Ayúdame a mandar bien, Capítulo V
5.– ...y mejorar.
¡Cómo me gustaría que subieras! Desde el balcón del reloj se ven ya las azoteas del pueblo, blancas, con sus monteras de cristales de colores y sus macetas floridas pintadas de añil. Luego, desde el del Sur, que lo rompió la campana gorda cuando la subieron, se ve el patio del Castillo, y se ve el Diezmo, y se ve, en la marea, el mar. Más arriba, desde las campanas, se ven cuatro pueblos y el tren que va a Sevilla, y el tren de Riotinto, y la Virgen de la Peña. Después hay que guindar por la barra de hierro y allí le tocarías los pies a santa Juana, que hirió el rayo, y tu cabeza, saliendo por la puerta del templete, entre los azulejos blancos y azules, que el sol rompe en oro, sería el asombre de los niños que juegan al toro en la plaza de la Iglesia, de donde subiría a ti, agudo y claro, sin gritar de júbilo.
Juan Ramón Jiménez, Platero y yo, CXXIX La Torre, Ed.mexicanos unidos, 1985
El capataz
Mañana se cumplen tres años de mi nombramiento como capataz. ¡Qué tiempo tan bien aprovechado! Creo que es muy importante saber mirar atrás sin nostalgias y sin arrepentimientos para que la vida sea experiencia. Hay que saber de dónde venimos tan profundamente como debemos saber dónde queremos ir. Evitando la falsa modestia, me diría que he sido un hombre valiente y que, gracias a serlo, soy un hombre mejor. Ahora recuerdo con sonrisas mis momentos de miedo y de incertidumbre, aquella gripe, aquellos nervios... Me agrada poder recordarlo así, porque si no lo hiciera con esta cara de pánfilo, significaría que aún me encontraba pasándolo mal.
Si Antonio no hubiera aparecido, lo seguiría pasando mal, y lo más grave es que no sabría por qué. En nuestras siguientes conversaciones, me explicó las fases del aprendizaje, que se me quedaron gracias a su ejemplo del carnet de conducir: ignorancia inconsciente, ignorancia consciente, aprendizaje consciente y aplicación inconsciente... o algo así. Me gustó tanto que cuando hago de profesor (¡profesor!, ¿quién lo diría en mí) con mis empleados, intento ver cada una de ellas en los chicos. Pues bien, al aparecer Antonio, yo estaba entrando en la segunda fase y qué mal se pasa cuando estás ahí. Además, le agradezco sobremanera su forma de acercarse. Como persona que soy de poca formación, si alguien me viene con palabrejas, lo primero es protegerme, ni siquiera me atrevo a preguntar. El rechazo es inmediato, aunque mi cara pueda decir otra cosa. Por otra parte, no me gustan las imposiciones, a pesar de que siempre, si vienen de alguien que yo considero superior, las acepto por cuestión de la educación que me han dado. Nuestra empresa está consolidada, los clientes no nos fallan... es decir, que yo podría seguir siendo un mal capataz y nadie se habría dado mucha cuenta. Mis empleados, quizá, echarían en falta algo más, pero tampoco habrían sabido muy bien qué exigir, porque yo, en mi posición de cargo, no se lo habría permitido. Así que, rechazando las palabrejas y la imposición, protegido por las maneras tradicionales, no habría resultado otra forma de acercarse a mí.
Haber encontrado el apoyo de mi jefe me facilitó el avance, pero tal y como descubrí mis carencias, ni siquiera su estorbo habría cambiado el rumbo de mi cambio. Supongo que todos tenemos cosas dentro que necesitan una luz para darse a entender. Cuando salen, corremos el peligro de asustarnos y alejarnos de ellas, pero desde entonces ya no seremos los mismos. Al tener un conocimiento de nuestra realidad de dentro, te viene una sensación de responsabilidad para seguir hacia adelante. Y si no te decides a enfrentarte a ello, es más que probable que te afecte muy negativamente; puede ser que se agrie el carácter, que te conviertas en un huraño o que te vengan enfermedades imaginarias.
Antonio se acercó a mí desde la distancia de sus conocimientos, mucho más importantes que los míos. Yo tenía necesidad de aprender para hacer bien mi nuevo trabajo. Éramos dos personas con grandes posibilidades de congeniar, pero el verdadero acercamiento se produjo al darse cuenta de que nunca podría ponerme a su altura. Se bajó del pedestal. Me hizo mirar para adentro y, como dice él, “encontraste tu talento, el que todos tenemos”. Ahora bien, me mostró el camino hablando en mi lenguaje, o mejor dicho, dejó que yo buscara el camino, simplemente acompañándome.
Desde aquel curso sobre el parte, hemos mantenido la relación que hoy ya no es profesional y se ha convertido en personal. Sigo asombrándome de ver como maestro a alguien mucho más joven que yo. Se lo he dicho varias veces y se ríe contestándome: “el verdadero maestro eres tú, maestro de ti mismo”. Me está costando esfuerzo, pero sé que estoy en el camino de ser un buen capataz. Y ahora casi podría contestar a la famosa pregunta ¿qué es para ti ser un buen capataz? Y resulta que mi respuesta no cambia nada de lo que pensaba cuando era aprendiz. La puedo ampliar o explicar mejor, aunque en esencia es lo mismo. Se resumiría como estar cerca de mi gente. He aprendido a escuchar y a no juzgar, a acompañar y a no imponer, a orientar y a no ordenar. Intento hacer con mis empleados lo que Antonio hizo conmigo, despertar la chispa de cada uno para que sepan resolver sus problemas por sí solos, para que piensen que son capaces de hacer los cosas bien, incluso de mejorarlas sin el temor de que nadie se enfade.
Hace mucho tiempo que no tengo una reunión de trabajo con Antonio. Hemos ido hablando cada vez menos por teléfono. En nuestro último contacto directo, me pidió que contestara a unas preguntas porque debía preparar un informe sobre los resultados de su trabajo conmigo. No pude censurarle nada y hasta me dio pudor contarle lo bien que me sentía con su ayuda. Incluso le pedí que no me enseñara el informe. Mi sugerencia fue que esa ayuda sería fundamental para todos los capataces, para todos los jefes, y que no cambiara esa forma de acercamiento, sin arrogancias, casi como esos maestros orientales que enseñan con el silencio.
Me hizo mucho bien tenerlo al fondo del aula cuando di mi primera charla. Gracias a eso, mis nervios se quedaron algo escondidos. Me sugirió que preparara una encuesta para conocer la opinión de los participantes. Cuando vi los resultados, ya no me tembló ni un dedo en las siguientes repeticiones. La leímos los dos juntos. En realidad, la leyó él primero en voz alta y yo creía que me estaba engañando. Al día siguiente, me llamó por teléfono y me dijo:
–Esas encuestas de satisfacción esconden más de lo que expresan. No han salido tan bien porque el curso esté bien diseñado. Detrás de los bonitos nueves y dieces, hay un agradecimiento porque han sido tenidos en cuenta, porque les has dedicado un tiempo para hacerlos mejores, para que su trabajo sea mejor. Has pensado en ellos. Si no mejoras tú, tendremos cincos y seises en pocos meses. Así que sigue pensando en cómo mantener tus buenas notas.
Me pedía que no me durmiera, claro. Y tenía razón. Terminó el curso en una semana y necesitaba ver nuevas cosas, estaba ansioso por dar más y más. Antonio me calmó con la misma devolución de pelota. “¿Qué harías tú?” Inmediatamente, me fui a aquella lista que guardaba en el cajón como una reliquia... Eso sería el qué, pero ¿y el cómo?
Directamente, le pedía que me enseñara esa forma de acercarme a la gente, esa manera de escuchar, de llevar a que la respuesta salga de ti. Se rió mucho... pero aceptó:
–Me estás pidiendo algo que nunca se puede enseñar en los libros, ni siquiera un curso te daría la solución.
Ahí me pareció soberbio, porque entendí que se refería a una experiencia de vida y él tenía ¡veinticinco años menos que yo! El enfado me duró dos días, pero la inquietud por el asunto me hizo llamarle de nuevo. Sólo me dijo:
–Hay que abrir bien los oídos, cerrar la boca, sentir lo que el otro está sintiendo y, sobre todo, querer entender.
Lo apunté en el reverso de un parte mientras me lo repetía. Aún lo guardo junto a la lista.
¡Qué difícil! Llevaba razón Antonio. Lo que se cuenta en una frase puede costar años y años entenderlo y hacerlo medianamente bien. No me atreví a practicarlo con mis empleados, porque me parecía que era perder autoridad. No es lo mismo hacer de profesor, poniéndote delante de ellos para explicar cosas, que acercarte y no decir nada cuando piensas que están esperando tus órdenes, que soluciones sus cosas.
Poco a poco, abrí los oídos y cerré algo la boca en casa, en la calle, en el bar, queriendo sentir algo nuevo. Por supuesto que sólo conseguí que mi familia, amigos y vecinos me dijeran qué raro me encontraban. Los entiendo, porque debía notárseme mucho, no sé si las orejas abiertas, pero sí unos ojos como platos. Y además, terminaba algo cansado. Mi mujer me preguntaba varias veces al día: “¿Qué te pasa, José Luis?”.
Antonio me ayudó, no podía ser menos, con muchas risas. Quedamos de nuevo en el parque y me explicó algunas cosas, cómo había aprendido él, los errores que había cometido, muy parecidos a los míos y, por lo menos, ya no tuve tanta tensión cuando abría mis oídos.
La cosa no está terminada. Como he dicho antes, es cuestión de años y de mucha práctica, de mucha reflexión. Lo estoy intentando y avanzo. Ahora soy capaz de ver que detrás de las palabras hay sentimientos que no sabemos, no queremos o no podemos expresar. Escondemos muchas cosas que se ven cuando aprendes a sentir lo que la otra persona siente. Y generalmente, lo más fácil de percibir es el malestar, la protesta... o, al menos, es lo que yo mejor veo en mi gente.
A lo largo de estos meses, Antonio me ha ido orientando para hacer cosas más concretas. Creo que podré dar a mis empleados aquel test para que me contesten cómo me ven. No sé. Todavía me vienen cosquilleos cuando lo pienso. De momento, ya he conseguido tener paciencia para hablar con ellos de cosas más allá del trabajo sin creer que estamos perdiendo el tiempo. También les pregunto sobre cómo piensan que las cosas pueden ir mejor. Y les cuento las verdades cuando no puedo atender lo que me piden. Soporto bien sus malas caras y me he vuelto más sensible a sus realidades. Tengo suerte de que las conozco bien, porque fui cocinero antes que fraile, pero estando en otra posición, entiendo limitaciones que allí no veía. He descubierto que sólo con abrir los oídos, dejando hablar, ya se logran avances. Estoy cediendo en mi pretensión de saber más que ellos, aunque me cuesta mucho. Es cuestión de humildad y de entender que no son doce personas en pareja, sino que todo lo que hagamos bien es un éxito del equipo. Una de las cosas que Antonio me recomendó fue preparar cada mes un resumen de los trabajos hechos, que charlara con cada pareja sobre cómo los había sacado adelante y, sobre todo, que les preguntara sobre lo que no aparecía en el parte, su forma de haber resuelto tal cosa, cómo habían hablado con los clientes... Que eligiera al menos una buena práctica de cada pareja... y que hiciera una reunión con todos, haciendo que expusieran ellos mismos lo que yo había seleccionado. He tardado dos meses en asumirlo... pero ya llevo otros dos haciéndolo. Éxitos vendrán, seguro. Antonio lo llama “gestión del conocimiento”, pero ni se me ha ocurrido contárselo así a ellos. También me dice que empiezo a ser buen gestor y que seré buen líder. Ni que pretendiera que ganara una medalla de oro en las Olimpiadas.
Sólo quiero mandar bien. En uno de los papeles que desaparecieron de mi mesa en el primer contacto, hablaba de que las buenas obras se conocen si perduran cuando el autor ya no está. Me iré de la empresa cuando me toque, mis chicos también volarán, o de departamento, o incluso de empresa, que hoy tenemos mucho más movimiento... pero es verdad que quizá ser buen capataz sea que ellos, cuando yo no esté, recuerden tal o cual cosa que aprendieron conmigo, tal o cual cosa que descubrieron junto a mí, o quizá, cuando ellos sean capataces o jefes, elijan hacer cosas con su gente que yo hice con ellos, porque sintieron que era lo que les gustó que yo hiciera con ellos.
El consultor
No ha sido nada fácil comenzar con nuestro trabajo de Consultores. Hacerlo hacia dentro no ha tenido ningún problema, pero salir a la arena está costando esfuerzo. Alba dijo que contábamos con el acuerdo del Consejero Delegado y el impulso del Director de Recursos Humanos. Y yo pensaba que con eso era suficiente. Otra vez con mis idealismos.
Hemos tenido que abrirnos camino y casi ni hemos traspasado la puerta. Con buen criterio, nuestra Dirección decidió que, para realizar nuestra labor de coachers, sólo iríamos acudiendo allí donde nos lo pidieran y que mientras tanto nos debíamos limitar a ayudar a los equipos descentralizados de Recursos Humanos en las sucursales y a divulgar, junto con ellos, los planes y sistemas que estábamos desarrollando. El primer cerrojazo se produjo con nuestros colegas. No vieron nada bien que los Consultores, “ésos de la Corporación”, se inmiscuyeran en su dominio, porque, sin decirlo, nos veían como “comisarios políticos” que iban a fiscalizar y a informar sobre su desempeño.
Nuestro Director y Alba contactaron con los Directores Regionales y fueron explicando los nuevos planes, entre los que se incluía la labor de nuestro equipo. Al principio, cayó en saco roto, como cualquier herramienta de cambio, pero a la postre se ha demostrado que fue un excelente acierto, porque sin ellos no podemos implantar nada.
La primera acción operativa que llevamos adelante fue la divulgación, provincia por provincia, oficina por oficina, de la nueva Entrevista para el Desarrollo, basada en la Dirección por Objetivos y en la Evaluación del Desempeño, que, tras cuatro años de implantación poco efectiva, se modificaba con nuevo sentido y formato. Resultó ser una manera de demostrar que nuestra labor era enriquecedora. Los Responsables de Personal entendieron que les ayudábamos, si bien solamente fuera por quitarles trabajo, y algunos de los jefes acudieron individualmente a nosotros para pedir ampliaciones de la información con verdadero interés por la intención y no por el procedimiento.
Lancé la propuesta de aprovechar la oportunidad para empezar de verdad el asesoramiento personal, pero Alba me paró taxativa. “Sólo cuando ellos te lo pidan... y debe solicitarlo el Director Regional”. Pasamos muchas semanas cruzados de brazos, esperando llamadas, bastante desesperados por no entrar en acción. Estamos aprendiendo a buscar la paciencia y a encontrarla sin remedio.
Mientras tanto, nos ocupamos de terminar nuestra práctica de consultoría. Sí, la mía con José Luis.
Después del excelente resultado con aquel curso y su aplicación, el capataz me mostró un sincero agradecimiento. ¡Si debería dárselo yo... por su dedicación, por su deseo de mejora, por su interés! Se entusiasmó por los comentarios de las encuestas, viendo esos nueves y dieces en los apartados. Quise bajarle un poco el entusiasmo, pero no resultó. Comenzó a sentirse motivado con su labor, al ver que los esfuerzos conseguían mejoras. También se llenó su ego, lo que no está nada mal, porque la autoestima empieza a funcionar de esa manera. Habría sido peligroso si sólo se hubiera quedado ahí, cuestión que no ocurrió, gracias a que José Luis tiene bien puestos los pies en tierra.
En ese ejercicio de efervescencia, siguió pidiéndome más ayuda (también tengo que decir que mi ego se agrandaba, no sólo el suyo, y que verlo tan entusiasta era mi mejor vitamina para engordar de satisfacción). Volví a las tentaciones de buscar mis mejores textos de gerenciamiento con el fin de encontrar herramientas que presentarle. No lo hice, me sujeté y continué en esa línea de guía, en la cual todavía me desestabilizaba más que él.
Cuando me preguntó cómo lograba este estilo, recordé esa enseñanza, aún inconsciente que recibí en el Curso de Consultoría. No soy amigo de memorizar, y me siento perezoso (gran defecto) a la hora de repasar apuntes de lo que considero ya superado, incluso sabiendo que hay algo de arrogancia en esta actitud. Hice el esfuerzo de rebuscar las sensaciones que fui teniendo en el desarrollo del curso, las traduje en palabras, las desmenucé con ahínco hasta encontrar la mejor manera de explicárselas. Así, curiosamente, varios meses después de haber terminado aquel curso, comencé a darme cuenta de lo que había aprendido. Antes de iniciarlo, me sorprendió su calificación de “experiencial”. Estuvo lleno de práctica, tuvimos profesores ingleses con traducción simultánea que pasaban gran parte de la clase en silencio... ¡igual que nosotros! Mientras era alumno, pensaba que cómo podía aprenderse así, sin que el profesor explicara, con debates largos y extraños, salpicados de momentos sólo dedicados a la reflexión. Encontré la respuesta con José Luis, ante aquella solicitud: ¿cómo puedo hacer con ellos lo que tú has hecho conmigo? El mejor aprendizaje que obtuve en tantas horas de trabajo experiencial se concretó en mi respuesta: oír, callar, sentir y entender... antes de pasar a la acción. Sé que José Luis lo recibió bastante escéptico, aunque se propuso practicarlo. Es una excelente manera de acercarte a los demás, la única, diría yo, mediante la cual, nuestra condición social alcanza su verdadero sentido: lograr resultados juntos, sean cuales sean, pero sin perder nada de nuestra individualidad, aplicando cada uno su personalidad primero y sus conocimientos luego. A continuación del “entender” es cuando se vuelca nuestro saber que, junto al sentido común, la ética y la comprensión, configuran la guía para actuar.
Me estoy sintiendo muy bien ayudando a José Luis a conseguir lo que él quería. Y ése es un valor añadido a la función... aunque quizá sea ese el fin y no tan coyuntural o derivado.
Generalmente, nuestra actividad en una empresa ha estado regida por los objetivos y los resultados, siempre traducidos a dinero, cuenta de pérdidas y ganancias. Desde mis posiciones sólo iba encontrando órdenes para que las acciones generaran rédito positivo. Cuando estuve en el área de Control, las “inspecciones” escrutaban cada paso de los procesos para comprobar que al final se obtenía saldo positivo. Reconozco que era necesario porque el otro extremo, trabajar por trabajar, provoca la desaparición de la especie. Es inevitable. Pero mis rebeldías al observar aquellos despóticos jefes tenía en realidad una base... altruísta... Sí, lo dejo así, no lo corrijo.
Es decir, desde mi inconsciencia, estaba viendo que el fin justificaba los medios, que eran las personas, y eso no entraba en mis valores éticos. Intuía entonces, desde el espíritu revolucionario, que las formas se podían cambiar para conseguir lo mismo, incluso más. Quizá el otro extremo sea escribir lo de arriba: altruísmo... Sirva lo antedicho para explicar la segunda frase del párrafo. Me planteo si, cambiando el fin de obtener resultados cuantitativos por el de ayudar a conseguir lo deseado, no generaríamos más valor. Con este primer ejemplo en mi nueva vida profesional me contesto que sí, que generamos más valor.
Cuando mantuve la primera conversación con José Luis decidí elegirlo como compañero de iniciación sin ningún motivo crematístico. En ninguno de los dos cabía pensar en estímulos económicos, los dos queríamos crecer, él como capataz, yo como consultor. Establecimos una relación de ayuda en la cual los aspectos profesionales se implicaban más cualitativa que cuantitativamente, más hacia la persona que hacia la tarea, más hacia lo emocional que a lo racional. Resultó todo muy intuitivo, sin planificación previa, lo que proporcionó una naturalidad, con sus errores y aciertos, que no volveremos a encontrar ninguno de los dos en un contacto de ese tipo. Pero lo más importante: generó valor, mucho valor. Por un lado, ambos nos hemos enriquecido con un crecimiento personal impagable. Hemos sufrido, hemos gozado, hemos reflexionado y, al final del camino (aunque nunca hay final), nos traemos un bagaje que no se puede medir. Debo decir que somos mejores personas porque hemos trabajado ámbitos de relación personal que nos han regalado mayor conocimiento de nosotros mismos, y por consecuencia, de los demás. También somos mejores profesionales porque estamos aplicando nuestro aprendizaje en el ámbito empresarial, es nuestra empresa la depositaria de este crecimiento. Y como consecuencia, por derivación, sin tenerlo como meta específica: hemos conseguido mayor productividad en un importante colectivo, es decir, mejores resultados, más beneficio. Hemos ganado todos.
Me propuse continuar la labor con colegas de José Luis, ya previendo que los directivos serían más reacios al acercamiento. Pero fui el único de los tres que había elegido ese nivel profesional. También deduzco por ello que por eso fui el único que obtuvo un resultado tan esperanzador. Mis compañeros se encontraron perdidos ante la respuesta de sus elegidos, un directivo engolado y otro próximo a la jubilación. Pusimos en común nuestra experiencia y mostré mi entusiasmo. Alba lo recibió con mesura, ellos con expectación. Mi informe contenía importantes propuestas de futuro con sugerencias que han ido quedando en estas líneas, pero... la realidad de mi área nos está llevando con esa lentitud de los trenes correo. Paran en todas las estaciones, nunca tienen un accidente y siempre llegan a su destino. Nuestro Director debió recibir algunas reconvenciones por esas pruebas piloto, olfateo que más por la mía, de ciertos Altos Directores, por lo que así se optó por ralentizar la puesta en escena. Fue tajante observando que tardaríamos mucho tiempo en acercarnos a los capataces y como ya he dicho, sólo trabajaríamos con los directivos si ellos lo solicitaban. No dudo de que llegará ese momento, no hay vuelta atrás, tarde o temprano nuestra función irá calando en la organización y se convertirá en imprescindible. Somos muy distintos cuando nos expresamos individualmente. Inmersos en el colectivo, la cultura subyacente nos absorbe. Si hacemos labor de contacto personal, conseguiremos acciones puntuales que por el boca a boca nos darán prestigio. Un buen día, un Alto Director, se tentará por “lo que hacen esos chicos” y la mancha de aceite se extenderá rápidamente.
No quiero alejarme de José Luis. Es un hombre que me transmite aplomo, me siento con calidez cuando hablo con él, podría ser mi padre y, en cambio, me gusta que me llame “maestro”. Ahora estoy esperando colaborar con él en dos cosas: la primera, aprovechar la experiencia interna de su área para todos se enriquezcan de los aciertos y errores cometidos, que los oficiales enseñen a los aprendices y viceversa, que aprendan a escucharlos y a encauzarlos. Sería bajar todavía un nivel más el estilo que hemos aprendido... y es un reto hacer evolucionar a la empresa por la base. Me estoy arriesgando porque ya no estoy en período de prácticas y me salto una orden de mis superiores, pero el compromiso conmigo mismo va más allá de la obediencia. Prefiero pedir disculpas a tener que pedir autorización. La segunda: también sé que el Jefe Técnico ha estudiado la extensión de nuestras propuestas a otras áreas y que quizá por ahí podamos tener esa palanca de petición para que alarguemos nuestra tarea. Se trata de sembrar, de dejar huella en las emociones de las personas. Y no hay nadie más agradecido que quien ha recibido tu ayuda sin aspavientos. Mi rebeldía se ha convertido en algo más que idealismo. Creo en la gente como José Luis. Además, estoy seguro de que son mayoría, de que sólo necesitan el espacio propicio para levantar la mano. Cuando lo hagan, espero que encuentren la respuesta que necesitan... aunque si no la tienen, no importa... seguro que la saben buscar en otros lares.
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