El palacio de Larrinaga
Érase una vez una muchacha bella, muy bella, tan bella que sus padres le obligaban a salir a la calle con velo. Habitaban cerca de Montemolín, en el barrio, entonces pueblo, de La Cartuja de la Concepción, adonde se llegaba por la carretera de Alcañiz en una media hora sirviéndose de carro.
La muchacha se llamaba Ángela, por aquello de que su madre salvó la vida de milagro después del parto, consiguiendo salir de peligro en el momento de comenzar a amamantarla. "Fue mi ángel de salvación", contaba doña Luciliana, la madre. A consecuencia del parto tan difícil, Ángela tomó una naturaleza enfermiza y Luciliana quedó imposibilitada para tener más hijos.
La niña creció entre algodones y no le faltaron cuidados, pues su padre descendía de sangre azul y era propietario de muchas yeguadas de tierra fértil en el lindero del río.
Nadie se explicaba por qué coincidían en Ángela belleza y enfermedad. Cualquiera entiende que Dios crea la hermosura para ser admiraba por el hombre, y ella, frágil cuerpo, apenas podía salir al aire libre, y cuando lo hacía, el padre ordenaba que se cubriera con mantilla y velo negros. Don Gerardo no actuaba con exceso de autoridad, decidió así por motivo de protección. "Cualquier muchacho que pueda verla se enamorará perdidamente de ella y Ángela no está capacitada para entregarse a un varón con las condiciones necesarias". Don Gerardo sabía que un nieto mataría a su hija como estuvo a punto morir su esposa. Además, ninguna familia de los alrededores podía ostentar un linaje tan antiguo y noble.
Ángela acudía a misa todos los domingos a la capilla del monasterio del pueblo, acompañada por su madre y su aya. Evitaban la iglesia por aquello de la tentación. Así, además de su padre, ella no vio otro varón a velo quitado, excepto...
El amor no es exclusivo de los don Gerardos ni las doñas Lucilianas. El amor fluye en el Universo apoyándose en cualquier partícula creada por Dios, y se aloja, especialmente, en las cercanías de los corazones de las muchachas adolescentes. No hay velos ni mantillas ni clausuras que lo escondan ni lo eviten.
Andrés Larrinaga comerciaba con tejidos, y desde Laredo recorría todo el país para surtir de sus mercancías a los monasterios. En La Cartuja atendía un pedido para hilar tapices y confeccionar hábitos. Como hombre devoto, escuchaba siempre Misa allí donde se encontrara.
Aquel día de verano hacía mucho calor. La capilla del monasterio era fresquita, pero el camino hasta ella a las doce del mediodía provocaba una quemazón insufrible.
Andrés ocupaba el tercer banco de la capilla, justo detrás de los monjes más ancianos y justo al lado del lugar donde Ángela y sus dos acompañantes se sentaban todos los domingos. El apuesto joven nunca pudo imaginar...
El cambio de temperatura tan brusco provocó a las tres mujeres un exceso de transpiración. Ángela sudaba copiosamente por culpa del velo negro y, para limpiarse el rostro, sacó de su manga un pañuelito bordado. Por un momento, separó el velo de su cara; por un momento, sus facciones quedaron al descubierto... para un hombre.
Andrés miró a Ángela. Ángela vio a Andrés sin el filtro eterno. Y esa química que ningún científico explica actuó como relámpago en noche de luna nueva. Los dos oyeron el corazón del otro de la misma forma que si los tuvieran juntos. Los dos se supieron unidos por un hilo de plata, los dos irradiaron por encima de sus cabezas los efluvios del amor que no es materia, mientras allá abajo, los sentidos les demostraban la verdad de sus vidas: habían nacido para unirse.
El hombre insistió ante el padre y la madre para llegar hasta la mujer. No llegó a verla de nuevo y ya se encontró con el duro obstáculo de la condición social. Por sus venas corría sangre plebeya, indigna de un linaje azul.
La mujer porfió ante su padre y su madre para llegar hasta el hombre. No llegó a verlo de nuevo y ya exigió su libertad de amar con tal pasión que su salud se resintió gravemente. Juró no recuperarse nunca si su amado no era aceptado en la familia.
Don Gerardo no cedió: comunicó a don Andrés que nunca sería merecedor de su hija, porque no podría superar la cuantía de su dote. Además, le prohibió pisar tierra de la familia, es decir, le impidió entrar en el pueblo de La Cartuja.
El hombre no se rindió. Volvió a su ciudad y reunió todo el dinero que sus negocios fueron capaces de darle. Compró un terreno equidistante entre La Cartuja y el centro de la capital y comenzó la construcción del palacio más exquisito jamás visto en los alrededores.
Mientras su obra crecía, pudo encontrar el medio para comunicar a su amada todas las riquezas que iba instalando al servicio de su amor.
Don Gerardo hizo oídos sordos a las noticias que hablaban de un palacio con una grandiosidad desconocida en cualquier obra de aquella época, envidia de todos los pudientes de la comarca y ejemplo futuro para todos los nobles. Hizo oídos sordos al rumor de que la dueña sería su hija Ángela en cuanto se desposara con el señor Larrinaga.
La última carta que Ángela recibió decía que el palacio estaba terminado y que en breve su padre sería invitado a la inauguración, con la intención de que comprobara la belleza y opulencia de la futura casa de su hija. Andrés la ofrecía como regalo de boda.
Ángela, al leerla, sintió que una fuerza lejana le atraía sin remedio, y se arriesgó a salir sin velo, ensillar un caballo y lanzarse al camino para encontrarse con su amado.
Llegó ante la verja del palacio con la noche caída. Los rayos de luna llena hacían destellar los mosaicos del frontal y se colaban por las vidrieras de color. Sólo pudo ver los setos del jardín y la escalinata de entrada rematada por dos grandes copas de piedra que semejaban ofrenda para el visitante. Ángela murió en el linde de su casa.
Andrés no volvió por la comarca. Nadie supo más de él.
Cuando los Hermanos Marianistas compraron el palacio para instalar allí su noviciado, obviaron los relatos de un albañil que decía haber visto una mujer vestida de negro aguardando en la entrada de la casa.
Los Hermanos Marianistas no saben que Óscar, el hijo de "la camarera", habla de vez en cuando con una mujer errante que dice esperar ansiosa la vuelta de su prometido.
Los Hermanos Marianistas no saben que cuando se celebra una boda en la capilla del palacio la novia siempre está acompañada de una madrina especial vestida de negro.
Los Hermanos Marianistas no saben que Ángela habita en el palacio de Larrinaga.
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