qué la humildad? Vayamos al opuesto: ¿qué de bueno tiene la arrogancia? Nada, salvo para los dictadores, que les sirve para mandar por miedo e imposición. Si entendemos que el coaching, o el mentoring, o la tutoría, requieren escucha, sensación, comprensión, orientación y aprendizaje, sólo pueden realizarse con humildad. Y esta humildad también obliga al consultor a colocarse en la posición de alumno, como hace Antonio, en todas y cada una de las acciones, por muy experto que uno se considere. Con esta actitud, tendremos un camino más suave para convencer al general y más llano para los jefes, oficiales y suboficiales.
Un equipo de consultoría interna debe trabajar desde el objetivo de ser útil. Pero la mujer del César no sólo deber ser honesta, sino parecerlo. La utilidad es juzgada por el cliente, no por el proveedor. Por lo tanto, las acciones de acercamiento deben tener un contenido concreto cuyos resultados se aprecien relativamente pronto. Ahora bien, el trayecto tiene un destino, no vale aparecer en Nueva York cuando se quiere ir a Benarés. Hay que mirar a la India, al iniciar el trayecto, aunque tengamos que pasar cerca de Nueva York porque Oriente Medio, trayecto más corto, está en guerra. Si para ser útil en breve, tenemos que visitar la Estatua de la Libertad, hagámoslo, pero que, en ese viaje, nuestro cliente ya haya conocido el mapa y pueda, al menos intuir, cuál es la ruta para terminar bañándose en el Ganges. Necesitamos saber dónde vamos, necesitamos conocer las distintas rutas, necesitamos entender al compañero de viaje... y debemos ayudarle a encontrar su camino... para llegar a Benarés. Y nuestro Benarés, meta final debe ser el aumento del valor en tres sentidos: personal, profesional y económico, que no son independientes, pero tienen que estar los tres en el foco. Tampoco sirve conseguirlos a cualquier precio, y ahí se incluye el tiempo del viaje. Los valores son fundamentales en el proceso del viaje. Luego vienen las habilidades. En fin: dónde, cómo, con qué y cuándo. Cada pregunta requiere su respuesta; unas las dará la organización; otras, el viajero y otras, el acompañante. Si esa relación es constante en el tiempo adecuado, sin mirar facturas ni plazos, atendiendo a las necesidades individuales, los resultados serán consistentes. Es cuestión de paciencia y confianza.
Antonio nos ha contado que fue rebelde, que lo expresó con vehemencia y que aún le queda ese poso tan necesario para no acomodarse. Mandemos la vista a sus Altos Jefes, el Consejero Delegado y el de Director de Recursos Humanos y adjudiquémosles el mismo calificativo. Probablemente, no puedan acreditar que los expulsaran de clase o que los despidieran de un bar, o quizá sí. Pero para ser valientes, ya cualidad comprobada al decidir la implantación de un equipo de Consultoría Interna de Recursos Humanos, hay que tener una gran pizca de rebeldía, hay que mirar hacia atrás y hacia los lados y sublevarse por un momento... y si hace falta, soltando un desplante, que no pasa nada. Luego, que llegue la paciencia, la prudencia, la humildad, la planificación, el diseño, la comunicación y la implantación... pero que sea después, y que siempre recordemos ese momento de ofuscación como un estado primigenio que nos ha dado tanto impulso como el Bing Bang.
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Existen muchos métodos pedagógicos para enseñar, pero el más efectivo es ser profesor. Por eso, quien más ha aprendido en esta historia ha sido Antonio. En la relación maestro-alumno, externamente se conoce quién interpreta cada rol. Sin embargo, internamente, y más en un contacto de a dos, ambos se funden. Si el maestro lo acepta, supera al alumno en resultados. Tanto el consultor como el capataz han crecido. Haberse encontrado y trabajado juntos ha multiplicado su valor. Y el avance se produce por varios aspectos fundamentales: han errado, han sufrido, han reflexionado y se han superado; estaban seguros de qué deseaban... y el descubrimiento ha sido íntimo y personal. Para llegar a ello, no sirven los títulos académicos ni las escuelas de negocios. Es cuestión de actitud y de sentido común. José Luis, hombre llano, experto y prudente, desde su posición de alumno se va convirtiendo en un profesor para Antonio, porque su actitud impregna inconscientemente la tarea de Antonio. Si el consultor se hubiera encontrado a otra persona en su camino, los resultados habrían sido muy distintos... sobre todo para él mismo.
Apenas diseñé previamente el perfil de estos personajes. Cuando me puse a escribir esta historia, ni siquiera tenía claro el hilo argumental. Desde mi experiencia de participante en la creación de un equipo de consultoría interna de Recursos Humanos, deseaba construir una historia donde se reflejaran las cuestiones técnicas junto con la problemática de implantación. Pero el consultor y el capataz se apoderaron de mí y se convirtieron en Antonio y José Luis, dos personas, que no personajes. El resultado nada tiene que ver con lo planificado. En este caso, darle forma en mi interior, querer ser conductor, maestro, me ha convertido en alumno, alumno de ellos y he conseguido el mejor aprendizaje, he llegado a mayores convencimientos y he ido descubriendo facetas evidentes para la interesante labor que pretendía mostrar. Generalmente, a la hora de escribir un ensayo, nos ponemos sobre los conocimientos y el raciocinio. No es mala base. Pero esa mezcla mental tiende a la soberbia. Al escribir estas líneas del epílogo, voy descubriendo que la sabiduría se alcanza desde el corazón. Que mi aprendizaje desde la posición de “profesor” se ha producido porque, partiendo de la razón, me he involucrado en las emociones personales. Pensaba ilustrar este escrito con citas de mis lecturas sobre gerenciamiento y gestión de recursos humanos. Quería nombrar grandes autores, gurús y pensadores para solidificar mi propuesta. Deseaba fundamentar mi experiencia con frases contundentes de firmas incuestionables... lanzarme al espejo de la sociedad y confirmar que la idea alucinada de unos “iluminados” tenía una base tan sólida como la pirámide de Gizeh. Y, en cambio, han sido José Luis y Antonio quienes han llevado el peso de la demostración, dos personas de la intrahistoria, dos experiencias confluyentes, cuyas vivencias están absolutamente escondidas en la cotidianeidad. Me viene al recuerdo una anécdota que nos contaron en un curso sobre Mando/Liderazgo al que asistí, en 1987. La narraba Tomás Belle, mi primer consultor conocido, como algo que le había sucedido en su asesoría a una empresa zaragozana, La Bella Easo, que se dedicaba (se dedica) a la repostería industrial. Contó que, llamado para realizar unos estudios de productividad, pidió realizar un paseo por la planta. Caminaba acompañado por el Director General y, a su vez, dueño de la empresa, cuando, al llegar al final del horno de las madalenas, escuchó de su anfitrión:
–Mire, Tomás, precisamente aquí tenemos una de las mayores pérdidas productivas. Como verá, las madalenas se depositan en la cinta y van pasando por dentro del horno. En ese trayecto, se van tostando poco a poco. Y al llegar al final, ya listas para empaquetar, este tope de aquí las despega y las hace caer en estos cestos.
–Y ¿cuál es el problema?
–Fíjese, ¿ve esta madalena? Está rota. El calor la ha pegado demasiado en la cinta y el choque con el tope le ha estropeado la forma. Así no podemos venderla como producto de calidad, por lo que va a las tiendas de “segunda”, con mucho menor precio.
–¿Han intentado solucionarlo?
–Sí, por supuesto. Hemos cambiado dos veces la cinta. También modificamos la velocidad de la cinta y la temperatura, buscando un horneado más lento. Pero, con más o menos frecuencia, siempre terminaba sucediendo lo mismo.
El consultor se presentó al operario que miraba cómo caían las madalenas en la cesta y que había estado escuchando la conversación. Según conversó con él, nos contó que el señor llevaba más de diez años viendo caer madalenas en los cestos. Así, a vuela pluma, más de millón y medio de precipitaciones al vacío.
–Buenos días. ¿Qué piensa usted de esto?
–Mire –contestó el operario–. Yo ya había pensado en ello. Son muchas horas de ver caer madalenas. Y siempre me duele cuando una se rompe.
–¿Cree que tiene solución?
–A mí se me ocurrió que si este tope tan duro lo cambiaran por una goma o un muelle, la madalena se iría despegando poco a poco y es fácil que se rompieran mucho menos.
Tomás miró inmediatamente al Director General y vio cómo, asombrado y algo ofendido, se acercaba al operario:
–Oiga, y ¿cómo no nos lo había dicho?
–Porque nadie me había preguntado.
¿Quién tiene las respuestas? Hay que buscar en otros lugares. Nadie que permanezca en su lugar encontrará la solución. Un operario, un capataz, un administrativo también tienen mucho que decir, pero sólo lo dirá si alguien, con humildad, se lo pregunta. Preguntemos, por favor. Antonio saca lo mejor de José Luis con una sola pregunta.
He aprendido con José Luis que todas las personas tienen su contestación tan cerca, que, cuando la encuentran, les quema. Y hay que hacer tan poco para prender el fósforo... Lo ideal sería que supiéramos frotarlo nosotros solos, sin ayuda, en el momento oportuno. Pero nadie nos ha enseñado. Ni antes ni durante nuestra pertenencia a una organización. Las empresas se ocupan mucho de las necesidades económicas, algo de los conocimientos, es decir, de la mente, muy poco de las emocionales, salvo motivos graves, y nada, nada, de las espirituales. Mirar para adentro, labor que propugno, es una necesidad espiritual, de contacto y reconocimiento del alma. Quien no sea animista, puede relacionarlo con las teorías de Freud, si desea comprenderlo. José Luis miró para adentro y encontró un tesoro que repartió con su empresa. ¿Hay mejor manera de enriquecerse?
He aprendido con Antonio que la ayuda, para ser verdaderamente efectiva, no se ofrece, se solicita. Y que la soberbia de las altas teorías es mala compañera para el aprendizaje aplicado. También, que la enseñanza no puede imponerse, que debe ser descubierta; así, el aprendizaje es progresivo geométricamente y permanece, se autoalimenta, se regenera. Antonio rectifica, acción de sabios, no pierde el ánimo, empuja, busca, sufre... y se descubre, como José Luis, cualidades latentes, que habrían dormido el sueño de los siglos como el tesoro de Barbarroja. Todas sus riquezas son expandibles porque no las quiere para él, y sólo crecerán si las comparte, si ruedan, si salen de él. En cuanto las libere, aumentarán sin medida y cada paso superará al anterior. Antonio llegará a tener pensamiento sistémico porque es irreversible su trayecto hacia el contacto con su alma (7).
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Está naciendo una nueva conciencia.
Todo indica que estamos en el umbral de una nueva era, cuyo protagonista también será la persona.
José Luis Casado, El valor de la persona, FT-Prentice Hall, 2003
Según afirma Richard Barrett, en su obra Liberando el alma de las empresas , debemos diferenciar cambio, transformación y evolución. Generalmente, en la gestión empresarial, usamos la palabra cambio que, dice Barrett se definiría como una manera distinta de hacer las cosas, hacer lo que hacemos ahora, pero hacerlo de manera que sea más eficiente y productiva o que mejore la calidad. Si estamos en una organización inmersa en el cambio, nos dirigimos esencialmente a solventar sus necesidades materiales, con aplicación de reducción de costes, reestructuraciones, reingenierías. De acuerdo con el mismo autor, transformación es una manera distina de ser que implica cambios a un nivel más profundo: el de los valores, las creencias y los supuestos; posibilita un cambio fundamental en la conducta personal y empresarial y en los sistemas y las estructuras organizacionales; ocurre en sistemas vulnerables, que aprenden de sus errores, son abiertos al futuro y pueden dejar atrás el pasado y sus creencias rígidas. Transformarse supone mirar hacia dentro, reflexionar, ver qué hemos sido, decidir qué queremos ser y ponermos en marcha hacia la meta, sabiendo que es un camino duro, con idas y vueltas, que sufriremos, pero no hay crecimiento sin sufrimiento. Cuando hayamos entrado en un estado de continua transformación y cambio, que implica ajustes constantes de valores, creencias y comportamientos, basados en lo aprendido por medio de la retroalimentación interna y externa estaremos llegando al estadio de la evolución, que ocurre con mayor facilidad en sistemas abiertos al aprendizaje con una cohesión interna basada en canales múltiples de comunicación abierta y que sostienen un verdadero compromiso con el autodesarrollo.
La globalización, con toda su connotación de crecimiento criticada acertadamente por sus grandes defectos, aporta un importante valor positivo. Oriente y Occidente se acercan. Culturas ancestralmente paralelas comienzan a converger, nutriéndose mutuamente de sus valores. Nuestro deseo de mejora en la vida material, con los avances tecnológicos y económicos, llega al otro lado por medio de la instalación de factorías y canales de distribución. También se extiende el espíritu democrático y el deseo de igualdad. Desde allí nos llegan sus métodos para fundirnos con lo espiritual; comenzamos importando artes marciales, como el judo y el karate; de meditación, como el yoga y el zen; de curación, como el reiki; de armonía interior, como el taichichuan. Tradicionalmente, en Occidente nos hemos ido preocupando del interés de la mayoría, gestionamos nuestros intereses por colectivos y consideramos avance ceder en nosotros por el bien de la comunidad. La filosofía oriental predica el conocimiento interior para unirnos con lo universal, con la esencia de la creación.
Nos estamos imbuyendo de las creencias que nos acercan a la individualidad. De la gestión de las masas pasamos a la gestión de las personas, entendiéndolas como entes únicos y diferenciados. Hace más de veinte años asistí a una academia llamada “Avance”, que había patentado en 1960 un sistema pedagógico al que llamaba “enseñanza individualizada”. Estábamos en clase no más de veinte alumnos, con un profesor callado. Cada uno de nosotros estudiaba temas distintos con libros y ejercicios distintos. Enfrente de nosotros teníamos la referencia de aquel maestro que sólo intervenía cuando se lo pedías personalmente. Cada semana te proporcionaba tu plan de trabajo, tanto para el aula como para tu casa. Aquel señor era un tutor que te acompañaba por el camino del aprendizaje. Nunca he vuelto a conocer una pedagogía presencial parecida. Han surgido otras metodologías parecidas, pero ninguna con esa atención directa y constante, basada en el contacto y el tutelaje. Ahí era importante el alumno como persona, cada uno crecíamos a nuestro ritmo y éramos dueños del propio aprendizaje. Seguro que existían soluciones comunes a nuestros deseos y necesidades particulares, pero cada uno de nosotros encontraba una respuesta única. ¿Es éste el camino para que cada uno nos alimentemos de la totalidad? Quizá.
Hace tiempo que empezamos a escuchar que la persona debe ser el centro de la gestión en las organizaciones, que es necesario atender su valor para lograr los mejores aportes. Cada persona es un mundo, y como tal, necesita alimentarse. El salario para la subsistencia es su primera necesidad. El conocimiento para entender y crecer, la segunda. Parece que algunas empresas comienzan a incluir conceptos emocionales en esa gestión, por lo que así podrían dar cabida a la tercera necesidad. Pero si abundamos en la cuarta, encontraremos muy pocas palabras y casi ningún hecho. Acercarnos al mundo espiritual, a la búsqueda interior desde un entorno que ha vivido en los números, en la fuerza de trabajo, en la competición a muerte, resulta extremadamente paradójico. Y más cuando los rectores son hombres, educados como estamos hacia el encuentro con la racionalidad y hacia la huida de lo intangible. La búsqueda espiritual produce beneficios. Todas las personas damos más cuando sentimos que nos tienen en cuenta, que nos escuchan, que somos más que meros hacedores de cosas. Si conseguirmos esa percepción, sucede porque los rectores atienden las demandas de nuestro interior. En términos espirituales, esto se llama amor. Pero también está de más hablar de amor cuando se trata de planificación estratégica, resultados operativos, cash–flow... Hemos tergiversado esta palabra para teñirla de aspectos monocolor que restringen su significado. Podemos incluso aplicar sinónimos que no nos produzcan tanto sonrojo: atención, cariño, preocupación, filantropía, altruísmo. No está mál si sirve para que ocurra el mismo comportamiento: dedicarse a que los de mi alrededor estén mejor cada día. Entendido desde el tema que nos ocupa, supone orientar a las personas a buscar dentro de ellas las respuestas a sus deseos. O quizá primero a encontrar sus deseos. Debemos saber que la meta última, aquello que nos consolida como seres humanos, es la participación en objetivos universales, sentir que colaboramos en grandes causas donde nuestro trabajo sea identificado. Pero cada uno nos encontramos en una etapa hacia esa meta. El reto es encontrarla, aceptarla, superarla.... y pasar a la siguiente. Para ello, es fundamental contar cerca con esos maestros, que no necesariamente deben estar llenos de títulos, sino del deseo de ayudar en ese sentido.
Antonio trabajó con José Luis observando esa necesidad, entendiendo el camino individual hasta incluirlo en un objetivo general. Es una acción multiplicadora que requiere paciencia y visión a largo plazo, que requiere un guión para romperlo en cada instante, que requiere capacidad de logro en la confianza. Dentro de las empresas, podemos elegir el cauce que deseemos para conseguir el mayor de número de acciones potenciadoras, pero al final siempre concluiremos que la mejor relación maestro–aprendiz se produce entre jefe–empleado, aunque nos apoyemos en roles interpuestos, como el de Antonio: consultores, coachers, mentores, tutores... Si asignamos a los jefes esta función, surge de inmediato una imperiosa necesidad, elegir como tales a personas capaces de cumplir ese papel, personas cuyo interés por el desarrollo de otros sea superior a los demás y puedan ser capaces de aplicarlo. Suena a reto superior... y lo es. hacerlo posible es responsabilidad de los otros jefes, los más altos, que también deben estar ahí por el mismo motivo.
...El anciano habló a Zarathustra de este modo: “No me resultas desconocido, viajero: pasaste por aquí mismo, muchos años ha. Te llamabas Zarathustra y has cambiado mucho...”
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Es de noche: a esta hora hablan más fuerte todos los manantiales. Y también mi alma es un manantial.
Es de noche: sólo a esta hora despiertan las canciones de los amantes. Y también mi alma es la canción de un amante.
Hay en mí algo insatisfecho, algo insaciable, que quiere hablar. Hay en mí un ansia de amor, que habla asimismo el lenguaje del amor.
Friedrich Nietzsche, Así habló Zarathustra, Ed. Orbis, 1982
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