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Molintonia

Epistolario de un oficinista, Quinta Carta

QUINTA CARTA

Zaragoza, 28 de Septiembre de 1.983

Amigo Pascual:

No puedo demorarme en comenzar la carta con otros temas que no sean los de nuestro Ponciano.  He dejado pasar más tiempo porque los acontecimientos se están desbordando.  Esperaba poder contarte un cambio de Ponciano, pero ha ocurrido todo lo contrario.

Los compañeros ni siquiera le hacen caso si no es para reírse de él o amenizarse un rato con sus ocurrencias.  Unos días son repetitivas, otros, renueva detalles real­mente dignos de Alfred Hitchcock.  Será mejor empezar por algunas de sus historias.

Ponciano continúa con su juicio pendiente, lo remoza, lo remueve, se reitera hasta la saciedad.

—Estaría bueno que le dieran fianza.  Su abogado es un inútil.  Mucho nombre y pocas nueces.  Claro, es como él, imbécil.  No me extrañaría que fuera el asiduo de los delincuentes.  Sí, ya ha defendido a alguno de la ETA.  Si es que Cedrés estará metido en la ETA.  Estará, estará, seguro.

—Ponciano —le recriminé—, te estás jugando mucho con esas acusaciones.  Si Cedrés se llega a enterar...

—Ése, un cerdo.  Y es todo verdad.  Todo.  Ya se descu­brirá.  El juez tendrá en cuenta sus crímenes y lo meterá en la cárcel hasta que se pudra.

Cuenta ahora con un nuevo personaje, Javier, el her­mano de Inma.  Joven, de unos treinta años, hombre leal y efectivo donde los haya.  “Tomamos copas juntos y la gente habla y se extraña.  Todos hablan.  Y es que Javier es un tío importante, pero nadie sabe que es de la B.I.S., la Brigada de Investigación Secreta.  Teniente es.”

Ponciano suele informar a Carlos de asuntos importantes —perdona, se me contagia no sé si la ironía de Carlos o las invenciones de Ponciano.

—Ayer me querían matar.  Prepararon bien el atentado, pero soy un elemento distinguido y me vigilan.  Fue por la noche.

—¿Cómo piensas que eres tan importante?  Si eres un pobre diablo, una caquita de cordero...  ¡Dios mío, qué ilusiones!

—Sigue, sigue con tu historia —me interesé.

—Son todas igual, Álvaro —intervino Carlos.

—No hagas caso, Ponciano.

Ponciano estaba nervioso, miraba a todas partes.  Se me acercó, puso su rostro tan cerca del mío que olí su aliento a cerveza.

—Subieron por el patio de luces.  Habían tirado cuerdas por el tejado y escalaron hasta mi ventana.  Hicieron un agujero en el cristal.  Iban encapuchados y nadie vio sus caras.  Sacaron sus Astra 9 milímetros Parabellum y cuando quisieron disparar allí estaba Javier con su revólver.  Tres tiros.  A la cabeza.  No falló ninguno y los tres cayeron como pajaritos, ji, ji, ji.

Sonreía satisfecho.

—¿Cómo supo Javier lo del atentado?

—Contactos... y que me vigilan, me vigilan.

Carlos hizo un gesto despectivo y se levantó.

—¿Quién te vigila?

—Me protegen Javier y sus amigos del Cuerpo.  Inma se ha venido a vivir enfrente de mí y me ve por la ventana y por el circuito de televisión que han instalado en mi casa.  Me quiere Inma.

—Lógico. Le salvaste la vida —afirmé.

—No, la vida se la salvé al general.  Cedrés lo quería matar para que desapareciera la denuncia y yo me interpuse.  Mi padre también salvó la vida al gobernador, cuando la guerra, en el 37.  Todo queda en familia.  En mi buena familia.

—¿Por qué se mudó Inma?

—Para estar conmigo.

—Pero tú, ¿la ves?

—Sí, algún día, pero es ella la que me ve a mí. Me idolatra.  Ella sabe cuándo me levanto, qué hago...  Me ve desnudo, oye.  Y le gusto.  Soy un tío sano, sanísimo, no como otros.  Mira —se dio dos puñetazos en el pecho, mientras escondía la barriga—.  Estoy fuerte.  Y la gente lo sabe.  Habla de mí.  ¿Qué hablará?  Pero todos hablan de mí, de lo mío.  Está en la calle.  Se enteran de todo.  Me apoyan.  Soy popular, pero no quiero.  El otro día, la televisión vino a mi casa.  La regional.  Pretendían hacerme una entrevista.  Los despaché.  Yo soy hombre humilde.  La televisión para otros, para otros.  Estoy bien como estoy.

Esto es una pequeña muestra.  Todos los días, Ponciano nos acosa con sus patrañas.  Muchas veces, nosotros le incitamos, pero poco a poco son más las ocasiones en que nadie le provoca y él suelta toda la retahíla a quien la quiera escuchar.  Siempre aprovecha cuando don Quiterio no está.  Le respeta en demasía, le tiene miedo.

Julita se ha hartado.  Tiene su mesa junto a la de Ponciano y cuando no está con nosotros, debe continuar martilleando con su palabrería a la pobre chica.

—Este hombre es desesperante —protesta Julita—.  Se ha vuelto inaguantable y cada día me da más asco.  Huele a cerveza, grita a rabiar y ahora no hace más que enseñarme fotografías pornográficas y decirme: “Te gusta, te gusta”.  Trajo un día una caja de preservativos y decía en voz alta que no le valían, que eran pequeños.  Tiene en el cajón un consolador.  “Así la tengo”, me dice.  ¡Ya está bien!  Así no se puede trabajar.

Julita es la encargada de prepararle el trabajo.  Su protesta ya ha sido formal, pero la ha extendido contra algún bromista encubierto:

—Hombre, don Quiterio, y es que encima ya soy objeto de burla entre los compañeros. Tenga, lea, lea la carta que me han dejado sobre la mesa.

Te la transcribo, Pascual, y no pierdas letra:

 

‘Amadísima señorita:

Debo canalizar mis sentimientos hacia objetivos sinceros.  Ya soy mayor y he sufrido mucho de entrepierna, que tengo hernia desde hace cuarenta años, por culpa de un torcido ayuntamiento, y desde entonces no he vuelto a repetir tratos con tal institución.  Y como mucho he sufrido, sé lo que es sufrir por gozar, o mejor dicho, por no poder gozar, que en mi caso es no poder gozar de los atributos amorosos de usted.

Sí, amadísima señorita, me he enamorado de usted como una señora de su perrito faldero, y cuando siento su presencia, de al lado de mi hernia sube y sube un influjo espiritual que se eleva y se eleva hasta donde llega.  ¡Eso es amor!  Amor fantástico que me hace imaginar su cuerpo puro tal cual se asea, y deseo convertirme en el gel que limpia su piel, porque usted debe ser quien limpie a su vez mi alma de la soledad descastada que me inunda.  Limpieza, limpieza húmeda, cura de amor que apague mi fuego inguinal, el que oprime mi hernia.

Exuberante dama, diosa nacida de Eros, poseedora de mi instinto, dueña del efluvio amoroso que me arrastra hacia sus secreciones sensuales, emperadora de mi sufrimiento, ¿cuándo nos vemos?  Desespera mi tálamo sin el calor de su cuerpo y las noches se hacen duras, mirando al techo y evocando curvas de montaña, montañas de cordillera virgen, selva amazónica, rutas de naturaleza que quieren semejar el mundo desconocido de su belleza vestida.  Dudo si tomar sendero hacia su puerta o desesperar entre las sábanas imaginando su presencia entre mis piernas.  ¡Qué agonía, mujer! ¡Agonía de hombre enamorado!

Y deseo apagar mi sed en el líquido de sus entrañas, con el néctar de su amor, con la brisa de sus jadeos.  Acérquese a mí, no tarde, aprisa, por favor, o el influjo de este tormento me arrastraría a cometer la locura de operarme la hernia, y entonces, ¿qué sería de mí?

Espero cualquier orden de sus labios húmedos.  Pídame, por favor, soy todo suyo,

 

PONCIANO’

 

¿Qué te parece?  Deja de reír y sigue leyendo, por favor.  Don Quiterio mantuvo el rostro pétreo, pero sus ojillos descubrían el esfuerzo para contener las carcajadas.

—Y esto no puede continuar así —recalcó Julita—.  Debe usted tomar medidas o pediré responsabilidades a quien proceda.

—Espere un poco, Julita —intentó tranquilizarla el jefe—. Ponciano está pasando una mala racha.  Tiene preocupaciones.

—Pero su sueldo, que no es poco, lo cobra él y lo gano yo, señor Quiterio.  Ponciano es oficial de primera, yo, auxiliar y ¿quién saca el trabajo?  Por Dios, que ya está bien.  Es un vago y se aprovecha en sus desvaríos para justificarse.

El jefe pareció ceder a las quejas de la chica y llamó a Ponciano.  Una vez los dos frente a frente:

—Vamos a ver, Ponciano.  ¿Qué significa esto? —y le tendió la carta.

Nuestro amigo, muy sumiso, tomó el papel y leyó atentamente.  Sin decir palabra, salió hacia su mesa.  Julita exclamó:

—¡Ponciano!

Pero el hombre regresó al momento con otro papel en sus manos y sin más lo entregó al señor Quiterio.

 

‘Amadísimo Ponciano:

Es inútil esperar.  Tengo que arriesgarme a seguir el impulso que dicta mi corazón.  Aunque mi raciocinio me lo impide, aunque mis pasos no se dirijan a una meta razonada, aunque una fuerza superior me obstaculice abrirme a lo desconocido, debo ser fiel a mi sentir enfebrecido.

Y ese sentir que me enardece no es más que un amor apasionado, grandioso, etéreo, inaudito, inexpresable... así, en una sola palabra, definido con el adjetivo perfecto, es decir, sublime.  Y el bendito sentimiento así por mí conceptuado se dirige hacia tu suprema persona.

¡Son tantas cosas tuyas las que me atraen irremediablemente!  ¿Me permites que te tutee?...  Es que te considero tan dentro de mí, tan imbuido en mi camino desesperado, tan penetrado en mis entrañas, que con ese tratamiento alcanzo el éxtasis extraviado de un dicha feliz, es una sensación maravillosa que recorre mi sistema nervioso, que me produce un placer hasta ahora inédito y que estoy segura que ningún otro hombre podría hacerme sentir jamás.

Y vuelvo a decirte ¡son tantas cosas tuyas las que me atraen irremediablemente!  En primer lugar tu sin par rostro enérgico, viril, con esas piedras preciosas por ojos, esa original prominencia nasal que da idea de fuerza arrasadora, ese pliegue sutil de tus labios a manera de corazón...  y tu complexión... atlética sin más, con esos poderosos hombros, anchas espaldas, y esa cintura tan enervante que pide ¡abrázame!...  Hasta tu altura me derrite.

Tengo constancia de tu inteligencia amplia y bien utilizada.  He podido conocer tus amenas conversaciones con los compañeros de oficina, tus alegres chistes y el desinteresado cariño que todo el mundo te ofrece por tu dignidad, tu honor, tu nobleza y tu compresión.  Sé de tu incansable labor contra la delincuencia, de la valentía y arrojo que derrochas sin esperar compensación pecuniaria.  Eres inigualable, Ponciano, inigualable.  Pero también soy consciente de los enemigos y de los males que te acechan, de los inhumanos individuos que buscan tu destrucción.  No temas.  Protégete en mí.  Yo saldré defensora de tus valores y consoladora de tus penas.  Ven a mí, bebe mi amor, y quiéreme... te necesito.

Soy capaz de luchar hasta la extenuación contra todos aquéllos que se interpongan en nuestra unión.  Soy capaz de amarte como personaje dramático, como la Julieta shakesperiana, como la Isabel de Teruel, como Melibea amó a Calixto, es decir soy capaz de morir por tu amor.  Te aguardo, Lancelot de mi esperanza.  Sucumbo por ti,

 

JULIA.’

 

Y Carlos sonreía.  Estoy seguro de que tiene gran culpa de este buen rato que acabamos de disfrutar.

—Y bien, don Quiterio —requirió Julita.

—Vuelvan a su trabajo.  Tomaré medidas.

—Eso espero, don Quiterio.  Si no, ya sabe —amenazó la chica.

Cuando ambos se hallaban fuera del departamento, don Quiterio, sin mostrar enfado, pero enérgico con sus palabras, soltó a los presentes:

—Señores, esta broma es impresentable.  No quiero buscar culpables, pero en caso de que se vuelva a repetir me veré obligado a sancionar severamente.  De ocho a tres es tiempo de seriedad y trabajo.

Carlos escondió la mirada.  Creo que todos pensábamos en él, incluso míster Quit, pero nadie dijo palabra.

No quiero ir más allá con la broma.  Simplemente es divertida y con originalidad.  Lo importante es la actitud de Ponciano ante ella, tan serio, tan en su sitio, sin demostrar enfado o divertimento.  En cambio, otras situaciones provocan más quejas.  Antonio también ha protestado.  La mesa alta se encuentra frente al costado de su silla y tiene que aguantar continuamente el soliloquio de Ponciano.  Le machaca y le machaca con sus historias.  No sería la primera vez que Antonio se levantara, harto, a dar un paseo para evitar el martilleo.

Pero goza de alguna defensa.  Lucía, a pesar del episodio que sufrió, intercede por él.

—Dejadlo en paz.  Es un buen hombre.  No hace daño a nadie.  Ya se jubilará.

—Me gustaría verte a ti en mi lugar.  ¿Aguantarías ocho años más con él?  Prueba, prueba, te cambio la mesa.  Prueba —le rebatió Julita.

—No será para tanto.  Eres una exagerada.

—Ni lo sueñes.

Realmente, no hay defensa que valga y todos están contra él, pero aprovechan sus ratos libres para escucharle y divertirse, incluso los compañeros de otros departamentos.  Y con estas confianzas,  Ponciano deambula orgulloso contando sus peripecias a cualquier mortal que se le presenta por delante.  Algunos le hacen callar, pero no se preocupa y cambia de objetivo hasta encontrar a quien le presta oído.

Debo reconocer que se ha hecho inaguantable.  En realidad, es intermitente, pero sus desvaríos han aumentado, tanto en cantidad como en falta de credibilidad.  Ha perdido el nexo entre unos y otros, incluso pierde el hilo en un mismo monólogo.  Todo predice una pronta conclusión.

Te envío un abrazo,

ÁLVARO

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