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Molintonia

Gumersindo Altamiranda, el experto

Qué pronto pasa lo bueno.  Y nada menos que ocho años disfrutados con Rodrigo.

Me pasó una cosa curiosa.  En todo ese tiempo, a pesar del bajón que sentí en mi estima por la “empresa”, no tuve ganas, ni remotas, de buscar una promoción.  Al principio, supongo, porque estaba ocupado en aprender el nuevo oficio; después, porque verdaderamente me lo llegué a pasar bien trabajando, con ganas de levantarme para ir a la oficina, saludar a María, a Rodrigo, sacar papeles…  ¿Será que el buen trato anula las ansias de medrar?  No, no creo, pero la atención se desvía a otras cosas, se mejora el compromiso porque, en realidad, la “empresa” no deja de tener la cara de tu jefe, y si el jefe es bueno, la “empresa” es buena y te ocupas en lo que tienes que ocuparte: conseguir resultados.  Todo lo contrario que con el gran Delettre, o el ínclito Riva, con quienes se cumplía ese axioma que dice: “como estoy muy fastidiado, al menos que me paguen más, así que a ver si me ascienden…”.  También habría otra razón, quizá más consistente: mi jefe tenía autoridad profesional, es decir, se había ganado por mérito su puesto, así que no me sentía justificado para poder aspirar a él.  Ni incluso cuando se fue…

¿O sí?

Transcurrieron unas tres semanas hasta que supe quién iba a ser mi nuevo jefe, y casi un mes después hasta que se incorporó al despacho.

En esos veintiún días, aún albergué la remota esperanza de que la Dirección General cayera en mis manos.  Oh, no.  Creo que me faltó hacer un buen “lobby” interno, saberme vender hacia dentro de la misma manera que hacia fuera, donde me convertía poco a poco en un buen ‘relaciones institucionales’.  Siempre creemos que somos nosotros los más indicados para cubrir la vacante que deseamos, en ocasiones es verdad, pero rara es la vez en que quien la recibe es agasajado por sus compañeros.  Nuestro pecado capital es la envidia, y la ejercemos, ya lo creo que la ejercemos, nuestro diploma dice sobresaliente cum laude en envidia.  Un sonrisita por allá, un tímido apretón de manos, a veces hasta un hipócrita abrazo y susurrante “¡enhorabuena, Mariano!”, para ir pensando mientras tanto: “Anda, pasmarote, que ya la has sabido jugar bien. ¿Quién te ha enchufado?  Menudo sueldo que te espera, mamón, y yo pudriéndome desde abajo”.

La verdad, la verdad… no fue mi caso cuando llegó Gumersindo Altamiranda al despacho contiguo.  Es como si la cincuentena me hubiera apaciguado la ambición profesional y pretendiera solamente disfrutar de lo que poseía antes que  sufrir por lo que deseara.  Había bajado el nivel de mis expectativas al estado vigente de mi nivel profesional, por lo cual conseguía un nirvana magnético, atrapante.  No, no iba a perderlo por la llegada de alguien merecedor o no del cargo a ocupar.  Dicen que la autoestima se recupera en el momento en que igualas tus expectativas a tus realidades, de tal manera que no te sientes de menos respecto a lo que eres, y no te cansas en subir la roca por la montaña para que luego vuelva a caer a la más mínima inestabilidad del terreno.

Gumersindo Altamiranda ocupó su despacho como director general un primero de julio con muchísimo calor.

Antes, me llamaron a la planta catorce del edificio de la central, ubicación de la Dirección de Estrategia y Desarrollo Corporativo, desde donde se controlaban las filiales como a la que yo pertenecía.  Resultó frustrante que el directivo que me recibió metiera la pata tan profundamente:

–Pero, por favor, pase, pase a mi despacho, Rodrigo.

Se dirigía a mí.

–No, yo soy…

–Nada, nada, Rodrigo, que estamos encantados con tus resultados.  ¡Qué gestión tan impecable has llevado en Taravirco y Hnos.!

Taravirco y Hnos. no formaba parte de las empresas que Rodrigo y yo habíamos gestionado.

–Perdón, Enrique –se llamaba Enrique, seguro, porque me había preocupado de enterarme quién era este amable señor de la central antes de salir hacia la cita–. Soy Alberto Trevijano, no Rodrigo Cenis.  Y Taravirco y Hnos. pertenece a otra línea de negocio.

Enrique Catanzzaro se tiró para atrás en su sillón, me miró desconfiado, movió sus papeles.

–Y bien, Rodrigo.  Es un placer conocerte.

Parecía que las frases anteriores no se habían pronunciado.  Cambió su carpeta… así que deduzco que se había equivocado al revisar la documentación previa a la convocatoria.  Pude haberme sentido mal, pero no…

El director de  Financieras Participadas me informó del nombramiento de Gumersindo Altamiranda como nuevo director general de la empresa que pasaba a denominarse Gestión Financiera e Inmobiliaria, S.A.U., donde yo ejercería como director de Finanzas y Control.

–…y espero que con tan buen resultado como hasta ahora.

Le solté la sonrisa más hipócrita que he dibujado en mi vida… para rimar con la suya mientras me acompañaba a la puerta.

–Está previsto que Gumersindo se incorpore el día primero de julio a su nuevo cargo, aunque conociéndolo, con toda seguridad se personará cualquier día de éstos en sus dependencias para saludar al equipo a su cargo.

Estuve a punto de preguntarle: “¿Pero de verdad lo conoce bien?”.

Según me contó Lourdes García, de Recursos Humanos, ex–compañera mía en los mundos argentinos, Gumersindo Altamiranda Romance tenía mi edad, los títulos de Derecho, Económicas y Políticas, con doctorado en algo raro, Máster en Asesoría Jurídica por una reconocida escuela de negocios, soltero, proveniente de la empresa matriz de toda la vida, abogado colegiado por si acaso, y muy buen conocedor de todos los intríngulis del grupo empresarial.  Ah, muy reconocido entre colegas por sus conocimientos de Derecho de la empresa.

Alto, feo, católico y sentimental como el Marqués de Bradomín, propiedad intelectual de Valle Inclán, aunque sin tanto arte para seducir señoras.  Ay, Gumersindo, siempre vestido de trajes marrones, camisa blanca, gafas de grueso cristal, pelo revuelto, quizá afro en sus tiempos juveniles, manos muy pequeñas, nariz aguileña, arrugas profundas en el cuello y en la frente, una cicatriz bajo el mentón y unos labios delgadísimos dentro del rostro enjuto, quizá remedo de un maestro de escuela rural.  A veces portaba pajarita.

El 14 de junio, miércoles, Gumersindo se personó en sus dependencias.  Recuerdo el día de la semana porque hacía tiempo que dedicaba ese día central de la semana a organizar papeles, leer legislación, hacer llamadas…  Un día puro de trabajo en mesa, nada de salir a reuniones ni visitas, un relax para no tener que llevarme esas tareas a casa.  Hoy dirían “cuestión de conciliar”.

Saludó a María con cierta prepotencia y se presentó como el nuevo director general, sin siquiera sonreír.  Lo escuchaba desde mi despacho.

–¿Está el señor Trevijano?

Pasó sin llamar.

–Soy Altamiranda.  Supongo que ya sabe quién –. Y me extendió la mano, casi como si tuviera que besársela.

–Y usted ya sabe que soy Trevijano –le estreché su mano.

Se dio media vuelta y se fue a su despacho.

A los pocos minutos, oí:

–María, dígale a Trevijano que se persone en mi despacho.

María entró en mi despacho, pero por gestos le dije que no hacía falta la transmisión del “ruego” y mantuvimos una conversación de mimo que nos hizo reír un buen rato.

Se mantuvo en su silla alta y me ofreció de mala gana la del confidente.  Me habló de su currícula, muy brilante, y de su experiencia, muy amplia.

–Espero que seamos una buena sociedad.

Eran palabras que me indicaban la puerta con todo el descaro del mundo.

Salí.

Desde mi despacho, aún alucinando, escuché que se despedía de la secretaria indicándole que para el primero de mes esperaba tener su despacho limpio como una patena.  Ni siquiera se dignó lanzarme un adiós desde el recibidor.

Gumersindo volvió impecable el día 1º de julio, quizá más sonriente y con un maletín de piel que parecía no pesar nada.  Repitió gestos muy parecidos a los de aquel miércoles y siguió haciéndolos igual cada mañana: entrada en silencio, parada frente a la mesa de María, “María, dígale a Trevijano que venga a mi despacho”, retirada de correspondencia, sentarse en la silla alta, saludarme sin mirar mientras abría los sobres, preguntarme sin escuchar por las novedades del día anterior y por la programación del día actual, comentarios breves y gesto de despedida hasta su próxima llamada, siempre a través de María.

Sudé de lo lindo para adaptarme a mi nuevo jefe.  Tragué enseguida con la pérdida de estatus, que se encargó de proporcionármela a traición y demasiado pronto: le pidió a María que anulara el desvío de mis llamadas y que en ningún momento se considerara mi secretaria.  A ella le costó un dolor decírmelo.  Lo hizo casi llorando.  El segundo acto para mi bajada de estatus se dirigió a mi cargo en las empresas.  En esto tardó un poquito, porque primero se preocupó de que yo le presentara a los miembros de los Consejos.  En esas Juntas le noté bastante tenso, el rostro se le volvía grana en algún momento y no hacía más que remover sus papeles mientras los demás hablaban.  Al principio, me dejaba hablar a mí, sobre todo la primera vez que él asistía; en la segunda, me indicó que comunicara a la sala que él tomaba el cargo de Presidente (en aquellas sociedades en las que yo lo era), y que el mío pasaba a ser el de Vicepresidente, salvo si este cargo lo teníamos pactado con el segundo accionista.  En cuanto volvíamos de la reunión al despacho, Gumersindo, que transitaba muy callado todo el trayecto, se encerraba sumergido entre papeles y ni siquiera saludaba o despedía a la secretaria.

Enseguida aprendió el contenido de los estatutos, supo cómo preparar las Juntas, salvando los problemas con una habilidad pasmosa para hilar normas mercantiles con las civiles o, incluso, penales.  Ordenaba con pasmosa facilidad los temas a tratar, con un talento más allá de lo habitual en una persona que llevaba tan poco tiempo en el asunto.  Me discutía infinidad de aspectos con un puntillismo exagerado, analizando los artículos palabra a palabra, coma a coma…  en realidad, era un experto de altísimo nivel, no sólo en lo jurídico, sino también en el análisis financiero y económico.  Supo cómo aprovechar mis conocimientos y en no más de dos meses, habría sido capaz de desenvolverse solo en lo que a mí me costó más de dos años.  Pero no lo hizo.  Siempre fuimos juntos a cada reunión de Consejo, a cada Junta, porque decía que nosotros debíamos ser la mejor sociedad… nada menos que “como don Quijote y Sancho, o como don Juan y Catalinón”.

Me sentí agobiado, muy agobiado, el cambio fue brutal, pero la vida te enseña a saber esperar tanto lo bueno como lo malo en una actitud de prudencia.  Tuve que respirar profundamente algunas veces para no dejar salir mi enfado, quizá más al principio ante alguna sucinta humillación.

La última reunión societaria a la que asistió se desarrolló con mucha tensión.  Uno de los socios, el tercero en poder, había hecho movimientos externos para ir haciéndose con más participaciones en la sociedad sin avisarlo previamente.  Éramos mayoritarios, pero no superábamos el cincuenta por cien.  El día anterior, Gumersindo había llegado muy azorado al despacho, después de visitar a algún gran director de la casa matriz.  Por lo que deduje de su preparativo para esa última reunión, no debíamos permitir el acceso del tercer socio a órganos de control, lo que podría producirse si algún minoritario le cedía su voto, o si le había vendido sus acciones como habíamos olfateado.  Extrañamente, mi jefe se aflojó la corbata y se desabrochó la camisa, mientras iba hablando en voz alta delante de mí, como si preparara su discurso para el día siguiente.  Dormí mal aquella noche.

Cuando llegué por la mañana,  María me miró asustada y me hizo gestos hacia la puerta de entrada al despacho de Gumersindo.  Había luz y escuché mover papeles.

–¿Puedo pasar?

Tardó unos segundos en contestar.  Cuando ya iba a abrir la puerta por…

–Pasa, Alberto, pasa.

Me encontré a mi jefe con la cara descompuesta, sin afeitar y con la misma ropa del día anterior.  ¡Había pasado allí toda la noche!  Miré alrededor y encontré la mesa de reuniones llena de papeles, los tomos de leyes desordenados, dos armarios abiertos…

–¿Estás bien?

–Por supuesto.

–Ya es hora de que salgamos.  Hoy será un Consejo muy difícil.

–Gumersindo, ¿quieres que lo dejemos para otro día?  María puede avisar y decir…

Fue tajante en su contestación.  Íbamos a ir por encima de cualquier obstáculo, y lo dijo en un tono que parecía que alguien estaba intentando impedirlo con alguna amenaza.

–¿Hay algo que yo no sepa, Gumersindo?

–Parece mentira –contestó, ofendido– que estés tan tranquilo ante lo que nos jugamos hoy.

Que yo supiera, no nos jugábamos nada grave, porque, aunque perdiéramos el control de esa sociedad, habíamos preparado unas compras en la competencia que nos mantendría la participación dentro de varias empresas con la misma cuota de mercado.  Teniendo en cuenta sus últimos resultados, estaríamos manteniendo los beneficios globales al mismo nivel que cuando se jubiló Rodrigo.  Ni más ni menos.

Se llenó la cartera de papeles, atusó su pelo rizado, calzó la corbata en el cuello de su camisa, y salió disparado gritando ¡taxi! aún en el penúltimo escalón del zaguán.  Durante el viaje, el rostro se le desconfiguraba, y pronunciaba algunas frases inconexas, que parecían ser parte del discurso que pensaba ofrecer desde la silla de Presidente.

Al entrar en la sala, se le cayó la cartera.  Estábamos solos, habíamos llegado con quince minutos de adelanto.  Se agachó y rodó por el parqué.  Le ayudé a levantarse, pero me quitó las manos de encima.

Fueron llegando los consejeros.

Cuando llegaba el socio contestatario, volvió a caer al suelo.

A los dos meses, como consecuencia de ese infarto fulminante, falleció.

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