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Los juegos peculiares de Montemolín

Los juegos peculiares de Montemolín

Los juegos a destacar que presentan características peculiares en Montemolín son tres: las chapas, las carreras de bicicletas y los partidos de fútbol.

En fútbol, la variedad consiste en que, dadas las dimensiones de la plaza Utrillas, así como el mal genio de don Benito (guardián del edificio de la Estación), se han establecido unas reglas específicas: los límites del campo son redondos, alrededor de la plaza, y los tiros a gol deben realizarse desde una distancia menor de cinco pasos de la portería.  El motivo de esta última se basa en la búsqueda del alejamiento de los cristales de la Estación, con ánimo de evitar tres cosas: la rotura de los que quedan, la pérdida del balón por el agujero de los que faltan y el enfado de don Benito por cualquiera de ambas circunstancias.

Se provocan situaciones curiosas.  Por ejemplo, ver correr a Gonzalito con el balón en los pies dando vueltas y vueltas sin que nadie pueda alcanzarlo.  O ver cómo el equipo que marca un gol se repliega sobre su portería en un radio de cinco pasos, de tal manera que los contrarios se dedican a apartarlos con disparos de pelotazo aunque no valiera el gol si así se produjera (por este motivo se van rompiendo los cristales de la estación).

Se juega sin árbitro.

Las circunstancias descritas hacen que el equipo de la plaza no consiga un entrenamiento adecuado, por lo que siempre han perdido contra el equipo de Larrinaga o el del Patronato de San José.  Es de esperar que con los años mejore.

 

Lo más normal es que al hablar de un ganador en una carrera de bicicletas se piense en quien llega el primero a la meta.  En Montemolín también sucede lo mismo.  El más rápido suele ser muy admirado y se lo considera ejemplo a seguir si su bicicleta es del mismo tipo que las demás.  Ocurrió que un vencedor aprovechó que su tío belga le había regalado una máquina con ocho velocidades.  Desde el día en que ganó, con una enorme ventaja, no se le admitió en competición y, naturalmente, su nombre no pasó a la posteridad... pero todos, todos, deseábamos probar aquel prodigio de la mecánica.

Pero no son estas carreras las que diferencian al barrio de Montemolín.  Las características peculiares se centran en otros dos tipos de competición en bicicleta: la carrera lenta y la carrera de cintas.

Hay raíces que nunca se pierden y, convertidas en tradiciones, conforman la solera de un pueblo.  En Montemolín, ningún muchacho tiene un caballo, pero quién más, quién menos, aspira a convertirse en caballero.  Generalmente, la carrera rápida no provoca en las damiselas de Montemolín grandes signos de admiración, por lo que los caballeros, en montura de dos ruedas, se entrenan más para demostrar su habilidad que su potencia.

Una vez al año, se convoca carrera de cintas.  Para ello, Damián, el carpintero, fabrica un "arco de madera" rectangular, que se coloca del lado izquierdo de la plaza Utrillas , de cuyo larguero se cuelgan cintas bordadas por las chicas del barrio.  Según las reglas, está prohibido conocer por los participantes qué muchacha ha confeccionado cada trofeo (existe confabulación entre los chicos para que los hermanos delaten a las hermanas, y es un mercado que mueve muchos cromos).  En el extremo de cada cinta se coloca una anilla, más o menos grande según la edad de los caballeros.  La anilla debe ser atravesada por un lápiz.

Hay un cuerpo de jueces, madres, que deben determinar si la anilla se atravesó con el lápiz y no con un dedo traidor, y si la velocidad de pasada bajo el arco era la mínima exigida.

Aquéllos que logran su trofeo sin manos en el manillar arrancan multitud de aplausos.

Nadie es proclamado ganador.  Todos los participantes tienen tres oportunidades alternativas para conseguir trofeo.  Una vez logrado, ya no se permiten más pasadas.  Los chicos más osados, en sus primeros intentos, realizan proezas espectaculares para provocar admiración por su pericia.

Las pasadas se cumplen por un orden determinado en un sorteo con boletas de papel.  Los chicos enamorados que han logrado averiguar el trofeo de su amada generan cuchicheos mercantiles para que los demás dejen libre su cinta.  Las enemistades se hacen palpables.

El concurso termina cuando se han alcanzado todas las cintas.  Para ello, si es necesario, se permiten oportunidades de repesca a los menos hábiles.  Algunos, cuando ven que su objetivo ha sido conseguido por un contrincante o por un enemigo, se retiran enfurruñados.

Al término del juego, las muchachas declaran la propiedad de sus cintas y, junto con el poseedor, ocupan las mesas de a dos para ser agasajadas con una chocolatada.  Si las pasiones coinciden, el ambiente es fabuloso; cuando hay intereses contradictorios, se oye un silencio sepulcral, pues uno no atiende al otro y las miradas se pierden buscando o vigilando al verdadero objetivo del corazón.

Cuando se acerca la convocatoria de la carrera lenta, los abuelos pueden pasear con tranquilidad por la plaza Utrillas.  Y más el año en que la Junta del Barrio consiguió fondos para premiar al ganador con una bicicleta Orbea.  En este concurso también participan las chicas, así que ellas y ellos se entrenan con gran dedicación.  Se producen grandes disputas en el seno de algunas familias si existe solamente una bicicleta compartida.  No tuve problemas porque mi hermana nunca gustó del manillar.

Como circuito se utiliza la pista de baloncesto del colegio de Marianistas, con un trazado de Norte a Sur.  El sentido tiene su significado.  Al Sur, el límite es el muro de un edificio con sus ventanas enrejadas.  Al Norte, la pista termina con un bordillo que evita que las piedras del campo de fútbol caigan sobre su cemento.  Y la pista, desde la línea de tiros libres hasta el susodicho bordillo, presenta una inclinación descendente muy apreciable, lo que en los dos primeros concursos, que tuvieron sentido de Sur a Norte, provocó numerosas caídas, debido a que el dominio de la lentitud es mucho más difícil cuesta abajo.  Realmente, el cambio de sentido se decidió cuando Toñín frenó contra la mesa de jueces.

Como puede suponerse, se trata de llegar el último.  Para ello, es obligado poseer buenos frenos y un excelente equilibrio, porque no puede tocarse el suelo ni una sola vez.  Además, hay que mantener el trayecto en una calle ficticia de un metro de anchura.  En los días cercanos a la carrera, el taller de Casorrán hace su agosto cambiando zapatas y tensando sirgas.  Mi padre nunca me dejó visitarlo.

En el caso de que la anchura del campo no dé para que compitan todos los participantes inscritos, se realizan eliminatorias.  Como premio, se conceden bolsas de caramelos a los tres primeros (incluso el año en el que se prometió una bicicleta, pues hubo que utilizar los fondos para obsequiar al Concejal de Hacienda).

Mi cruz fue quedar siempre el último en este concurso, para mofa de Julián y reprimenda de mi padre.  Debo decir que mi habilidad tenía buen nivel, pero mi descuido en el mantenimiento de la máquina era demencial.  A los dos meses, dejé inservibles los guardabarros, el guardaplato y los frenos.  En lugar de zapata, mi freno consistía en zapato, o zapatilla, colocado entre el cuadro y la rueda trasera.  Los días de lluvia recibía bronca maternal (por culpa del barro no guardado por los desaparecidos guardabarros).  Naturalmente, sólo podía sostener el equilibrio durante el primer cuarto del circuito, mientras duraba la cuesta arriba.

Ahora bien, como las chapas no requerían un cuidado especial, se convirtieron en mi debilidad.  Tampoco necesitaba poderío económico, pues simplemente visitando la trasera de los bares el surtido era variadísimo.  Prefería las de Coca_Cola porque resbalaban menos al ser en mate argenta (creo que ahí residía parte de mi buen juego), y Julián, mi eterna pareja, siempre buscaba las de cerveza Ámbar por su color dorado, aunque tuviera que trabajarlas bastante hasta conseguir una superficie totalmente lisa.  A nadie nunca se le conocieron chapas nuevas.

Definido el instrumento, explicaré el lugar de juego.  Debe delimitarse un circuito estrecho, de unos veinte centímetros, y largo, a discreción.  Son admisibles, e incluso recomendables, curvas y esquinas.  En lugares poco transitados, la mejor opción es un bordillo de acera.  Otra posibilidad es elegir una línea continua de la calzada; como ventaja, la chapa resbala con precisión; como inconveniente, siempre hay que apartarse al paso de algún automóvil, con dos riesgos: el de atropello y el de que aplaste las chapas en juego.  No hay muchas líneas continuas en el barrio.

El número de jugadores no está determinado.  Con un mínimo de dos puede iniciarse un juego competitivo.  Asimismo, los participantes tienen permitido agruparse en equipos y no es necesario que se compongan del mismo número de integrantes, puesto que se juega por tiradas alternativas de chapa.  La competición ideal se practica con dos parejas en equipo.

La chapa se coloca al inicio del circuito y se le transmiten impulsos para que discurra entre los límites.  Si la chapa sale del circuito o golpea a una adversaria expulsándola, debe trasladarse al lugar desde donde se hizo la tirada.  Por ello, es crucial la primera tirada: hay que conseguir quedar por delante del adversario.

Quien llega primero a la meta establecida es el ganador.

Cada participante puede impulsar su chapa como crea conveniente.  El sistema más habitual es golpearla con la uña de cualquiera de los cuatro dedos superiores, habiendo presionado anteriormente contra la yema del dedo pulgar.  Algunos arrogantes, aspirantes a futboleros, usan el pie, con resultados catastróficos.

La habilidad consiste en combinar fuerza y precisión.  Según mis cálculos, es necesario mezclarlas en uno y dos tercios respectivamente.  Elegir el índice, anular, corazón o meñique también forma parte de la técnica, porque la trayectoria de golpeo es distinta según se utilice uno u otro.  Generalmente, el meñique es impreciso, pero con un buen entrenamiento puede ser muy útil.  Asimismo, el balanceo del impulso puede ser horizontal o vertical.  El horizontal consiste en colocar el dedo golpeador en paralelo a la superficie y sirve muy bien para las superficies rugosas, que requieren elevar la chapa para evitar el rozamiento.  El vertical, dedo perpendicular, permite lanzar con mucha fuerza, pero al ejercer la presión contra el área de deslizamiento provoca desvíos de trayectoria.  En el caso de jugar en pista deslizante, por ejemplo, pintura de calzada, es muy útil para conseguir largas tiradas.

La plaza Utrillas se convierte en uno de los focos más importante del juego de chapas.  La competición se ha institucionalizado y los aficionados se cuentan por decenas.  Ser buen jugador de chapas es un buen tanto para despertar admiración entre las chicas.  También papás y abuelos respetan a los campeones.

Yo creo que la popularidad de este juego estriba en las pistas de juego de la plaza.  Toda ella se compone  de superficies independientes de hierba, la fuente circular enmedio, un pasillo concéntrico y cuatro transversales en diagonal.  Cada área de verde (o tierra, según la temporada) se delimita por bordillos de veinte por veinte, altura y anchura, respectivamente, formando en largura polígonos irregulares.  Estos bordillos están construidos en cemento algo rugoso.  Así, las largas líneas con esquinas de distinta angulación, y la dificultad del piso conforman circuitos de alta complejidad y emoción.  Otro detalle importante es el diseño del bordillo: al discurrir sus dos vertientes sin paredes, se convierten en jueces indiscutibles sobre las salidas del circuito (si la chapa cae, tirada en fallo); además, la posición de tiro se hace muy cómoda, a horcajadas sobre la propia superficie de juego, con postura inmejorable para enfilar la puntería.

(incluido en mi libro de relatos "Fábulas de Montemolín" - Ed. Combra - 2001)

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