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Molintonia

Relatos

Ayúdame a mandar bien, Capítulo IV

4.– ...corregir...

–Mi teatrito tiene tantas puertas de palcos como queráis: diez, ciento o mil, y detrás de cada puerta os espera lo que vosotros vayáis buscando precisamente.  Es una bonita galería de vistas, caro amigo; pero no le serviría de nada recorrerlo así como está usted.  Se encontraría atado y deslumbrado por lo que viste usted llamando su personalidad.  Sin duda ha adivinado usted hace mucho que el dominio del tiempo, la redención de la realidad y cualesquiera que sean los nombres que hayan dado a sus anhelos, no representan otra cosa que el deseo de desprenderse de su llamada personalidad.  Esta es la cárcel que lo aprisiona.  Y si usted, tal como está, entrase en el teatro, lo vería todo con los ojos de Harry, todo a través de las viejas gafas del lobo estepario.  Por eso se le invita a que se desprenda de sus gafas y a que tenga la bondad de dejar esa muy honorable personalidad aquí en el guardarropa, donde volverá a tenerla a su disposición en el momento que desee.

Hermann Hesse, El lobo estepario, Alianza Editorial, 1984

 

El capataz

Esperé al viernes con nerviosismo, tardaba en centrarme en mis cosas y la mente se me iba a todos los papeles que había recibido.  Llevaba una empanada soberana, con tanto lenguaje raro y definiciones voladoras.  Pero la intuición me decía que aquella reunión podía ser útil, muy útil, y no sólo para mandar en la empresa, porque al fin y al cabo, empezaba a ver más claro que ser jefe tenía mucho que ver con la vida cotidiana, con la relación con los demás.

Apareció sobre las nueve y media de la mañana.  Ya tenía el trabajo repartido entre mis empleados y sólo quedaba por allí un aprendiz que buscaba herramienta en el almacén.  Me había sentado en mi puesto y por inercia revisaba el test sin llenar que debería haber entregado a mis colaboradores.  Sentí nuevamente un vuelco en el estómago.

Me extrañó que no llevara corbata.  El chico casi parecía un aprendiz saliendo de juerga el domingo, aunque su carpeta de piel marcaba cierto nivel de lujo.  Nos saludamos muy contenidos, el ambiente parecía tenso, pero creo que los dos estábamos a punto de estallar con la tarea.  Simplemente preguntó: “¿Cómo estás?”, y sin esperar contestación, me propuso: “¿Te parece que salgamos de aquí?”.

No me podía imaginar que íbamos a salir a dar un paseo.  Cerca de la oficina hay un parque antiguo, con árboles centenarios.  Era mediados de abril, así que teníamos una mañana preciosa con un ambiente florido.

Esta vez no habló tanto.  Me preguntaba sobre mí, sobre mi deseo de ser capataz, sobre mi manera de ver las cosas del mando, de relación con mi gente, con mis jefes anteriores y actuales, sobre mi padre, mi abuelo...  Al principio, me sentí reacio a hablarle con sinceridad, pero Antonio tiene capacidad para escuchar, mira de una manera que te transmite confianza y le fui contando, más como si fuera una persona externa al trabajo que el consultor venido de la Central.  Nos sentamos a tomar un café en el kiosco del parque y tenerlo enfrente aumentó mi apertura.

Después de más dos horas, emprendimos regreso al tajo.  Cuando miré el reloj, me sentí algo culpable por haber robado ese tiempo a la empresa, pero enseguida lo superé porque al fin y al cabo también eso era trabajo, ¿o no?

Ya sentados en la oficina, me pidió:

–¿Me devuelves los papeles que te envié?

–No los he leído todos... y me parecen muy interesantes.

–Son un rollo... todavía.  Dámelos, yo los guardaré.

Le hice caso y, sin mirarlos, los metió en su cartera.

Se hizo un silencio incómodo.  Antonio miraba su agenda y yo no sabía qué hacer.  Al cabo de largos segundos, me dijo:

–¿Qué es ser un buen capataz para ti?

–Pues...

–No me contestes, contéstate tú, y no ahora.  Si te parece, yo volveré el viernes que viene.  Si crees que puedo ayudarte en algo, llámame.  Y cuando hayas pensado cuántas cosas te gustaría hacer para ser un buen capataz, elige una, sólo una, y comienza a aplicarla.

Tardé algo en contestar porque me sorprendió este párrafo de despedida.

–Bien, lo haré.

–¿Nos vemos el viernes entonces?

–De acuerdo.

–¿En el parque, a las diez?

–En el parque, a las diez.

Me quedé algo cortado, esperaba más.  Todo lo que había pasado me creó deseos de que me resolviera más cosas... no sé... que trajera una receta infalible, una varita mágica que me diera la solución a todas las dudas.

Ese fin de semana, le dediqué algunas horas a pensar en los deberes que me había dejado.  ¿Qué es ser un buen capataz?...  ¿Y yo qué podía saber?  Si precisamente eso era lo que él me debía contestar.  Antonio era el especialista, ¿no?  Además se había llevado los apuntes que ahora podían ser mi “chuleta”.  No, no era capaz de responder... 

Pero me rondaba la idea sobre qué me gustaría hacer con mi gente, o cómo quería yo que me viera la gente, o cuál era la misión que a mí me agradaría cumplir con ellos.  Y me puse a escribir cosas como éstas:

  • Ayudarles a que hagan bien su trabajo
  • Acompañarles en los tajos difíciles
  • Tenerlos bien atendidos
  • Que me respeten y respetarlos yo a ellos
  • Enseñarles
  • Poderles conseguir más sueldo
  • Que representen bien a la empresa

...

Y cosas así, muy desbaratadas.  Ponerlo por escrito me ayudó a tener las ideas más claras y me hizo coger algo de confianza.  Pero Antonio me dijo: elige una y ponla en práctica.  Ja. ¿Y cuál elegía?  ¿Y cómo la ponía en práctica?  Me puse nervioso y abandoné la tarea.  Recogí el papel en la cartera mientras me olvidaba “para siempre” de  la tarea.

Sólo de pensar durante la semana en esa cita me tensaba.  Supongo que era la sensación de no haber hecho los deberes, pero había algo más, no sé, me costaba pensar en el asunto.  No fueron unos días tranquilos, estaba enfadado, no me centraba en nada, continuamente me venía a la mente el papel... y llegó el viernes.

A las nueve ya estaba solo en la oficina.  No quise esperar más, me fui al parque, paseando toda esa hora intentando que los árboles, las flores y los pájaros me despistaran.  Recordé mis tiempos de colegio y me sentí como si el profesor fuera a castigarme con las orejas de burro frente a la clase, de rodillas y brazos en cruz.

Cuando vi el kiosco, apreté fuertemente los ojos y los puños.  Antonio ya estaba sentado en las mesas de afuera.

–¿Qué tal la semana, José Luis? –me saludó.

–Bien –contesté por cortesía.

El muchacho empezó a contarme su semana, muy distendido, con una media sonrisa que no supe si interpretar de satisfacción o de superioridad.  Yo esperaba en cualquier momento que me preguntara por los deberes, pero no lo hacía... y entramos en una conversación intrascendente que se fue a su infancia, a su adolescencia... y luego me preguntó por la mía, por mis hijos...

Volvió a conseguir que me relajara y que me abriera...  Así, en el momento menos pensando, me preguntó:

–¿Has pensado en lo que te dije?

Guardé silencio mientras él me miraba a los ojos.

–¿Estás tenso?

–No, –le mentí.

Lo hizo como un mago saca el conejo del sombrero.  Me supo arrancar todas las cosas que me rondaban por la cabeza... y le leí el papel.

–Elige una.

–La primera, –dije por decir algo.

–Está bien...  Y ¿cómo es eso de ayudar a hacer bien el trabajo?

–Pues no lo sé.

Dimos vueltas con varias preguntas y respuestas que me iban moviendo algo por dentro.

–¿Tienes miedo de no ser buen capataz?

¡Qué punzazo recibí bien adentro!

–No me contestes.  Lo hago yo.  Sólo por el hecho de dejarme estar contigo, ya demuestras que quieres serlo.  Y ser valiente no es no tener miedo, sino conseguir vencerlo.

Dejó otro silencio en el aire.

–Hiciste una lista.  ¿Por qué no haces otra con las cosas que significan para ti hacer bien el trabajo?  Ah, y si te animas, ponlas en práctica antes de que nos veamos, ¿vale?

Tenía toda la razón.  Enfrentarme de lleno a mi posición me daba miedo, un vuelco en el estómago y lucecitas por las alturas.  Era tan extraño reconocer esa sensación....  Pero me propuse conseguir la valentía que Antonio colocaba encima de la mesa.

Volví a hacerme una lista y allí salieron todas aquellas cosas que había ido pensando y que ya he contado al principio.  Mi parálisis las había escondido detrás de ese temor a mirar hacia la realidad.  “Tratarlos como me hubiera gustado que me trataran a mí”... éste sería el resumen.  Y siguiendo el consejo, me puse en el carril de “ayudarles a que hagan su trabajo bien”.

Tenía seis parejas a mi cargo y era imposible que atendiera a todas a la vez.  Tampoco era cuestión de irme con ellos para mirarles por encima del hombro cómo cogían los alicates o cómo hacían los empalmes.  Se trataba de encontrar la forma de hacer algo sin que se notara demasiado mi presencia porque así además preservaba mi auténtica manera de ser.

A veinte centímetros de mí se amontonaban los partes de trabajo del día anterior, muy desordenados, arrugados, cumplimentados de forma desigual...  Cogí el primero y... se encendió la luz.

Las ideas se me apelotonaron, empecé a mirar los papeles con exceso de interés, con nerviosismo y ansiedad porque intuí que por ahí se me presentaba el primer peldaño de la escalera.

Encontré posibles mejoras en el diseño, grandes en la cumplimentación, enormes en la ordenación...  Me pasé todo el día repasándolos, rediseñándolos, comprobando rutas, contenidos, prioridades... Luego fueron uno, dos, tres días.... hasta llegar a multitud de propuestas.  Ni corto ni perezoso, me planté ante mi jefe, le expliqué lo que había hecho y al final, sin pensarlo, le suelto:

–Tengo que preparar un curso para mi gente sobre las cosas del parte.

Encontré su apoyo, me animó a hacerlo, me dio sugerencias, aportó sus ideas... y mostró mucho interés en conocer a Antonio.

El viernes me fui al parque con todo el diseño, ya sin ese miedo, aunque con otro por lo de ser profesor, ¡yo profesor! y la conversación discurrió con mucha alegría, nos reímos... la tensión se había escapado y los ojos del muchacho brillaban más que las otras veces.

Mi jefe y Antonio estuvieron en el curso, presentaron algunas cosas y verlos allí atrás cuando exponía mi parte me hizo sentirme fuerte. Parece mentira que unas horas dedicadas a ese asunto puedan tener tanta repercusión.  Mejoramos el desarrollo del trabajo, los tiempos, las rutas y después de todo, mi gente se encontraba mucho más distendida, más organizada, menos agobiada... y subió la productividad.

Aquella fue la primera acción.  Me costó observar los resultados, pero se fueron dando poco a poco.  Los seguí con Antonio y las conversaciones posteriores, ya distintas, más concretas, más explicativas, menos conductoras me fueron abriendo un campo nuevo y emocionante.

 

 

El consultor

 

¡Pobre José Luis!, lo que le había tirado encima.  En el camino a la primera cita, reflexioné sobre mi actuación con él.  Habíamos tenido esa semana unas charlas sobre coaching, mentoring y liderazgo y me había quedado con una frase del monitor: “Nadie hace bien lo que no quiere hacer”.  O sea, que enseguida me vi como un perro de presa agarrándome al capataz para machacarlo con mis burdas teorías de las que ni siquiera tenía noticia de cómo se habían aplicado.  Le había mandado nada más y nada menos, entre otras cosas, datos biográficos de grandes líderes, tanto de empresas como políticos y militares... como si pretendiera construir en José Luis un líder mesiánico en lugar de un buen capataz.  Me sentí muy mal, avergonzado y asustado ante mi tarea que, al fin y  al cabo, yo había instigado con él.  La responsabilidad sobre el error cayó sobre mi cabeza como la lona de un circo. Trabajé la empatía y me imaginé pidiendo nociones sobre la clonación y recibiendo de un científico un camión de tratados de Microbiología, cien revistas sobre las investigaciones del ADN y un panfleto en sánscrito sobre las aplicaciones del carbono 14 en la Sábana Santa.  Recordé a un profesor que nos aconsejaba: “Pensad mucho sobre la conveniencia de enviar una carta.  Una vez en el buzón, ya no tiene retorno.  Su destinatario la leerá indefectiblemente”.  Dicen que el aragonés piensa bien, pero tarde.  Cuando reflexionaba sobre esto, hacía algunas semanas que José Luis recibió mi primer panfleto en sánscrito.

Tendemos a crear estereotipos, modelos, esquemas que nos autoconvencen de su infalibilidad.  Los “teóricos”, con cuatro viajes al campo y miles de horas de despacho, podemos llegar a creernos que alcanzamos la perfección, que quien no nos siga se arriesga a la condenación eterna.  Yo me había fijado mi prototipo de líder y estaba llevando a José Luis hacia él como quien acompaña a un reo al cadalso.  A pesar de la rebeldía innata que he contado, raras veces me había ilusionado con un proyecto.  Ser consultor de Recursos Humanos me estaba colocando en la ansiedad, ya quería cambiar el mundo con cuatro palabras y reprochaba a todos sus habitantes no haberse dado cuenta de que tenían la panacea al alcance de la mano.  Que me pregunten y verán cómo soluciono todos sus problemas.  ¡Qué soberbia!  Antes de subir al coche aquel primer viernes ya había decidido que intentaría llevarme aquellos papeles, que yo no era protagonista de nada, que José Luis debía descubrir y trabajar por sí solo, que yo no debía ser ni siquiera cauce para alcanzar su deseo.

En cuanto vi el edificio, decidí que no era lugar para charlar en el sentido que quería.  Al encontrarme frente a él, me regresó la vergüenza, casi no llego a saludarle.  Intercambiamos palabras amables y le propuse salir a dar un paseo.  Intuyo la cara que se le pondría por dentro, pero aceptó sin excusas. 

Fueron más de dos horas de escucha, sí, de escucha.  Nos sentamos en la terraza del kiosco del parque y sólo pregunté.  Tuve que hacer un esfuerzo grande para no “adornar” su historia con interpretaciones seudopsicológicas.  Adopté el rol que me habían enseñado en aquel curso de Consultoría Organizacional Modelo Tavistock, con el deseo de sentir, de entender, de percibir sus emociones, con la intención de comprender sus deseos, de comprenderlo a él, para, al final, decidir cómo le podía ayudar.

Al principio fue parco, le costaba contar... pero tenía ganas de explayarse, se contenía.  Intenté adoptar una posición de confianza, le miraba a los ojos con atención, incluso mentalmente le pedía que me hablara, que fuera soltando sus inquietudes.  Poco a poco, entró su historia... y yo con él.  Me removía serenamente mis deseos de superación, tuve que hacer esfuerzo para regresar de inmediato a sus palabras, porque cada uno de sus episodios conseguía transportarme a aquellos momentos en los que quise crecer de golpe y comerme el mundo.  Conocí a un José Luis sensato, comprometido con sus responsabilidades, crítico comedido hacia sus jefes y compañeros, humilde y lleno de valor humano.  Creo que entré tanto en su historia que olvidé para qué estaba allí.  Por eso, cuando desperté del ambiente creado, sólo pude proponerle una pregunta, la que implícitamente aparecía en las emociones de su relato.

–¿Qué crees tú que es ser un buen capataz?

Sé que le desconcerté, probablemente porque era la primera vez que alguien le dejaba con el problema en sus manos cuando esperaba una solución directa.  Y ¡cuánto me dominé para no dársela, para soltarle parrafadas sobre teorías adornadas, para aconsejarle haz esto, aplica aquello, observa lo de más allá!  Pero cumplí mi compromiso con las palabras del monitor que me hizo aterrizar.  José Luis se quedó con la sugerencia de apuntar sus opiniones y yo me fui con la sensación de no haber hecho nada.  Quedamos para el viernes siguiente... en el parque.

Mi semana estuvo agitada, no hacía más que reprocharme mi actuación, cuestionaba mi propuesta, nada pensada, que surgió casi en el último instante de nuestro contacto.  Estuve tentado de llamarle varias veces, pero pudo mi autocontrol y aguanté estoicamente hasta el momento de la cita.

Le propuse quedar directamente en el parque.  La noche de antes dormí mal, me desperté con una hora de adelanto, así que salí de casa muy pronto y di varias vueltas con el coche.  Reflexioné largamente sobre el encuentro que me esperaba, buscando respuestas para ayudar a José Luis.  Repasé decenas de imágenes inconexas, cómo nos conocimos, los envíos que le hice, la conversación con Alba sobre mi elección de personaje para la prueba, su silencio, charlas con mis jefes anteriores, con mi padre... una retahíla de pensamientos que no me llevó a ninguna solución.  Me sentí en el vacío, a ratos con ansiedad, a ratos con desazón y en un momento pareció que el mundo se me venía encima.  ¡Estaba asustado!, muy asustado, tuve miedo al fracaso, a no cumplir con mi tarea, a defraudar a José Luis, a Alba... a mí mismo.  Detuve el coche para evitar cualquier siniestro, coloqué la cabeza sobre el volante y suspiré muy muy fuerte.  En la radio sonaba Queen, “I want to be free...”.  Fueron segundos plenos de emociones, cosquilleos en los brazos, vértigo en el vientre... pero levanté la vista, allá al fondo estaba la entrada al parque, aparqué.

El kiosco acababa de abrir, lucía una bonita mañana de primavera, los árboles alargaban sus sombras y un ramillete de flores me sonrió.  Al pedir al camarero un café, al notar que tenía alguien enfrente que me escuchaba y me atendía, comencé a recuperar la calma.  Sólo pensé: “No tengo que hacer nada... entender a José Luis... lo demás vendrá”.

Apareció a lo lejos y le sonreí.  Cuando se sentó, me apeteció hablar y hablar, supongo que como defensa ante mi falta de argumentos.  Mirarle a los ojos me inspiraba contarle mi historia sin ningún pudor.  Lo hice con el mismo tono que él había utilizado en el encuentro anterior.  Creo que me surgió por intuición, pero resultó la mejor estrategia para sentirme como él.  Necesitaba esa empatía, ponerme en sus zapatos, acercarme por dentro a sus inquietudes.  Sentí que nunca había hecho un ejercicio como aquél, buscando mis analogías con su historia personal y profesional.  Hasta le hablé de Nuria, aquella novia psicóloga que criticaba mi falta de autoanálisis, mi impulsividad y repliegue ante los previsibles fracasos de mis proyectos.  En realidad, hablé para mí, estaba conociéndome frente a una persona casi desconocida y, en los momentos de vuelta a su rostro, me iba dando cuenta de que sólo necesitaba despertar con él de todos mis miedos  Entonces, me pregunté:  “Y si yo ahora temo, ¿también José Luis teme?”.  Me arriesgué a pensar que sí, que esas emociones que yo sentía en ese ejercicio intutitivo de empatía eran el reflejo de las suyas. Me vino la imagen de dos pajaritos caídos del nido que sólo pueden sobrevivir dándose calor el uno al otro.

Le pregunté por la lista propuesta el viernes anterior.  Cuál fue mi sorpresa cuando la sacó de su bolsillo y la comenzó a leer sin enseñármela, como quien se tapa un examen para que no le copie el compañero. 

Me asombró que José Luis hubiera seguido esa recomendación, porque se la lancé con muy poco convencimiento, sin haberla previsto, como una solución de última hora que pretende cumplir el expediente.

La aproveché proponiéndole que aplicara su primera opción, pero además me atreví a devolverle mi sensación de aquella mañana.

–¿Tienes miedo de no ser un buen capataz?

Aquella pregunta fue un descarga eléctrica... de alto voltaje.  Me asusté de su acogida y no le dejé contestar.  Quizá fui demasiado directo a su corazón.  Y quedamos para el viernes siguiente.

La semana me resultó mucho más distendida que la anterior.  Me había sentido reconocido cuando José Luis leyó su lista, a la que, en honor a la verdad, presté poca atención.  El impacto se produjo porque, al comprobar que mi sugerencia era cumplida y aprovechable, vi la luz dentro del túnel.  Además, aquella liberación de mis emociones me cargó de una energía nueva, me sentí más válido para mi labor de consultor, me sentí válido para otra persona como nunca lo había sentido.

Cuando regresé al parque, caminaba lleno de alegría, algo expectante por el resultado, pero con la certeza de que ese día podía ser revelador.  Es decir, que los árboles estaban más verdes, las flores, más hermosas y los pájaros, más cantarines.

El capataz llegó con una carpeta donde había recogido el trabajo de varias horas de dedicación a su idea.  Contenía una propuesta de mejora de proceso, que él llamaba “modificaciones al parte”, donde se incluían posibilidades de tomar decisiones,  documentos normativos, organizaciones de ruta,  rutinas de cumplimentación...  Mientras lo leía, estuve a punto de abrazarlo.  También a él le brillaban los ojos.  José Luis había volcado en aquella carpeta todo su saber acumulado en los años de trabajo y reflexión.  Y no sólo significaba que podía ser buen capataz para su gente.  Aportaba mejoras sustanciales en el desarrollo de la tarea, con las cuales favorecía el trabajo de sus colaboradores y optimizaba tiempos muertos, al delegar decisiones en cada una de las personas, incluso los aprendices. Sin esa intención previa, había enriquecido el trabajo con medidas de calidad, estaba dando más contenido humano y profesional a las obligaciones laborales de sus empleados.  “Por supuesto que eso significa un gran paso en tu labor de buen capataz”, tuve que confirmarle, y no sólo de capataz, sino que “acabas de realizar una labor de directivo”, si directivo es quien canaliza los procesos, dando más valor a los recursos a su disposición.  Y cuando me dijo que ya lo había hablado con su jefe, que había decidido preparar un curso para explicarlo, que me invitaba a trabajar con él, me esforcé tanto para contener las lágrimas... que estornudé.

Formamos un equipo comprometido.  Su jefe se entusiasmó con la idea y lo vi como candidato ideal para ser el próximo “conejillo de Indias” en mi labor.  Ocupamos más de dos semanas en preparar los contenidos, coordiné con el departamento de Formación su participación en el proyecto... en resumen, que logramos un producto redondo en el que José Luis fue el gran protagonista, el maestro en todas sus facetas.

Abrió primero el Jefe Técnico.  Tras algunos titubeos, José Luis tomó las riendas de la charla.  Me coloqué en la última fila del aula y desde allí le iba enviando miradas y gestos de asentimiento.  Actuó con seguridad, con dominio de la materia... y con emoción.

Después de esa primera convocatoria de las tres que iba a durar el curso, nos permitimos una celebración tan entusiasta que parecimos haber ganado la Copa de Europa.

Preparamos un seguimiento de aplicación para comprobar los efectos.  Me sentí tan eufórico que pensé calificarlo como el curso de mayor aprovechamiento de los impartidos en la empresa.  Pude dominarme en el informe, pero me quedaron ganas de enviarlo a la revista interna para presentarlo como ejemplo de buen hacer.

José Luis se reafirmó en su posición de capataz.  Adquirió ascendiente con el Jefe Técnico, que lo requirió para revisar otros procesos del área.  Y, sobre todo, empezó a entenderse como “bueno” en su cargo, al percibir que su gente subía en entusiasmo, que tenía ganas de aprender, que le preguntaban como experto... y casi como amigo.  Se sintió útil.

A partir de ahí, su camino se hizo llano y los siguientes contactos fluyeron como las aguas de un estuario antes de desembocar en el océano.

Ayúdame a mandar bien, Capítulo III

3.– ...errar...

Un diminuto cambio hoy nos lleva a un mañana dramáticamente distinto.  Hay grandiosas recompensas para quienes escogen las rutas altas y difíciles, pero esas recompensas están ocultas por años.  Toda elección se hace en la despreocupada seguridad, sin garantías del mundo que nos rodea.

El carácter se gesta siguiendo nuestro más elevado sentido de lo correcto, y confiando en los ideales sin estar seguro de que funcione.  Uno de los desafíos de nuestra aventura en la tierra consiste en elevarnos por encima de los sistemas muertos, negarnos a formar parte de ellos, y expresar, en cambio, el yo más alto que sepamos ser.

Nadie puede resolver los problemas de alguien cuyo problema consiste en que no quiere tener los problemas resueltos.

Por muy calificados que estemos, por mucho que lo merezcamos, jamás alcanzaremos una vida mejor mientras no podamos imaginarla y nos permitamos alcanzarla.

Lo malo no es lo peor que puede pasarnos  ¡Lo peor que puede pasarnos es nada!

Cuando comenzamos una vida, a cada uno se le da un bloque de mármol y las herramientas necesarias para convertirla en escultura.  Podemos arrastrarlo tras nosotros intacto; podemos reducirlo a grava; podemos darle una forma gloriosa.  Se nos dejan a la vista ejemplos de todas las otras vidas, obras de vida terminadas y sin terminar que nos sirven de guía o de advertencia.  Cerca del final, nuestra escultura está casi terminada; entonces podemos pulir y lustrar lo que comenzamos años antes.  Es entonces cuando hacemos nuestros mayores progresos, pero para eso es necesario ver más allá de las apariencias de la vejez.

 Richard Bach, Uno, Ed. B Argentina, 1999


El capataz

Ser un buen capataz no es fácil.  Mucha gente cree que a mandar estamos dispuestos todos, pero no es verdad. Ni todos quieren, ni todos saben. A mí, a mandar no me enseñó nadie, me dijeron que era capataz y ahí te las arregles.  El oficio lo sabía bien, pero eso es hacer cosas, no hacer que otros las hagan, y que las hagan bien sin que tú estés presente es el mejor resultado de un capataz

Si me hubiera fiado de mi experiencia, habría sido una especie de sargento, más bien paternalista, que gritaba de vez en cuando para hacer notar la jerarquía.  Los que venimos de la época de Franco no hemos perdido aún la costumbre de vivir bajo al mando militar y policial, a someternos a la autoridad, a tenerle miedo cuando está presente y a saltarnos las normas cuando se va.  Unos galones, o una americana y un traje, son símbolos de que esa persona puede “ser alguien” y hay que tratarla bien.  Estamos conformados a que las cosas las decidan otros, a dejarnos llevar, a sólo cumplir órdenes, que los que saben será por algo.  Menos mal que la juventud no ha crecido así y que muchos han ido soltándose de esa manera de ser.

Nadie me enseñó a mandar, y los pensamientos no son como la acción.  Cometí muchos errores, unas veces porque quería hacerlo bien con impaciencia, otras porque no podía evitar mis antecedentes.  El apoyo del Jefe Técnico estaba asegurado, pero estas cosas hay que hacerlas por uno mismo.  A efectos de autoridad, es importante que tus empleados vean que tu jefe te respeta, aunque sólo sirve para mantenerte, no para mejorar.  

Mi primer gran error fue intentar demostrar a todos los que eran antes mis compañeros que sabía más que ellos.  Iba acompañándolos en sus trabajos y me dedicaba a corregirles las cosas que no hacían como yo.  Mi estilo era muy directo, casi cortante, diría yo, pero no por carácter o estrategia... era para disimular mi propio temor.  Aquello supuso un cambio de relación con mis excolegas, algo que no había tenido en cuenta, ni se me había pasado por la cabeza.  Tampoco ellos sabían muy bien a qué atenerse conmigo, si ver al José Luis de antes, buen compañero, que casi no hablaba, pero que compartía sus alegrías y sus problemas, o entenderse con un capataz engreído y distante.  Los aprendices me miraban de lejos, todo lo contrario que antes, pero un par de ellos que tuvieron más relación conmigo como oficial me lanzaron algún reproche que soporté con silencio.

Empecé mandando con la mirada, sin palabras, por culpa de ese miedo al error, que acabó convirtiéndose en la mayor equivocación.  Entiendo que me vieran como altivo por huidizo, soberbio por silencioso... entregaba los trabajos con la mínima explicación, otorgaba y negaba permisos sin ningún comentario, incluso en el reporte a mi jefe era escueto, casi telegráfico.  Y sentía mucha tensión interna, como si por dentro supiera que no obraba bien.

Me estaba paralizando el miedo a actuar.

Se perjudicaron todas mis relaciones, las de compañeros, jefe, familia, amigos.  Continuamente, mi pensamiento se iba a las cosas del trabajo, me volví más introvertido, paseaba solo, no compartía nada con nadie...  Y tuve una gripe.  Es para pensar qué tiene que ver esto con el tema.  Nunca había tenido ni un día de baja, ni siquiera un resfriado o un lumbago, y esa vez me dio bastante fuerte.  La doctora me dijo: “Está bajo de defensas.  ¿No será por el estrés?”.  Le contesté que no, pero mi cabeza empezó a dar vueltas a la pregunta.  ¿Estaba estresado?  Por supuesto.  Me costó una semana recuperarme y cada día de los siete fue un ir y venir sobre la idea de mi bajo ánimo, de mis defensas, de mi enfermedad.  Concluí que debía cambiar mi actitud frente a mi trabajo o renunciar al nuevo puesto.

Cuando me incorporé, aún tuve dudas sobre cómo actuar, pero lo primero que me dije fue: “Tengo que ser yo mismo”.  Y recordé esa máxima tan de perogrullo: trata a los demás como tú quieres ser tratado, y me dispuse a la tarea.  ¡Qué diferencia entre el verbo y el predicado!, que decía un profesor mío.  Me dominaron los nervios, las incertidumbres.  ¿Querrán los demás ser tratados como a mí me gustaría?  ¿No seré un bicho raro?  ¿Esperarán de mí los demás lo mismo que yo creo?  ¿Qué esperan de mí?  ¡Qué difícil es cambiar!  En realidad, es doloroso.  Fueron unos días duros, en los que me preocupaba más de cómo me veían los demás, que de cómo me veía yo, otro error.  Supedité mi actuación a las caras de mis empleados, si reaccionaban de una manera u otra a mis acciones, intentando adivinar sus pensamientos sobre mí.  ¡Qué días, qué días!  Ahora bien, la tensión era diferente.  Estaba preocupado, pero actuaba, probaba, y mi carácter regresaba poco a poco a la normalidad.  Ya había desaparecido el nudo de dentro, más bien todo lo contrario, me notaba excesivamente expuesto, hasta vulnerable, baqueteado a veces.

Al año, más o menos, de mi nombramiento, me convocaron a un curso sobre Aparamenta de Media Tensión y acudí temprano al aula.  ¡Bendita manía de llegar pronto a los sitios!  Se encontraba por allí un muchacho y como éramos los únicos madrugadores, charlando, charlando, nos fuimos a tomar un café.  Venía a otro curso, de “Trabajo en Equipo”, me dijo, pero ya era el cuarto o quinto seguido al que asistía, porque acababa de ocupar un nuevo puesto.  Esta circunstancia coincidente me hizo hablar tímidamente de mi situación y, ni que hubiéramos sido cliente y vendedor, el chico empezó a hablar y hablar de cosas al principio muy raras para mí, de estilo de liderazgo, pensamiento sistémico, organizaciones inteligentes, equipos de alto rendimiento...  Intuí algo bueno detrás de eso y como los dos teníamos comida libre, quedamos para mediodía en el restaurante de al lado.

Aquellas dos horas se han quedado grabadas a fuego en mi memoria.  Dicen que cuando el alumno está preparado, aparece el maestro.  Es casi gracioso.... porque el maestro tenía poco más de treinta años y el alumno, casi sesenta. Con el antecedente del café, estaba predispuesto a largar como un paciente en el diván, pero no hizo falta, parece que el chico, Antonio, me había leído el pensamiento.  Dicen que los videntes comienzan su sesión de Tarot hablándote de tu vida pasada.  ¿Y si este chico era vidente?  Habló y habló de situaciones que en carne propia o ajena yo tenía muy frescas en mi recuerdo y en mis sensaciones.  Desde luego que no cuadraba con uno de “ésos de Personal”, de los que hablaba mi antecesor en el cargo de capataz.  El muchacho contaba cosas con enfado, con entusiasmo, con crítica, y me vi reflejado en sus palabras porque casi todos los ejemplos que ponía me llevaban a casos de mi alrededor.

Le pude contar algunas de mis dudas e inquietudes, a las que respondió con alguna suficiencia.  Se lo disculpé, porque intuía sus soluciones acertadas, sólo intuía, porque bien es verdad que el chico era muy volador y se notaba que nunca había estado en el tajo.  Quedamos en que seguiríamos en contacto y que me mandaría alguna documentación para que fuera conociendo los nuevos tiempos en materia de gestión de las personas.  Fue un final rimbombante, pero sus ojos mostraban sinceridad y ganas de ayudar, no era apariencia ni ganas de mirarse al ombligo.  Esperaba que cumpliera su promesa.

Comencé a recibir fotocopias de artículos o de páginas de libros donde se hablaba de temas referidos al mando: que si el nuevo rumbo, que el cambio de la dirección al liderazgo, que si la motivación..., en fin, todo muy bonito, pero sin que yo le viera la aplicación en mi trabajo de capataz.  Nunca fui amigo de filosofías, ideologías y políticas.  Los del “palacio” podían pensar mucho, pero sobre lo de hacer no tenían ni idea.

Mientras tanto, se me acumulaba la tensión porque quería mejorar, pero seguía sin saber cómo.

En ésas, me mandó unos tests que yo debía rellenar con las opiniones de la gente que trabajaba conmigo.  ¡Gran susto!  ¿Que mis empleados debían opinar sobre mí?  De mi jefe sí podía esperar que lo hiciera, era lo normal, para eso le pagaban, igual que me pagaban a mí para corregir a mis empleados.  Al sentir esa sensación, entendí los reparos que siempre han existido para los jefes en ser criticados por sus subordinados.  Parece soberbia, ¿verdad?  Pues no, al menos en mi caso.  Nada de soberbia y mucho de miedo.  No podía imaginarme a un empleado mío diciéndome qué hacía mal, y por supuesto, nada delante de los demás.  ¿Qué prestigio me quedaría si... dijeran la verdad?  Sinceramente, es miedo; me costó reconocerlo, pero sí, un temor exagerado a quedar desnudo.  “El jefe siempre es perfecto”, sería el paradigma (esto lo tomo de mi amigo el consultor, claro) que cerraba mi horizonte.

Hablé con él, y le mostré mi indignación sobre tal propuesta.  Se rió y me dijo: “No lo tomes a mal. Es normal esa reacción, ya cambiarás.  No lo hagas”.  Ahí estaba otra vez con esa prepotencia del sabelotodo por encima del bien y del mal. No lo mandé a paseo porque el chico desprendía cierta bondad en su tono, pero me reventaba que jugara conmigo como si fuera una marioneta.  Se comprometió a enviarme más tests, éstos sólo para que los rellenara yo... si quería.  Y por supuesto que no quise.  Sólo faltaba que descubriera alguna tara mía con esa psicología barata.

Tardamos bastante en volver a tener contacto.

Un buen día, me llama y me dice: “¿Te parece que nos veamos el viernes?”. 

 

El consultor

 

La transición fue rápida porque mi jefe, implícitamente, tenía preparado un plan de sucesión interna, y sabía desde varios meses atrás que yo iba a salir hacia este nuevo puesto.  Traspasé mis asuntos pendientes a un compañero en no más de dos semanas, a la vez que él hacía lo propio con otro compañero, y éste a otro.  Para cubrir la vacante que yo dejaba, incorporaron un Auxiliar de Oficina.  Existió promoción interna.. y menos mal, porque si teníamos que buscar dentro de la empresa, opción obligada antes de convocarla externamente, nos podíamos eternizar esperando que se incorporara.  En fin, que sólo son especulaciones, porque en esos quince días ya estaba ubicado en mi nueva mesa con el cartelito de Consultor de Recursos Humanos, junto con otras dos personas, una que también provenía de la empresa y otra, de una consultoría de prestigio.

Mi jefa, que también se había incorporado recientemente a través de una selección externa, no me transmitió el mismo entusiasmo.  Sus mensajes eran los mismos, pero su carga emocional no iba tan comprimida.  Con el tiempo me he dado cuenta de que su tendencia al autocontrol le hace limitar sus expresiones, lo que no quiere decir que no las sienta.  Por si sirve de algo, es Capricornio.  Su recepción me pareció muy amable, concisa y concreta en mi papel inmediato: integrarme en el equipo de fundación para diseñar nuestros documentos y manuales de funcionamiento.  Como no pregunté, imaginé un fárrago de normas y procedimientos, con circuitos, impresos y demás aparato burocrático, para lo cual no andaba yo precisamente motivado.

Cambié esa mala impresión, cuando ella, en el rol de formadora, nos indujo a crear en la primera reunión, entre los cuatro, un documento de compromiso personal en el equipo.  Fueron cuatro líneas que al redactarlas en grupo nos aportaron conocimiento cruzado de intereses propios, que coincidían en su mayoría.  Aprecié que la selección estuvo muy bien planificada, puesto que los intereses y expectativas eran tan parecidos que podrían calcarse unos de otros:  deseos de aporte, estilo de relación, visión de futuro...

Al día siguiente, la jefa nos presentó a debate su idea sobre las macrofunciones del área y entre todos llegamos a la siguiente conclusión:

 

  • Comunicar las Políticas de Recursos Humanos a toda la organización
  • Acompañar a los Responsables de Recursos Humanos en el desarrollo de su función.
  • Asesorar en la implantación de herramientas de gestión a los Responsables de personas
  • Apoyar la extensión de un liderazgo efectivo

 

Esta lista de funciones, con todo su contenido implícito, me resultó coincidente con mis deseos, pero ¿cómo podía ser operativa? ...y ¿las entenderían en nuestra empresa tan “cavernícola”?  Expuse estas dudas al grupo y a la primera me respondió Alba, mi jefa, diciendo que corría de nuestra cuenta, para lo que ella nos daría las pautas; a la segunda, nadie supo responder... y Alba informó: “ Nuestra ventaja es que el Consejero Delegado las acepta, y el Director de Recursos Humanos las impulsa.  Soportar la presión por las críticas va a ser consustancial a nuestra definición”.

Durante más de un mes, es decir, veinte días laborables, sólo (?) nos dedicamos a redactar, pulir, redactar, pulir... debatir, discutir, rechazar, aceptar... y consensuar los documentos base de nuestra futura actuación:

  • Funciones
  • Objetivos
  • Roles
  • Libro de Estilo
  • Circuitos de relación
  • Metodología

 

Quizá debiera detenerme en cada uno de ellos, pero si lo hiciera la exposición sería farragosa y nada cómoda de leer por su lenguaje técnico... aunque no me importaría porque con cada uno de esos documentos me asombré más y más, me ilusioné más y más, me comprometí más y más.  Pero en realidad cobran mayor importancia la ideología de la función y la forma de diseñar su instrumentación. 

Creo que, por ego o por convicción, todos los seres humanos deseamos, consciente o inconscientemente, convertirnos en importantes para alguien.  Que alguien requiera algo de nosotros da más sentido a nuestra existencia.  El tipo de requerimiento (económico, emocional, afectivo, educativo, formativo...) determinará el estilo de la relación.  Y la forma de ejercer esa curatela condicionará que la persona solicitante consiga mayor o menor nivel de crecimiento.  Así, la importancia de la ideología que he nombrado, porque a quien te requiera podrás hacerle bien o mal según esa premisa.  Nuestro deseo de actuación se basa en el deseo de orientar sin imponer, de escucha activa, de análisis objetivo, de observación de antecedentes, de comprensión hacia la persona... en definitiva, de asesor, tutor, comunicador, gestor del cambio, buscando el crecimiento autónomo.  Incluso veía reflejado algún contenido de aquel curso “esotérico” para entender nuestra función dentro de un rol con toques de aplicación psicoanalítica.  Nuestra labor se iría encaminando a crear la necesidad de apoyo, basado en el convencimiento del peticionario sobre su deseo de cambio... y nosotros deberíamos ser su palanca.

Llegar a la redacción final de aquellos documentos por medio del trabajo en equipo fue la mejor manera de que todos nos llenáramos de su contenido hasta el punto de que impregnara nuestra voluntad de llevarlo a término.  Surgió con la hábil dirección de Alba y el aporte de cada uno de nosotros.  Al menos una frase, quizá un capítulo, incluso un documento casi completo, llevaba el sello personal de uno de los integrantes y, así, la satisfacción de estar integrado favoreció la motivación para salir a comerse el mundo.  Si aquellas líneas hubieran sido impuestas por arte de la autoridad concedida, su repercusión habría sido casi nula y, en mi caso particular, un trampolín para ejercer mi rebeldía ante todo aquello surgido por imperativo del “orden y mando”.

El proceso de diseño quedó culminado... y Alba preguntó: “¿Os sentís capaces de llevarlo adelante?”.  Nos miramos confabulados, reflexivos, apocados... esperando que el otro contestara. 

Silencio.

“Contestadme mañana, por favor”.

La responsabilidad caía sobre nosotros y ¡cuánto pesa!  Nuestra sintonía nos hizo mirarnos a los ojos hasta comprender que ninguno sabíamos por dónde arrancar.  Después del susto, surgió lo evidente: necesitábamos información y formación. Asumí el compromiso de redactar unas líneas con los requerimientos, lo consensué con mis compañeros al día siguiente a las ocho de la mañana, y a las nueve estaba presentándoselo a Alba.  No dijo nada, descolgó el teléfono, habló con el Jefe de Formación, comprobó que teníamos presupuesto suficiente y le dio mi nombre para coordinar los “Seminarios de Consultoría Interna de Recursos Humanos”.

En una reunión de dos horas con los expertos en Formación, preparamos una propuesta de contenido, que acordé con el equipo, y que en dos semanas estuvo lista para su impartición por los directivos de la casa y por monitores externos.  Cuando hablé con el Socio director de la Consultoría elegida, me llamó la atención su entusiasmo.  Se lo hice notar y lo aclaró diciéndome que tenía el curso preparado desde hacía más de dos años, pero que no lo había podido vender en ninguna empresa todavía.  Basó su interés en que le ilusionaba participar en este proyecto, porque según lo que le había contado, no conocía ninguna experiencia similar, tan comprometida con la función y tan ajustado a lo que recomendaba la literatura y él mismo entendía.  Por eso pudo dar respuesta tan rápida a nuestra demanda, y por eso ponía a nuestra disposición a sus mejores monitores, incluso él había retirado compromisos de la agenda para liderar personalmente varias sesiones.

El temario se dividió en:

 

Módulo 1.– La Empresa y la Consultoría Interna

Módulo 2.– Las Relaciones Laborales en la empresa

Módulo 3.– Administración de Personal, Prevención y Seguridad

Módulo 4.– Formación y Selección

Módulo 5.– Herramientas para gestión de personas

Módulo 6.– Apoyo al Liderazgo y  Trabajo en Equipo

Módulo 7.– Habilidades Directivas I

Módulo 8.– Habilidades Directivas II

 

En cada uno de estos temas, hacía la introducción un directivo de Recursos Humanos, explicando los planes de su área y reseñando las herramientas aplicadas, que nos serían presentadas específicamente más adelante.  Y a continuación, los consultores externos dinamizaban las sesiones con teoría y ejercicios sobre el tema respectivo.  Fueron casi doscientas horas que repartimos en dos meses, tres días completos a la semana.  Y me sorprendieron dos aspectos sobre los demás: que más de un tercio del tiempo se dedicara a “habilidades directivas”, cuando nosotros (se incorporaron al curso cuatro personas más de Recursos Humanos, por lo que fuimos ocho participantes, incluida Alba) no éramos directivos, aunque después quedó bien justificado al entender que difícilmente puedes observar aquellos comportamientos que no conoces, e incluso nuestro trabajo iba a estar basado en la aplicación de esas habilidades, que no son sólo para directivos, naturalmente; y el otro aspecto sorprendente, apareció en el Módulo 5, al pedirnos que cada uno eligiéramos a un Responsable de personas y empezáramos a aplicar “extraoficialmente” lo que íbamos aprendiendo en el curso. Qué confianza en nosotros, ¿no?

Hasta llegar a elegirlo repasé mentalmente varias veces los contactos que había mantenido con los distintos jefes en mi trayectoria anterior.  Seleccioné cuatro que me inspiraban alguna confianza en la recepción de mi acercamiento... pero no, no me sentía seguro porque en todos ellos intuía que me mostrarían buenas formas, pero poco fondo.  Supongo que estaba mediatizado por la relación de cierta superioridad/inferioridad que había regido aquellos contactos.  Dudé mucho de que fueran sinceros, de que, al ver a  un representante de la Central, iban a ser tan amables que estarían ocultando su verdadera impresión: “Y este imbécil, ¿qué nos viene a contar a estas alturas?”

La formación continuaba y en el primer día del siguiente Módulo, llegué antes de lo habitual al aula.  Los ratos de soledad no buscada me gustan porque siempre me provocan ideas espontáneas.  La mente se me va a temas dispares y elabora disparates que luego pueden ser verdades como puños.  Andaba en ésas, diseñando un perfil del jefe ideal que me gustaría encontrar para mi práctica del curso cuando... un señor me saludó frente a la máquina de café.  La charla me descubrió que era un capataz asistente a un curso técnico en el aula de al lado.  Y conforme lo escuchaba, apareció el disparate: “¿Y por qué no puede ser mi conejillo de Indias?”.  Derivé la charla hacia temas de mando y liderazgo...  Todo se confirmó.  El disparate se hacía verdad, ¡me necesitaba!  Justamente, estaba recién nombrado en su cargo.  Justamente, sus dudas sin pulir respondían a mis posibles soluciones.  Justamente, aceptó mi propuesta de ayuda.  Me pareció un hombre comprometido con su deber de líder y con ganas de aprender a llevarlo adelante.  Se asombraba de mis comentarios, pero preguntaba con sentido.

Quedé a comer con él ese mismo día, y sólo me surgió una duda: ocupaba una posición de bajo impacto en la empresa... ¿no sería más adecuado comenzar con niveles directivos?... ¿y si, por ejemplo, me decidía por mi ex–jefe?  Deseché la idea de inmediato, porque olfateé un trabajo muy cómodo con él.  Regresé al discurso de José Luis, el capataz, y disipé todas mis vacilaciones con sus ganas de hacer las cosas bien, con su visión innata de lo que es un responsable de personas, con su filosofía de calle y, sobre todo, con su deseo de ser ayudado.

Reconozco que fui impulsivo, teórico, etéreo... incluso antinatural.  Mi pasión por la tarea me llevó a inundarlo de artículos, documentos, tests... un bombardeo de papeles que aceptó y leyó disciplinadamente, pero estoy seguro de que estuvieron a punto de apartarme de su camino por... pesado.

La lucidez me dio remordimiento de conciencia, hice acto de contrición y decidí que mi penitencia debía ser comenzar el trabajo de verdad, en su terreno, en el campo de acción.

Lo llamé para quedar en su centro de trabajo.

 

Ayúdame a mandar bien, Capítulo II

2.– ...decidir...

Entre las aves, el águila es la que vive mas tiempo, cerca de 70 años.
Pero para alcanzar esta edad, debe tomar una difícil decisión; nacer de nuevo.
A los 40 años sus uñas se encogen y se ablandan, dificultándole agarrar las presas de las cuales se alimenta. El pico, alargado y puntiagudo, se encorva. Las alas, envejecidas y pesadas, se le doblan sobre el pecho, impidiéndole emprender vuelos ágiles y veloces.

Le quedan al águila dos alternativas: morir o pasar por una dura prueba a lo largo de 150 días. Esta prueba consiste en volar a la cumbre de una montaña y buscar abrigo en un nicho cavado en la peña. Allí golpea el pico viejo contra la peña hasta quebrarlo. Y espera hasta que le crezca el nuevo y pueda con él arrancarse las uñas. Cuando despuntan las uñas nuevas, el águila extirpa las plumas viejas y después de cinco meses, crecidas las plumas nuevas, arranca a volar de nuevo, decidida a vivir otros 30 años.

Tomado de Parábolas en www.agustinos-es.org

 

El capataz

Y de oficial 1ª me sentía muy importante.  Pasé una temporada algo engreído, sobre todo porque a mi alrededor, en la familia y en el vecindario, empecé a ser tratado de otra manera. Debo decir que vivía, y vivo, en un barrio obrero donde casi todo el mundo es peón, operario o albañil, así que tener oficio y categoría suponía ser un privilegiado.  Se me fue pasando conforme me daba cuenta de que no tenía todo sabido y que las nuevas herramientas y técnicas obligaban a seguir aprendiendo.  Siempre fui el primero en pedir que me convocaran a cualquier curso, con mala cara de mi capataz, pero siempre aceptando, porque así le quitaba un problema de encima ayudándole a cubrir el cupo que le pedían “los de Personal”.

Después del segundo curso, volví a tomar conciencia de aquella frase de mi padre:  “Nuestra única herencia válida es lo que sepamos enseñar”.  Por entonces, ya era orden de Personal que los aprendices no pasaran más de seis meses con cada oficial, algo que mi capataz tampoco veía bien, con la intención de que no cogieran vicios y aprendieran lo mejor de cada uno de nosotros.  Había algunos que justo lo cumplían al revés, es decir, se quedaban con lo malo de cada uno...  Me siento orgulloso de que siempre seguí siendo solicitado por los chicos que más ganas ponían en hacer su trabajo.  Yo creo que eso me dio aliciente para ir convirtiéndome en un “maestro”, pero en un maestro “nuevo”, con pocas coincidencias con el estilo que yo había padecido en mis años de aprendizaje.

Por lo que había sufrido en mi piel, entendía que las malas maneras espantan las ganas de hablar del subordinado, así que me revestí de buen genio, simpatía y generando confianza.  Alguna vez tuve que llamar al orden a un chaval, pero asumí que eso formaba parte de mi papel de maestro, y siempre fue tomado con disciplina.

Las cosas de Personal cambiaron algo o, al menos, eso percibí.  Mi capataz no hacía más que protestar de algunas moderneces, la primera esa del cambio de aprendiz por decreto a los seis meses.  Pero luego ya exigían también que todos asistiéramos a los cursos, incluso los aprendices, para más “inri” de algunos oficiales, que iban viéndose sobrepasados por los nuevos chicos, también más formados que los de antes, con su FP y todo eso.  Supongo que algo tenía que ver lo de la democracia, porque esto empezó a pasar sobre el 82, que me acuerdo por lo del Mundial. 

Yo me sentía bien en ese papel y también repercutió en mi familia.  Tengo dos hijos, y el chico, el mayor, iba cumpliendo años.  En su educación, para bastante pasmo de mi mujer, iba aplicando lo que practicaba con los aprendices: dejar que le pasaran cosas, todo controlado, claro, pero que se equivocara y viera las consecuencias; razonar el porqué de lo que se hace para entender lo de antes y lo de después de cada trabajo; y dar siempre vocación de servicio, es decir, que lo hecho siempre es para alguien, no sólo la máxima del “trabajo bien hecho”, sino también pensando en quién lo va a utilizar luego.  Me dio buen resultado con los aprendices y me está dando resultado con mis hijos, la chica igual, los dos universitarios y ganándose la vida mejor que yo, aunque no se vayan de casa.

 Llegó un buen día un muchacho de Personal para hablar con mi capataz.  Hará de eso unos tres años.  Habían preparado un Plan de jubilación anticipada a los 60 y concertaban entrevistas individuales para conseguir que las personas aceptaran.  Fue la primera y única vez que oí al hombre hablar bien de “esos de Personal”, es decir, que aceptó muy contento.  Consecuencia: el nuevo Jefe Técnico, un chico joven, ingeniero de verdad, me propuso... ¡ascenderme a capataz!

...

Lo he contado así de deprisa porque me causó un fuerte impacto.  Nunca, repito, nunca pensé que podría llegar a ser capataz.  Nadie en mi familia había pasado de oficial y para mí ya era un logro ser un oficial 1ª reconocido por su buen trabajo.  Me asusté... y tardé en contestar dos semanas. 

Tener un puesto con mando es mucha responsabilidad.  Hoy dependen de mí doce personas, seis parejas de trabajo.  Nunca pensé que tendría capacidad para ello, bueno, ni me lo había planteado, porque, como he dicho antes, no tenía ningún antecedente o modelo cerca de mi entorno.

Aquellos quince días me hicieron reflexionar mucho.  Fue un susto terrible y es en esos momentos cuando la mente se pone a prueba.  Repasé las caras, maneras y haceres de mis capataces anteriores y me dije que para ser como ellos mejor me quedaba como estaba.  Ellos fueron reconocidos porque sabían mucho del trabajo, pero creo que todos y cada uno se acomodaron en cuanto recibieron el cargo, como si una vez conseguido sólo hubieran pensado en que debían trabajar los demás y ellos no.  Yo no deseaba ser así, quería aportar algo ya no sé si a la empresa o a mí mismo.  Y además me agobió el sentido de la justicia, es decir, un jefe siempre tiene que decidir sobre sus empleados y eso significa que unos reciben cosas distintas de otros, lo que puede provocar descontentos por un lado y desigualdades por otro. Pensé en algo tan simple como en dar permisos, organizar las vacaciones, renovar la ropa de trabajo...

Al cabo de unos días, me atreví a decírselo a mi mujer.  Ella, tan práctica, se alegró y me dijo” “Primero, acepta.  Luego, ya veremos”.  Estas palabras no me solucionaban nada, porque aceptar en ese momento era lanzarme a un vacío sin red.  Además, ante todo, estaba mi dignidad, no quería engañar a nadie y menos a mí.  Y ¿si ese agobio me duraba toda la vida?, ¿si no podía superar el miedo a la responsabilidad?...  Habría sido caldo de cultivo para un infarto, seguro.  El dinero iba a venirnos muy bien, aún estudiaba la chica, el chico iba y venía en trabajos de becas y eventuales, pero, a pesar de los prácticos consejos de mi mujer, no pensaba en ganar más, incluso la diferencia de sueldo, y así lo hice después, me serviría para no tener que buscar las faenas extras.

Se me ocurrió, con mucho respeto, pedir hablar con el Jefe Técnico.  Si me decidí fue porque, al no haber capataz, este hombre se relacionaba más con nosotros, lo veía a menudo y me dio confianza.  Me recibió ese mismo día.

Era la tercera vez que entraba en ese despacho: la de la sanción, la de la propuesta para el ascenso y la que cuento ahora, que era la primera planteada por mí.  Iba bastante asustado, pero el Jefe me ofreció su mano, el asiento en la mesa redonda, y trajo dos cafés. Después de balbucear le hice ver mis dudas sobre si estaba preparado para ser capataz.  Pero no me contestó de inmediato, empezamos a hablar de muchas cosas, del trabajo, de fútbol, de la empresa, y así bastante rato.  Me relajé mucho, me sentía a gusto.  Tras un momento de silencio, dijo: “¿Así que no crees que puedes ser un buen capataz?  Pues mira, yo creo lo contrario”.  Solamente oírle decir eso ya me dio una inyección de moral.  Entre otras muchas cosas, recuerdo de sus palabras: “Eres un excelente profesional y muy buen profesor”.  “No quiero que sepas mucho, sino que hagas saber mucho a los demás”. “Trata a tu gente como querrías que te hubieran tratado a ti”.  “Mandar no es gritar, es ayudar a hacer mejor el trabajo”.

No le digo más.  Tres días después, acepté el cargo de capataz... y hasta hoy. 

 

 

El consultor

Dos años atrás, en un mes de septiembre, apareció en el tablón de anuncios una convocatoria que rezaba de la siguiente manera:

 

Puesto: Consultor Interno de Recursos Humanos

Categoría Profesional: Primera

Dependencia: Dirección de Recursos Humanos

Funciones:

  • Divulgación de políticas de Recursos Humanos
  • Participación en la elaboración de herramientas de Desarrollo de Personas
  • Implantación y seguimiento de sistemas y herramientas para la gestión de personas
  • Asesoramiento sobre gestión de equipos humanos

Requisitos:

  • Titulación Superior o equivalente en experiencia
  • Dos años de antigüedad en la empresa
  • Inglés nivel medio

Se valorará:

  • Experiencia en áreas de Recursos Humanos
  • Experiencia en responsabilidad sobre equipos de personas
  • Conocimientos de Gestión de Recursos Humanos
  • Conocimientos de Relaciones Laborales

 

Apenas le di importancia... pero mi jefe se la dio, ya lo creo.  Como antecedente, estaba a punto de concluir un Curso de Consultoría Organizacional, que él me había recomendado, yo aceptado sin saber por qué, y que versó sobre temas algo extraños: “la realidad oculta” de las organizaciones y su impacto en los resultados, motivaciones no expresadas, supuestos básicos de dependencia en los equipos de trabajo...  Conforme asistía –se celebraba en fin de semana, una vez al mes durante un año–, comentaba con mi jefe sus contenidos y en rara ocasión se pronunciaba sobre sus efectos, y menos ante mis preguntas sobre cómo debía aplicarlo en mi trabajo.  Decía: “Cuando lo termines, hablaremos”.  Casualmente, lo terminaba al fin de semana siguiente del día en que me preguntó: “¿Has visto la convocatoria para Consultor?”.  De ahí surgió su propuesta para que enviara mi currículum... y ahí mismo comenzó a contarme por qué me recomendó aquel Curso.

Deduzco que mi jefe contaba con información de avance sobre la creación de los nuevos equipos de Desarrollo de Personas y, conociendo mis inquietudes, también deduzco que intuía el puesto como claramente diseñado para mis deseos y potencialidades.  ¡Qué diferencia con lo que me he ido encontrando a lo ancho y largo de la empresa!  La gran mayoría de los jefes sujetan a su gente con cadenas, amenazas o falsas promesas para evitar, por supuesto, el esfuerzo de trabajar más formando a un nuevo empleado.  También me resulta evidente que el hombre joven y alegre mantenía ya contactos con el nuevo Director de Recursos Humanos, pues sus estilos de liderazgo son absolutamente coincidentes, o sea, que son dos bichos raros entre la fauna de nuestra zooempresa.

Me llamaron para la primera entrevista, una seleccionadora externa, que me apabulló con preguntas que nada tenían que ver con contenidos del puesto.  Primero, me contó la orientación del trabajo a realizar, y comencé a entusiasmarme tanto que me desguarnecí y le relaté toda mi vida con pelos y señales... y no sólo la profesional, también la escolar y la personal.  Ella sonreía y tomaba datos.  Se interesó por los motivos de tal hecho, las soluciones que apliqué para tal error, las reflexiones sobre tal circunstancia...  Fue divertido, pero al salir me sentí tan escudriñado en mis emociones que me imaginé con el alma desnuda frente a ella. “¿Se lo contará todo a los de Recursos Humanos?”, pensé.  Tuve unas horas agitadas hasta mi desahogo con el hombre joven.  “No te preocupes.  Ya te habrá dicho que el contenido de la entrevista es confidencial, y significa eso, que lo hablado no sale del despacho.  Informará técnicamente de sus conclusiones... seguro que no contará ese enfado con tu hermano ni esa pelea con tu jefe del bar.  Creo que ha ido todo bien”.

Después de rumiar sobre el asunto, empecé a buscar documentación referida a Recursos Humanos y similares.  Me empapé de lecturas, que fueron confirmando y ampliando las teorías forjadas en mis reflexiones ante el clima de la empresa... y el entusiasmo crecía.  Pasé noches sin dormir preguntándome en cada página por qué no se aplicaba desde ya cualquier ideología de gestión que pasaba ante mis ojos.  Me asombraba de que todo, absolutamente todo, estuviera escrito desde antes de los 50.  ¿Por qué las empresas, mi empresa, seguían entre lanzas y piedras, viviendo en una cueva y vestidas con taparrabos?  Otra vez me asaltó la rebeldía, busqué culpables, investigué a los inocentes, y me propuse ser el salvador de las generaciones venideras en asuntos para la gestión de las personas.

Al cabo de unas tres semanas, me llamaron para nuevas entrevistas, dos en concreto, con quien hoy es mi jefa y con el Director de Recursos Humanos.  Si antes aluciné, al escuchar a este hombre, ahora ya con más conocimiento de causa, se me abrieron los cielos. ¡Lo que pretendía implantar en la empresa!  Escuché ideología pura, deseo de cambio, de nuevo estilo, de revolución cultural... y me vi con los aparejos de un guerrero saliendo a batallar para imponer el nuevo orden mundial.  Yo sí que tuve batalla, batalla para calmar esas ansias sobrevenidas y poder pensar con tranquilidad sobre lo que había oído y no cómo lo había interpretado.  Me volvió el susto, porque creí que en esta entrevista otra vez había expresado más de la cuenta, con más vehemencia de la recomendada, dando la impresión de ser un elemento potencialmente conflictivo en la red empresarial.  Y ahora sí que me interesaba el puesto y, si no lo conseguía, me atacaría un depresión endógena que me sumiría en la más profunda de las cavernas.

Como ya he anticipado, sí, fui elegido.

Recibí la comunicación de labios de mi jefe, con su sonrisa de oreja a oreja, felicitándome con efusión y augurándome la mejor de las carreras.  Charlamos animadamente, conocí detalles de primera mano sobre los nuevos aires de Recursos Humanos, y me contagió la satisfacción de saber que la estrategia de la empresa iba en sintonía con nuestras ideas de cambio sobre la gestión de las personas.  Supe agradecerle su confianza y aquella recomendación para la formación “extraña”.  Y hoy entiendo su comportamiento, que basó en la más elemental práctica de liderazgo: buscar la mejor ocupación para el interés y el perfil individual... aunque suponga esa pérdida de un elemento valioso en tu equipo.  “Al fin y al cabo, perteneces a la empresa, no a mi departamento”, concluyó aquella conversación.

Ayúdame a mandar bien, Capítulo I

1.– El progreso es...

“Una vez vivía un pueblo en el lecho de un gran río cristalino. La corriente del río se deslizaba silenciosamente sobre todos sus habitantes: jóvenes y ancianos, ricos y pobres, buenos y malos, y la corriente seguía su camino, ajena a todo lo que no fuera su propia esencia de cristal.

Cada criatura se aferraba como podía a las ramitas y rocas del lecho del río, porque su modo de vida consistía en aferrarse y porque desde la cuna todos habían aprendido a resistir la corriente.  Pero al fin una criatura dijo: “Estoy harta de asirme.  Aunque no lo veo con mis ojos, confío en que la corriente sepa hacia dónde va.  Me soltaré y dejaré que me lleve adonde quiera.  Si continúo inmovilizada, me moriré de hastío”

.Las otras criaturas rieron y exclamaron: “¡Necia! ¡Suéltate, y la corriente que veneras te arrojará, revolcada y hecha pedazos, contra las rocas, y morirás más rápidamente que de hastío”, pero la que había hablado en primer término no les hizo caso, y después de inhalar profundamente se soltó; inmediatamente la corriente la revolcó y la lanzó contra las rocas, mas la criatura se empecinó en no volver a aferrarse, y entonces la corriente la alzó del fondo y ella no volvió a magullarse ni a lastimarse.

Y las criaturas que se hallaban aguas abajo, que no la conocían, clamaron: “¡Ved un milagro!  ¡Una criatura como nosotras, y sin embargo vuela! ¡Ved al Mesías, que ha venido a salvarnos a todas!  Y la que había sido arrastrada por la corriente respondió: “No soy más Mesías que vosotras.  El río se complace en alzarnos, con la condición de que nos atrevamos a soltarnos.  Nuestra verdadera tarea es este viaje, esta aventura”.  Pero seguían gritando, aún más alto: “¡Salvador!”, sin dejar de aferrarse a las rocas.  Y cuando volvieron a levantar la vista, había desaparecido y se quedaron solas, tejiendo leyendas acerca de un Salvador”.

Richard Bach, Ilusiones, tomado de  Fred Kofmann, Metamanagement, tomo I, Ediciones Granica, 2001

 

 

El capataz

Después de cuarenta y un años en la empresa nada me sorprende. Dicen que la veteranía es un grado, pero no sé con quién comparar mi grado porque, si miro para atrás y luego hacia mi alrededor, me siento diferente, quizá un bicho raro, entre tantos compañeros que ven y hacen las cosas de otra manera.

Tenía diecisiete cuando entré como aprendiz en esta gran empresa, año 1960, la década revolucionaria... allí afuera, porque aquí no llegaba nada de lo que se iba contando en los periódicos.  Me tocó un primer jefe que recuerdo más como tutor que como jefe-jefe.  Desde los catorce había trabajado ayudando a mi abuelo, que también era electricista y hacía “ñapas”, despojos que le daban respiro a un sueldo bajo para ayudar mejor a mi familia.  El hombre era viudo; mi padre, hijo único; y yo, el segundo de cuatro hermanos, sólo cuatro por la enfermedad de mi madre, nada grave, que si fuera por las peticiones del Estado habríamos sido más alla de siete, quizá ocho... nueve...  Pues eso, que mi primer jefe, capataz como yo soy ahora, fue una prolongación de lo que había tenido en mi casa y en mi primer trabajo.  Pasé tres meses sin hacer nada, literalmente nada, sin perjuicio de considerar “algo” a llevar el maletín de herramientas al oficial, pasarle un destornillador, pelarle un cable o volver al almacén para buscar los alicates.  Durante esos noventa días, aparte de este oficial, que enseñaba con el “ejemplo”, apenas intercambié palabras laborales con nadie.  El capataz me preguntaba por mi familia, mi salud y mis novias.  Los otros compañeros, ninguno de mi edad, hablaban de fútbol, mujeres y, rara vez, de Franco o de política..  Es decir, que aprendí algo porque me apetecía mirar.  En una ocasión, cuando enfermó mi abuelo, pedí permiso para ir a verlo después de la primera operación.  El capataz me echó la mano por encima, se explayó en contarme algo parecido que le había pasado a un tío suyo, me consoló de una pena que yo no tenía y me dijo que bien, que podía irme... media hora antes, pero por supuesto que debía recuperarla.  Todavía no sé si no me escuchó, si cumplía órdenes o si estaba aplicando su papel de capataz.  Esa media hora se cumplía dos horas después de que mi abuelo saliera del quirófano.

El segundo jefe, que me duró lustro y medio, tenía cara de sargento... cara, actitud, hechos, lenguaje...  Años más tarde, lo recordé en la película “El pelotón chiflado”, con unos kilitos de más que aquel personaje duro y algo más de mala leche.  La suerte fue que sólo lo veía al principio y fin de la jornada, salvo cuando tenía que pedirle un permiso, unas vacaciones o para el cambio de herramienta...  Gritaba como un descosido y cuando tratabas de darle una idea que no fuera suya, te humillaba delante de todos los compañeros haciendo ver que eras un aspirante a capataz con los humos subidos.  Si le caías mal, ya podías pensar en que te ibas de “veraneo” en febrero y que la renovación de tu herramienta o el cambio de la ropa de trabajo iba a retrasarse unos cuantos meses porque el almacén estaba desabastecido.  Al menos, como seguí con el mismo oficial, un hombre callado que me dejaba mirar, iba aprendiendo los rudimentos del oficio... y al final, hasta me dejó tomar la iniciativa en alguna reparación.

Ahora reflexiono hasta qué punto me infuyó ese estilo de tiranía en mi vida personal.  Me casé con 28, o sea, dos años antes de que se jubilara este hombre.  Había tenido otros modelos de mando, pero tanto tiempo viéndolo ahí en su pedestal, debo admitir que se convirtió sin querer en mi referencia... y lo pagó mi mujer.  Perdí por ello algunos años hermosos del matrimonio, porque mis comportamientos en casa, donde era “dueño y señor”, se parecían a los de aquel hombre déspota.  ¿Alguna vez se tendrá en cuenta en la responsabilidad de mando que lo que ves en el trabajo se prolonga, casi siempre inconscientemente, en tu vida personal?  Recuerdo, hace muy poco tiempo, después de una charla sobre Liderazgo, que un compañero más joven que yo, me ayudó con su reflexión a entender mejor este concepto.  Me dijo, medio sorna, medio en serio: “Quien aplique las técnicas de Liderazgo tiene asegurada la salvación eterna”.  En otra comida, el día final del curso, el profesor nos hizo pensar sobre cómo se correspondían estas ideas con la educación de los hijos en estos tiempos, y si, de tal manera como los adolescentes en la vida necesitan ciertas estrategias para ser encauzados, los adolescentes laborales necesitarían también un tratamiento similar.

En fin, que estaba contándole mi trayectoria, ya volveremos sobre este asunto más adelante.

Cuando ese capataz modelo Mussolini se jubiló, ascendieron a un compañero de 60 años, al que le apetecía poco ser algo en la empresa... y algo en la vida.  ¿Sabe que no le vi el pelo más que en algún almuerzo, cena o despedida?  Eligió al mayor tiralevitas de la brigada para nombrarlo “subcapataz”, nombre que no existía para ningún cargo en la empresa, y le dejó hacer lo que quisiera, poco, porque como es tendencia natural imitar al jefe, no se mató mucho... eso sí, cuando entraba al despachito del almacén, donde se refugiaba el “gran vaguete de pelo cano”, hablaba y hablaba de lo sumisos que eran estos chicos y de lo bien que él sabía manejarlos, además de mentar algunos cotilleos sobre nosotros y unas cuantas alabanzas sobre cualquier cosa que al capataz le tocara el ego.

Por cierto, hasta este momento, el Jefe Técnico era para mí algo así como un dios, ángel o demonio, que siempre estaba presente y nunca se le veía.  Allá por Navidades, nos daba un apretón de manos y nos entregaba el aguinaldo con palabras de cariño para la familia y acólitos que nos visitaban para estas fechas.  Si alguien se atrevía a introducir un tema distinto de salutación, decía “eso... con el capataz... con el capataz”.  Se hacía llamar “doctor ingeniero”, cuando en realidad era perito... ¡”Perito en Lunas”!, como decía mi compañero Luis, “porque siempre está en otra órbita”.  Una vez tuve la ocasión de hablar con él fuera de fecha: me entregó, con discursito de reprobación, una carta de llamada al orden, firmada por el Jefe de Personal (¡ah!, pero ¿existía un señor con ese cargo?) por haber descuidado mis deberes de diligencia al haber estropeado la tapicería de una furgoneta con un golpe de mi destornillador, de tal manera que había supuesto un coste de 350 pesetas reparar el desaguisado.  ¿Sabe usted cuánto me asusté?  Pues mucho, porque entonces aún vivía Franco y eso casi significaba estar fichado por los de Peligrosidad Social.

Mientras tanto, siempre con el mismo oficial, del que nada especial puedo decir porque casi era mudo, iba conociendo muy bien el oficio, ponía interés en aprender y hasta me permitía darle las herramientas acertadas sin que él me las pidiera.  Según la Ordenanza, con dos años de aprendizaje y cinco de experiencia, pasabas a ser oficial de 3ª, si existía informe favorable del jefe.  Pues bien, casi coincide la “promoción” con el traspaso de poderes que hizo ese oficial de 1ª que fue mi maestro... pero seguí ejerciendo de aprendiz algún mes más.

Con esa categoría, pasé a realizar alguna cosilla autónoma, como por ejemplo, quedarme solo trabajando sin el “maestro”, a veces porque el hombre iba a otro trabajo que corría prisa, porque se escapaba para un encargo particular o para tomarse un café con su querida, la estanquera. En realidad, estos ejemplos no son sólo de una persona, puesto que cambiaba, poco, de acompañante.  Ahora bien, pude comprobar que aprendía bastante, porque me fijaba mucho, como el chiste del búho, en los encarguillos que hacía por mi cuenta, siempre en horas fuera de trabajo.  Es más, yo creo que, desde los 26 o así, ya podría haber ejercido de oficial de 1ª, pero la jerarquía es la jerarquía y ni se me ocurría pedir un ascenso fuera de lo establecido en la Ordenanza.  Además, me encontraba cómodo, ya pocos se preocupaban de mí, y el capataz, próximo a jubilarse, sólo valoraba lo que su sacristán le contaba, y para él yo era un chico cumplidor, callado y que no se metía en follones. 

¡Qué desperdicio de años!  Si pudiera volver atrás, vaciaría aquellos años de hastío y conformismo y los llenaría con algo más de pasión por aprender y de aportar algo más que apretar tornillos, pelar cables y decir que sí a todo lo que persona con mando me mandaba, valga la redundancia, incluso fuera ir a buscarle un bocadillo de tortilla.  Es verdad que los jefes hacen los trabajadores y los trabajadores hacen la empresa.  Siendo aquel guayabo, yo no tenía iniciativa para cambiar algo a mi alrededor, porque tampoco mis ejemplos me ayudaban.  La sociedad estaba adocenada y sometida, nos habíamos acostumbrado al “sí, señor”, a callar y poner la mano, a no levantar la voz y a rendir culto a la jerarquía, que si están ahí, será por algo.  ¿Le parece posible que hasta los 30, o sea, con 13 en la empresa”, no supiera que en otras regiones teníamos más centros de trabajo, más compañeros, otros servicios?  Claro, si mis jefes no me lo contaban, ¿cómo iba yo a preguntar?

En realidad, algo de bueno debía llevar por mis adentros, porque en cuanto se jubiló el capataz, me adelantaron un año el ascenso a oficial de 2ª, nunca sabré por qué razón, y me fueron adjudicando algún aprendiz para ir cogiendo, según ellos, experiencia en el mando.  Al principio me costó mucho entender qué debía hacer y, por supuesto, apliqué lo mismo que habían hecho conmigo: “Tú mira y aprende”.  Pero un día, hablando con mi padre sobre los hijos, me soltó esta frase: “Nuestra única herencia válida es lo que podamos enseñar”.  Me llevó a la reflexión, no sobre las cosas de familia, sino sobre el aprendiz que en ese momento me ayudaba.  Tenía dieciséis años y le notaba cara de aburrido.  Así que poco a poco, le fui dando algo más que órdenes sobre qué herramientas darme, por ejemplo, cómo usarlas en cada caso, cuál era mejor para según qué trabajo, por qué ponía la escalera de esa manera... en fin, que aprendiera causas y consecuencias y no sólo rutinas.  Pues que le cambió esa cara, que ya no remoloneaba para llegar al tajo y que hasta se atrevió a contarme algún chiste y alguna aventura con sus vecinas.  Y lo que más me agradeció, no con palabras, sino con unas cuantas sonrisas, fue mi explicación de cuando volví de un curso, ¡un curso después de casi quince años!, sobre Electricidad Aplicada, en el cual me sentí tan bien, que no paré de hablarle y hablarle durante más de un mes.

Ese curso marca un hito importante en mi vida laboral.  Cuando me llegó la convocatoria, me extrañé mucho y le pregunté a mi nuevo capataz, algo más accesible que los anteriores, aunque sin grandes alardes.  Se sintió ofendido, pero se desahogó al soltarme: “Estos de Personal, que se creen que no sabemos hacer bien nuestro trabajo.  Anda, vete y por lo menos te darán de desayunar gratis”.  Fueron tres días intensos, donde pasé vergüenza, nervios, admiración, interés... y ganas de volver.  Me sentí reconocido y, cuando volví al tajo, quise contarlo, pero con la primera frase me tragué todo porque los gestos anticipaban un gruñido si soltaba algún parabién sobre “ésos de Personal”.  Estaba tan contento que ya nunca más volví a la sensación de acomodo ni de rutina, más bien al contrario.  Mis aprendices lo iban notando, se lo contaban entre ellos y, sin mucha bulla, había cuatro o cinco que se las arreglaban para venirse conmigo... y yo tan satisfecho aplicando aquella frase de mi padre y... anticipando lo que en esa sesión de Liderazgo me compararon varios años más tarde.

No sé si sería por eso, quizá, pero me adelantaron dos años el ascenso a Oficial 1ª, así que con 33 años, edad a la que mi abuelo daba mucha importancia (la edad de Cristo, decía), ya tenía adjudicada una categoría para “mantener” toda la vida, igual que habían tenido, o algo más, todos los antepasados de mi familia.

 

 

El consultor

He revisado mis papeles porque nos cambian de planta en el edificio y, algo arrugado, ha aparecido el currículum que redacté para presentarme a la vacante de Consultor Interno de Recursos Humanos.  Ha pasado el tiempo muy rápido... y muy intenso.  Había silencio en la oficina, estaba solo, con cierto enfado por esta labor de escrutinio de documentación, libros y revistas a un lado, informes en otro, tareas pendientes más allá...  así que me he dado un respiro en la terrible decisión de eliminar cosas y me he dispuesto a revivir mi historia.

Siempre fui, lo soy, rebelde ante los tradicionalismos.  Por eso, me he detenido más en considerar las experiencias que no aparecen en el listado antes que en las reseñadas como valor para venderme en el mercado de trabajo.  EGB, BUP y COU con muy buenas notas... y muy mal comportamiento.  Me expulsaron de clase la primera vez en sexto por discutir airadamente un castigo del profesor de Lengua al oponerme a su exigencia de llegar a clase bien peinado.  Mi cabello es un deshecho y no quería pasar más de media hora frente al espejo.  Había algo bajo la superficie, no fue ese el hecho de mi protesta.  El señor cura desborbaba pasión de dictador y nadie se había atrevido a levantarle una frase más allá del volumen permitido.  Enseñar, para mí, no era asustar con las preguntas del examen, ni aprender era memorizar los resúmenes de los temas o asentir en clase ante sus exigencias de comportamiento cívico.  Y me rebelé.  Rebelión que me duró diez años: delegado en todos los cursos, representante del alumnado en la Escuela, líder revolucionario ante cualquier propuesta de “antigestión” universitaria...

Tampoco rezaban en mi currículum los despidos en dos bares donde trabajé durante los veranos porque no soportaba las malas maneras de mis jefes para pedirme que alargara mi horario sin cobrar horas extraordinarias, o para que sirviera alcohol de garrafón, o para que invitara a según quién porque era algún señor importante.

Y no consideré oportuno incluir mi experiencia como vendedor a puerta fría de libros y enciclopedias, a pesar de que conseguí en el primer año superar a todos mis compañeros en ventas y a mi padre en sueldo durante tres meses consecutivos y a pesar de que ese trabajo tan duro me hiciera sentirme como una persona libre en una actividad cuyo contenido tenía que ver con el aprendizaje y el crecimiento.  Ahora me doy cuenta de que sin incluirlo perdí una baza importante para ser elegido en la selección.  Gracias que no hizo falta y mi entrevistadora quizá intuyó esos aspectos para dar su informe favorable.

Soy Consultor Interno de Recursos Humanos, en el equipo de Desarrollo de Personas que el nuevo Director incluyó en su estructura hace casi dos años.

Antecedentes de rebeldía, de trabajo autonómo, de interés por el aprendizaje y el crecimiento, por el cambio...  Ahora sé darme cuenta de que son ingredientes fundamentales para sentirse válido en el puesto que desempeño... aunque no anticiparían un adecuado rendimiento en un departamento contable, donde la sumisión a la norma y el encierro tras una mesa eran las características más representativas de la tarea a realizar.  ¿Por qué entonces soporté estoicamente nueve años en esa ocupación?

Cuando ingresé en la empresa, nadie se preocupó de preguntarme, o de deducir, lo que yo tampoco entonces estaba en condiciones de responder: mis preferencias de desarrollo profesional.  Presentaba la Diplomatura en Empresariales, algunos cursos sobre Gestión de Empresas, de Informática Básica, conocimientos de Inglés y la matrícula en 4º de la Licenciatura.  Con esta base, es lógico que al presentarme a unas vacantes de Administrativo en mi empresa actual, los seleccionadores me colocaran en el Departamento de Contabilidad Analítica, sin prestar mayor atención a los aspectos de mi personalidad que antes he mencionado.

Detrás de esta decisión se encontraba mi padre, que ya estaba algo harto de que viviera a cuerpo de rey a cuenta de sus esfuerzos (los ingresos de las ocupaciones paralelas iban íntegros a juergas y otros menesteres lúdicos), y cuya principal preocupación era que encontrara un trabajo estable para toda la vida.  En vista de su autoridad y de que cierta razón tenía, accedí a la propuesta de un amigo suyo para presentarme a la solicitud de la empresa.

En la asignatura de Contabilidad de Costes había obtenido Matrícula de Honor, así que la base teórica se mostraba más que suficiente para tener éxito.  Mi primera tarea fue introducir datos en una pantalla de fósforo blanco que se apagaba de manera secuencial a partir de las doce de la mañana, caldo de cultivo para que surgiera mi vena rebelde y fuera a parar al despacho del Director.  ¿Por qué no lo hice?

El primer día me recibió un hombre joven, informal, alegre y dispuesto a dejarme hablar desde el primer momento.  Charlamos de mil cosas antes de llegar al contenido del puesto: de mis aficiones, de mis intereses, de mis aspiraciones, de mi familia, de mis amigos... todo contrarrestado con anécdotas suyas sobre los temas en consecuencia, de tal manera que más pareció una conversación entre amigos, que entre jefe y empleado, puesto que era mi jefe desde ese momento.  Me contó sus andanzas, primero las personales, luego las profesionales, para sobrevolar la historia de la empresa, la estructura organizativa, los objetivos del departamento y el perfil de mis compañeros antes de darme una vuelta por el edificio y por la oficina presentándome a todo aquél o aquélla que se nos cruzara por los pasillos.  Al terminar estas andanzas sobre las dos de la tarde, me mandó a casa con “ya está bien para el primer día”.  ¿Anticipaba este comportamiento una rebelión ante la primera tarea asignada? Claramente, no.  Me sentí seducido por esta recepción y seguí estándolo porque no acabó ahí.  En la semana siguiente, estuve una jornada completa con personas de distintas áreas que me dieron una visión global del proceso en el que me iba a insertar “como una pieza de vital importancia” para el resultado final del producto.

Cuando me senté por primera vez ante el terminal llamado cariñosamente “cabezón” supe deducir dónde iba a parar cada dato que alimentaba.  ¿Rutinario?, sí.  ¿Molesto?, sí... pero aquel trabajo había sido dignificado previamente con una adecuada adaptación, tanto emocional como técnica, culminada con un curso de formación que concretó la adquisición de habilidades en el manejo del Sistema Informático Contable.  Podía sentirme agobiado, constreñido, enfadado, pero todos esos sentimientos habían empezado a contenerse antes de que se produjeran, y siguieron estándolo con el seguimiento directo de aquel hombre joven y alegre, que al menos cada semana se interesaba por mis progresos, mi estado de ánimo, mis resultados...

¿Puede entenderse entonces que renunciara a mi rebeldía?  Creo que sí.  Además, cuando mi primera sugerencia fue escuchada, atendida y aplicada (hubo más, no sólo una) culminó mi convencimiento de que a pesar de no aparecer mi nombre en el organigrama oficial, yo era ese eslabón fundamental del que hablaba el Presidente en la Junta General de Accionistas.

Durante nueve años disfruté de este liderazgo.  El hombre joven ascendió y yo con él.  Sé que mis méritos obraron el ¿milagro? de conseguir la promoción y me seguí sintiendo en ese ambiente de euforia que te catapulta a dar lo mejor de ti mismo, sin reparar en la nómina de fin de mes, ni en la silla incómoda, ni en el programa “colgado”.

En el nuevo puesto que mi líder me asignó, debía viajar durante tres meses al año por las diferentes sucursales para coordinar la elaboración de los presupuestos, realizar la revisión semestral y consolidar los datos finales, respectivamente.  Y ahí regresó el espíritu rebelde.

Pero mi conjura no fue contra el hombre alegre, por supuesto.  Sin salir del “palacio”, es decir, del edificio corporativo, había llegado a la ingenua conclusión de que toda nuestra empresa era regida por el mismo patrón para la gestión de las personas. ¡Qué lejos de la realidad!  Más bien me encontré con lo opuesto, casi con la reverberación de mi profesor de Lengua en cada uno de los jefes operativos, personas cerradas, opacas, autoritarias, algunas envueltas de tiranía y, sobre todo, de desinterés, incluso desprecio por los integrantes de sus equipos.

Al regreso de mi primer viaje, casi destrozo la silla de confidente del despacho de mi responsable.  Sonrió, me dejó hablar y me explayé con tantos exabruptos que cualquier observador externo habría propuesto levantar un busto en honor de la paciencia del oyente.  Mientras iba desinflándome en mi proclama, él iba tomando postura de educador.  “¿Por qué crees que está tan mal todo?”, me lanzó.  Quise volver a un discurso incendiario, pero su mirada me desconcertó.  Al no encontrar respuesta, prosiguió: “¿Cómo lo cambiarías?”.  Tampoco supe contestar.

A partir de aquel momento, sin ceder en mi rebelión, me dediqué a observar con más detenimiento las acciones de los jefes.  Mi labor, control de costes, fue cobrando mayor relevancia en cuanto llegaron directrices del Consejero Delegado para lograr mayor eficiencia, estrategia que siempre juzqué mal entendida, puesto que íbamos a parar al control infantil de los viajes, las fotocopias, las llamadas de teléfono y el café de las reuniones.  En la mayoría de las sucursales era recibido por la más alta autoridad y tratado como un comisionado de las altas esferas, algo así como un jerarca del FMI que fiscaliza la aplicación de un préstamo.  Nunca, nunca pretendió ser esa mi actitud, pero el miedo, la sumisión y muchas veces el servilismo ponían en personajes con alto cargo actitudes que me hacían soltar carcajadas en solitario.

Después de comprobar la abundancia de actitudes abusivas, desprecio, maltrato psicológico, me entraban deseos de usar mi “ascendencia” para reventar al aplicador el presupuesto de ese año o redactar un informe demoledor sobre su bajo nivel de eficiencia en la gestión.  No lo hice porque al llegar a mi mesa la rebeldía ya estaba diluida.  Luego de cumplir con mi tarea con la mayor profesionalidad, intentaba dar respuesta a aquellas preguntas del hombre alegre, y al seguir sin una respuesta coherente, la rabia se volvía contra mí y mi ineptitud.  Cosas del carácter.

Fueron seis años entre números, sumas, restas y ratios en los que nunca me cansó una labor tan fría.  Hoy me asombro todavía de que fuera así, porque estos meses me han dado a conocer mis facetas escondidas sobre el verdadero sentido que quiero dar a mi labor en la empresa.

Don Pelayo de la Casta

1.- Cuando Jesús L’Hôtellerie, directo descendiente del Barón de Warsage, murió, me contaron que habían encontrado entre sus pertenencias unos legajos cuyo contenido presagiaba una aventura del calibre andante de Amadís.

En vista de que hace cuatro lustros, el ilustre descendiente me honró con sus enseñanzas al ser compañero veterano en mi primera andadura laboral, tomé su búsqueda como un reto y me dirigí presto, en una corta visita a Zaragoza, pues ahora vivo en Madrid, al bar donde mataba las horas tristes de su soltería jugando al guiñote con principales señores de su barrio egregio.

Las noticias que allí me dieron dirigieron mis pasos a su casa de la calle Supervía, donde vivió junto a su madre.  La señora, con ochenta y siete primaveras que no dejaban graves honduras en su piel, me agasajó con una copita de moscatel mientras habló largo y tendido de las cualidades de mi compañero con esa pena amarga de quien ha sobrevivido a un hijo.  Al despedirme, me hizo un regalo venturoso: la carpeta colorada cuyas cintas de raso desgastado sujetaban unos cuantos folios amarillos.

Lo imagina usted bien, amigo lector: se trataba de la mentada historia.

Constaba de muchos pergaminos, cuartillas y octavillas, rellenas de apuntes, que unos parecían tomados “in situ” y otros elaborados con más tranquilidad.  Descubrí otra letra además de la del Barón, que, por mis recuerdos y deducciones, correspondía  a Luis Mata Vilches, otro compañero fallecido y que siempre compartió una relación de amor y odio con el hombre de sangre azul, una relación de amistad que se prolongó por más de cuarenta años, basada en una admiración mutua que ninguno de los dos quería reconocer.

Me volví a Madrid con el cartapacio bajo el brazo, sin meterlo en la maleta para no perderlo de vista ni un segundo de descuido. 

Anticipo algo que descubrí luego de la lectura exhaustiva de aquellos escritos.  El Barón y Luis querían escribir una novela con las andanzas del protagonista, y nunca, nunca, revelaron la existencia de esos legajos, salvo a quien me hizo la confidencia, a la sazón Elena Santolaria, partícipe de la remesa de novatos en la que me incluí para ingresar en la empresa, que sólo lo recordó al comunicarme el fallecimiento de su poseedor.

El susodicho personaje se llamaba Don Pelayo de La Casta, filiación confirmada por mis averiguaciones posteriores, que realicé suponiendo equivocadamente un posible seudónimo para las aventuras escritas.  Don Pelayo de La Casta Juárez (el segundo apellido no aparece en los legajos, es producto de aquellas comprobaciones) anduvo por Manchosa (nombre ficticio de la empresa que introduzco a título personal) en los años 60, proveniente de una filial del Pirineo, donde ejercía de Gerente antes de la compra y absorción por Manchosa.

Don Pelayo ya no cumpliría 70 años en esa época de la fusión, y lo describen como un hombre enjuto, de rasgos afilados, con manos huesudas y piernas largas, barba en disminución hasta una punta retocada con gomina, y un pelo blanco, casi abundante.  Sus ojos negros tan pronto desprendían arrogancia como benevolencia y generosidad, acompañantes de una mandíbula, mentón y pómulos pronunciados.

Parece ser que en el pacto de compra se mantenían los derechos de todos los trabajadores de la empresa absorbida.  Don Pelayo recibió una suculenta oferta para su jubilación, pero negóse en redondo, ofendido, sintióse humillado y maltratado.  La Dirección de Manchosa le adjudicó entonces una labor de coordinación interdepartamental, algo menuda y falaz, pero le mantuvo su vehículo de empresa, un Mercedes blanco, con su conductor de toda la vida, don Paco Sánchez.

Don Pelayo había sido un Gerente estricto, pero por los adentros de sus dominios fue considerado como un hombre ecuánime, algo idealista en sus proyectos, aunque ajustado en las cuentas de resultados que nunca descuidaba a final de año, y sin perder de vista el futuro.  Al ser el principal accionista de la empresa absorbida, hizo abundante caja con la venta, pero nadie le percibió un cambio en sus costumbres de vida, siempre austeras y comedidas, salvo en sus trajes grises, de impecable factura, y en sus sombreros, de fieltro y ala ancha.

Nuestros relatores cuentan que llegaron a sus oídos las actuaciones de Don Pelayo como Adjunto al Consejero Delegado, cargo que hacía constar en sus tarjetas de visita con trazas de letra gótica.  Y en ocasiones hasta solía trocar el nombre con el adjetivo para mentarse Consejero Delegado Adjunto.  No parece que recibiera amonestación por ello, sino una cándida sonrisa de indulgencia.

 Paco Sánchez derrochaba campechanía, la propia de un aragonés criado bajo techos de cobertizos, los que su padre guardaba con cuidado en la ganadería de Los Chaparros, gente negociante de terneras en las tierras de Sabiñánigo.   Y su padre tuvo la responsabilidad en la selección de Paco para desempeñarse como ordenanza primero y chófer después en la empresa de suministro eléctrico para la comarca.  Don Pelayo poseía una finca, en cuyo acceso un olmo incomodaba la entrada de su nuevo automóvil.  Así, en el Casino, dejó caer que daría un puesto en su empresa a quien lo talara.  Escuchólo Sánchez padre, cortó el árbol, y aprovechó para dar salida a su hijo Paco, de quien poco sacaba como ayudante de porquerizo.  Fue Don Pelayo consecuente con su oferta y aceptó el trueque del padre por el hijo, por lo cual el muchacho pasó a engrosar la nómina como un obediente y aplicado ordenanza, durante cuyo ejercicio aprendió a leer, escribir y hacer cuentas con precisión, incluso con cálculo mental.

Y fue el Gerente General, el que, cinco años más tarde, financiara el carnet de conducir de Sánchez hijo para que pasara a ser su chófer privativo, aunque tuvo su primer automóvil propio muchos años más tarde, un Citröen 2CV gris perla al que llamaba “Burro”. Los pocos movimientos físicos de su oficio y la afición a la comida abundante le dieron una configuración rechoncha y coloradota, que aliñaba con gran salero y filosofía parda, lo que agradaba sobremanera a Don Pelayo.

 

 

2.- Allá donde asomara Don Pelayo se armaba el revuelo.  Parecía que seleccionaba sus actuaciones por olfato, pues su intervención se juzgaba oportuna y acertada en la mayoría de las ocasiones.   Veamos, verbigracia, la primera que cuenta el Barón.

Hizo el buen hombre su aparición por las dependencias de la planta baja del edificio social.  Le seguía con pasos cortos y rápidos su fiel lacayo Paco, que apenas alcanzaba a mantener los dos pies en el suelo para ir a unos metros de su jefe.  Don Pelayo siempre caminaba seguro y firme, mentón levantado y mirada retadora.  El señor Sánchez bufaba por el esfuerzo de trasladar su enorme barriga a la velocidad necesaria.

Sortearon el mostrador de mármol donde se atendían las reclamaciones de facturación, bandeando con fuerza una puerta baja con bisagras de muelle.  Obvió las miradas de los abonados que guardaban fila y se dirigió hacia la puerta del despacho acristalado de don Julián Cortés, desde donde podía vigilar el buen hacer de sus probos empleados.  Pero no se detuvo dentro del despacho, sino que lo atravesó a la misma velocidad para llegar a la otra puerta que daba acceso a la sala de trabajo de los oficinistas.  Don Julián lo miró alucinado.  Sánchez, tropezando con las sillas de confidente, aún se atrevió a rumiar un ‘buenos días tenga usted’, mientras hacía una reverencia.  Casi llegó a empujar a Don Pelayo, que se había detenido oteando el horizonte.

Buscaba un objetivo mirando a cada uno de los empleados, que habían dejado su labor ante tal presencia extraña en su ámbito de dominio.  En cuanto lo hubo encontrado, allí que se dirigió, ahora con calma y delicadeza, como procede en el acercamiento a una dama principal.

–¿Es usted doña María Pilar Salas? –inquirió a la señorita más alejada de la entrada.

–Sí,  soy yo.

Don Pelayo le tendió su mano con suma educación.

–Mi nombre es Pelayo de La Casta, Director Adjunto al señor Consejero Delegado y responsable de asuntos varios en torno y dentro de la compañía.

La muchacha se levantó, pero el Adjunto le espetó con suavidad, aunque con firmeza, en un volumen extremadamente bajo:

–No, no se levante.  Sólo quiero hacerle dos preguntas para verificar mis informaciones y  mis pesquisas.  ¿Será tan amable usted de responderme?

–Si está en mi poder.

–Lo estará, lo estará.  Señor Sánchez, tome, tome nota del evento, por favor.

Paco sacó una libretita y con lápiz se aprestó a dejar por escrito la constancia que le requería su señor.

–Veamos, María Pilar.  ¿Es cierto que el señor Cortés, jefe de usted, el pasado día 24, a las 12:30 de la mañana, le dirigió, con voz alterada y manifiestamente incorrecta, una frase que más o menos vendría a decir esto: “Cierre la boca.  Aquí no le pagan por pensar, sino por trabajar”?

La señorita tragó saliva y comenzó a ponerse pálida porque el mentado señor Cortés se había levantado de su silla y posaba, erguido, manos atrás, mirada de soslayo, al otro lado de la mampara, desde donde veía lo ocurrido.

Don Pelayo pareció percibirse de tal situación, por lo que se giró, se estiró como un torero ante la presidencia, alargó su brazo en alto y en diagonal, y, mirando al observante, le dirigió un gesto despectivo moviendo la mano arriba y abajo.  Extrañamente a su condición autoritaria, don Julián se retiró.

–¿Y bien, señorita?

–Sí –contestó ella en un susurro.

–Tome nota, Paco.

–Así lo hago.

–La segunda pregunta.  ¿Ha sido usted desagraviada por el señor Cortés?

–¿Cómo dice, señor?  No entiendo a qué se refiere.

–Si le ha proporcionado alguna explicación, disculpa, dispensa o descargo por tamaña alocución atentatoria a su persona...

–¡Ah!, no, no.

–¿Todo registrado, señor Sánchez?

El fedatario asintió con la cabeza y un ligero mugido.

Así como lo escuchó, Don Pelayo se dirigió hacia la puerta que antes había atravesado y, justo habiendo sobrepasado un metro su dintel, con un papel en la mano que Paco le proporcionó, comenzó la siguiente exposición:

Don Julián Cortés, Jefe Superior de Facturación, sea usted enterado por esta vía de lo siguiente.  El pasado día 26, recibió Nota de Régimen Interior número 3257, de mi autoría y con firma y sello que lo corrobora, del tenor siguiente: “He sido informado de que el día 24 de los presentes, a las 12:30 de la mañana, en presencia de todo el elenco de sus empleados, hizo uso de formas y palabras incorrectas hacia la señorita doña María Pilar Salas, en las que cuestionaba su valioso aporte a la compañía, en forma de ideas o pensamientos para mejorar un proceso de trabajo.  Sepa usted que ese comportamiento tan infame ocasiona un grave perjuicio a los resultados empresariales, además de atentar contra el respeto debido a toda persona, y más a una empleada de esta casa.  La capacidad de pensar resulta inherente al ser humano y es su responsabilidad aprovecharla y aplicarla, incluso incentivarla en todos los empleados a su cargo.  Deberá disculparse ante la persona agraviada, así como ante el resto de sus compañeros.  También deberá dar prueba de que usted impulsa acciones para que todos, y no sólo usted, aporten descubrimientos para dar valor al trabajo.  Firmado: Don Pelayo de La Casta”.

Carraspeó ligeramente antes de levantar la vista del papel para clavar sus ojos en la cabecita pelada de don Julián.

–No espero que diga nada.  Sólo he venido hasta aquí para informarle públicamente de que esta felonía va a quedar reflejada en mi Noticiario mensual de Acciones, que es elevado a la Comisión de Desarrollo, desde donde le harán llegar una réplica valorativa, que espero sea tan negativa como la mía, y le haga reflexionar.  Estas señoritas y señores –señaló hacia la sala, son testigos de mi reprimenda más severa.  Si antes de diez días, usted se dirige a mí presentando sus excusas y solicitándome soluciones dignas para sus comportamientos futuros, estimaré indicar a la Comisión su arrepentimiento y acto de contrición ante tamaña afrenta.

Y se fue.  Se fue tal como llegó, mientras revisaba las notas de Paco después de quitarle al vuelo la libreta.

Luis Mata le asignó el apelativo de Defensor del Empleado, el botones Mariano le nombraba Capitán Trueno, y en el Jurado de Empresa se reían de sus andanzas llamándolo El Abogado de los Imposibles.  Pero la realidad era que sus actos no quedaban sin conclusión.  Don Julián Cortés fue apercibido por el Jefe de División Comercial mediante una misiva en la que irónicamente reforzaba los mensajes de aquella NRI, número 3257.  Ah, y parece ser que el ‘sobre’ del señor Cortés quedó mermado un par de puntos porcentuales sobre su salario sin complementos.

 

 

3.- El Mercedes blanco cabalgaba presuntuoso por las carreteras de Aragón.  Se convertía en un rocín que, a paso lento, sin llegar siquiera al trote, transitaba por los más recónditos lugares para hacer su entrada allí donde la presencia de Don Pelayo fuera necesaria.

Pero al igual que su dureza podía exorbitarse ante los incumplimientos, también desbordaba capacidad de ayuda si era requerido con prestancia.  El Jefe de Zona Teruel, que como Don Pelayo procedía de la Gerencia General de una empresa absorbida por Manchosa, le remitió una NRI, número 19254, en la que con un estilo solícito, demandaba asesoramiento en materia de mando para solventar un grave conflicto laboral.

Y allí que dirigió las revoluciones de su montura, cuya decrepitud le provocó un paso penoso por las estribaciones del puerto de Paniza y en las curvas de Burbáguena. 

Don César Prieto, sabedor de la ascendencia que Don Pelayo gozaba en la empresa, había solicitado su intervención para dirimir un largo conflicto sobre aplicación de complementos en el recibo salarial a un grupo de operarios que trabajaba a turnos cerrados de 24 horas, siete días a la semana.  Fue recibido con gran boato, como correspondía a su nivel jerárquico.  Don César, acompañado de su Jefe Técnico, le expuso el problema y la confianza que tenía en que su intervención le pusiera fin.

–Tome nota, Paco –ordenó.

Esperó pacientemente, en un silencio sepulcral que podía cortarse con una espada, a que su sirviente le hiciera un gesto de asentimiento.

–Verá, don César, no tengo por costumbre intervenir personalmente en la resolución de conflictos, porque el buen mando se hace con la práctica, que supone asumir las riendas de sus funciones.  Le agradezco su confianza en mí, pero sólo le aportaré unas directrices para que se oriente en su proceder.  Informaré positivamente de su actitud en la Comisión de Desarrollo.  Queden ustedes con Dios.

A los pocos días, en Zona Teruel se recibió la NRI número 3314 del siguiente tenor:

 

“Un jefe nunca debe derivar el accionar con sus empleados a un tercero, salvo caso de extrema gravedad, entendida como catástrofe inevitable.  Podrá recibir ayuda o consejo, asesoría u orientación, pero el enfrentamiento con el problema se acometerá sin intermediarios para conseguir varios objetivos:

 

  • Adquirir práctica en las técnicas efectivas de gestionar.
  • Transmitir autoridad al conjunto de sus empleados, de tal manera que ellos sientan que están en manos de un directivo competente.
  • Recibir vis a vis los pareceres y consecuencias de sus acciones y disponerse después a la reflexión para mejorar los resultados en la siguiente oportunidad en la que deba aplicar similares modales.

 

Señor Prieto, usted es ejemplar en la administración de transformadores, líneas y redes.  Sabe sacar de ellos el mayor rendimiento aplicando las instrucciones que le indican los manuales de montaje y mantenimiento, de alivio de cargas, de fechas de renovación.  Tiene bajo su cargo importantes recursos, ¿no es verdad?  Pues aténgase a que todos los empleados que le reportan son recursos, recursos humanos, hombres y mujeres,  y su responsabilidad, ¡la suya!, no la mía ni la de la Jefatura de Personal, es que aporten su máxima producción.  Pero ojo, igual que usted sabe qué tornillo debe desenroscar para cambiar el aceite del transformador, lo mismo está obligado a conocer qué resortes debe utilizar para que sus empleados sean cada día mejores en ese proyecto a largo plazo que es Manchosa.

Me estoy aplicando en redactar unas bases de actuación que estaré gustoso en enviarle.  Tan sólo necesitan la aprobación de la Comisión de Desarrollo y de nuestro Consejo de Administración.  En ellas leerá esas instrucciones específicas para personas, y no para esclavos ni herramientas ni aparatos, que le proporcionarán las claves para que ellos y usted sonrían al observar los resultados a corto, medio y largo plazo.

Quede Ud. en el Amor de Dios”.

 

Tuve el honor de conocer a Emiliano Oliva, un administrativo puntilloso que llegó a ser compañero mío durante dos años.  Tras mis indagaciones, averigüé que anda por ahí un librito que relata su historia bajo el título “Epistolario de un oficinista”, tomando prestado dicho personaje con el seudónimo de Ponciano.  Lo he leído, y se lo recomiendo a usted, estimado lector.  De mis recuerdos, puedo apuntar que Emiliano pudiera fallar algo en su cordura, puesto que fabulaba en torno a unas supuestas misiones que le eran encomendadas aparte del trabajo, con supuestos contactos a niveles muy altos del Ministerio del Interior.  Igualmente, hablaba de Inma, una novia, hija del General Sanjurjo, con la cual  siempre estaba a punto de casarse, con gran pompa y festejo, en el altar mayor de la Basílica del Pilar.  En su trabajo, era aplicado y pulcro, exigiendo ante los jefes deferencias por su cargo externo.  Poca gente le hacía caso.

A Emiliano, don Tomás Aldama, Jefe Superior de Contabilidad, le cogió manía.  Pudiera ser que fuera por esos aires de importancia o por un error en un apunte, sí, quizá por tan poca cosa, pues el tal Aldama oscilaba desde el paternalismo hasta la más cruel tiranía en función de que soplara cierzo o bochorno.  Y como el cierzo es el viento más habitual en Zaragoza, gélido con las nieves del Moncayo, así de hiriente era el estado habitual del dictador.  Según cuenta L’Hôtellerie, el señor Oliva quedó defenestrado en un rincón, con una mesa adjudicada que semejaba un mapa en relieve, dados los escorchones que ostentaba en su tablero.  La silla bien pudiera haber servido de instrumento a un inquisidor, dura como el granito en su asiento y similar a un potro de tortura su respaldo.  Se le había confiscado la calculadora y limitado el uso de lápices y gomas, utensilios imprescindibles para realizar un trabajo eficaz.

Don Pelayo apareció como un resorte escapado de un sillón malherido.  Casi ni le oyeron llegar a no ser por los resoplidos de Paco, que llegó unos segundos más tarde.  Púsose el señor de La Casta en posición de ataque frente a la puerta del despacho, cerrada a cal y canto y, con patada lateral dirigida a la cerradura, la golpeó seca y duramente, manteniendo la posición de guardia cuando el arco quedó franco. 

 

 

4.- El Jefe de Contabilidad gritó con autoridad y Don Pelayo contestó con fiereza:

–Cállese.

Dejó pasar el instante de desconcierto y llamó a don Emiliano a su presencia.  El hombre, asustado, acudió obediente.  Sin atravesar el dintel, con Aldama a cierta distancia previsora, pero con el rostro inflamado, el Defensor del Empleado, con la mano apoyada en el hombro del trabajador agraviado, usando voz de arenga, soltó en voz muy alta:

–Es usted –y le señaló con un índice acusador un bellaco y malandrín que no merece acogimiento en esta empresa.  Su hostilidad hacia las buenas maneras le incapacitan para desempeñar cualquier cargo y, si en mis manos estuviera, fuera confinado a las mazmorras de Argel, con un moro perverso de carcelero que le azotara cinco veces al día con un verga de toro.  ¡Avergüéncese!, baje la mirada, humíllese.

De La Casta mantenía el dedo como el cañón de un arcabuz dirigido hacia el entrecejo del villano.  Y cuando éste, rojo grana cual pimiento, quiso responder:

–¡¡Cierre esa boca arpía!!  ¡Ciérrela si no quiere que la llene de escarabajos y babosas que le impidan una sola frase infiel!  Va a ser castigado con el más terrible de los tormentos, la indiferencia, la indiferencia, la indiferencia.  Desde hoy, será desposeído de sus galones, trasladaré su despacho al sótano y su ficha de entrada será marcada con el negro fúnebre de los condenados.  Más grave que un despido, más duro que el alejamiento, señor Aldama, la merma de su salario será tan sustancial que deberá rogar limosna para un frugal alimento.  Y si dimite, yo me encargaré de que nadie se muestre indulgente con este desprecio que elevaré hasta el Gobierno si es preciso.

Don Pelayo se llevó a Emiliano y lo colocó en el departamento de Administración Comercial.  Los legajos no dicen nada de las posteriores consecuencias acaecidas con el Jefe Superior de Contabilidad.

Me quedan dos episodios reseñables a transcribir, episodios que hablarán de la grandeza de don Pelayo de La Casta, de su corazón y de su ideario, como dos complementos encajados a la perfección que descartarán todo atisbo de locura en el proceder del Caballero del Blanco Mercedes.

Tengo delante de mí un folio amarillento, escrito a máquina Olivetti, con anotaciones en los márgenes que parecen manuscritas por Luis Mata con su caligrafía rechoncha y almibarada, círculos a modo de puntos sobre las íes y las jotas, comentando unos párrafos que no sé clasificar si como transcripción de un hecho, como carta original o como creación de una pluma prodigiosa.  Lea usted.

Para vos sólo soy de masa y de alfeñique, y para todas las demás soy de pedernal; para vos soy miel, y para las otras acíbar; para mi sois la única, la hermosa, la discreta, la honesta, la gallarda y la bien nacida, y las demás, las feas, las necias, las livianas y las de peor linaje; seré caballero postrado ante vuestros pies y deshojaré las estrellas para entregároslas y que iluminen vuestro corazón. 

¡Oh, sabed, amada mía!, que en los albores de los reinos que visito siempre acudís a mí en un recuerdo incandescente que me otorga fuerzas para el desagravio del humilde y del desamparado.  Sabed que me inspiráis hasta el más pequeño de mis discursos, donde vuestra huella se eleva para resolver los más intrincados aconteres y entuertos que mi deambular por los caminos me trae.

Sé de la indulgencia que os conduce, de la equidad que obráis para con los menesterosos que solicitan cobijo y amparo en vuestra hacienda.  De este proceder tomo mi ejemplo y mi modelo para dar a mi vida el Amor que aún excuso sin vuestra presencia.  Amor es lo que rige mi existencia, amor por los seres humanos que crecen en este mundo de locos, amor para que crezcan por sí solos, y  se procuren el hallazgo de esa esencia interna que cada uno conserva y que los abusadores anulan por soberbia y altanería.

Os amo, princesa mía, y llegará la luna en la que mis cansadas piernas reposen en vuestro cálido regazo.  Os haré entrega de mis méritos y de mis fracasos, de mis diplomas y de mis errores, y valoraréis con justicia los resultados obtenidos en este difícil sendero que me he trazado para hacerme acreedor de vuestra eterna compañía.

Cerca está el día, amada de mis anhelos.

 

Quizá, como Luis Mata indica, se trate de una misiva dirigida a Marinola de Alquézar, heredera soltera de un terrateniente altoaragonés, habitante en los dominios del valle de Gistain.  No he conseguido datos que atestigüen su existencia, ni más información que la referida por el Barón en una octavilla:  que era la mujer adorada de sus sueños, sólo por ella por quien vivía y actuaba Don Pelayo, la receptora de todos sus comunicados... una bella señora maldita por una hechicera del Pirineo para morir sin conocer el amor, confinada en su enorme caserón de piedra, allá donde las montañas se erigen en eternos vigías de la llegada de su enamorado proscrito.

Con la misma fecha que esa octavilla, hay escritos unos versos:

Por vos cruzo las anchas travesías

con mi paso incierto y dolorido,

con un eterno Amor encendido

que alumbra mis penadas celosías.

Seré caballero sin más amantes

que me trajeran los negros aromas,

que van llenos de cuerdas y maromas,

surgidos en maldades acechantes.

Vuestro para siempre, leal princesa,

vuestro postrado en la esperanza,

volando libre en mi grácil calesa,

sin atender a la sutil  ‘fraganza’

del apetecible desfallecimiento

que me traería la destemplanza.

 

 

5.- Zaragoza, jueves, 14 de junio de 1965, salón del cine Goya, sito en la Calle de San Miguel, frente a la sede social de Manchosa.  Allí se ha convocado la Junta General de Accionistas, para comunicar un ejercicio portentoso que confirmará a Don José Sinués y Urbiola como Presidente de la Sociedad.

Se cumple a rajatabla el Orden del Día, con las intervenciones de los altos comisionados.  La presentación del Estado de Cuentas se salva con grandes aplausos al proponer el reparto de un suculento dividendo.  Y llega el turno de Ruegos y Preguntas.  Don Pelayo de La Casta, Director Adjunto al Consejero Delegado había hecho constar al Secretario General su deseo de intervenir.  Fue anunciado su turno y subió a la tribuna, con un elegante traje gris y unos folios en la mano.

Señor Presidente, señores y señoras accionistas:

“Agradezco la oportunidad que me brindan para comunicar desde el principio mi jubilación como empleado de esta compañía.  Seré breve y conciso como marcan las costumbres de estos eventos.  Si he pedido mi turno es para expresar mi sincero agradecimiento a quienes han sido de eficaz ayuda en mi labor, nada sencilla, de estos últimos años.

“Sepan ustedes, señores accionistas, dónde se deposita el logro de los excelentes resultados que hoy les han presentado.  Nada más y nada menos que en estos eficientes y diligentes empleados de los que consta la plantilla, desde la primera jefatura al último operario.  Sépanlo, entiéndanlo y valórenlo.  Pero vienen tiempos correosos, tiempos que deben marcarnos la anticipación a los obstáculos.  Podrán ustedes aportar financiación, podrán ustedes tomar decisiones de ahorro de costes y eficiencia de procesos, pero conozcan de primera mano que nada será factible si no toman en consideración a quienes deberán transmitir, aplicar y ejecutar esas directrices.

“Señoras y señores accionistas, vienen tiempos de cambio, vienen tiempos para aplicar nuevas consignas que deben basarse en una consideración distinta de lo que siempre hemos llamado, despectivamente, mano de obra.  Ustedes sólo obtendrán su máximo beneficio, al que legítimamente aspiran, si se sienten orgullosos de que esa plantilla de personas abnegadas se ocupen de hacer crecer su capital.  Y ese orgullo debe concretarse en actos que lo confirmen tratando a los señores empleados como ustedes exigen ser tratados por el Consejo de Administración, con el respeto que proporciona el depósito de un capital que siempre puede posarse en otros nidos.  Esos trabajadores también eligen a Manchosa para hacernos depósito de su más preciado bien: su capacidad de esfuerzo, su capital intelectual y su confianza para que sea tratado como se merece, es decir, aumentado día a día.

“Todos los empleados que tienen bajo su cargo la dirección de un equipo de personas deben valorar adecuadamente el aporte industrioso que cada cual deposita en su actividad diaria.  Y también todos los empleados deben entender que nuestros clientes, al igual que nuestros accionistas y proveedores, deben recibir una exquisita acogida en la empresa.  ¿Son ustedes conscientes del ciclo que les estoy proponiendo: accionistas, empleados, clientes, proveedores... y sociedad?  Sí, estimados accionistas, y por qué no decir, queridos o amados accionistas.  Ese ciclo autoalimentable que hoy les presento como despedida de mi andadura profesional es el giro de un molino que continuamente debe ser nutrido con una corriente de agua o viento.

“Les estoy hablando de una corriente de Amor.  Y por favor, que nadie sonría desde la racionalidad que dan los balances, llenos de números, exentos de emociones.  Cada uno de esos apuntes precisos surge de una acción de Amor, y cuanto mayor sea el caudal de la corriente que mueve el molino, más nos hartaremos de números elevados.  No piensen ustedes que los objetivos de una empresa deben estar libres de las emociones que sólo provocan los sentimientos.

“Sean ustedes capaces de ordenar con Amor a su Consejo de Administración que actúe con Amor y la rueda del molino girará más tiempo y más deprisa.  Piensen en el Amor como cauce, como ayuda desinteresada para que cada cual a su lado, incluso cualquier empleado, sí, encuentre un camino digno y venturoso.  Sean capaces y la cuenta de resultados despegará hacia cotas nunca conocidas en los anales de la Bolsa.

“Me retiro a mis aposentos, a mi querido Pirineo donde me esperan otras batallas que también tienen que ver con el Amor que les propongo.  Tomen nota y sean leales a la conciencia que les nutre para enfocar su existencia.  Dios es parte de todos y todos formamos parte de un proyecto único.

“Amen y hagan lo que quieran... los demás les premiarán.

 

 

 

 

 

 

Siendo como soy alguien que se dedica a este noble oficio de ayudar a otros a gestionar personas, me congratulo con un personaje como Don Pelayo de La Casta, adalid de las buenas maneras y lacayo de la urbanidad, un adelantado de luces que plantó su huella como pionero de la bonhomía, que es la mayor virtud que debe ostentar quien quiera ser llamado Director de Recursos Humanos.

Queda con Dios, buen lector, y reitero con el Caballero del Blanco Mercedes: ama y haz lo que quieras... los demás te premiarán.

 

Cide Hamete Benengeli

 

 

 

 

 

 

NOTA: Don Pelayo le ofreció a Paco Sánchez una Jefatura de Negociado y tres sombreros de copa, pero él sólo pidió quedarse con el Mercedes y una buena paga para su jubilación.  Su Citröen 2 CV ya no funcionaba.

Crónica de un despido anunciado

1.- Llegaba a casa después del trabajo y me encontré a Luisa aparcando su automóvil.  Mostraba un rostro alegre y traía en sus manos varias bolsas con compras en distintas tiendas de moda.  Después de los saludos de rigor, me informó jocosamente:

—¿Sabes?  Me han despedido.

—Pero, ¿qué me dices?

—Sí, me han llamado al despacho y me han entregado la carta.

—¿No te habían hecho ya contrato fijo?

—Hace cinco meses, pero ya ves, alegan falta de rendimiento, reconocen la improcedencia del despido y me pagan el finiquito, la indemnización de 45 días y puedo solicitar el paro.

—Y ¿cómo estás?

—Mírame, radiante de contenta, feliz.  Y te lo digo sin ironías.  Hasta me he permitido estos premios –y me señaló las bolsas— a cuenta de la indemnización.

Luisa tiene 39 años.  Había dejado de trabajar a los 29 para acompañar a su marido, que se trasladó como expatriado fuera de España.  Unos años después de regresar, decidió reincorporarse al mercado laboral y fue contratada como vendedora en una empresa distribuidora (la voy a llamar SONRI, S.A.) de productos de saneamiento y baño de un importante fabricante nacional.  SONRISA es una empresa familiar creada en los años 70 por don Faustino, que fue creciendo poco a poco hasta ganarse una buena base de negocio por ofrecer mejores precios que los otros distribuidores de la marca.  Consta de unos 50 trabajadores, de los cuales 14 son vendedores en tienda.  Don Faustino ya estaba dejando la Dirección en manos de sus dos hijos, María Dolores y Julián, ambos con títulos universitarios, Derecho y Empresariales, respectivamente.

La primera entrevista de Luisa con María Dolores tuvo un resultado muy prometedor.  Le aceptaron sus condiciones de horario y jornada (30 horas a la semana en horario de tarde), y le plantearon un mes de formación a cargo de la empresa con contrato al efecto, más seis meses como Ayudante de Dependiente para pasar a la categoría de Dependiente con contrato indefinido si cumplía las expectativas.  El salario se vería complementado con comisiones sobre ventas, pagadas dos veces al año, en cuanto cumpliera los primeros seis meses.

Pasó el período de formación intensa, cumplió los seis meses con el contrato temporal, y cinco meses después recibió la carta de despido con la acogida tan alegre que he relatado.

Cuando comprobé su cara satisfecha al comunicarme una situación que generalmente debe ocasionar el sentimiento contrario, invité a Luisa a tomar un café y le pedí que me contara qué había ocurrido en su experiencia laboral en SONRISA.  Lo que oí, a veces tan surrealista, me dispongo a dejarlo documentado en estas páginas, recordando a un profesor que nos hablaba de la “pedagogía por el contrario”, es decir, que “contar lo que no se debe hacer es un buen método de enseñanza”.

Con Luisa, asistieron al curso otros cuatro aspirantes.  Se desarrolló en la sala de reuniones de la empresa, impartido por diferentes mandos de la empresa.  Allí les presentaron a don Faustino, a Ernesto, el Jefe de Tienda, y a Sonia y Silvia, las dos encargadas.  Junto al Jefe de Almacén y al Jefe de Producto, la mayor parte del curso fue dirigido por Julián, que ejercía de hijo del dueño.

Durante casi un mes, recibieron una charla tras otra sobre las excelencias del producto, sus componentes, los márgenes que dejaban...  y sobre todo, los impresos que debían cumplimentar con cada venta (larga lista de impresos).  También fueron informados someramente de las comisiones, que no presentaban grandes novedades, salvo que eran devengadas por quien acompañaba al cliente para la realización del presupuesto, y no por quien finalizaba la gestión de la venta. 

A lo largo del curso, a una de sus compañeras se le comunicó que no seguiría adelante con la formación, porque no daba el perfil, argumento tan socorrido como vacío de contenido.  Se produjo un fuerte impacto entre los compañeros, puesto que se estaba generando una unión especial entre todos ellos.  Luisa fue incapaz de encontrar una causa para ese “despido fulminante”, salvo que la muchacha se retrasaba unos minutos todos los días a pesar de que vivía justo enfrente de la tienda.

Los tres últimos días recibieron, con gran pompa en el  anuncio del ponente, enseñanzas sobre Técnicas de Venta, impartidas por el delegado de la firma que distribuía uno de los productos, con unos contenidos que rayaban más en la picardía que en argumentos teóricos como, por ejemplo, que había que fijarse en la marca de la ropa de los clientes y orientarlos a productos con precio alto, medio o bajo, según deducción inicial de su poderío económico.

La intervención de las encargadas resultó divertida para Luisa, veterana en estas lides, pues ya había ejercido ese cargo en anteriores trabajos.  Las dos chicas, que rayaban la treintena, hablaron muy seguras sobre las normas de disciplina reinantes en el colectivo de empleados:  “Prohibido fumar en la tienda”, “prohibido mascar chicle”, “prohibido salir a la calle”, “prohibido sentarse en horas de trabajo”, “prohibido subir a la oficina, que ya lo hacemos nosotras”...  “obligado mantener limpio el sector asignado”, “obligado ocupar el puesto de recepción cuando se solicite”, “obligado vestir con el uniforme proporcionado, por supuesto limpio y bien planchado”...

En cambio, la conversación con el Jefe de Tienda resultó más motivadora.  El hombre, casi de cincuenta años, provenía de un cargo similar en unos grandes almacenes con solera que habían cerrado definitivamente.  Llevaba unos cuatro meses en SONRISA, alto, buena planta, agradable en las formas, suave con sus palabras, enfocó sus palabras en que su labor era ayudarles a desempeñar bien su trabajo, que no dudaran en preguntar cualquier duda y que siempre estaría a su disposición.

“Buenoooooo”, pensó Luisa, “al menos parece coherente”.

Con estas premisas, comenzaron los cuatro novatos su andadura laboral en la venta de saneamientos y productos para baño.

Se integraron en un equipo aparentemente dinámico, muy organizado y compenetrado...  “Ummmm…”, algo sospechó ya Luisa de aquel aspecto pretendidamente idílico.

 

 

2.- Sonia y Silvia departían alegremente junto al habitáculo del Jefe de Tienda (él no estaba), una sentada en la silla y otra en la mesa.  Desde allí, abroncaron a una vendedora porque llevaba mal abrochada la falda.  Poco después, salieron muy juntitas a buscar a Estrella, otra vendedora que pululaba por la sala, y se fueron al aseo de señoras a fumar un cigarrillo, con la puerta medio abierta para vigilar ante posibles llegadas de la autoridad.  Por cierto, Silvia mascaba chicle.

Luisa fue adquiriendo más o menos contacto con los distintos compañeros según se ofrecían para enseñarle las reglas y triquiñuelas de la función, sobre todo, del seguimiento de pedidos, que como comprobó algo después en carne propia, desesperarían al mismo Job.  Era inevitable tener más relación con unos que con otros.  De inmediato, observó un excesivo interés de Estrella por conocer sus antecedentes de todo tipo...  Otro compañero, Antonio, le advirtió para que guardara silencio ante “esa arpía que va de correveidile de Julián”.  Por él también conoció la filiación de las encargadas, con un currículum de auténtico mérito para ocupar sus puestos:  Sonia era la hija del Jefe de Obras, accionista de la empresa, y Silvia, la esposa del Jefe de Almacén. 

“¡Qué comienzo, ¿no?!”, comentó alegre Luisa.  Pero ella quería superarse y, como veterana en las lides de la vida, sabía que nada es orégano en el mundo laboral.  Poco a poco, fue haciéndose su sitio, aprendiendo sin problemas un catálogo complejo y atendiendo a los clientes según las normas más elementales de educación, tal como le gustaba que a ella le trataran en cualquier establecimiento parecido.

A los dos meses de su ingreso, uno de los compañeros del curso recibió una amable carta de la Dirección, informándole de su despido.  Razón: bajo rendimiento.  Curiosamente, a pesar de no contabilizarlos aún, sus números eran mejores que algunos de los veteranos, dado que ya tenía experiencia en funciones de vendedor.  Parece ser que tuvo unas palabras de crítica hacia Julián y que salía a fumar a la calle en lugar de hacerlo, como todos, en el baño..

Luisa tardó en recibir su uniforme de tienda, una falda azul oscura y una blusa a rayas amarillas y marino, a modo de vestimenta como de un equipo futbolístico.  Así, acudía a trabajar con su propia ropa desde casa.  Esto le facilitó no tener que utilizar el vestuario, un cuchitril oscuro de unos seis metros cuadrados, donde diez o doce mujeres hacían equilibrios para cambiarse.  La exposición se extendía por cuatro mil metros cuadrados, como bien le gustaba ponderar a Julián y María Dolores.  Y fue Julián quien reprochó a Luisa no vestir igual que las demás.  Cuando ella le informó que aún no había recibido el uniforme, se escabulló con la excusa de que le llamaban de arriba (o sea, su padre).

Esos cuatro mil metros cuadrados se dividían en tres plantas.  Rotaban por ellas todos los vendedores de saneamiento, y se iban relevando en el mostrador de recepción, desde donde se informaba a los clientes del lugar al que deberían dirigirse.  Era una función pesada y aburrida, que debía ejercerse de pie durante las ocho horas, tras un mostrador, y que incluso obligaba a pedir sustitución para ir al baño.  Además, una cámara de vigilancia observaba exclusivamente ese punto de atención.  Se intuía entre los compañeros que la asignación al mostrador era utilizada como medida de castigo, por su tedio y porque casi no se generaban ventas que primaran las comisiones.

Pronto llegó la fiesta de Navidad.  El patrón Faustino invitó personalmente a cada una de la vendedoras.  Se trataba de una cena en el restaurante del propio edificio, adecentado para la ocasión con orquesta y adornos varios.  Ofrecieron un menú apetitoso y variado incluyendo sorteo a los postres de diferentes obsequios, con la garantía de que todos se llevaban algo a casa.  Pero lo más esperado era la entrega del sobre con las comisiones, junto con la designación del Vendedor del Año.  Luisa miraba con distancia porque no tenía nada a ganar.  Charlaba con Antonio:

—O Sonia, o Silvia, o Estrella.  Es más, te diría que, si sale una de ellas, se reparten el premio.

—¿Son tan buenas amigas?

—Íntimas –dijo con sorna Antonio—.  Tanto como para repartirse los importes de ventas de los grandes clientes que no pasan por la tienda.  ¿Has visto en el mes que llevas que alguna de ellas atienda a alguno de los clientes que entran en la exposición, salvo que Julián pasee por aquí?

Ciertamente, Luisa nunca les había visto atender a nadie.

—Estrella no pinta nada en esto –siguió Antonio—, pero se alía con ellas haciéndoles la pelota, “chivándoles” los cotilleos, hablando bien de ellas a don Faustino.  Eso rinde a fin de año.

Tal como Antonio preconizaba, fue Silvia la mejor vendedora, por lo que recibió de regalo un televisor de plasma de 42” más un sobre que iba pegado a su pantalla.  Sólo aplaudían con fuerza los Jefes,  Sonia y Estrella.  Los otros bufaban por lo bajo.

—¿Qué hay en el sobre, Antonio? –preguntó Luisa.

—¡Qué va a ser!  La “pasta”.

—¿Qué “pasta”?

—La de las comisiones.  Supongo que algo más de 3.000 euros, aparte de los que le pagaron en julio, claro.  Ya te habrán dicho que las comisiones se pagan en julio y diciembre.

—Pero ¿se lo pagan en efectivo?

—Claro, niña, en cash y en “B”...  Todito de color negro.

—Y ¿a los demás también?

—Por supuesto.

—Y ¿de dónde sacan tanto dinero en “B”?

—Ya sabes.  Acuerdos con constructores y trapicheos varios.  Aquí se mueve muchísimo dinero negro. Incluso en los pagos a los jefes, no sólo en comisiones, sino parte del sueldo.  También en cobros a los grandes clientes.  Una mafia, Luisa.

En ese momento sonaba “Dulce Navidad” por los altavoces y don Faustino animaba a cantar a los asistentes.

 

 

 3.- A lo largo de los tres primeros meses del año, Luisa asistió a cuatro bajas de la plantilla de vendedores, todas ellas por decisión propia y con un gran contento por su parte.  María Dolores se encargaba de valorar cada salida con un mensaje positivo, pero en algún caso dejó caer comentarios entre líneas sobre aquello que la persona saliente había dejado incompleto o incorrecto, así como si nada, queriendo decir que “menos mal que se había ido, porque si no, tenía el despido en puertas” (según explicó Antonio en grupillo apartado).

Ingresaron nuevas vendedoras, con lo que Luisa esperaba hacer menos horas en el mostrador.  Ya no era la menos antigua de la plantilla.

La primera punzada que sintió se debió a la convocatoria a una reunión sobre los Objetivos del año, que fue preparada para las 9:00 a.m., una hora antes de la apertura y a la que fue invitada, a pesar de que era su día libre (como la tienda abría de lunes a sábado, cada persona disfrutaba de una jornada libre rotativa).  Alegando su horario de tarde, expuso que a esa hora era imposible su asistencia porque llevaba a su hijo al colegio.  Julián puso mala cara, pero lo aceptó.  Posteriormente, sus compañeros le informaron del contenido de la reunión con mucha rabia y enfado, pues podría resumirse así:

—Hemos disminuido las ventas en un 20% sobre el año pasado y los culpables sois vosotros, que no habéis vendido lo suficiente.  Espero que os apretéis las tuercas este año porque las comisiones se pagarán sobre importes que sobrepasen un 15% el mínimo del año pasado.  Y no quiero excusas. 

A continuación pasó a enumerar los productos bonificados, es decir, aquellos cuya venta se primaba porque dejaban mayor margen. 

—Ahora bien, no se pagarán bonificaciones a quienes no hayan llegado al mínimo de ventas en el mes anterior. 

Y con voz elevada:

—¡Y haremos reuniones de estas cada dos meses.  Espero que asistáis todos sin falta.  En lunes a las 9:00, como hoy!

Luisa nunca pudo acudir a las reuniones.  Algunas compañeras que habían faltado a ellas en alguna ocasión le dijeron haber notado cierta merma en el sobre de las comisiones, sin posibilidad de reclamación, claro, pues los datos para el cálculo eran un secreto llevado desde la oficina.  Se rumoreaba que lo utilizaban para descuentos por sanción encubierta u otras razones, como Luisa comprobaría meses más tarde en cabeza de Antonio, por un error del chico en la facturación, que la empresa hubo de aceptar porque el cliente apeló al precio fijado en el presupuesto.  Los 250 euros de diferencia quedaron descontados en el sobre de las comisiones del vendedor. 

Luisa aprendió pronto los catálogos, productos, márgenes y se afanaba por atender bien a los clientes, pero...

El papeleo era inmenso: presupuestos, albaranes, pedidos, facturas... todos por duplicado, escritos a mano y luego pasados al ordenador con las incidencias de cada caso... seguimiento de las fechas de entrega pactadas y vigilancia de la llegada del producto al almacén para después organizar la entrega con los portes de la empresa. ¡Ah! y prohibición expresa de contactar con los proveedores, que de eso se encargaban en la oficina.  Así, luchaba continuamente por acoplar plazo pactado y período real, pero se encontraba con la sorpresa de que reservaba en el almacén un producto y, al ir a recogerlo para la entrega, había desaparecido porque lo necesitaban para un gran cliente.  Luisa se deshacía en excusas y buenas palabras con los clientes de menudeo, pero las broncas eran descomunales.

Mientras tanto, Julián se paseaba ufano por la tienda, haciéndose notar como The Boss, guiñando el ojo a sus aduladoras que le chistaban en sus desfiles.  María Dolores también hacía acto de presencia de vez en cuando para pasar el dedo buscando polvo por encima de los estantes.

Ernesto, el Jefe de Tienda, se fue.  Nadie supo por qué, pero se fue.  Los rumores hablaban de despido.  Parece ser que la realidad se teñía de color diferente.  Se marchó por su voluntad pactando la salida.  No tenía padrino en la casa y las dos encargadas ya se encargaron de ir anulándolo, jugándole malas pasadas: le ocultaban información, le daban datos falsos, dejaban que se equivocara...

Julián asumió el rol de Ernesto, pero en realidad continuó con su pasividad habitual, salvo para controlar y pavonearse.

Luisa esperó ansiosa el día de la renovación de su contrato.  Y todo transcurrió con naturalidad.  María Dolores la llamó a su despacho y firmaron un contrato indefinido con categoría de Dependienta.  Ahora bien, su horario parcial no le disminuía el objetivo global de ventas, por lo que para cobrar comisión debía conseguir un volumen mínimo igual a sus compañeras de tiempo completo.  No le valieron de nada las argumentaciones...

Antonio quería conseguir la distinción (y el premio económico) como Mejor Vendedor del Año.  Para ello, se afanó en la búsqueda de mejores clientes con una entrega total.  Cometió varios errores de impetuosidad, como eludir pedidos pequeños, obviar ciertos presupuestos realizados por otros compañeros (con lo cual, se apuntaba él la comisión), delegar algún seguimiento complejo…  Cuestiones propias de avidez mezclada con exceso de ambición.  Sus cifras de venta fueron aumentando hasta convertirse en líder provisional del ranking… 

Sonia y Silvia sintieron peligro por los aledaños de su bolsillo y de su prestigio.  Así, tomaron la siguiente reacción: redactaron una carta conjunta en la que solicitaban a la Dirección el despido de Antonio por mal compañerismo.  Y la pasaron a la firma de la plantilla de la tienda.  Sólo la rubricaron las promotoras, más Estrella y Remedios, una chica de las recién entradas que hacía méritos para conseguir favores, incluso más allá de los profesionales.

La carta no llegó a su destino, pero Antonio quedó tocado, aún sin perder su deseo de ser el mayor vendedor.  A los meses, después de cobrar las comisiones (con el descuento de los 250 euros), encontró otro trabajo y se marchó de la empresa.

Poco a poco, comenzó a gestarse otro conflicto a causa de los días de libranza.  Julián había cambiado la política anterior, y ahora, si el día de descanso caía en festivo, no se adjudicaba otro.  Ah, y tampoco se contemplaba en la nueva directriz que esas horas se disfrutaran como descanso de una u otra manera.  Remedios se ganó las simpatías de Julián apoyando en público la decisión, puesto que “había que pensar por la empresa”.  Su premio, a las pocas semanas, fue la asistencia a un curso de diseño asistido por ordenador, con viaje en avión y estancia pagada en hotel de cuatro estrellas, en el cual también participaron Sonia, Silvia y Estrella, con el compromiso que nunca se cumplió de enseñar al resto de la plantilla a su regreso.  La transmisión de conocimientos se compuso exclusivamente de un extenso relato de las peripecias nocturnas por Barcelona.

 

 

 

4.- Más o menos en esos días localiza Luisa el embrión de su despido.  Atendió una venta por la cual recibió el 50 % de su importe por anticipado.  En cuanto se recibió el producto, llamó puntualmente al cliente para que pasara a recogerlo y así abonar la mitad restante.  Pero la señora sólo podía acudir por la mañana, a lo cual Luisa contestó que indicara el número de factura a cualquier compañera, y que sería igual de atendida.

Así sucedió.  Pero al hacer el arqueo de caja, faltaron 2 euros (repito, 2 euros).  El error se había producido en el cobro a la señora cliente de Luisa, y la operación quedaba registrada a su nombre.  Luisa fue requerida por María Dolores:

—Faltan 2 euros de un cobro tuyo.  Tienes que ponerlos tú o la cliente.

Luisa calló y llamó a la señora, quien se ofreció a llevar personalmente los 2 euros, pero sería en unos días, lo que la vendedora comunicó telefónicamente a María Dolores:

—SONRISA no tiene por qué soportar ese descubierto.  Hasta que la cliente venga, tendrás que depositar los 2 euros en la caja.

Luisa se negó educadamente.

— Bien.  O pones ese dinero o tu dimisión en mi mesa.

—No voy a poner ese dinero y no voy a dimitir.  Si lo crees oportuno, mándame la carta de despido –contestó firme Luisa.

—Mira, aquí mando yo y se hace lo que yo digo.  Si no, atente a las consecuencias.

—Me atengo, María Dolores, me atengo.

Ahí terminó la conversación.  Luisa, dolida, llamó a la señora cliente para decirle que no trajera los 2 euros… “total, me van a echar igual”, le dijo.

Pero llegó el dinero.  Luisa lo recogió y se lo dio a Sonia, aprovechando para comunicarle su negativa a seguir cobrando, función que no entraba en sus responsabilidades como dependienta.  La encargada lo aceptó, pero a la semana le pidió que depusiera su actitud para “no buscarme un lío contigo y los de arriba, porque se lo tendré que decir”.  Luisa aceptó volver a cobrar.

Sobre este incidente, además del apoyo de los compañeros, sobre todo de Pilar, quien había cometido el error en el cobro, recibió el del Jefe de Obras, que le recomendó hablar con don Faustino o con Julián.  Como éste se encontraba de viaje, charló con el patrón.

—No estoy de acuerdo con lo que ha hecho mi hija, pero tampoco con lo que has hecho tú.

El hombre se dio media vuelta y dejó a Luisa con la palabra en la boca.

En ese momento, comenzó a pensar si merecía la pena aguantar ese ambiente solamente por dignidad o superación personal.

Aún faltaban dos meses hasta la comunicación de su despido.

Mientras tanto, siguió sufriendo situaciones de tensión e incompetencia, que apaciguaba con una buena amistad con otras compañeras, entre las que se había ganado un gran prestigio por no delatar a Pilar.

Luisa relató como hecho anecdótico una incidencia que no quiso relacionar con el asunto de los 2 euros.  La empresa fabricante primaba con regalos a los vendedores las salidas de determinados artículos antes de ponerlos en oferta por renovación de stocks.  Ella recibió una notificación de que en breves días llegaría a SONRISA una cámara fotográfica a su nombre, como premio por la venta de un producto bonificado.  Los breves días se convirtieron en semanas, las semanas en algo más de un mes… y nunca vio Luisa la cámara fotográfica.

Se acercaba el puente del 6 y 8 de diciembre.  Julián informó a la plantilla de que ese año, cambiando la política anterior nuevamente, se abriría la tienda el día 7 y que, al haber dos días festivos, quedaban por esa semana suspendidos los días de libranza.  Lo comunicó y se fue.  Se produjo un revuelo importante, como era de esperar.  Luisa habló con tranquilidad

—Creo que no debemos permitirlo.  Según calculamos la semana pasada, terminaremos el año con más de 150 horas en el debe de la empresa para nosotras, es decir, casi 20 días que no cobraremos ni disfrutaremos.

Tras ese comentario, se oyeron voces clamando para acudir a un abogado laboralista, de “UGT ó CC.OO, que ya está bien de aguantar”.

En los días siguientes, el malestar era patente y Pilar acudió a un bufete para pedir información sobre los derechos que podían ejercer.

El día 29 de noviembre, cuarenta y cinco minutos después de su ingreso al trabajo, Silvia informó a Luisa de que María Dolores quería verla en su despacho.

—¡Uy!, qué miedo –dijo sonriendo la vendedora.

—No te preocupes, mujer –quiso quitar “hierro” la encargada.

La Directora de Administración revisaba unos papeles.  La invitó a sentarse en la silla de confidente.

—Luisa, tengo que darte una mala noticia –comenzó hierática.

Un silencio solemne…

—Voy a entregarte la carta de despido.

—¿Que me despides?

—Sí.

—Pues de mala noticia nada.  Te daría un beso en la frente –habló Luisa con una gran sonrisa sincera.

María Dolores torció algo el gesto ante la contestación inesperada.

—Es la primera vez que veo alguien que se alegra porque la despidan.

Y le extendió la carta.  Luisa leyó tranquila.

—Me haces un favor, querida.  Pensaba dejar la empresa a final de año, así que me adelantas veinte días mis vacaciones, me pagas la indemnización que no esperaba y puedo cobrar por desempleo.  Una maravilla.

A la Directora se le encendían los ojos, pero no pronunció palabra.

—Por cierto –siguió Luisa—.  Aquí has resaltado en negrita que el despido es por bajo rendimiento y sabes que es mentira, como ya se deduce cuando continúas hablando que aceptas el despido improcedente.  En realidad, ¿es por lo de los 2 euros?

—No, no.  Es que no llegas al importe mínimo de ventas.

—Ya.  Una buena excusa.

—En lo de los 2 euros tuviste una lealtad mal entendida.  Al final, ¿no me vas a decir quién fue?

—Mira, María Dolores, no entiendo cómo una licenciada que hace el arqueo de caja todos los días no sabe que anotamos en un listado todos los cobros realizados en efectivo, junto con el nombre de la persona que los ha realizado.

—Pero, ¿me vas a decir quién fue?

—No, baja al mostrador y en el segundo cajón de la derecha encontrarás el listado.  Míralo tú si tanto interés tienes.

—Bien, dejémoslo.  ¿Me firmas el recibí?

—Sí, sí, claro, ¡cómo no!

Mientras Luisa revisaba la carta y extendía su firma, María Dolores hablaba con voz maternal.

—Ojalá tomarais todas el ejemplo de Remedios, que siempre tiene su zona limpia como una patena y cuando está en el mostrador se dedica a formarse leyendo los catálogos y listas de precios.

—Vaya, lo de la cámara era verdad también.  Pero anda, cuando bajes a mirar el listado, abre un par de catálogos de esos que Remedios estudia tan en profundidad… y, por favor, no te asombres si encuentras entre sus hojas unos cuantos libritos de pasatiempos…  ¿Y si quizá están rellenos con la letra de esa chica tan aplicada?

Nuevo silencio.

—Luisa, espero que no nos guardes rencor.

—No, no, por supuesto.  ¿No te digo que me voy muy contenta?

—Ah, despídete rápido de tus compañeras.

Luisa escuchó de Pilar cuando se abrazaban:

—¿Sabes por qué te despiden?  Porque han notado que eres mejor que ellos.  Has mostrado madera de líder y tienen miedo a que nos lleves a una rebelión.

Luisa sonrió, sólo sonrió.

 

 

   

Nota del autor:  Estos hechos son verídicos, ocurridos entre los noviembres de 2003 y 2004.  He cambiado los nombres por respeto a algunos protagonistas.   

El supervisor

Octavio baja por las escaleras lentamente dejando caer su cuerpo en cada pisada.  Su casa rompe un chaflán en el barrio de Molintonia, casi a las afueras de Augusta, en dirección Oeste, hacia la tierra de los tambores de Buñuel.  Es un edificio añejo al que quizá un día le otorguen el título de monumento histórico y sea remodelado en su interior manteniendo incólume una fachada de rancio abolengo, con gárgolas bajo los dinteles de los balcones y columnas de orden corintio en bajorrelieve.  Pero hoy sigue enseñando sobre el portal una placa ajada por el tiempo, que descubre su solera o su antigüedad, 1929, obra del arquitecto Manuel Argüelles en tiempos de juventud.  Así comenta ante sus invitados cuando llegan ante la fachada: “Honrad este honor, amigos míos, porque setenta y cinco años de historia os contemplan”, parodiando a Napoleón ante las pirámides. 

Ya lleva tres años actualizando el mensaje, desde que terminó la carrera y decidió no regresar a Sarinián, su lugar de origen en el interior.  Tres años completados a golpe de contratos eventuales en tareas afines a su titulación de ingeniería: operario de montajes en cadena.  

Tropieza un par de veces por culpa de los escalones diagonales que cruzan los descansillos.

Octavio maneja una máquina de inyección plástica.  Ingresó en la empresa dos semanas atrás contratado por una Empresa de Trabajo Temporal y un salario de 6,56 € la hora, incluidas pagas extras y vacaciones.  Sin apenas formación, una raquítica hora de charla virtual sobre Seguridad en la Fábrica, lo colocaron a pie de máquina.  Aprendió de su compañero, un hombre de 53 años, que llevaba tres meses en su mismo puesto de trabajo, gracias a los incentivos fiscales (para la empresa, naturalmente) que primaban el ingreso de personas de su edad.  Previamente, una atenta muchacha, como representante del área de Personal, le había dado la bienvenida.  Octavio le preguntó si existían posibilidades de que le hicieran contrato indefinido.  La chica agachó la cabeza con gesto de culpabilidad.

Quería cumplir bien su trabajo.  Quizá existieran buenas perspectivas.  Pero tampoco se iba a confiar.  Vio transitar a una secretaria vetusta con algunos mails impresos en su mano para entregarlos en los despachos.  Las paredes estaban decoradas con fotografías de la evolución empresarial, máquinas antiguas, próceres veteranos.   A lo lejos del pasillo, percibió una boisserie impecable precedida de unos sillones marrones de cuero como antesala del despacho del gran Gerente General.  Todo el mundo se saludaba formalmente con el tratamiento de usted.

Y un silencio absoluto, casi macabro.

El despacho de su Supervisor se abría con ventanas acristaladas desde un piso alto que controla todos los puestos de trabajo asignados a su sección.  Durante los breves minutos que duró la primera charla con él, escuchó palabras que escondían peticiones de sumisión a cambio de un trato preferente.  Prefirió entender que el Sr. León no era una mala persona.  Al menos, sus ojos así lo delataban, aunque tenía voz de mando en plaza.

Ayudándose en su Manual de Gestión de Empresas, ya en la primera semana dedujo una cultura de empresa rancia y paternalista, orientada a la producción, con reducción de costes y disciplina espartana.  Se convenció de que debería esperar tiempos mejores, aunque estaba seguro de que su carácter le iba a traicionar de nuevo.  Corrían rumores de un cambio de Dirección, de que una multinacional iba a comprar la empresa porque los dueños actuales no pensaban seguir con el negocio... pero ¿quién podía creerlo en una compañía con más de treinta años sin cambios?

Como apenas ha dormido en toda la noche, hoy se ha levantado más temprano que de costumbre para espantar angustias con el aire fresco de la mañana, y ha decidido acudir a la fábrica caminando.  Según su contrato, debe cumplir quince días de prueba y se cumplen  mañana.  Y ya le ha vencido el contrato de alquiler, con la dueña detrás de él para que lo renueve con el pago de las dos mensualidades acordadas como aval... “porque no puedes garantizar un empleo estable”, reproche de la casera.

Recuerda a su abuelo, don Isidro, un hombre que sufrió persecuciones por las “hordas del Régimen golpista” por su condición de sindicalista, que más que realidad era deducción capciosa ante sus justificadas exigencias de mejores condiciones para los obreros de la azucarera.   .

Una sonrisa llega a sus labios con el primer sol, que aparece por encima de las naves del polígono industrial, a lo lejos, aún a más de media hora caminando.  Nunca fue un luchador como su abuelo, un sindicalista que luchó contra el Régimen. Ahora eran otros tiempos o no heredó su valentía.

Regresa a la ansiedad y al desconsuelo, mientras añora los tiempos en su pueblo, donde le garantizaban protección de familia y sustento asegurado, un trabajo noble, un futuro sin traumas....  Le acuden los fantasmas del día anterior, ahora prefiere que en esa misma hora un chasquido de bruja haga desaparecer el mundo junto con la fábrica, la máquina y el Sr. León; o quizá...

El lunes pasado se había decidido a dar forma a una idea que comenzó a madurar a los dos días de integrarse en la cadena.  El trabajo rutinario le permitía observar una y mil veces el proceso de trabajo.  Imaginó soluciones dispares hasta que consiguió reorganizar mentalmente todos los pasos de producción y reconvertirlos en unos movimientos que podrían mejorar los tiempos en más de un treinta por ciento.  Se había emocionado en sus deducciones mientras las iba pasando a limpio en un documento de propuesta.  Y este lunes, sin querer suponer el impacto en su jefe, supo que iba a jugar con temeridad.

El Supervisor recibió la sugerencia con mucha sorpresa.

–¿Cómo dices? –rugió.

El Sr. León vestía de azul, con cazadora de paño y pantalón de pana, propio de su rango, que además se acreditaba por una chapa sujeta con aguja a la altura del pecho.  Calvo y de voz grave, repartía instrucciones por los puestos de la cadena en un tono severo.  Entre los subordinados tenía sus preferencias y el tratamiento podía ser más o menos hosco según que el operario le cayera menos o más simpático.  Hasta el lunes, parecía que Octavio entraba en el grupo de los preferidos. 

En la parada programada, el Supervisor se encontraba tres puestos más allá del suyo.  Mientras los demás se desplazaban hacia el cuarto del café, Octavio se acercó al Sr. León.

–¿Puede dedicarme un momento?

No recibió contestación, pero la mirada le sugirió que el hombre estaba a la escucha.

–Querría charlar con usted unos minutos sobre un asunto que me ronda hace varias semanas.  ¿Le parece que vayamos a su despacho?

El Supervisor se giró y le hizo una señal con la mano para que le siguiera.

–Perdón, Sr. León, tengo que pasar antes por mi taquilla para buscar un documento que quiero presentarle.

Recibió una mirada reprochadora, seguida de unas palabras tajantes.

–Tengo tres minutos.  Te espero en mi despacho.

 

 

Octavio salió al resuello para recoger la propuesta, elaborada ese fin de semana con una dedicación especial, acompañada de gráficos y estudios de tiempos y costes.

Solicitó permiso para acceder al habitáculo acristalado.  Un gesto adusto le autorizó.

Sin sentarse, casi a distancia, casi en posición de “firmes”, acercó el documento a la mesa, mientras iba explicando los pasos realizados para llegar a las conclusiones que había colocado en la primera página.

Dos minutos.

–Me lo quedo.  Vuelve a tu puesto.

El camino al trabajo discurre por las afueras de la ciudad.  Sale al paseo que bordea el río y se apoya en la barandilla para observar el paso de las aguas.  Los remolinos le agitan su estado de excitación.  Vuelve a recordar las consecuencias de su propuesta, que había olvidado bajando por la escalera de su casa.  Maldice al mundo, maldice a la fábrica, maldice a la máquina y maldice al señor León.  Nadie tiene derecho a comportarse de esa manera ni los demás de permitirlo.  ¿Por qué soportan personas como él en las empresas? Un hombre castrador, angustiado y que angustia a los demás, lleno de complejos, cruel...  Sigue el camino con la vista en el puente que debe atravesar, largo, de una sola arcada.

Al día siguiente de la propuesta, el Supervisor esperaba a Octavio a la entrada de la sala de máquinas.  El hombre no contestó al saludo, pero le observó con ojos inquisidores durante una larga media hora.  El muchacho trabajó inquieto y cometió errores propios de la desatención.  A media jornada, Octavio sintió detrás suyo la presencia del Supervisor y escuchó su primera reprimenda como subordinado laboral.

Mientras atraviesa  el puente, se siente volando sobre esas aguas turbias que le recuerdan su agitación.  El miedo y la rabia se le agarran en el vientre y le vienen deseos de gritar al viento su injusticia, de lanzar su ira contra el señor León... y de romperle los huesos.  Se consuela dando un fuerte puñetazo al pretil.  Seguiría pateando los hierbajos, escupiendo a las baldosas... pero la sensatez le domina.  Tiene que mantener su trabajo a toda costa, nada de violencias, sino aceptación, aceptación, aceptación.  Cumpliría los tres meses de contrato y después... ya se vería.

El señor León lo miraba desde todos los ángulos posibles sin dejarle un resquicio por el que pudiera escapar de su vigilancia.  Sus ojos de águila carroñera se movían en círculo por sus órbitas, lo perseguía con saña y con su media sonrisa de delectación ante la tortura.  Pero no acabó ahí el castigo por “haber sido más listo que él”.  Después de las miradas repletas de agujas, comenzó la agonía.  No podía ser que un hombre fuera capaz de amargar a otro de esa manera. El Supervisor, revestido de poderes para hacer y deshacer a su antojo, iba desgranando sus armas de superioridad: detenía la cadena justo cuando Octavio iniciaba su labor para obligarle a reiniciar su trabajo; le abroncaba en voz alta con la intención de que todos los compañeros le escucharan; analizaba el más pequeño error para después anotarlo con risa de satisfacción; controlaba atento sus horarios de entrada, descanso y salida; revisó exhaustivamente su ropa de trabajo y finalmente...

Cuando llega a los descampados, el miedo se le apodera de las piernas y tiene que hacer esfuerzos para mantenerse en pie.  Casi le es imposible seguir adelante y le aparece la imagen del señor León como un vampiro babeando sangre; primero con esa expresión de desprecio sarcástico...; pero después, con el esfuerzo de querer vencer en la batalla que le espera, lo imagina postrado y humilde, aceptando su culpa, destrozado, suplicando perdón, como Octavio desearía encontrarle al incorporarse hoy al trabajo.

El día de antes, justo el día de antes, el Supervisor había emitido un informe mentiroso donde daba cuenta del descuido, torpeza y falta de atención que estaba observando en el desempeño de Octavio Antúnez.  Recalcaba con solemnidad todas las instrucciones desobedecidas, los errores en los trabajos, incluso mencionaba un conato de rebelión ante la autoridad establecida.  La recomendación final rezaba: "Despido inmediato".

Se coloca frente a la puerta de la fábrica y ve entrar a sus compañeros.  Piensa por un momento en esconderse por cualquier paraje solitario y aguardar a que una mano salvadora le preste ayuda.  El vigilante sonríe como todas las mañana, saludando efusivamente y entregando la tarjeta horaria a cada empleado.  Decide avanzar y enfrentarse a las consecuencias.

Cuando el vigilante le entrega la tarjeta, un papelito adherido le ordena: "Preséntese ante el Jefe de Personal".

Se le dispersa la mente por conjeturas de reproches, despido y humillación.

–Adiós al contrato–, suspiró.

Camina unos pasos por el patio y se acurruca bajo un dintel en penumbra.  Toda la sangre se le acumula a borbotones por los alrededores del estómago y siente la sensación de vomitar.  Apoyado contra la puerta metálica se ve señalado, descubierto y amenazado por los doscientos compañeros de la fábrica.  Cierra los ojos y transcurre su tiempo imponderable.

 

 

La secretaria le ruega que espere.

–Pase, señor Antúnez –le invita secamente el Jefe de Personal.

–...

–Siéntese, señor Antúnez.

–...

–Veamos, señor Antúnez, desde hoy usted es Supervisor de Cadena.

–Pero... ¿y el señor León?

–Ayer lo despedimos.

Valor para valores

Estamos en un tiempo en el que se está utilizando con frecuencia el término “valor”. Digo “término” y no “concepto” porque su significado es amplio y se aplica a cuestiones variopintas. De ahí su manoseo. Valores de actuación, educación con valores, valor y precio, valor y cobardía…

Durante un tiempo estuvo muy de moda la Dirección por Valores, que se complementaba con la entonces vigorosa Dirección por Objetivos, la que había puesto en boga las etiquetas para dar más eficacia a la forma de dirigir.  Algunas empresas aún mantienen los Valores en su Cartas de compromiso, junto a la Visión o la Misión, conceptos de planificación estratégica que el cambio de prioridad en las necesidades (ahora sólo se busca salvar la vida) han apartado a la esquina de lo importante porque no es urgente. Siempre se habló del Valor de las Personas…Se habló… pero ¡qué poco se actuó!

Y hoy aquellas palabras sólo suenan como psicofonías.

Quiero hablar de valor, no el de la mili, que se nos suponía porque no lo habíamos demostrado, hipótesis generalmente equivocada, sino el que se une a precio o coste o pago o gasto…es decir…a la utilidad global que se aprecia en una acción, más que en un objeto. Generalmente, cuando valoramos una acción, nos referimos a la rentabilidad económica que produce, como si su utilidad sólo pudiera medirse por unidades monetarias. ¿Es así? El mundo mercantilista así lo admite y hasta se han hecho intentos de dar “valor” económico a un abrazo, un beso o una sonrisa.

¡Mon dieu!

En el modelo de mercado, ha primado el concepto de beneficio, de ganancia, de resultado, siempre a corto plazo, a fin de año, y pocas veces surge alguien que hable de aquello que la empresa ha logrado en más de cinco años atrás, y mucho menos si el que habla no la dirigía entonces. Entonces, ¿es lo mismo valor que beneficio? Según los analistas de las Bolsas, sí. Pero hoy poca credibilidad obtienen.

Prefiero tratar la expresión “creación de valor”.

Desde hace unas pocas décadas, las teorías de Administración de Empresas han querido potenciar la gestión por medio de sistemas que sortean la exclusiva mirada en los números y, entre otros, se han potenciado la gestión por Valores, la Responsabilidad Social Corporativa, el Desarrollo Sostenible…

Y llegó la crisis…y hay que leer de nuevo a A. Maslow y a J. L. Arsuaga para entender que hemos bajado al nivel básico de supervivencia (Abraham) y que nos estamos comportando como animales hasta que sólo sobrevive el más fuerte a costa de la vida de los demás si es necesario (Juan Luis). Quizá la teoría de Maslow siga vigente, pero me resisto a creer que Arsuaga tenga razón. Miles de años nos avalan y debemos superar los instintos primarios… instintos que nuestro modelo de sociedad ha ido, por eso de la psicología de ventas (por ejemplo), reditando continuamente, planteando metas que sólo pueden conseguirse “matando al enemigo”: más dinero, más cosas, más ranking, más rating… ganar más, tener más…  En esa sociedad, tabulada con números de mercado, deben desenvolverse los directivos para rendir cuentas a su jefe, el accionista o empresario, que también vive en esa sociedad cruel, que sólo distingue al que está delante, aunque avance gracias a las retaguardias, a las que no le asigna valor.

Importantes voces pregonan la vuelta a los valores anteriores.  Espero que sean a los valores clásicos, a algunos valores clásicos. Abogo más por una evolución en los valores, por una educación en los valores, y por una coherencia en la aplicación de los valores. Valores universales como el respeto, la honestidad, el esfuerzo, la solidaridad, el mérito, la equidad… no hablo de orientación a resultados ni de maximización del beneficio ni de minimización de costes… usted ya me entiende.

Así se puede comenzar a crear valor, a dar utilidades más allá del beneficio económico y que en la empresa se pueda empezar a pensar que su capacidad de servicio es creíble desde la responsabilidad de donde nace: a propia base de la sociedad.