Abducción
Volvía de un evento, especialmente anhelado, a las 10 de la noche de un domingo de invierno. Vivo en una casa antigua, en un paraje cercano a una zona de montañas rocosas de Aragón, los mallos de Riglos. Fue un trayecto extraño, me habían entrado llamadas al móvil que pasaban por bluetooth al audio del auto con extraños ruidos de conexiones fallidas. Era un número oculto. A veces esos sonidos de entrada parecían jadeos de mujer. No podía separarlos del golpeo que las enormes gotas de una tormenta salpicaban la tierra, los árboles, la chapa y el parabrisas. También aparecía el relámpago con el trueno subsiguiente, luz y estruendo, magnífico espectáculo. Conforme avanzaba por la carretera, el ambiente se enrarecía más y más.
Llegaba de un congreso realizado en el Pirineo aragonés oriental, concretamente en el valle de Pineta, donde varias ponencias, entre ellas la mía, hablaron de avistamientos extraterrestres en la zona, que presentaba mucha actividad al respecto.
Intenté abrir la puerta del garaje con el mando a distancia, pero falló —no había luz eléctrica, supuse—, así que salí del coche, me mojé hasta la médula, la levanté manualmente y me introduje raudo y veloz en el habitáculo. Nada más cerrar la portezuela, un enésimo relámpago iluminó hasta las mismas tinieblas del espacio sideral. Y mientras resonaba el trueno subsiguiente, entendí que en la ventana de mi dormitorio había visto reflejada una sombra extraña. Parecía imposible que la oscuridad reinante, sólo rota por los faros del auto, pudiera darme esa imagen. Lo achaqué a la tensión del viaje bajo la lluvia.
Quise arrancar el motor para acceder al garaje... y ni mención hizo. Además, los faros se apagaron. Quedé reducido a la más absoluta oscuridad. Saqué el móvil, por supuesto, y ya te podrás imaginar que tampoco funcionaba. Más truenos, más relámpagos, sonido de naves espaciales... sí, ovnis por encima de mí, a lo lejos y cerca, me pareció sentir una invasión con destellos más potentes que los relámpagos... y silbidos, sonidos de afiladas espadas eléctricas cortando el aire, el agua, el techo de mi auto. El perfil de la figura continuaba restallando allá arriba con cada fogonazo... y además me miraba, quise creer.
Sin techo, el coche se inundaba; mi pelo, mi camisa, mis pantalones, mi piel se llenaban de más agua sucia, con una sustancia viscosa; quizá fuera barro.
¿Sabes? No tenía miedo. Estaba escrito, era esperado. En aquel congreso, había recibido el mensaje de que iban a realizar
conmigo una abducción para después poder transmitir al mundo, a través de mi actividad periodística, cómo eran los mundos de las Pléyades. Me sentí completamente seguro de que se estaba cumpliendo lo predicho, que me iban a meter en cualquier nave que me llevaría a esa civilización avanzada. Lo que me pareció una comunicación absurda en su momento se iba a cumplir y estaba preparado, incluso excitado, lleno de energía interior para cumplir la misión asignada, ya tantos años perseguida con mis investigaciones.
Entré a casa. Antes de nada, quería secarme, cambiarme de ropa, y vino la luz, se inundó el pasillo y el dormitorio de luz halógena con todo el alumbrado activo. Sobre la cama, me esperaba mi novia, desnuda, provocativa, sensual, expresivamente excitada:
—Ven, tu camino a la galaxia pasa a través de mí.
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