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Molintonia

Rodrigo Cenis, el entusiasta

Un buen día, el Benemérito me convocó a su despacho de las altas cumbres.  Habían llegado instrucciones de Madrid para rebajar el número de expatriados, comenzando por los de mayor tiempo en esta situación:

–Entonces, tú te irás el primero, ¿no? –le lancé a la yugular.

Carraspeó un poco, escondió la mirada, buscó un papel…

–No, no, las órdenes no se refieren a la alta dirección.  Se trata de aplicarla a los directivos medios, los gerentes y subgerentes.

Ya acudí a esa entrevista conociendo de antemano lo que iba a escuchar.  La rumorología vuela, incluso con el océano de por medio, así que llevaba preparada esa pregunta.  No me importaba la respuesta sino tocarle un poco las narices.

–¿Tengo puesto asignado al desembarco?

–No tengo noticias sobre eso.  Tendrás que hablar con Recursos Humanos de Madrid.

En Recursos Humanos de Madrid ni siquiera habían oído hablar de mí.  Existe cierta justificación.  La empresa llevaba varios años embarcada en un proceso de fusiones, absorciones, infusiones y consolidaciones, por lo que el ámbito corporativo, antes de preocuparse por quienes andábamos de aventura, estaban construyendo lo que empezaba a ser un gran grupo empresarial.

Les caí como una enfermedad venérea.  Dado que los antibióticos son muy eficaces para combatirla si se aplican rápidamente, a los dos días de pedir destino me lo dieron.  Era la primera vez que los de Personal me contestaban con esa celeridad.  Discutí poco las condiciones porque me parecieron adecuadas… aunque no tenían ni idea de lo que podía significar una repatriación.  No me trataron ni bien ni mal y ése fue el problema, que no me trataron.  Sufrí el impacto psicológico del retornado, lo sufrí solo, sin saber muy bien qué era y a qué se debía esa desazón incierta que me dominaba, o esos instantes de rebeldía, o esa sensación de no ser de ningún sitio… 

Pero me he propuesto hablar de mis jefes, por lo cual intentaré centrarme en la persona a cuyo equipo me asignaron.

Rodrigo Cenis, su nombre.  La Moraleja (Madrid), su residencia.  Director General, su rango jerárquico… aunque de empresa menor según la clasificación que ordenaba el grupo.  Es decir,  me mandaban a una esquina del grupo empresarial, división staff, con tareas de apoyo a una Dirección General de corto rango.

Atrás quedaba la experiencia que traía de gestión en empresa emergente, de vivencias en la diversidad, de incremento competencial (tal como uno de Recursos Humanos lo calificó)… para no tenerla que aplicar ni en una cuarta parte dentro del rol asignado.  Tardé en asumirlo, pero debo agradecer a Rodrigo el apoyo que me prestó.

Ingeniero técnico, economista y psicólogo… así rezaba el currículum de mi nuevo jefe.  Probablemente, por esta última faceta supo entender mi estado (que ni yo mismo entendía) y, sin nombrarlo en ningún momento, actuó para lograr que mi adaptación fuera lo más rápida y efectiva posible.

Años más tarde, en el umbral de su jubilación, cuando le agradecí aquel trato inicial, me contestó con la boca pequeña:

–Amigo Alberto.  No había nada de interés personal en el tratamiento que te di.  Si tú estabas bien, yo estaba bien, fue cuestión de supervivencia.  Cuanto más hubieras tardado en recuperarte, más retraso en el crecimiento de tus aportes a la empresa, lo cual no dejaba de ser mi responsabilidad.

Rodrigo provenía del área técnica, para la que se habilitó con su primera titulación, unos estudios que realizó por inercia, sin tener muy claro todavía cuál era su vocación.  Comenzó trabajando como adjunto al responsable de una cadena de producción, ya en la empresa matriz que generó el grupo al cual pertenecíamos.  Conocido su perfil, no entiendo cómo pudo soportar aquellos años metido de lleno entre números y máquinas.  Se lo pregunté en reiteradas ocasiones… y siempre sonrió como respuesta.  Quizá su evasión consistió en matricularse en la UNED para cursar la segunda carrera, que eligió en lugar del grado superior de ingeniería porque deseaba cambiar, no adivinaba bien la dirección del giro, y que escogió por afinidad con los números de su especialidad inicial.  Comenzó a darse cuenta que lo suyo no iba por lo concreto, ni por fórmulas o ecuaciones, sino por las relaciones humanas, lo social, lo personal.  Puesto que se casó tardíamente con una psicoanalista, pudo certificar con ella esa orientación y se animó, con casi cuarenta años, a cursar su tercera carrera: Psicología.

Cuando yo lo conocí, andaba por los cincuenta y ocho años, con el pelo cano, y conservaba una buena planta (medía más de uno ochenta).  Llevaba gafas con montura al aire que confirmaban su aire intelectual cuando intercambiabas unas frases con él.  No obstante, no era muy habitual encontrarle filosofando en su despacho porque casi era hiperactivo y su discurso era más bien directo y ajustado a la acción, según bien definía con sus palabras.

Después de aquella ‘adjuntía’, ocupó el puesto de control de producción en la misma planta. Allí comprobó que el orden y mando imperante en el estilo servía poco para aumentar lo producido… y si aumentaba, descendía la calidad.  Su siguiente ocupación fue responsable de cadena durante algo más de diez años.  Tuvo a su cargo más de sesenta personas que trabajaban a turnos rotativos veinticuatro horas al día durante todos los días del año.  En principio, se aplicó en favorecer las disposiciones ergonómicas para que las personas trabajaran más cómodas y más seguras.  Consiguió determinadas mejoras, pero se estancaron e incluso retrocedieron cuando llevaban aplicadas más de dos años.  Así que se dispuso a encontrar la causa… y dice que aún la está buscando.  Pero consiguió la mejora sin modificar las normas ni los procesos.  Metodología: aumentar su presencia por la fábrica, hablar y hablar con los jefes de turno intentando conocerlos mejor, estimular la aparición de nuevas ideas.  Quizá la causa de disminuir la producción fue la ausencia de estas acciones.  Quizá, también me dijo él, pero nada importa si la dicha es buena.

Aprendió a ser ‘responsable’.  Aprendió a gestionar personas que, según él, equivale a influir en las voluntades, en las emociones, en la motivación… antes que en las normas, procedimientos y procesos.

Le debió ir bien porque recibió el nombramiento de director de la planta de producción, con más de cuatrocientas personas a su cargo (aunque a Rodrigo nunca la gustó esta expresión: no están a mi cargo, están conmigo, o mejor, estamos juntos).

Y con ese puesto en diferentes factorías, saltó el país tres veces desde Almería a Galicia, y desde allí a Cádiz.  Cuando lo conocí, ambos recalábamos por primera vez en la capital.  En ese aspecto, le sacaba algo de ventaja, porque el Gran Buenos Aires es casi tres veces más grande (en número de habitantes) que la Comunidad de Madrid.

Nos encontramos los dos en una empresa casi fantasma, porque no tenía personas, el anterior propietario se había quedado con la plantilla, así que nosotros tuvimos que empezar solos.  No era un trabajo complicado, se trataba de controlar participaciones en pequeñas empresas afines con nuestro negocio.  Teníamos tres funciones: revisar información financiera, acudir a los Consejos de Administración y presentar los resultados a nuestro accionista principal.  Me debería haber tocado exclusivamente la segunda… pero ya le contaré.

Rodrigo y yo nos encontramos por primera vez en la oficina.  Nadie nos había dicho que comenzábamos el mismo día, tampoco nadie nos había presentado, éramos sabedores de la existencia del otro por sendos mails que nos habían enviado desde la división de diversificación de la empresa matriz.

Uno de los impactos de la repatriación consistió en la sensación de que la empresa te ha tirado cerca de una escombrera en lugar de colocarte en uno de los pedestales más altos de la vitrina de los laureados.  Mientras que en Buenos Aires me trataban como si fuera “alguien”, en mi lugar de origen ni me trataban.  Y no hay peor trato que la ignorancia.

Vuelvo a mi jefe de inmediato, pero quiero aclarar que el anterior párrafo era necesario para entender varios de los tratamientos que Rodrigo me aplicó.

Llegué a la oficina, que ocupaba media planta de un edificio situado en las afueras de Madrid, en Alcobendas…  Media planta que contenía un despacho inmenso, con recepción amueblada con sofás de cuero, y una mesa, al parecer para ocupar a una secretaria.  El baño estaba entre las dos medias plantas, enfrente de la salida del ascensor.  Casi me desplomo en la desilusión…  ¿Debería ocupar ese sitio de “secretaria”?  Me hundía la pérdida y caída del status…

–¿Hay alguien ahí? –escuché una voz desde el fondo del despacho inmenso.

–Hola –contesté.  Buenos días.

Rodrigo salió a recibirme.  Se presentó.

–Así que tú eres Alberto Trevijano.  Me han hablado mucho de ti en la Dirección de Control. 

A los años reconoció que me regaló una mentira piadosa.

–Estoy encantado de conocerte y de que vayamos a trabajar juntos.  Hay mucho que hacer por aquí y es una tarea apasionante y divertida.  Pero… no me ha gustado nada esta oficina que nos han dado.  Vamos a tomar un café al bar de abajo, y luego saldremos a visitar a unas personas que quiero que conozcas.  He dado órdenes para que hoy hagan unas modificaciones en nuestro cubículo.  ¡Ah! Y me he tomado la libertad de encargarte tarjetas.  Llegarán en unos días.

Nuestra primera conversación se bordó en el bastidor de una barra de bar, en torno a dos cafés con leche.  Rodrigo habló muy poco en casi todo el día.  Sólo me preguntaba y yo le respondía.  Su forma de tratarme le facilitó la mejor información posible de mí, me deslizaba hacia la sinceridad con su entusiasmo y sus ganas de saber como forma de interés personal sobre mi historia, mis opiniones y mis deseos.

La reforma de la oficina se terminó en tres días, no al día siguiente tal como su afán predijo.  Quizá ese retraso le pudo servir para cambiar sus órdenes iniciales.  Quizá.  La cuestión es que la media planta contenía dos despachos, casi de dimensiones similares… y en uno el cartel rezaba: Dirección General… pero en el otro, o sea el destinado a mi uso: Dirección Financiera… La mesa de la secretaria quedó entre las dos puertas de entrada y fue ocupada un año más tarde, cuando pudimos justificar con nuestros resultados que nos haría bien un apoyo administrativo.  Rodrigo quiso que nos diera el apoyo a los dos.

–Alberto, dile siempre a nuestros socios que María es tu secretaria.

A las pocas semanas de llenar aquellos dos despachos...

–Hoy te vas a venir conmigo y no vas a tocar ningún papel ni contestar ningún requerimiento ni analizar ningún balance.  Vamos a conocer gente, charlarás con ellos, debatirás sobre cosas de empresa, cosas de fútbol, cosas del mundo y cosas de casa, sobre los ángeles y los demonios, sobre la carne y el pescado, sobre sexo y religión, sobre el cava y el champán, sobre el Rioja y el Burdeos…  Así serás capaz de empezar a entender que no te hace falta saberte de memoria el Código de Comercio ni la Ley de Sociedades Anónimas… así sabrás cómo se comporta una persona de ese ambiente, que es más importante que el artículo en el que estás atascado tratando de encontrar su relación con la Ley de Medio Ambiente… ¿Me explico?

Se explicaba, sí, aunque mi espesura mental no llegaba a comprender todavía la profundidad de lo que quería decirme.

Rodrigo comenzó su labor de recuperación en aquel momento, a los tres meses de mi puesta en marcha en Madrid, y saltó de un remedio a otro según observaba mi evolución en los ocho años que pasamos juntos.

Aquel día me llevó a una reunión en la Cámara de Comercio, me presentó a las personas que me había prometido y algunas más que se encontraban allí para escuchar una charla de Valdano sobre algo que se refería a la visión.  Su acento argentino me despertó la nostalgia y al intercambiar con él unas frases, comenzó a crecer mi autoestima, regresando a ciertas sensaciones que sentí como Subgerente de Control.  No sé si lo había previsto de antemano Rodrigo, pero cuando se lo conté, bastante tiempo después, sólo sonrió.

Ya de aquel evento surgió una nueva asignación de responsabilidades para mi puesto.  Rodrigo me dio a entender que eran órdenes de la Central, que no era pensamiento suyo, pero no le creí.  Una vez presentado en sociedad, comencé a acompañarle en las reuniones de los Consejos, dejé de especializarme en Derecho Mercantil y apliqué sus enseñanzas sobre comportamientos e impactos emocionales en las negociaciones.

Poco a poco, me fue dejando solo en determinadas reuniones, con progreso en relevancia y observando que las repercusiones fueran in crescendo.  Me propuso como Presidente en tres sociedades en las cuales nuestra empresa matriz se convirtió en mayoritaria y encargó personalmente las tarjetas en las que ordenó colocar en negrita el cargo.

El señor Cenis consiguió recuperar en mí lo que yo mismo había apagado con el duelo de la repatriación.  Probablemente, habría actuado igual sin ser su colaborador un regresado de la Argentina, pero sirvió como la mejor terapia para regenerar la valía de una persona mediante la recuperación de su autoestima.  Según dijo él, se trataba de que la empresa consiguiera mejores resultados… pero los medios aplicados consiguieron un valor añadido que tiene mucho más mérito que el resultado económico (por cierto, lo multiplicamos por cuatro).

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