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Cómo pagar bien

La contraprestación del trabajo por cuenta ajena es el salario, lo que configura en todo trabajador casi todo, si no todo, su nivel de ingresos y de ahí su estatus socioeconómico. Generalmente, siempre queremos cobrar más. Algunas personas quieren cobrar más haciendo más o aportando más cantidad o más valor, lo que es absolutamente coherente y habla de responsabilidad personal. Otras buscan cobrar más haciendo lo mismo, de donde se debe deducir picaresca, viveza, baja honestidad…

Una minoría disfruta en la ocupación de su tiempo pensando en cómo cobrar más haciendo menos, incluso, no haciendo nada, lo que define a la raza de los parásitos o “chupópteros”.

¿Cuál es el salario bien pagado? Debemos dar por entendido un tablero de juego, porque dada la importancia de este concepto en la vida cotidiana se podría conversar en torno a él sobre política, filosofía, economía, psicología, sociología…Demos por hecho un sistema de economía de mercado donde se producen movimientos de dinero y unas necesidades de subsistencia vital que vienen marcadas en forma de ingreso mínimo por unas disposiciones legislativas.

Si digo que estoy bien pagado, no dejo de lanzar una expresión con base psicológica, porque depende de mi percepción sobre lo que está bien y está mal, de lo que es mucho y es poco, y esto hace referencia a expectativas, motivaciones y creencias.

Al empresario le interesa saber si está pagando bien, es decir, si no está pagando de más, porque, sabiendo que puede pagar menos, lo haría para ganar más. Por aquí empieza el primer análisis para ver el acierto o el desatino de una remuneración.

En una economía de mercado, la fuerza de trabajo es un bien con el que se comercia, nada más y nada menos. A partir de ahí, las leyes van cerrando un marco dentro del cual se moverán las políticas salariales. Toda valía profesional se paga en función de lo que se espera obtener de ella.

No tendría sentido una empresa que paga más de lo que puede, según sean sus beneficios, porque está abocada a la desaparición.

En cambio, se acepta que una empresa gane mucho, lo más de lo más, pero que sus salarios sean bajos, e incluso que continuamente provoque despidos de su personal. Esta es la relación entre poder y sumisión, que el Derecho del Trabajo se ha ocupado en regular para dar protección al trabajador.

Así, mi salario tendrá mucho que ver con lo que mi capacidad de aporte sea más o menos diferenciadora para el empresario. Si no hay diferencias con otros, es decir, si hay muchos que poseen capacidad similar a la mía para darle beneficios al empresario, me iré a valores cercanos al mínimo. Si hay diferencias, quizá llegue a cobrar hasta mil veces más (no es una boutade; si el salario mínimo es de 8.400€ anuales, multiplicado por mil daría 8.400.000 €, cantidad ingresada por más de un directivo empresarial).

Desde mi punto de vista, poco hay que tratar más sobre la búsqueda de justicia o equidad de mi percepción salarial. Podríamos hablar de bandas de referencia, de pago variable, de pago diferido, de beneficios sociales…, pero sólo hay una manera de saber si tu salario es acorde con tu capacidad: elaborar el currículum, ponerlo en el mercado y observar si tienes movimiento de atracción. Compara entonces lo que te pagarían si aceptaras las ofertas y, si superas tus ingresos actuales, estás en un “precio justo”. Si no los superas, cuídate, porque según sea la política de tu empresa eres candidato a la salida o al letargo. Ahora bien, si lo superas, tampoco debes tentarte por el cambio sólo por la oferta económica. Hay muchas variables a observar… y de su análisis deducirás que lo de pagar bien o mal no depende sólo del número final en la casilla del impreso de la nómina. Seguro que no.

Epílogo a Hábiles e inútiles directivos

Han sido cuarenta años de estar sometido al deber de obediencia, según principios del Derecho del Trabajo.  Y ahora que lo leo, escrito por mis dedos y teclado (ya no hay que decir “de mi puño y letra”), ¡qué mal me suena!...  deber de obediencia… deber de obediencia…  ¿Habré sido obediente… sobre todo después de escribir lo que antecede?  ¿Sería un desobediente si lo hubiera escrito perteneciendo aún al grupo empresarial en el que militaban esos jefes retratados?

Fui también jefe durante unos cuantos años.  No me siento motivado para relatar esa experiencia, quizá porque la asumí con naturalidad, o porque me sentí cómodo, o porque nunca ejercí como lo que puede denominarse jefe–jefe.  Pero gran parte de esta experiencia me dota de cierta credibilidad añadida para haber escrito los nueve capítulos anteriores.  Por supuesto que a nadie le exigí deber de obediencia, al contrario, prefería conmigo gente rebelde (con sentido común) que gente sumisa.

Desde la perspectiva que me da esta situación tan desahogada, he podido plasmar con mucho ajuste a la realidad unos hechos que definen por sí solos a las personas que los protagonizan.  No son teorías ni modelos, son personas aplicando su autoridad, poder o liderazgo, no importa cómo lo llamemos.  Y cada una de ellas fija su impronta personal en esa actividad tan sui géneris que es mandar, dirigir, organizar o liderar a otros en el camino a la consecución de un fin.

Don José Jesús me marcó un estilo, una tendencia que moría con él, no por su originalidad, sino por el cambio tan rápido que agitaba a la sociedad… pero fue mi primer modelo de jefe y he advertido en multitud de ocasiones que el buen hombre aún pululaba por mis recodos ocultos, ya sólo fuera para compararlo con el que me tocaba vivir en ese momento.  Don José fue mi padre laboral y esas lealtades no se olvidan ni mucho menos, como demostrara Sigmund Freud.  Creo que no tengo complejo,  ¿o sí?

Es tan sorprendente observar cómo la intervención de un jefe puede influir en cualquiera de sus empleados…  En algún lugar he leído la expresión “jefe tóxico”, que es un calificativo muy representativo de cierta actitud tanto hacia su equipo como hacia la organización.  Pero quiero decir que si hay jefes tóxicos, también los hay higiénicos, incluso saludables.  Y si aquéllos contaminan, éstos se aplican en dotar al término de salud la definición de bienestar integral, donde se incluye el crecimiento profesional y la realización personal.  Y si no, relea mi historia con Rodrigo, para mí el mejor jefe que he tenido.

Digo el mejor, sí, pero no quiero que se entienda que, en general, hay jefes buenos y malos en sí mismos, o que se podría hacer una lista con calificaciones desde el mejor hasta el peor.  Quizá se puedan hacer grupos, con zonas difusas entre ellos, donde unos se asentarían en nubes elevadas porque ejercen su labor con responsabilidad y conocimiento, y otros son bolsas de gas a cien kilómetros de profundidad, más por su carácter aludido de toxicidad que por su valor energético… aunque hay también gases sin energía posible.

Me he sentido tocado por casi todos ellos, en un sentido o en otro, a veces con ternura, otras con violencia, pero estoy agradecido porque ninguno me ha sido indiferente, ni siquiera el último inexperto.  No podemos caer en la simpleza de las telenovelas para etiquetar al malo como malísimo y solo malísimo y al bueno como buenísimo y solo buenísimo (aunque haberlos, haylos).  Además, cada empresa, cada situación, cada momento vital, tanto del jefe como de la empresa o del empleado, influirán en las opiniones para asignar calificaciones en esa relación.

Tampoco me valen los manuales que identifican las cualidades necesarias para ser el gran líder que hará felices a sus seguidores y multimillonarios a sus accionistas.  Todos, absolutamente todos los aquí nombrados son personas que denominamos “corrientes y molientes”, y todas ellas se han visto abocadas a meterse en ese rol al que algunos adjudican necesidades carismáticas y hasta milagrosas.

El ejercicio de mandar (incluye dirigir, conducir, liderar, organizar…) no está hecho para la universalidad de seres, pero tampoco está constreñido a un grupo de elegidos.  Y se necesitan “mandones” de muchas clases y para muchas cuestiones diferentes.  El acierto, o bondad, o adecuación, de la elección vendrá determinado por, y sólo por, dos variables: los resultados obtenidos y los restos (las consecuencias, lo que deja cuando se va) de su labor, cuyo producto determinará el valor del equipo y, por deducción, del jefe.

Los resultados obtenidos.  Es primordial saber los resultados que un equipo obtiene para poder calificarlo, y de ahí, también al jefe.  Nunca podremos dar una buena nota a quien obtiene resultados pobres, objetivos incumplidos, ganancias pocas o nulas, porque la razón de ser de una empresa es tan obvia que no debe olvidarse. 

Los restos de la labor del jefe. Sirve esta variable para incluir en ella lo más importante (sí, más que los resultados) que se deriva de la actividad de mando.  A un jefe es mejor valorarlo cuando se ha ido del área o departamento que le ha tocado liderar, de ahí llamar “restos” a este apartado.  En la gestión de personas, es fundamental mirar al futuro, que generalmente siempre trasciende el mero cumplimiento del objetivo empresarial.  Toda labor de jefe es labor de desarrollo para cada uno de los componentes de su equipo, así sea sólo como modelo de actuación o de comportamiento.  Si esa labor ha dejado huella positiva, la valoración será positiva.

Y como soy hombre de números, propongo está formula:

VJ = RO x (RE)2

Valor del jefe  =  Resultados Obtenidos  X   (Restos de su labor)2

Es decir, un cero en cualquiera de los factores dará cero en el VJ.

Que sea pura anécdota…  no creo que debamos mezclar muchos números con el trato personal, que al fin y al cabo es el mayor porcentaje de actividad en la labor de liderazgo.  Tratar con personas remite a límites difusos, borrosos, traslúcidos, cuya interpretación nunca podrá adjudicársela a un valor absoluto.

Soy como soy debido a los jefes que he tenido (aunque no sólo debido a ellos, por supuesto).  Me habrán influido más o menos, pero estoy seguro de que si hubiera pertenecido a equipos de otros jefes, ahora no sería igual.  No es el único factor que pueda definir mi perfil, por supuesto, pero le adjudico una gran responsabilidad en mi evolución como profesional y como persona.

De ahí, la importancia del proceso de selección y nombramiento de los jefes.

Son nueve en mi vida laboral y quien más ha influido positiva y palpablemente en mi vida es el único que fue sometido a determinados procesos de selección que intentaban calibrar la valía de la persona para la función adjudicada.  Sólo uno de nueve: Rodrigo Cenis.

Rodrigo es un hombre hecho a sí mismo que, salvo la legítima aplicación de sus dotes de networking, fue nombrado en sus diversos puestos directivos por criterios que no tenían que ver con influencias ajenas a conocimientos, experiencia y resultados conseguidos.  ¿Casualidad?  No, no, creo que no.  Ahora bien, si hubiera tenido padrino, sus cargos habrían sido mucho más altos.

No se puede elegir a los jefes porque sí.  Ni porque saben mucho, caso de Gumersindo, q.e.p.d., ni porque tienen muchos títulos rimbombantes, caso de Manuel.  Y estos dos casos no tuvieron mucha influencia externa, entiéndase “enchufes” en la jerga de la máquina de café.

Quien sabe mucho se suele ofuscar por esa profundidad de conocimientos y se ancla en tareas que no le debieran corresponder.  Puede ocurrir el caso, bastante habitual, de que esos grandes conocimientos se conviertan en orejeras que no permitan ver más allá de la zanahoria o del pienso en el capazo.   Léase Gumersindo.  Y que además, conjugado con falta de otras capacidades imprescindibles, arrastren a enfermedades que desemboquen en ríos negros.

Los títulos no son malos en sí, al contrario.  Pero nadie debe considerar que su obtención es garantía inmediata de éxito. Existen cerebritos que llenan sus paredes de grandes titulaciones, pero son incapaces de aplicar sus conocimientos con un mínimo de eficacia.  Y un recién titulado no debe ejercer por su titulación funciones de responsabilidad directiva hasta haber demostrado, primero, que es capaz de desarrollar en lenguaje de empresa los conceptos adquiridos, y segundo, que es capaz de liderar un equipo de trabajo y gestionar otros recursos.  Sin experiencia, un título es energía potencial, no tiene nada de cinética, y siendo potencial no provoca movimiento, es decir, ni acción ni resultados.

Adolfo Riva es el jefe modelo para encarnar la asignación de un cargo sólo por “servicios prestados”, y que se podría añadir a los motivos “ser familiar de”, “ser amigo de”, “ser del mismo partido que”.  Adolfo Riva provenía de un sindicalismo politizado y propenso a prácticas que se mueven en lo deshonesto y hasta a veces invaden lo corrupto.  Son casos extremos.  Pero también se producen otros nombramientos que, si bien no pecan de nepotismo, los motivos de la elección tampoco responden a una capacidad demostrada y contrastada que, como quiero exponer más adelante, son variables necesarias para tener buenos jefes.  Me refiero a que la decisión de elevar a alguien a categoría de mando se base, por ejemplo, en la antigüedad, o en la afinidad con el nombrador, o en la visión recortada de “lo que siempre he tenido cerca”… 

Entiendo que para ser un buen jefe hay que reunir una serie de cualidades base que no sé definir muy bien, y que tampoco me fío de las que la literatura específica expone.  He tenido en mis manos varios modelos de liderazgo que siempre me han parecido muy teóricos, filosóficos e, incluso, filantrópicos en algún caso. No sé cuál es la verdad.  Hasta creo que no debe fijarse ningún modelo específico, que además cada momento o circunstancia puede requerir soluciones diferentes y, por tanto, estilos diferentes y, quizá, jefes diferentes.  Me voy a fiar de lo que he conocido y sobre lo que he escrito, y con ello voy a intentar establecer cualidades y defectos que de cada jefe me han llamado la atención, siempre entendiendo mi subjetividad y las circunstancias en que se producen.  Aun así, me arriesgo al ejercicio y quiero suponer que surgirán características universales, básicas, horizontales o transversales…que debe tener o no tener quien aspire u ocupe un puesto como jefe de algo.  De cada uno de los míos, extractaré los que voy a llamar Rasgos Lúcidos y los Rasgos Turbios, es decir, aquéllos con los que me he sentido pleno de aprendizaje, y aquéllos con los que me sumido en algún grado de oscuridad.

 

  • Primer jefe:  Don José Jesús, el paternalista mandón

 

¡Qué tiempo y qué estilos! …aunque algo de Luz recibí de aquel hombre paternalista: su compromiso con la empresa (a modo de servilismo) y que sabía dar las órdenes claras y bien dirigidas, quizá como consecuencia de esa sociedad militarizada que le había tocado vivir.  También era espabilado para detectar valías y aprovechar cualidades.

 

Y los Rasgos Turbios…  ¡Hombre, a quién se le ocurre leer el periódico en la oficina haciendo ostentación de ello!  Mal ejemplo, mal ejemplo, que luego mis compañeros lo tenían abierto en los cajones y le echaban largas ojeadas.  Este hombre nos vigilaba con tanta dedicación que cuando no estaba en la oficina no trabajaba nadie.  Y además, le gustaba propiciar la competición entre los subordinados, en lugar de impulsar el trabajo en equipo, y controlar, controlar, controlar… Mi padre también diría: “y cómo mandaba el José Jesús, eh, disfrutando como un sargento”.

 

  • Segundo jefe: Alberto, el motivador

 

Aportaba mucha Luz para su gente, por eso destacaré varios Rasgos Lúcidos en su forma de gestionar.  Sabía aplicar cadencia en el desarrollo de las personas de su equipo, a las que además aplicaba cercanía y buen trato, que combinaba con un buen conocimiento de la persona.  Impulsaba la generación de ideas y animaba a crear y aplicar nuevas cosas.  Por sí mismo, era un gran negociador, buen estratega, humilde, involucrado en su propia formación…

 

El orden y la organización no eran sus poderes, aunque Alberto se encargara de pregonarlo a los cuatro vientos, acción que todavía evidenciaba más el defecto.  Le embargaba el pesimismo sobre su futuro profesional (lloraba, lloraba, lloraba) y lo transmitía al equipo.  En ese lamento, cometía excesos en pedir hacer las cosas como un trueque personal: yo te doy buen trato, ideas, campo de actuación… y tú me das lealtad, resultados, buena imagen…

 

  • Tercer jefe: Pepe, el benemérito

 

Uy, Pepe, Pepe, ¿dónde está tu Luz?  Quizá aún alucine con su hipnotización…  Sus Rasgos Lúcidos…  Energía como el Sol, su sistema de gestión claro y definido, su capacidad de trabajo (que también incluiré en la oscuridad), inteligencia táctica, memoria profunda, llaneza y cercanía…  Tenía la empresa en la cabeza, sabía cuál era el punto débil profesional de cada uno y no dudaba en hurgar dentro de la herida si con ello sacaba provecho (llamémosle motivación desde lo negativo a lo positivo).  La velocidad de la Luz para tomar sus decisiones y una disposición total para la gente de su equipo cierran los aspectos Lúcidos de su gestión que le llevaron a tan excelentes resultados a corto plazo.

 

Pero cuánta locura en su adicción al trabajo, en las largas reuniones donde sólo él quedaba fresco para en el último momento sellar una orden que disfrazaba de pregunta, de orientación, de propuesta…  Confabulaba de un modo torpe, todo el mundo le veía venir, pero Pepe se creía que iba ganando siempre… Destrozaba a sus colaboradores en la creencia que los niveles de energía se regalaban por doquier igual que el Sol alumbraba todas las mañanas, los exprimía con tal fruición que después de sacar el jugo ni las cáscaras eran aprovechables…  Y, aunque parezca lo contrario, le dominaba un enorme complejo de inferioridad porque nunca terminó de creerse adónde había llegado y con quiénes se había equiparado…

 

  • Cuarto jefe: Michel, el inseguro

 

Irradiaba algo de inteligencia, o bastante, según se mire, con dotes comunicativas… y ahí se apaga todo.

 

Mientras tanto, la oscuridad hacía acto de presencia con sus largas dosis de autocontemplación susurrándose que era el más listo y el más guapo de la clase, los robos de buenos trabajos hechos por otros convirtiéndose en un traidor profesional, un fingimiento de “buen rollito” para encubrir su deseo de lucirse pisando sin mirar abajo… todo sazonado de esa inseguridad personal que transmiten los pagados de sí mismos, buscando la aprobación de los demás allí donde papá no le aprobó.

 

  • Quinto jefe: Emilio, el práctico

 

Hombre sereno, humilde, silencioso, culto…  Hábil en sus relaciones internas y externas para encauzar siempre el beneficio de la empresa, por medio del cual buscaba el propio, es decir, primero gana la empresa, en consecuencia ganaré yo.  Daba una atención personalizada y detallista a todas las personas y su capacidad de síntesis era proverbial, sobre todo, para establecer los límites del trabajo y no perder el tiempo en lo innecesario.  Descubría con facilidad las componendas políticas y se convertía entre bambalinas en un buen estratega.

 

Fogonazos de oscuridad…  Que encumbraba la ley del mínimo esfuerzo y encorsetaba la innovación para liberarla sólo en los momentos que consideraba apropiados: cada uno se dedica a lo que le toca hacer y debe hacerlo con la mayor eficiencia, especialmente en el uso del tiempo.

 

  • Sexto jefe: Adolfo Riva, el trepa

 

En Adolfo, era envidiablemente luminosa su seguridad en sí mismo, sin importarle lo más mínimo su ignorancia.  Avanzaba sin mirar atrás y siempre tomaba la posición.

 

¿El más oscuro de los directivos descritos?  ¡Sin duda!  Más que oscuro, diría que negro como la profundidad del cosmos, y lo más doloroso es que navegaba sobre la impunidad, como si su comportamiento fuera una definición caracteriológica de los denominados seres normales.  Espía, vendepatrias, delator, prepotente, servil, rastrero…  No le importaba nada que no fuera su estatus, incluyendo la posición y el dinero, haciendo alarde de ello hasta convertir su discurso en obsceno, sacrílego, inmundo…

 

  • Séptimo jefe: Rodrigo Cenis, el entusiasta

 

Dicen que los ángeles son seres puros de Luz.  Siendo consecuente con los calificativos que he elegido para comentar los aspectos de cada jefe, debería decir que Rodrigo fue un ángel.  No podía volar, seguro, y se reirá a mandíbula batiente en cuanto lea estas líneas, pero sí, cierto aroma divino desprendía, por su calidad como persona para la empresa, para mí y para él mismo.  Sin oscuridad, su quehacer se llena en mi recuerdo de varias clases de iluminación, desde la de un fósforo que te libra del cero absoluto, hasta la de un foco que te hace destacar en un escenario después de una intervención gloriosa.  Quiero ser leal con quien lo fue conmigo, y así digo de Rodrigo que se convirtió en mi mejor jefe porque era buena persona y porque sabía enseñar, tenía interés por la formación y por su aplicación en el trabajo,  se ejercitaba en la empatía y actuaba en consecuencia, aunque tuviera que ceder en su autoridad y compartir sus prebendas jerárquicas, motivaba con buenas artes y creaba el mejor ambiente para que se consiguiera el mejor resultado, cuidaba las formas, el estatus de quien le rodeaba y elevaba el de sus colaboradores para hacerles sentir la importancia de sí mismos.  Rodrigo es el ejemplo más evidente de ese slogan que tantas veces se cuelga por ahí sin ningún sostén: “Creemos en las personas”.  Y ganando dinero, oiga, mucho dinero… para la empresa, digo.

 

  • Octavo jefe: Gumersindo Altamiranda, el experto

 

A Gumersindo, poca Luz le puedo adjudicar… si acaso, el poder del conocimiento y la minuciosidad para no dejar cabo suelto.

 

En cambio, se llenaba de rasgos de oscuridad, como la prepotencia, aunque más bien desde la timidez y la lejanía.  Mandaba desde las prebendas del estatus, muy distanciado del equipo, con un comportamiento casi aristocrático.  Exageraba el peso de los conocimientos técnicos para resolver los problemas y, como era expertísimo, su gestión se hacía personalista, casi individual, controlando todo en su puño.  También esa soberbia le provocaba excesiva autosuficiencia, pensaba que podía resolverlo todo, y fue tal frustración al fallarse que le llevó al infarto.

 

 

  • Noveno jefe: Manuel, el inexperto

 

Manuel me transmitió su alegría.  Era dicharachero y muy buen comunicador, vendedor de ilusiones, que unido a su buena formación de base, a sus vivencias desde jovencito en la diversidad y a su inteligencia innata le daban amplios cimientos (aún frescos) para ser un excelente directivo en el medio/largo plazo.

 

Pero sus deseos de alcanzar el éxito ya mismo, desde la inmediatez, con esa idéntica soberbia que Gumersindo emitía, le hacía exagerar su capacidad para el buen trato hasta parecer ficticio.  Manuel aparentaba que se dejaba asesorar para luego dejarte hablar con visos de interés y hacer lo que ya tenía pensado de antemano; si además estabas de acuerdo, se anotaba la medalla de generador de ideas, tal como le habían enseñado en la Escuela de Negocios.  No reconocía que no sabía; por dentro, deseaba ser infalible y se sentía obligado a transmitirlo…  Pero aprenderá.

 

…que usted lo haya pasado, y lo pase, bien.

Manuel González de Tafalla, el inexperto

Hace tres meses que abrí el paréntesis en mi trayectoria profesional.  Desde entonces, vivo cómodo.  Aún es pronto para saber si lo cerraré o no, porque aún me están pareciendo unas vacaciones largas.  Estoy pasando el otoño en Lanzarote.

En julio, la empresa planteó unas excelentes condiciones de salida.  Se había producido otra fusión y sobrábamos unos cuantos cientos de personas, sobre todo de funciones staff, tal como estaba considerada la mía.  Dejé pasar agosto, que me lo tomé de vacaciones completo, como no hacía desde varios años atrás, y el 5 de septiembre me puse a negociar con la gente de Relaciones Laborales.  El día 6 me llegó una notificación notarial, donde me requerían personarme en unas oficinas del Paseo Independencia, de Zaragoza, para informarme de un asunto de mi interés.  Allí que me fui el viernes… y el señor notario me informó que el albacea testamentario de Luis Menéndez Cajal, el hermano mayor de mi madre, se había puesto en contacto con él para que me buscara y me hiciera partícipe de la decisión de don Luis, por la cual pasaba a ser heredero universal de una cantidad que no voy a indicar aquí por rubor.  Estaba citada en dólares y aclaraba en qué cuenta estaba depositada, proveniente de la venta de todo el patrimonio de mi tío por el albacea antes de ponerse en contacto conmigo, según le exigía el testamento.

Por lo tanto, volví a Madrid con un apretado nudo en el estómago, pero con la tranquilidad de que a cualquier propuesta de la empresa iba a decir que sí.  Mantuve un prudente silencio, por supuesto, y nadie supo de mi condición de heredero universal del tío Luis.  Creo que no procede abundar más en el asunto, pero me hacía ilusión contarlo.

Murió Gumersindo sin recuperar la consciencia en los sesenta y dos días que transcurrieron desde el infarto hasta su fallecimiento.  Pasé un mal trago porque durante más de dos semanas anduve analizándome para explorar alguna posible responsabilidad mía en lo acontecido.  Estaba triste, como por la muerte de cualquier compañero, aunque apenas habíamos convivido fuera de legislaciones, normativas, balances, consejos de administración y juntas de accionistas, nada que tuviera que ver con lo personal, en el otro extremo de mi relación con Rodrigo, con quien de vez en cuando, siempre que esté cerca, pues se ha hecho un viajero (que no turista) impenitente, nos juntamos a comer y charlamos de todo menos de la empresa.

En mis visitas al hospital, pude ir enterándome de algunos aspectos de la vida de Gumersindo, un hombre soltero, solitario, austero, encerrado en su chalet de Mirasierra, donde vivía con su ama de llaves y otra empleada doméstica, miembro de dos asociaciones profesionales, con las cuales sólo mantenía contacto directo una vez al año en la cena de fraternidad, y nutrido de una grandísima biblioteca, con volúmenes de gran literatura universal y de escritos profesionales, tanto libros como revistas especializadas.  Sólo supe de su familia por una prima suya, lejana, sobre todo en el trato, pues me comentó que no se habían visto en más de diez años.

Cuando confesé a Rodrigo esos raros pensamientos de culpa que me asaltaban con fuerza, me dijo:

–No hacen falta culpables, ni siquiera tú, Alberto.  Gumersindo empezó a suicidarse cuando no pudo superar la muerte de sus padres.  Se refugió en los libros y en el trabajo.  Odiaba cualquier contacto personal y su inteligencia le daba de sobras para entender que podía pasarle esto.  Tenía muchas posibilidades de sobrevivir después del infarto… pero no quiso despertar.

Me pareció una perorata pseudopsicológica, con la que no estaba de acuerdo, pero a Alberto le gustaban estas interpretaciones.

Tardaron poco en cubrir su vacante.  En realidad, un mes a fecha del fallecimiento, aunque creo que a la semana siguiente del infarto, ya pensaron en sustituirlo, falleciera o no.  Y también creo que en ningún momento pensaron en mí.  Yo tampoco en ellos.  Haber trabajado con este último jefe me había sacado de la empresa, tenía mi mente unas cuantas horas a su disposición, pero el corazón latía en otros menesteres, ninguno en particular ni en competencia con el negocio, podría ser una película, un libro, un viaje, cualquier “pájaro” que pasara por ahí.  Como Gumersindo era tan cabal, me uní a su cumplimiento del deber ciñéndome al horario establecido, incluso le protesté por algunas prolongaciones de jornada, “innecesarias a mi parecer”.

Y deseando mantener esa situación de tranquilidad profesional, choqué contra Manuel González de Tafalla.

Mi jefe, por supuesto: un chico que en mi tiempo habríamos llamado “de los pijos”, sin aún cumplir los treinta, engominado hasta la nuca y aledaños, con puntitos blancos en la americana (bien podría ser caspa), trajes de corte Boss, Hugo Boss, Burberry o Zegna, Hermenegildo, cuyo único valor era el sonido de la marca…  Se enfadó mucho el día que le dije que si quería la mejor imagen de ejecutivo debía hacerse los trajes y camisas a medida.

Llegó un buen día de Palo Alto, California, con un diploma de postgrado bajo el brazo que debía valer y costar un potosí.   Así ingresaba a la empresa dentro de un programa de Jóvenes Profesionales, sin haber tenido aún ninguna profesión, aunque sí, era joven, 25, licenciado en Empresariales y Derecho por la Universidad Pontifica de Comillas a los 22, luego un año sabático conociendo el mundo, después a la Universidad de Stanford, para el cursito de Alta Dirección, y a trabajar a los 25, tras un viajecito por el Polo Norte, pasando por Canadá, los grandes lagos, Groenlandia, Islandia, Dinamarca, Alemania, Francia y un ratito en la Costa Brava, como recompensa que pagaba su padre, empresario de segunda generación, rico hasta la médula.

Todo lo sé porque él me lo contó, lo juro.

Parece ser que su padre quiso que trabajara los veranos en alguna de las empresas familiares, pero Manuel me contaba que supo evitarlo pidiéndole cursos de inglés en el extranjero, por intercambio, y así era un mes allí con su anfitrión, y otro mes aquí atendiendo al invitado…  Y lo contaba riéndose, el cabronazo.  Poco esfuerzo le había costado lo que tenía en la vida… y poco lo valoraba.

Desde Recursos Humanos, lanzaron un programa que pensaba atraer a los mejores (?).  Se trataba de buscar chicos y chicas, de entre 25 y 30 años, con buena base académica, el inglés casi bilingüe con, al menos otro idioma, estancias en el extranjero y a poder ser con alguna experiencia profesional previa.  Manuel entró en la segunda promoción de las cinco que al final se quedaron.  Corría el año 2004. 

El plan consistía en que eligieran una especialidad dentro de la empresa según sus gustos y afinidades.  Durante año y medio, cada tres meses iban cambiando de destino por España, en oficinas y centros de trabajo de la empresa dispares en tipología, para que adquirieran una buena visión de todos los negocios.  Durante ese tiempo, les hacían depender del Consejero Delegado.  Así, ningún directivo avispadillo querría quedárselo antes de tiempo.  Recibían una formación especializada y muy definida.  También existía un programa de seguimiento…  Un cuerpo de elite, vamos, que ni las COE´s ni los GEO´s.

Este plan de Jóvenes Profesionales tuvo poca duración porque cambiaron al director de Recursos Humanos, y el nuevo discrepaba de esta forma de gestión.  Los ochenta muchachos que habían pasado por el programa se dispersaron por la organización, intentando agarrar la primera vacante que les atrajera.  Un tercio de ellos abandonó la empresa.

Cuando esto sucedió, Manuel ya llevaba un tiempo en la Dirección Financiera, con la gente de la Mesa de Dinero, convirtiéndose en un baby broker (así se autodenominó), y creciendo a la vera de un director que comenzó a confiar en él más que ciegamente.  Aquel director era hijo de un consejero independiente de nuestra empresa, el cual departía habitualmente con el padre de Manuel en un club financiero de la plaza de Colón.

Al haber adquirido varias empresas, se configuró una Corporación donde la Dirección Financiera fue cobrando gran relevancia, hasta el punto de que ascendieron a todos directivos dos niveles, y estos directivos a su vez propusieron candidatos para cubrir las vacantes de su anterior nivel.  Entre ellos, se encontraba Manuel, propuesto por su jefe, el hijo del contertulio de su padre.  Manuel, baby broker, resultó ascendido y con 28 años, pasó a formar parte del equipo directivo del holding.

Al año siguiente, es decir, hace seis meses, falleció Gumersindo, y Manuel pasó a ser mi director general.

Durante los primeros días pudo aplicársele una expresión usada en las crónicas taurinas: “se le notó al diestro con ganas de agradar”.  El muchacho trabajó el acercamiento a nosotros como si de un compadreo se tratara. Le pidió a María que le tuteara, se derretía hasta parecer un hombre de dulce de leche para pasarnos las órdenes, y continuamente le cruzaba el rostro una sonrisa tan forzada que debió sufrir rotura de fibras en el masetero, risorio o buccinador, a la sazón músculos de la cara.  Resultó tan empalagoso…

–Por favor, María, serías tan amable de traerme las actas de…. O mejor no, no las traigas, yo te ayudo, déjame que sea yo quien las ordene…

–María, necesitaría de tu capacidad de gestión que me consiguieras una llamada telefónica…

–Ambos sois maravillosos, es una suerte que me hayan tocado dos profesionales auténticos como vosotros en mi equipo

A mí me trató durante dos meses como si fuera su profesor de la asignatura que más le importara: con respeto y atención, mucha atención y mucha pregunta, y repregunta.  En principio, los dos asistimos a todas las Juntas y Consejos que debían realizarse, lo que provocó cierto colapso en determinados temas, porque no nos quedaba tiempo para mover papeles…  Gracias a María y a una gestión que conseguí con mi conocida de Recursos Humanos, nos proporcionaron una persona a través de una Empresa de Trabajo Temporal, que nos ayudó a salir del embrollo empapelador.

Me tomaba las cosas con mucha filosofía.  Fui un empleado aplicado que no levantaba la voz para nada y que cumplía a rajatabla con sus deberes.  Empecé a aburrirme en el trabajo.

Manuel aprendió rápido las cuestiones jurídicas y económicas, trabajaba mejor con los balances que con las interpretaciones de leyes y normas, pero le costaba hacerse un hueco en los Consejos, sobre todo en aquellos donde había menos peso de nuestra empresa.  Se puso nervioso en cuanto le presionaron de la central para que no se dejara tomar terreno.  No quise ofrecerme para ayudarle por una cuestión de desidia, de falta de compromiso…  Lo observaba cómo se movía inquieto hasta que su cara adquiría un color grana y no sabía cómo dirigirse a alguien (esencialmente a mí), que le sacara del apuro.  Pude tenerle algo de compasión, pude, pero no quise.  Alguna vez tendré que pedirle perdón.

Enseguida notábamos cuándo había llamado nuestro gran jefe de la central, porque Manuel se ponía la americana, salía de su despacho y nos había comulgar con sus órdenes haciendo notar que las emitía a modo de debate cuando claramente eran de imposición:

–Alberto, creo que deberíamos aplicar a rajatabla los estatutos en el próximo Consejo de Rafensa, ¿qué te parece?  Están siendo muy flexibles con la cláusula treinta y tres, entiendo yo.  Porque tú, Alberto, ¿qué recomendarías en esta situación?...  sí, sí, tenemos que ser inflexibles. Sí, gracias, Alberto, por tu aportación.  Prepara un orden del día que no deje lugar a dudas, por favor.  Sí, sí, inflexibilidad.

Y claro, nos dimos (se dio) un enorme batacazo en el Consejo de Rafensa, en el cual apenas abrí la boca.  Manuel no se atrevía a pedirme ayuda.  Se envalentonaba con una perorata bien trazada y bien expuesta, pero nada diplomática ni con reconocimientos a ciertas actuaciones que necesitaban un poco de “franeleo”.  Metió la pata en multitud de ocasiones, conmigo de observador mudo y frío.

Se deshacía en cálculos, no entendía cómo le podían salir mal las previsiones, se pasaba las horas en su despacho analizando documentos para poder siquiera entender algunas tendencias irracionales o ilógicas en los valores de las acciones.  Seguía sin pedirme ayuda.  Ah, algo que se me olvidaba.  Su perfecto inglés se cruzaba en nuestras conversaciones como signo de ostentación idiomática y con deseo de transmitir cierta sensación de superioridad sobre mí.  María siempre le contestó, porque le entendía bien.  En mi caso, pude haberlo hecho en la mayoría de las ocasiones, pero mi actitud indolente me obligaba a repetir:

–Manuel, ¿qué significa? 

Y Manuel se crecía dándome explicaciones añadidas a la traducción del palabra con una perorata conceptual, nuevamente repleta de anglicismos.  Y yo repetía:

–Manuel, ¿qué significa?

…cuando había comprendido lo suficiente para seguirle y rebatirle en su conversación pretendidamente subida de nivel técnico.

Esperé hasta el último día para comunicarle mi decisión.  En realidad, no sé cuánta información manejaba Manuel sobre el nuevo plan de la empresa.  Tampoco, ni siquiera a María, comenté mi asunto de la herencia, que venía muy rápido. 

–¿Tienes un momento?

–Pero Alberto, es que ahora…

Últimamente, Manuel no tenía momentos, siempre se encontraba enfrascado en enormes hojas de cálculo que determinaban proyecciones de comportamiento financiero a corto, medio y largo plazo. Oh.

–Es importante, muy importante.  Y sólo te robaré cinco minutos.

Suspiró.  Su tono de cara pasó del rojizo al rosa.

–¿Qué le vamos a hacer?  Pasa, pasa, y siéntate.

Me iba a sentar en la silla de confidente. 

–No, por favor, aquí –y me señaló la mesita de reunión–.  Tú dirás.

–Mañana me voy de la empresa.  Me acojo al plan extendido de la empresa con indemnización diferida a dos años.  Quería despedirme de ti.

Del rosa pasó al blanco, muy blanco, blanquísimo… y quiso sonreír, pero parecía que la rotura de fibras faciales aún le ocasionaba dolores.

Gumersindo Altamiranda, el experto

Qué pronto pasa lo bueno.  Y nada menos que ocho años disfrutados con Rodrigo.

Me pasó una cosa curiosa.  En todo ese tiempo, a pesar del bajón que sentí en mi estima por la “empresa”, no tuve ganas, ni remotas, de buscar una promoción.  Al principio, supongo, porque estaba ocupado en aprender el nuevo oficio; después, porque verdaderamente me lo llegué a pasar bien trabajando, con ganas de levantarme para ir a la oficina, saludar a María, a Rodrigo, sacar papeles…  ¿Será que el buen trato anula las ansias de medrar?  No, no creo, pero la atención se desvía a otras cosas, se mejora el compromiso porque, en realidad, la “empresa” no deja de tener la cara de tu jefe, y si el jefe es bueno, la “empresa” es buena y te ocupas en lo que tienes que ocuparte: conseguir resultados.  Todo lo contrario que con el gran Delettre, o el ínclito Riva, con quienes se cumplía ese axioma que dice: “como estoy muy fastidiado, al menos que me paguen más, así que a ver si me ascienden…”.  También habría otra razón, quizá más consistente: mi jefe tenía autoridad profesional, es decir, se había ganado por mérito su puesto, así que no me sentía justificado para poder aspirar a él.  Ni incluso cuando se fue…

¿O sí?

Transcurrieron unas tres semanas hasta que supe quién iba a ser mi nuevo jefe, y casi un mes después hasta que se incorporó al despacho.

En esos veintiún días, aún albergué la remota esperanza de que la Dirección General cayera en mis manos.  Oh, no.  Creo que me faltó hacer un buen “lobby” interno, saberme vender hacia dentro de la misma manera que hacia fuera, donde me convertía poco a poco en un buen ‘relaciones institucionales’.  Siempre creemos que somos nosotros los más indicados para cubrir la vacante que deseamos, en ocasiones es verdad, pero rara es la vez en que quien la recibe es agasajado por sus compañeros.  Nuestro pecado capital es la envidia, y la ejercemos, ya lo creo que la ejercemos, nuestro diploma dice sobresaliente cum laude en envidia.  Un sonrisita por allá, un tímido apretón de manos, a veces hasta un hipócrita abrazo y susurrante “¡enhorabuena, Mariano!”, para ir pensando mientras tanto: “Anda, pasmarote, que ya la has sabido jugar bien. ¿Quién te ha enchufado?  Menudo sueldo que te espera, mamón, y yo pudriéndome desde abajo”.

La verdad, la verdad… no fue mi caso cuando llegó Gumersindo Altamiranda al despacho contiguo.  Es como si la cincuentena me hubiera apaciguado la ambición profesional y pretendiera solamente disfrutar de lo que poseía antes que  sufrir por lo que deseara.  Había bajado el nivel de mis expectativas al estado vigente de mi nivel profesional, por lo cual conseguía un nirvana magnético, atrapante.  No, no iba a perderlo por la llegada de alguien merecedor o no del cargo a ocupar.  Dicen que la autoestima se recupera en el momento en que igualas tus expectativas a tus realidades, de tal manera que no te sientes de menos respecto a lo que eres, y no te cansas en subir la roca por la montaña para que luego vuelva a caer a la más mínima inestabilidad del terreno.

Gumersindo Altamiranda ocupó su despacho como director general un primero de julio con muchísimo calor.

Antes, me llamaron a la planta catorce del edificio de la central, ubicación de la Dirección de Estrategia y Desarrollo Corporativo, desde donde se controlaban las filiales como a la que yo pertenecía.  Resultó frustrante que el directivo que me recibió metiera la pata tan profundamente:

–Pero, por favor, pase, pase a mi despacho, Rodrigo.

Se dirigía a mí.

–No, yo soy…

–Nada, nada, Rodrigo, que estamos encantados con tus resultados.  ¡Qué gestión tan impecable has llevado en Taravirco y Hnos.!

Taravirco y Hnos. no formaba parte de las empresas que Rodrigo y yo habíamos gestionado.

–Perdón, Enrique –se llamaba Enrique, seguro, porque me había preocupado de enterarme quién era este amable señor de la central antes de salir hacia la cita–. Soy Alberto Trevijano, no Rodrigo Cenis.  Y Taravirco y Hnos. pertenece a otra línea de negocio.

Enrique Catanzzaro se tiró para atrás en su sillón, me miró desconfiado, movió sus papeles.

–Y bien, Rodrigo.  Es un placer conocerte.

Parecía que las frases anteriores no se habían pronunciado.  Cambió su carpeta… así que deduzco que se había equivocado al revisar la documentación previa a la convocatoria.  Pude haberme sentido mal, pero no…

El director de  Financieras Participadas me informó del nombramiento de Gumersindo Altamiranda como nuevo director general de la empresa que pasaba a denominarse Gestión Financiera e Inmobiliaria, S.A.U., donde yo ejercería como director de Finanzas y Control.

–…y espero que con tan buen resultado como hasta ahora.

Le solté la sonrisa más hipócrita que he dibujado en mi vida… para rimar con la suya mientras me acompañaba a la puerta.

–Está previsto que Gumersindo se incorpore el día primero de julio a su nuevo cargo, aunque conociéndolo, con toda seguridad se personará cualquier día de éstos en sus dependencias para saludar al equipo a su cargo.

Estuve a punto de preguntarle: “¿Pero de verdad lo conoce bien?”.

Según me contó Lourdes García, de Recursos Humanos, ex–compañera mía en los mundos argentinos, Gumersindo Altamiranda Romance tenía mi edad, los títulos de Derecho, Económicas y Políticas, con doctorado en algo raro, Máster en Asesoría Jurídica por una reconocida escuela de negocios, soltero, proveniente de la empresa matriz de toda la vida, abogado colegiado por si acaso, y muy buen conocedor de todos los intríngulis del grupo empresarial.  Ah, muy reconocido entre colegas por sus conocimientos de Derecho de la empresa.

Alto, feo, católico y sentimental como el Marqués de Bradomín, propiedad intelectual de Valle Inclán, aunque sin tanto arte para seducir señoras.  Ay, Gumersindo, siempre vestido de trajes marrones, camisa blanca, gafas de grueso cristal, pelo revuelto, quizá afro en sus tiempos juveniles, manos muy pequeñas, nariz aguileña, arrugas profundas en el cuello y en la frente, una cicatriz bajo el mentón y unos labios delgadísimos dentro del rostro enjuto, quizá remedo de un maestro de escuela rural.  A veces portaba pajarita.

El 14 de junio, miércoles, Gumersindo se personó en sus dependencias.  Recuerdo el día de la semana porque hacía tiempo que dedicaba ese día central de la semana a organizar papeles, leer legislación, hacer llamadas…  Un día puro de trabajo en mesa, nada de salir a reuniones ni visitas, un relax para no tener que llevarme esas tareas a casa.  Hoy dirían “cuestión de conciliar”.

Saludó a María con cierta prepotencia y se presentó como el nuevo director general, sin siquiera sonreír.  Lo escuchaba desde mi despacho.

–¿Está el señor Trevijano?

Pasó sin llamar.

–Soy Altamiranda.  Supongo que ya sabe quién –. Y me extendió la mano, casi como si tuviera que besársela.

–Y usted ya sabe que soy Trevijano –le estreché su mano.

Se dio media vuelta y se fue a su despacho.

A los pocos minutos, oí:

–María, dígale a Trevijano que se persone en mi despacho.

María entró en mi despacho, pero por gestos le dije que no hacía falta la transmisión del “ruego” y mantuvimos una conversación de mimo que nos hizo reír un buen rato.

Se mantuvo en su silla alta y me ofreció de mala gana la del confidente.  Me habló de su currícula, muy brilante, y de su experiencia, muy amplia.

–Espero que seamos una buena sociedad.

Eran palabras que me indicaban la puerta con todo el descaro del mundo.

Salí.

Desde mi despacho, aún alucinando, escuché que se despedía de la secretaria indicándole que para el primero de mes esperaba tener su despacho limpio como una patena.  Ni siquiera se dignó lanzarme un adiós desde el recibidor.

Gumersindo volvió impecable el día 1º de julio, quizá más sonriente y con un maletín de piel que parecía no pesar nada.  Repitió gestos muy parecidos a los de aquel miércoles y siguió haciéndolos igual cada mañana: entrada en silencio, parada frente a la mesa de María, “María, dígale a Trevijano que venga a mi despacho”, retirada de correspondencia, sentarse en la silla alta, saludarme sin mirar mientras abría los sobres, preguntarme sin escuchar por las novedades del día anterior y por la programación del día actual, comentarios breves y gesto de despedida hasta su próxima llamada, siempre a través de María.

Sudé de lo lindo para adaptarme a mi nuevo jefe.  Tragué enseguida con la pérdida de estatus, que se encargó de proporcionármela a traición y demasiado pronto: le pidió a María que anulara el desvío de mis llamadas y que en ningún momento se considerara mi secretaria.  A ella le costó un dolor decírmelo.  Lo hizo casi llorando.  El segundo acto para mi bajada de estatus se dirigió a mi cargo en las empresas.  En esto tardó un poquito, porque primero se preocupó de que yo le presentara a los miembros de los Consejos.  En esas Juntas le noté bastante tenso, el rostro se le volvía grana en algún momento y no hacía más que remover sus papeles mientras los demás hablaban.  Al principio, me dejaba hablar a mí, sobre todo la primera vez que él asistía; en la segunda, me indicó que comunicara a la sala que él tomaba el cargo de Presidente (en aquellas sociedades en las que yo lo era), y que el mío pasaba a ser el de Vicepresidente, salvo si este cargo lo teníamos pactado con el segundo accionista.  En cuanto volvíamos de la reunión al despacho, Gumersindo, que transitaba muy callado todo el trayecto, se encerraba sumergido entre papeles y ni siquiera saludaba o despedía a la secretaria.

Enseguida aprendió el contenido de los estatutos, supo cómo preparar las Juntas, salvando los problemas con una habilidad pasmosa para hilar normas mercantiles con las civiles o, incluso, penales.  Ordenaba con pasmosa facilidad los temas a tratar, con un talento más allá de lo habitual en una persona que llevaba tan poco tiempo en el asunto.  Me discutía infinidad de aspectos con un puntillismo exagerado, analizando los artículos palabra a palabra, coma a coma…  en realidad, era un experto de altísimo nivel, no sólo en lo jurídico, sino también en el análisis financiero y económico.  Supo cómo aprovechar mis conocimientos y en no más de dos meses, habría sido capaz de desenvolverse solo en lo que a mí me costó más de dos años.  Pero no lo hizo.  Siempre fuimos juntos a cada reunión de Consejo, a cada Junta, porque decía que nosotros debíamos ser la mejor sociedad… nada menos que “como don Quijote y Sancho, o como don Juan y Catalinón”.

Me sentí agobiado, muy agobiado, el cambio fue brutal, pero la vida te enseña a saber esperar tanto lo bueno como lo malo en una actitud de prudencia.  Tuve que respirar profundamente algunas veces para no dejar salir mi enfado, quizá más al principio ante alguna sucinta humillación.

La última reunión societaria a la que asistió se desarrolló con mucha tensión.  Uno de los socios, el tercero en poder, había hecho movimientos externos para ir haciéndose con más participaciones en la sociedad sin avisarlo previamente.  Éramos mayoritarios, pero no superábamos el cincuenta por cien.  El día anterior, Gumersindo había llegado muy azorado al despacho, después de visitar a algún gran director de la casa matriz.  Por lo que deduje de su preparativo para esa última reunión, no debíamos permitir el acceso del tercer socio a órganos de control, lo que podría producirse si algún minoritario le cedía su voto, o si le había vendido sus acciones como habíamos olfateado.  Extrañamente, mi jefe se aflojó la corbata y se desabrochó la camisa, mientras iba hablando en voz alta delante de mí, como si preparara su discurso para el día siguiente.  Dormí mal aquella noche.

Cuando llegué por la mañana,  María me miró asustada y me hizo gestos hacia la puerta de entrada al despacho de Gumersindo.  Había luz y escuché mover papeles.

–¿Puedo pasar?

Tardó unos segundos en contestar.  Cuando ya iba a abrir la puerta por…

–Pasa, Alberto, pasa.

Me encontré a mi jefe con la cara descompuesta, sin afeitar y con la misma ropa del día anterior.  ¡Había pasado allí toda la noche!  Miré alrededor y encontré la mesa de reuniones llena de papeles, los tomos de leyes desordenados, dos armarios abiertos…

–¿Estás bien?

–Por supuesto.

–Ya es hora de que salgamos.  Hoy será un Consejo muy difícil.

–Gumersindo, ¿quieres que lo dejemos para otro día?  María puede avisar y decir…

Fue tajante en su contestación.  Íbamos a ir por encima de cualquier obstáculo, y lo dijo en un tono que parecía que alguien estaba intentando impedirlo con alguna amenaza.

–¿Hay algo que yo no sepa, Gumersindo?

–Parece mentira –contestó, ofendido– que estés tan tranquilo ante lo que nos jugamos hoy.

Que yo supiera, no nos jugábamos nada grave, porque, aunque perdiéramos el control de esa sociedad, habíamos preparado unas compras en la competencia que nos mantendría la participación dentro de varias empresas con la misma cuota de mercado.  Teniendo en cuenta sus últimos resultados, estaríamos manteniendo los beneficios globales al mismo nivel que cuando se jubiló Rodrigo.  Ni más ni menos.

Se llenó la cartera de papeles, atusó su pelo rizado, calzó la corbata en el cuello de su camisa, y salió disparado gritando ¡taxi! aún en el penúltimo escalón del zaguán.  Durante el viaje, el rostro se le desconfiguraba, y pronunciaba algunas frases inconexas, que parecían ser parte del discurso que pensaba ofrecer desde la silla de Presidente.

Al entrar en la sala, se le cayó la cartera.  Estábamos solos, habíamos llegado con quince minutos de adelanto.  Se agachó y rodó por el parqué.  Le ayudé a levantarse, pero me quitó las manos de encima.

Fueron llegando los consejeros.

Cuando llegaba el socio contestatario, volvió a caer al suelo.

A los dos meses, como consecuencia de ese infarto fulminante, falleció.

Rodrigo Cenis, el entusiasta

Un buen día, el Benemérito me convocó a su despacho de las altas cumbres.  Habían llegado instrucciones de Madrid para rebajar el número de expatriados, comenzando por los de mayor tiempo en esta situación:

–Entonces, tú te irás el primero, ¿no? –le lancé a la yugular.

Carraspeó un poco, escondió la mirada, buscó un papel…

–No, no, las órdenes no se refieren a la alta dirección.  Se trata de aplicarla a los directivos medios, los gerentes y subgerentes.

Ya acudí a esa entrevista conociendo de antemano lo que iba a escuchar.  La rumorología vuela, incluso con el océano de por medio, así que llevaba preparada esa pregunta.  No me importaba la respuesta sino tocarle un poco las narices.

–¿Tengo puesto asignado al desembarco?

–No tengo noticias sobre eso.  Tendrás que hablar con Recursos Humanos de Madrid.

En Recursos Humanos de Madrid ni siquiera habían oído hablar de mí.  Existe cierta justificación.  La empresa llevaba varios años embarcada en un proceso de fusiones, absorciones, infusiones y consolidaciones, por lo que el ámbito corporativo, antes de preocuparse por quienes andábamos de aventura, estaban construyendo lo que empezaba a ser un gran grupo empresarial.

Les caí como una enfermedad venérea.  Dado que los antibióticos son muy eficaces para combatirla si se aplican rápidamente, a los dos días de pedir destino me lo dieron.  Era la primera vez que los de Personal me contestaban con esa celeridad.  Discutí poco las condiciones porque me parecieron adecuadas… aunque no tenían ni idea de lo que podía significar una repatriación.  No me trataron ni bien ni mal y ése fue el problema, que no me trataron.  Sufrí el impacto psicológico del retornado, lo sufrí solo, sin saber muy bien qué era y a qué se debía esa desazón incierta que me dominaba, o esos instantes de rebeldía, o esa sensación de no ser de ningún sitio… 

Pero me he propuesto hablar de mis jefes, por lo cual intentaré centrarme en la persona a cuyo equipo me asignaron.

Rodrigo Cenis, su nombre.  La Moraleja (Madrid), su residencia.  Director General, su rango jerárquico… aunque de empresa menor según la clasificación que ordenaba el grupo.  Es decir,  me mandaban a una esquina del grupo empresarial, división staff, con tareas de apoyo a una Dirección General de corto rango.

Atrás quedaba la experiencia que traía de gestión en empresa emergente, de vivencias en la diversidad, de incremento competencial (tal como uno de Recursos Humanos lo calificó)… para no tenerla que aplicar ni en una cuarta parte dentro del rol asignado.  Tardé en asumirlo, pero debo agradecer a Rodrigo el apoyo que me prestó.

Ingeniero técnico, economista y psicólogo… así rezaba el currículum de mi nuevo jefe.  Probablemente, por esta última faceta supo entender mi estado (que ni yo mismo entendía) y, sin nombrarlo en ningún momento, actuó para lograr que mi adaptación fuera lo más rápida y efectiva posible.

Años más tarde, en el umbral de su jubilación, cuando le agradecí aquel trato inicial, me contestó con la boca pequeña:

–Amigo Alberto.  No había nada de interés personal en el tratamiento que te di.  Si tú estabas bien, yo estaba bien, fue cuestión de supervivencia.  Cuanto más hubieras tardado en recuperarte, más retraso en el crecimiento de tus aportes a la empresa, lo cual no dejaba de ser mi responsabilidad.

Rodrigo provenía del área técnica, para la que se habilitó con su primera titulación, unos estudios que realizó por inercia, sin tener muy claro todavía cuál era su vocación.  Comenzó trabajando como adjunto al responsable de una cadena de producción, ya en la empresa matriz que generó el grupo al cual pertenecíamos.  Conocido su perfil, no entiendo cómo pudo soportar aquellos años metido de lleno entre números y máquinas.  Se lo pregunté en reiteradas ocasiones… y siempre sonrió como respuesta.  Quizá su evasión consistió en matricularse en la UNED para cursar la segunda carrera, que eligió en lugar del grado superior de ingeniería porque deseaba cambiar, no adivinaba bien la dirección del giro, y que escogió por afinidad con los números de su especialidad inicial.  Comenzó a darse cuenta que lo suyo no iba por lo concreto, ni por fórmulas o ecuaciones, sino por las relaciones humanas, lo social, lo personal.  Puesto que se casó tardíamente con una psicoanalista, pudo certificar con ella esa orientación y se animó, con casi cuarenta años, a cursar su tercera carrera: Psicología.

Cuando yo lo conocí, andaba por los cincuenta y ocho años, con el pelo cano, y conservaba una buena planta (medía más de uno ochenta).  Llevaba gafas con montura al aire que confirmaban su aire intelectual cuando intercambiabas unas frases con él.  No obstante, no era muy habitual encontrarle filosofando en su despacho porque casi era hiperactivo y su discurso era más bien directo y ajustado a la acción, según bien definía con sus palabras.

Después de aquella ‘adjuntía’, ocupó el puesto de control de producción en la misma planta. Allí comprobó que el orden y mando imperante en el estilo servía poco para aumentar lo producido… y si aumentaba, descendía la calidad.  Su siguiente ocupación fue responsable de cadena durante algo más de diez años.  Tuvo a su cargo más de sesenta personas que trabajaban a turnos rotativos veinticuatro horas al día durante todos los días del año.  En principio, se aplicó en favorecer las disposiciones ergonómicas para que las personas trabajaran más cómodas y más seguras.  Consiguió determinadas mejoras, pero se estancaron e incluso retrocedieron cuando llevaban aplicadas más de dos años.  Así que se dispuso a encontrar la causa… y dice que aún la está buscando.  Pero consiguió la mejora sin modificar las normas ni los procesos.  Metodología: aumentar su presencia por la fábrica, hablar y hablar con los jefes de turno intentando conocerlos mejor, estimular la aparición de nuevas ideas.  Quizá la causa de disminuir la producción fue la ausencia de estas acciones.  Quizá, también me dijo él, pero nada importa si la dicha es buena.

Aprendió a ser ‘responsable’.  Aprendió a gestionar personas que, según él, equivale a influir en las voluntades, en las emociones, en la motivación… antes que en las normas, procedimientos y procesos.

Le debió ir bien porque recibió el nombramiento de director de la planta de producción, con más de cuatrocientas personas a su cargo (aunque a Rodrigo nunca la gustó esta expresión: no están a mi cargo, están conmigo, o mejor, estamos juntos).

Y con ese puesto en diferentes factorías, saltó el país tres veces desde Almería a Galicia, y desde allí a Cádiz.  Cuando lo conocí, ambos recalábamos por primera vez en la capital.  En ese aspecto, le sacaba algo de ventaja, porque el Gran Buenos Aires es casi tres veces más grande (en número de habitantes) que la Comunidad de Madrid.

Nos encontramos los dos en una empresa casi fantasma, porque no tenía personas, el anterior propietario se había quedado con la plantilla, así que nosotros tuvimos que empezar solos.  No era un trabajo complicado, se trataba de controlar participaciones en pequeñas empresas afines con nuestro negocio.  Teníamos tres funciones: revisar información financiera, acudir a los Consejos de Administración y presentar los resultados a nuestro accionista principal.  Me debería haber tocado exclusivamente la segunda… pero ya le contaré.

Rodrigo y yo nos encontramos por primera vez en la oficina.  Nadie nos había dicho que comenzábamos el mismo día, tampoco nadie nos había presentado, éramos sabedores de la existencia del otro por sendos mails que nos habían enviado desde la división de diversificación de la empresa matriz.

Uno de los impactos de la repatriación consistió en la sensación de que la empresa te ha tirado cerca de una escombrera en lugar de colocarte en uno de los pedestales más altos de la vitrina de los laureados.  Mientras que en Buenos Aires me trataban como si fuera “alguien”, en mi lugar de origen ni me trataban.  Y no hay peor trato que la ignorancia.

Vuelvo a mi jefe de inmediato, pero quiero aclarar que el anterior párrafo era necesario para entender varios de los tratamientos que Rodrigo me aplicó.

Llegué a la oficina, que ocupaba media planta de un edificio situado en las afueras de Madrid, en Alcobendas…  Media planta que contenía un despacho inmenso, con recepción amueblada con sofás de cuero, y una mesa, al parecer para ocupar a una secretaria.  El baño estaba entre las dos medias plantas, enfrente de la salida del ascensor.  Casi me desplomo en la desilusión…  ¿Debería ocupar ese sitio de “secretaria”?  Me hundía la pérdida y caída del status…

–¿Hay alguien ahí? –escuché una voz desde el fondo del despacho inmenso.

–Hola –contesté.  Buenos días.

Rodrigo salió a recibirme.  Se presentó.

–Así que tú eres Alberto Trevijano.  Me han hablado mucho de ti en la Dirección de Control. 

A los años reconoció que me regaló una mentira piadosa.

–Estoy encantado de conocerte y de que vayamos a trabajar juntos.  Hay mucho que hacer por aquí y es una tarea apasionante y divertida.  Pero… no me ha gustado nada esta oficina que nos han dado.  Vamos a tomar un café al bar de abajo, y luego saldremos a visitar a unas personas que quiero que conozcas.  He dado órdenes para que hoy hagan unas modificaciones en nuestro cubículo.  ¡Ah! Y me he tomado la libertad de encargarte tarjetas.  Llegarán en unos días.

Nuestra primera conversación se bordó en el bastidor de una barra de bar, en torno a dos cafés con leche.  Rodrigo habló muy poco en casi todo el día.  Sólo me preguntaba y yo le respondía.  Su forma de tratarme le facilitó la mejor información posible de mí, me deslizaba hacia la sinceridad con su entusiasmo y sus ganas de saber como forma de interés personal sobre mi historia, mis opiniones y mis deseos.

La reforma de la oficina se terminó en tres días, no al día siguiente tal como su afán predijo.  Quizá ese retraso le pudo servir para cambiar sus órdenes iniciales.  Quizá.  La cuestión es que la media planta contenía dos despachos, casi de dimensiones similares… y en uno el cartel rezaba: Dirección General… pero en el otro, o sea el destinado a mi uso: Dirección Financiera… La mesa de la secretaria quedó entre las dos puertas de entrada y fue ocupada un año más tarde, cuando pudimos justificar con nuestros resultados que nos haría bien un apoyo administrativo.  Rodrigo quiso que nos diera el apoyo a los dos.

–Alberto, dile siempre a nuestros socios que María es tu secretaria.

A las pocas semanas de llenar aquellos dos despachos...

–Hoy te vas a venir conmigo y no vas a tocar ningún papel ni contestar ningún requerimiento ni analizar ningún balance.  Vamos a conocer gente, charlarás con ellos, debatirás sobre cosas de empresa, cosas de fútbol, cosas del mundo y cosas de casa, sobre los ángeles y los demonios, sobre la carne y el pescado, sobre sexo y religión, sobre el cava y el champán, sobre el Rioja y el Burdeos…  Así serás capaz de empezar a entender que no te hace falta saberte de memoria el Código de Comercio ni la Ley de Sociedades Anónimas… así sabrás cómo se comporta una persona de ese ambiente, que es más importante que el artículo en el que estás atascado tratando de encontrar su relación con la Ley de Medio Ambiente… ¿Me explico?

Se explicaba, sí, aunque mi espesura mental no llegaba a comprender todavía la profundidad de lo que quería decirme.

Rodrigo comenzó su labor de recuperación en aquel momento, a los tres meses de mi puesta en marcha en Madrid, y saltó de un remedio a otro según observaba mi evolución en los ocho años que pasamos juntos.

Aquel día me llevó a una reunión en la Cámara de Comercio, me presentó a las personas que me había prometido y algunas más que se encontraban allí para escuchar una charla de Valdano sobre algo que se refería a la visión.  Su acento argentino me despertó la nostalgia y al intercambiar con él unas frases, comenzó a crecer mi autoestima, regresando a ciertas sensaciones que sentí como Subgerente de Control.  No sé si lo había previsto de antemano Rodrigo, pero cuando se lo conté, bastante tiempo después, sólo sonrió.

Ya de aquel evento surgió una nueva asignación de responsabilidades para mi puesto.  Rodrigo me dio a entender que eran órdenes de la Central, que no era pensamiento suyo, pero no le creí.  Una vez presentado en sociedad, comencé a acompañarle en las reuniones de los Consejos, dejé de especializarme en Derecho Mercantil y apliqué sus enseñanzas sobre comportamientos e impactos emocionales en las negociaciones.

Poco a poco, me fue dejando solo en determinadas reuniones, con progreso en relevancia y observando que las repercusiones fueran in crescendo.  Me propuso como Presidente en tres sociedades en las cuales nuestra empresa matriz se convirtió en mayoritaria y encargó personalmente las tarjetas en las que ordenó colocar en negrita el cargo.

El señor Cenis consiguió recuperar en mí lo que yo mismo había apagado con el duelo de la repatriación.  Probablemente, habría actuado igual sin ser su colaborador un regresado de la Argentina, pero sirvió como la mejor terapia para regenerar la valía de una persona mediante la recuperación de su autoestima.  Según dijo él, se trataba de que la empresa consiguiera mejores resultados… pero los medios aplicados consiguieron un valor añadido que tiene mucho más mérito que el resultado económico (por cierto, lo multiplicamos por cuatro).

Adolfo Riva, el 'trepa'

En Buenos Aires, descubrí una nueva forma de provisión de vacantes directivas.  Supongo que es tan antigua como la inclusión del gruñido en los tipos de comunicación, pero en lugar de extinguirse por atrofia y pasar a ser investigada por la Paleontología de los antecedentes sociales de los trepas, sobrevive en aquellos territorios donde existen determinados factores convergentes, como por ejemplo: intercambio de favores, escrúpulos ocultos y favoritismos potenciados.

Ninguna organización está libre de ellos… y que nadie se rompa las vestiduras ni eleve su grito al cielo, ni que tampoco me trate de ingenuo pardillo.  Estas formas de actuar son como las meigas, que haberlas, haylas, pero no se ven porque los interesados se esmeran escrupulosamente en dotarlas de una pátina de invisibilidad que a veces se diluye y deja al descubierto enormes vergüenzas con atributos chiquitos. Salvo en caso de miembro adherido al club de la ignorancia de los tontos (el concepto se ampliará  líneas más adelante), casi todos las quieren tapar. 

Algo he apuntado en capítulos anteriores.  Me refiero a que en la compra de la empresa se asociaron tres grandes organizaciones, una española, otra francesa y otra argentina.  Esta rioplatense, antes de decidir si invertía o no, realizó el clásico estudio de viabilidad, cuyo nombre en inglés me niego a escribir y a pronunciar, para el cual buscó un apoyo interno que le confirmara la veracidad de algunos datos.  En el sistema sindical argentino, existe el gremialismo de clase, peronista de nacimiento, que agrupa a la mayoría de trabajadores adscritos hasta determinado nivel profesional.  A partir de este nivel, suele surgir en cada empresa una Asociación de Mandos Intermedios y/o Superiores, que negocia independientemente con la Dirección al margen del gremio de base, puede tener su propio convenio colectivo, y siempre se mueve en razón de un supuesto interés en la gestión de la empresa.  Suele convertirse en un excelente trampolín para acceder a posiciones directivas.  ¿Sindicato amarillo se llamaría por aquí?  Esta Asociación fue el cauce interno por el cual fluyó el estudio de viabilidad del socio argentino.  Desde los mandos sindicales de la Asociación, se proporcionaron datos que no podrían escribirse o pronunciarse en público.  Preparar este cauce y acompañar en el tránsito del asunto significaba hacer un gran favor… que obligaba a su devolución.

El premio: los cuatro mandos sindicales pertenecientes a la Asociación de Mandos Superiores ocuparían cargos relevantes en caso de que la empresa favorecida por sus confidencias ganara el proceso de licitación. Puesto que fue así como sucedió, uno de esos dirigentes (el presidente de la Asociación), con titulación universitaria y cierta experiencia profesional, obtuvo una posición de alto directivo.  Los otros tres, con menor (o ninguna) cualificación profesional, quedaron como directivos medios, pero con ciertas prebendas que mantuvieron hasta que salieron de la empresa.  Cuando me desvinculé de ella, diez años después de la compra, quedaban dos: el alto directivo y el responsable de Comunicación Institucional.  Ambos demostraron capacidad profesional y menos humos que sus otros dos compañeros, uno de los cuales ya ha aparecido en una de estas historias: el gerente que se marchó de la Dirección de Recursos Humanos a ocupar una Secretaría en el Ministerio de Trabajo.  Del otro, me ocuparé en hablar dentro de unos instantes… porque fue mi jefe directo.

Cuando se marchó volando aquel gran directivo francés, llamado “el inseguro”, de nombre Michel (ver capítulo 4), tardamos unas tres o cuatro semanas en escuchar la confirmación de un rumor que nunca quisimos creer por si negándolo no llegaba a producirse.  Venía a sustituirlo Adolfo Riva, a la sazón ex–secretario de administración de la Asociación de Mandos Superiores, de 54 años, algo pelado (calvo para nuestra versión del castellano), petiso (1,52) y flaco (unos 50 kilos), pero con una prominente y picuda panza, de las que no se veía si lo mirabas desde atrás.  Piernas muy delgadas, combadas hacia dentro, pies con punteras dirigidas al noroeste y nordeste respectivamente, culo plano y bragueta colgante conformaban su perfil de cintura para abajo.  En el rostro, una cicatriz, que ya quisiera él que fuera adquirida en algún campo de batalla, le cruzaba el carrillo izquierdo como consecuencia de un revés de su esposa, la cual arrastró su anillo con brillante a la par que golpeaba… y una nariz generosa, afilada y penetrante descartaba cualquier parentesco con los simios.

Aterrizó como elefante en cacharrería, sin presentarse a ninguno de nosotros porque supuestamente, dijo, ya lo conocíamos todos (suposición cierta, por desgracia), y cambió del techo al suelo la configuración del despacho, llenando la pared derecha con los titulillos de los cursos realizados, incluidos los sindicales, y la izquierda de desnudos famosos de la pintura universal: la Venus de Urbino, la Venus del Espejo, la Maja Desnuda y Las Tres Gracias.  Aunque parezca lo contrario, era un canto al desconocimiento, por llamar así eufemísticamente a la ignorancia de los tontos, que se diferencia de la de los listos en que aquélla nunca es aceptada como tal, incluso se le hace apología sin saberlo.  Si bien a nuestra siniestra se contemplaban esas cuatro obras de la pintura, “como la confirmación de que la pornografía es arte” (ignorancia de tontos, a más a más), a la diestra conté veintisiete marquitos que contenían diplomas o certificados de cursos variopintos, incluido uno de patrón de yate.  Insinuó varias veces que sus subgerentes deberíamos hacer lo mismo, para lo cual nos recomendada un establecimiento donde los marcos eran baratos, y otro donde también eran asequibles las láminas de grandes obras universales… de desnudo, con especial recomendación hacia José de Togores, con Desnudos en la Playa, hacia Miguel Ángel, con el fragmento de la Capilla Sixtina donde se aprecia la desnudez de Dios y Adán, hacia Botero, con Desnudos… y otras obras que no recuerdo, “diferentes a las  de mi despacho para dar variedad a la vista de la Gerencia, ¿no es cierto?”, tomadas de una revista argentina equivalente al Interviú español, de un número que dedicaron a reconstruir fotográficamente con modelos actuales unas cuantas obras de arte con desnudos.

Adolfo ingresó en la empresa anterior con 15 años, en los tiempos en que era presidida por un líder sindical, dentro del proyecto de cogestión que inspiró Perón y que los militares terminaron truncando.  Adolfo, lejos de sentir vocación de afiliación gremial, decidió que sería jefe fuera como fuera.

Como fuera lo fue: conspirando contra los gremialistas de base, haciendo de espía escuchando tras las puertas, llevando la información a los gerentes de la empresa que terminaron devolviéndole el favor creándole el puesto de supervisor de Facturación General, bajo el supervisor General de Facturación (no hay error en los nombres de estos cargos).  Así, cuando se vivía una época donde la delación era práctica habitual para otros fines, estaba bien visto aplicarla esta vez en el filtraje de los tejemanejes gremialistas.  A tal punto llegó esta colaboración con la empresa, que fue nombrado titular de la Secretaría de Administración de la Asociación de Mandos Intermedios y Superiores (AMIS).  Había ingresado como aprendiz de carpintería, fue ascendido por antigüedad a la categoría de oficial, pero no pasó por la de subcapataz ni por la de capataz. ¡Un gran salto!  Con esta categoría, ya podía afiliarse a la AMIS, y no se demoró.  Como afiliado de base, supo granjearse la simpatía de los dirigentes haciendo al principio trabajo de bajo nivel, pero limpio, como sacar las fotocopias, repartir los folletos, incluso ir a buscar al colegio a los hijos de cualquier miembro de la Comisión Ejecutiva y cuidarlos hasta que dicho miembro y su señora regresaran de algún evento nocturno al que acudían representando a la Asociación.  Después de este principio, el trabajo de bajo nivel pasó a ser de nivel medio, y de limpio pasó a ser manchado: diversas vigilancias sobre afiliados sospechosos de colaborar con el gremio de base. Se deduce que cumplió su función con alta performance, pues en pocos años obtuvo una Vicesecretaría, desde donde siguió ejerciendo funciones de vigilancia y contraespionaje, entonces ya con más radio de acción, incluyendo directivos empresariales y sindicales.

Adolfo no tenía orientación al espionaje.  De hecho, sus capacidades para pasar desapercibido eran muy deficientes (siempre tropezaba con su barriga en esquinas y mostradores), pero disfrutaba con la confidencia, el soplo, la delación… si servían a sus objetivos de ganar puntos para medrar.

Y fue nombrado secretario de Administración.

Y formó parte del equipo de sondeo del socio argentino.

Y le dieron la categoría de gerente “para cualquier cosa”.

En ninguna de las cosas que le adjudicaron brilló, aunque tampoco perjudicó ningún resultado, por lo que iba sobreviviendo con un sueldo de espanto, del que se vanagloriaba ante sus antiguos compañeros.

En una ocasión, me dirigía a una reunión en diferente planta de la que ocupábamos.  Me encontré con un colega e intercambiamos un saludo corto detenidos en el pasillo formado por unas mamparas de 1,80 de altura.  Después de cerrar el saludo, escuché la voz de Adolfo.  Hablaba en tono prepotente y casi pedagógico, recalcando determinadas palabras, vocalizando más de la cuenta, como si estuviera hablando a un niño.  No se preocupaba de disimular ni el volumen ni el contenido de su conversación.

–Ayer tuve que reprender a la gente de Personal , ¿sabés?  Me parece a mí que son muy vivos y que querían boludearme un poco, por eso de haber sido gremialista.  Porque Germán, ¿vos permitirías que te retuvieran cien dólares más de los que te corresponden?

Silencio del tal Germán.

–Los avivé con un llamado bravo, y aún se atrevió el Pintre a retarme con la plata que cobraba, que si cinco mil dólares en el recibo dan para aguantar cien de menos y esperar al mes próximo para regularizar.  Le exigí que me lo liquidara desde ya.

Vi salir a Germán al pasillo y llevaba el uniforme de ordenanza.

Por el contrario, si notaba por nuestros aledaños la presencia de cualquier persona que él entendiera de rango importante, salía inmediatamente de su despacho con un papel en la mano y empezaba a dirigirse a su secretaria con frases como ésta:

–Señorita Martínez, haga el favor de tipear esta carta y me envía copias a don Genaro de la Cruz y a don Gumersindo Tutti (recalcaba el apellido Tutti, ya que pertenecía al Ministro de Trabajo), sin olvidarse de convocarlos a la reunión que preparé especialmente para tratar el asunto de los aportes a las cajas gremiales y su tratamiento fiscal…  Pero, si sos vos, querido mío. Pasá , pasá a mi despacho…  Señorita Martínez, hágame el favor, encargue unos cafés y unas masitas con medialunas, que voy a departir un ratito con don Mariano.  ¿No es cierto, Mariano, que tenés unos minutos para compartir unos cafés?

Se le llenaba la boca de baba pastosa que en la mayoría de las ocasiones (dependiendo del rango jerárquico del invitado) se le llegaba a escapar de sus labios produciendo un ligero estallido a modo de pequeño salto de Iguazú.

Intenté que Adolfo conociera mi trabajo, que se implicara en las funciones de mi área, pero no lo conseguí.  Una vez que fue nombrado, hablé con él de mis resultados no más de cinco o seis veces.  Su rara habilidad para desviar las conversaciones, me llevaba siempre a un callejón sin salida.  Después de hablarle durante menos de tres minutos, aprovechaba cualquier palabra de mi perorata profesional para empezar a contarme alguna anécdota personal que terminaba ocupando una larga media hora.  Sin dejarme continuar, una llamada de teléfono o de su secretaria, o simplemente un “si casi me olvido de…”, me invitaba a salir del despacho, acompañándome hasta la puerta y gritando en el umbral:

–¡Pero que muy buen trabajo, amigo Trevijano!  Seguí, seguí con esos informes y esos indicadores que son de mucha importancia para la empresa.  No te olvidés de incluir lo que te dije, que me parece relevante, no te olvidés…

Me enfadé en las dos primeras ocasiones en que ocurrió algo parecido.  Se lo conté a un compañero español:

–Alberto, sabes hacer el trabajo tú solo y no vas a conseguir que tu jefe aprenda de lo que ni quiere ni puede entender.  Disfruta del trabajo delegado y haz tuyos tus logros.

Después del fiasco de Michel, me resistía a que me pasara lo mismo con Adolfo… pero pude convencerme en pocos meses de que nada podía hacer para involucrar en mis tareas a alguien que no había laburado nunca.  Fui aprendiendo a disfrutar del trabajo bien hecho por el mero hecho de hacerlo bien.  Y al principio iba un poco perdido, necesitaba el reconocimiento externo, ya fuera para demostrarme que seguía manteniendo la vitalidad profesional, o para demostrar a otros que podría ocupar puestos de más responsabilidad.  Dado por supuesto lo primero en un ejercicio de autoestima y aplazado lo segundo hasta la llegada de tiempos mejores, apliqué el relájate y disfruta.

Desde ese estado, fui capaz de observar mejor los comportamientos de Adolfo, al cual ya no veía como jefe, sino como un absceso de pus dentro de un despacho que se había pegado a la piel del edificio.

Aunque a pesar de esa visceralidad que se aprecia en el párrafo anterior, la mayoría de sus acciones provocaban más sonrisa que cólera.

De vez en cuando, nos convocaba a su despacho de una forma intempestiva, sin motivo indicado, sin orden del día, sin orden ni concierto…  A las dos primeras, al estar aún sumergido en ese proceso de ira, no acudí.  Después de la segunda ocasión, ya me atreví a preguntar por lo que había ocurrido dentro de ese despacho sin mi presencia y con todo el departamento dentro:

–¡Bah!, que se leyó un libro.

–Filosofía barata, pura imaginación.

–No te perdiste nada, che… una masturbación intelectual de Adolfito.

–En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, dieciséis volúmenes nada menos.

Transcribo algunos de los comentarios recibidos de mis compañeros como respuesta a la pregunta “¿qué tal ayer con el gerente?”.

Al cabo de unos tres meses, Adolfo volvió a convocarnos.  Eran las once de la mañana y su secretaria nos pidió ir a su despacho para las seis de la tarde.  Mi estado de ánimo, más calmado, ya permitía aceptar la inmersión en el habitáculo de aquella persona que empezaba a interesarme como prototipo de una raza no demasiado minoritaria.

Sondeé a la gente del departamento y pareció haber quórum para la asistencia, así que después de unos minutos de reflexión en la comida me dije que accedería al mundo de Adolfo Riva.

Dieron las seis.  Intentaba siempre ser puntual, a pesar de que nunca encontré presentes a la hora acordada a más de uno o dos de los convocados a ninguna reunión en la hora acordada.  El despacho estaba silencioso, en penumbra.  La secretaria se había marchado, así que tuve el acceso libre.

Tapando la ventana, aparecía una pantalla de pie.  Sobre la mesa, proyector de transparencias, un proyector  de imágenes conectado a un video y unos cuantos bloques de folios grapados como un dossier para entregar a los asistentes.  En la portada se leía “La tercera ola”.  Ocho sillas aparecían dispuestas a modo de salón de cine.

Llegó Adolfo acompañado de tres miembros de la gerencia.  Conmigo éramos cinco, así que:

–Buenas tardes, Alberto, me alegro que estés presente –me saludó mi jefe–. Como ya sobrepasamos la mitad de convocados, ¡dale, Martín!, que podemos comenzar.

Primero: transparencias… con esquemas, interrogantes, muchos interrogantes, figuritas a modo de personas, colores fuertes para identificar flujos, inflexiones de voz al pronunciar la palabra conocimiento y, sobre todo, tercera ola, tercera ola, tercera ola, Alvin Toffler, Alvin Toffler, Alvin Toffler.

Segundo: película… un video alquilado por 500 dólares (vi la imputación) donde se hacía un repaso de lo que fue la primera y la segunda ola, para ir a parar a los nuevos paradigmas de la tercera ola, con el aumento de lo intangible, el conocimiento y el sector servicios…

Tercero, debate.  Con las luces encendidas, ya oscuro a través de la ventana, más allá de las siete, nuestra hora habitual de salida, Adolfo se interesó por nuestras opiniones.  A mitad de su perorata habían llegado dos amiguetes suyos de la AMIS.  Hicieron sesudas preguntas, vincularon el tema con la gestión de los recursos humanos y se elevaron hasta hacer tambalear las estructuras de la sociedad futura.  Animaron a Adolfo a seguir investigando por esa vía y a tenerlos informados para iniciar si era necesario la tercera revolución a consecuencia de la tercera ola, que ellos eran admiradores del Ché Guevara, que para eso era argentino y se sabían todas las biografías de los padres de la patria.

¡¡Horror!!

Nuestro amado gerente, por tercera vez en poco tiempo, se erigía en adalid de la aplicación operativa de las nuevas tendencias sociales.  Hablaba y hablaba de la necesidad del cambio, transformación, evolución o revolución… lo que fuera necesario para el progreso.

–¡Pobre hombre! –me comentó Marcelo–.  Es tan ignorante que se lee un libro y ya se cree que es la mejor opinión, ideología o filosofía jamás planteada.  Ni Furuyama, ni Touraine, ni Toffler… que son los autores de su supuesta mesita de noche, son intocables, pero para él cada uno complementa al anterior porque los ha leído en ese orden.  Se nota que tiene poco que hacer, ¿cierto?

Probablemente, casi todo el mundo podría interpretar que deseaba mostrar su sapiencia en temas trascendentes, con un resultado desastroso porque aún dejaba entrever más nítidamente sus carencias formativas.  La ignorancia de los tontos.

En ‘casi todo el mundo’ no deben entrar determinados políticos porque desde hace unas semanas, Adolfo Riva, con el Partido Justicialista (peronista), que gobierna en la provincia de Buenos Aires, es el Secretario de Acción Social.

Emilio Bak, el práctico

Con Emilio Bak tuve una estrecha relación profesional, aunque no llegó a ser mi jefe directo.  Cuando el Benemérito me nombró director de un proyecto sobre medición de  la productividad, el área de Emilio, Recursos Humanos y Organización, tenía algo (mucho, si no todo) que decir, por lo que mientras desempeñé esa función prácticamente nos veíamos dos veces a la semana, una por el seguimiento directo que Emilio deseaba llevar, y otra, más informal, en la que conversábamos sobre aspectos varios, como la población de Argentina a principios de siglo y, además, de uno y el universo (es expresión suya, que tomó de su autor favorito: Ernesto Sabato). 

Si sólo pudiera asignar una calificación a Emilio, lo definiría como práctico…. la praxis ante todo, la ley de la mayor eficiencia aplicando la economía del esfuerzo y, si había que pecar de algo, que fuera de menos, nunca de más (esfuerzo, me refiero).  Que nadie deduzca tan pronto que lo quiero llamar vago, porque ni es ni será mi intención.

Un detalle no profesional, contado por él y que me confirmó otra persona, definió mi comienzo en la admiración: Emilio dejó de fumar cuando cambió de trabajo en un período de convulsión brutal: la macroinflación.  Como yo fumaba casi tres paquetes diarios, dejarlo, y con tantos líos alrededor, me sonaba a proeza.  Provenía de otra empresa privatizada, en la cual había conseguido acuerdos con los grandes gremialistas en momentos duros con ajustes de plantilla y sueldos congelados.  Así, fue fichado a golpe de talonario por nuestros socios argentinos, a quienes correspondía nombrar la dirección de Recursos Humanos, junto con la Financiera y la de Asesoría Jurídica.  En el Gremio de nuestra rama industrial, reinaba (casi era un cargo vitalicio) Marco Badoni, sindicalista de pro que campaba con tres guardaespaldas a su vera y paseaba dentro de una limusina blindada.  Con él, contra él o a su lado, debía ubicarse Emilio en un período de revueltas sociales, con el cometido de reducir la plantilla un 40% a medio plazo.  Y mientras tanto… dejó de fumar.

Su carrera se había desarrollado sin padrinos, caso raro, muy raro.  No se le conocían amigos políticos, aunque en su despacho, sobre un mueble esquinado, sin querer llamar la atención, se asomaba una fotografía con autógrafo, donde se le veía con Raúl Alfonsín.  Nadie supo a quién votaba, si cenaba con radicales o cohabitaba con peronistas (los gremios se declaraban peronistas).  Se había graduado en la Universidad pública, en Derecho, y no le gustaba que le llamaran ‘doctor’, apelativo habitual a quienes ostentaban esos estudios y signo de un elevado prestigio social. 

Curiosamente, siendo carrera de letras, destacó en números como experto en Remuneraciones y Beneficios, en cálculos complejos de bandas salariales móviles en aquella época inflacionaria, aunque estimo que, para ir escalando, su mayor mérito sería cómo hacer deslizar algunos salarios por el fiel de la balanza, dejando contentos a unos y a otros sin estridencias… ¡si no le oía su voz ni el nudo de su corbata!, silencioso, casi escondido.

Su físico sí debería llamar la atención: alto, casi uno noventa, con buena planta que se encogía bajo los hombros, manos pulcrísimas, con uñas acicaladas en una manicura perfecta;  ojos marrones, pequeños, vivarachos, móviles y observadores, nariz prominente, delgada, y unos labios ocultos dentro de una barba canosa (como todo su cabello) que disimulaba una mandíbula prominente, al modo de los Austrias.  No caminaba, se deslizaba, incluso cuando corría como un relámpago que no podía evitar su destello, y por tanto su visibilidad,  durando poco a la vista de los demás.  Me contó un enemigo suyo que ni en el mingitorio se le oía salpicar.

Podría parecer un inadaptado social, un ermitaño… No, evidentemente no; ni un solo día, salvo por obligaciones del trabajo, se le vio almorzar con alguien de la empresa.  Contaban que era una persona habitual en los círculos que rodeaban a los altos cargos del Ministerio de Trabajo, que incluso sonaba como futuro viceministro de algún departamento, que le consultaban frecuentemente sobre elaboración de leyes y reglamentos.  Sólo pude comprobar personalmente (porque me invitó a una de esas comidas) que se reunía una vez al mes con colegas de la profesión para debatir, conversar e intercambiar experiencias consumiendo un menú que siempre contenía una buena pieza de asado en cruz.  Fui el primer extranjero que acudió a esas reuniones.  Nunca sabré por qué me invitó, le pregunté y eludió responder.

A los dos días de mi llegada a la empresa, lo conocí en su despacho, en la penúltima planta de un edificio de 15 pisos, desde cuya ventana podía verse en los días claros la orilla de Colonia de Sacramento, ciudad uruguaya al otro lado del Río de la Plata.  Allí me llevó Cabrales, junto con los demás españoles (16) que llegamos en esa remesa.  Nos asentamos sobre las sillas vacías que rodeaban una gran mesa de reuniones, mientras el Benemérito departía un par de minutos en su despacho, al lado de la sala.  Cuando salió a saludarnos, su presencia era impecable, vestía con una americana azul oscuro, camisa amarilla pálida de puños con gemelo dorado, y corbata en aguas de colores rojizos… como si nos estuviera haciendo un homenaje a la bandera.  No permitió que nos levantáramos, y se acercó uno por uno, a saludarnos con un fuerte apretón de manos, llamándonos por nuestro nombre (repito, erámos 16) y haciendo algún comentario referente a un aspecto particular:

–Alberto Trevijano Menéndez, ¿no es cierto?, hombre de números, hábil para el control de gestión, y un buen futbolista hincha de Zaragoza.  Aquí podés hinchar por Vélez, que lleva la misma indumentaria y suele dar alguna alegría a sus seguidores.  Yo soy de River, así que no te preocupés, nos llevaríamos bien, aunque en el Clausura pasado tuvimos piques.

Recuerdo su mirada directa, media sonrisa en sus mejillas, una voz atildada… una bienvenida de confianza.

El Benemérito se había colocado en el lado estrecho de la mesa, en la silla central, recostado con exageración sobre el respaldo, con las manos unidas y los índices acariciando su nariz.  Diríase que observaba con envidia.

A la salida de la presentación, un compañero del área técnica comentó:

–Nunca me habían recibido así.

–Es normal – contestó otro colega de Sevilla–.  Es el director de Recursos Humanos.  Ha hecho lo que le corresponde.

Y un veterano, un catalán de sesenta años, del área de implantación de sistemas, se volvió lentamente para contestarle.

–Ser humilde y cálido no forma parte de las responsabilidades de un director de Recursos Humanos.  Ni tampoco saber nuestro nombre y dos apellidos, ni mucho menos todos esos detalles que incluso son de nuestra vida personal.  Tampoco pone en ningún sitio que deba ocupar dos horas de su tiempo en una reunión como ésta, que se la ha colocado Cabrales sin avisar y en medio de la negociación del segundo convenio, según me ha contado nuestro propio director general adjunto.

Ya como director del proyecto, me senté al cabo de varios meses en su despacho para realizar por primera vez el seguimiento acordado.  Acudí lleno de ideas, imbuido de ese espíritu argentino de lucubrar sobre todo lo lucubrable, esperando que Emilio me escuchara con la máxima ilusión y me apoyara sin condiciones en las mejoras propuestas, aunque algunas requirieran ampliación de presupuesto.

Me escuchó en silencio, atento, con las dos manos sobre la mesa, sin ninguna interrupción, calculo que sobre media hora.  Cuando solicité sus opiniones, siguió callado durante un tiempo que se me hizo eterno ante la ansiedad de haber conseguido una exposición casi perfecta, digna del directivo más innovador, y de aguardar los seguros parabienes del director de Recursos Humanos.  Dijo lo siguiente:

–Alberto, Alberto… Estamos en una reunión de seguimiento y no la preparaste, ¿cierto?

Sentí una caída al vacío dentro de mi estómago.

–Me presentás una serie de modificaciones al proyecto que resultarían muy interesantes.

Pude abrir el paracaídas.

–Pero las especificaciones fueron aprobadas por el Comité de Dirección, volver a convocarlo es tedioso, reconvencerlos de hacer algo de otra manera, algo que ya antes no quisieron entender, me requiere mucho esfuerzo y tiempo que necesito para jugar al golf.

Aterricé sobre un cactus.

–Vamos a terminar aquí esta reunión, Alberto.  Felicitaciones por tu creatividad, pero las cosas ya pensadas solicitan dedicación para hacerlas, no para cambiarlas.  Primero, aplícalas, que otros ocuparon su tiempo para diseñarlas; y cuando las hayas aplicado, si no funcionan bien, o pueden funcionar mejor con tus ideas, es el momento de hablar…  Antes no…  Y hoy es antes…  Quedamos mañana a esta hora y venís con los datos del seguimiento bien aprendidos, ¿okay?

Acabé con el culo lleno de pinchos.

Su mensaje se traslucía tan claro…: “haz lo que tengas que hacer, y nada más”. 

No debe entenderse como anulación de la creatividad o atadura de la autonomía.  Emilio decía que cada cosa tiene su tiempo, que si hacemos más de lo que debemos o tareas que son de otros, al final desaprovecharemos nuestras fuerzas en volar más arriba de lo que necesitamos… y la caída puede ser dolorosa (por ejemplo, sobre un cactus). 

Rara vez vi a Emilio haciendo una hora de más.  Tampoco era tan rígido como un gerente de su equipo, nacido en Alemania de padres germanos, aunque criado en la Argentina.  Este alemán, si quedaba a las nueve, estaba a las nueve en punto, pero siempre pedía exactitud igualmente en la hora de terminación de la cita, y si se marcaba a las once, cuando su reloj, tan impecablemente puntual como su virtud, daba esa hora, dejaba todo lo que estaba haciendo, incluso si era él quien hablaba, y daba por terminada la reunión.  Casi huelga decir que a las ocho de la mañana estaba sentándose en el sillón de su despacho, y que a las seis en punto se marchaba, así estuviera negociando los servicios mínimos de un paro ilegal.

Emilio no era así de estricto, pero, repito, no hacía casi nunca una hora más.  Y no por eso dejaba de ser más productivo que el Benemérito, por ejemplo.  Cabrales le ganaba por goleada de >70 a <40 en horas de cómputo semanal de presentismo, pero los resultados eran igual de sobresalientes, verbigracia: reducción de cuatro millones de dólares al año en la gestión de personal, gracias a la aplicación de medidas basadas en la eficiencia silenciosa.  Emilio sólo hacía loa de sus logros ante el Comité de Dirección y ante el Consejo, si era requerido...  y sin rimbombancias, ciñéndose a los hechos, y hablando poco del futuro, “porque no soy adivino”.

Puede alguien cuestionarse si, con más dedicación, podría haber conseguido mejores resultados.  Nadie puede estar seguro, pero Emilio sí lo estaba:

–Dedicar más tiempo al trabajo nunca me garantizó mejores resultados, sino más cansancio.  La productividad depende de la gestión antes que de la duración, de la inteligencia empresarial antes que de la dedicación.  Si puedo dar rendimiento con 30 horas, porque ése es mi límite de frescura intelectual, trabajar más de 50 me elevará mis resultados en un plazo cortito, y quizá salve a la empresa de una tormenta… pero continuando así, lograré que mi rendimiento descienda por cansancio, por espesura mental, por atascos de agenda…  No me negaré a gestionar una tormenta, pero si tengo tormentas todas las semanas, algo más grave ocurre por ahí adentro.

Lo de trabajar 30 horas a la semana… era cierto…  Pero nadie le podía achacar negligencia ni falta de compromiso.  “Haz bien lo que sepas hacer bien, hazlo a la primera… y no inventes mientras lo haces, cumple el plan, cumple lo que has prometido, y en el tiempo que te quede libre, sueña, innova, cavila… y después, prueba…”.  Palabras parecidas a éstas le escuché en varias ocasiones.

Puede quedar una gran duda, teniendo en cuenta que Emilio pertenece a la generación yuppi, la que más correspondía con el resultado >70 que el de <40, y es: “Siendo así de ligero su equipaje de actividad, ¿cómo pudo alcanzar este hombre su alto nivel directivo”.

Según mi criterio, en Emilio confluyen unas razones difíciles de relacionar entre sí.  Y tampoco quiero tratar de explicar lo que no entiendo muy bien.  Me apunto al recurso de la anécdota como ilustración del concepto: contaré dos hechos muy diferentes en los que Emilio participó… y su forma de actuar da una pincelada sobre las causas de su éxito en situaciones comprometidas.

  Uno de los gerentes de su equipo no había sido elegido por él, sino que fue nombrado por el accionista local nada más realizar el “desembarco”.  Nadie tenía muy claro qué hacía, pero estaba ocupando un despacho y cobrando un buen sueldo.  Sin noticias oficiales, de la misma manera que fue nombrado, fue cesado… hasta el punto de que ni se le pudo preparar despedida.  A la semana siguiente fue nombrado director en un departamento del Ministerio de Trabajo…

Para nuestros efectos, el suceso importa porque Emilio debía cubrir la vacante que le dejaba este cese.  Era un puesto apetecible porque tenía un gran impacto en la gestión.  De él dependían las decisiones organizativas, las vacantes y su nivel jerárquico, así como la asignación retributiva.  Los tres accionistas pretendían  comerse la nata de ese pastel.  Tocar el poder de proponer huecos en el organigrama y salarios a discreción suponían funciones desde donde podía ejercerse una presión altamente efectiva, ofrecer favores y contrafavores, mostrar actitudes y marcar cultura.

Cada una de las facciones presentó un candidato.  Emilio representaba al capital argentino, mi director adjunto marcó la opinión española, y la gerente del Gabinete hizo las veces de la parte francesa (en realidad, debería haber opinado el director general, a la sazón francés, pero como era además el jefe directo de Emilio, con el fin de que no se entendiera que había presión para colocar un candidato, se usó a la oficina de Gabinete, que por definición podía siempre proponer acciones para todas las actividades de la empresa).  A través del Benemérito, surgió el candidato español, Julián Adámez (del cual obtuve información del proceso que ahora iré contando), que era otro expatriado como yo, subgerente que dependía del puesto ahora vacante.  La parte francesa no tenía ninguna candidatura por expatriación y no eran nada amigos de proponer argentinos promovidos desde la empresa, así que presentó a Vlad Sirakov, un asesor de ascendencia húngara que había trabajado para la empresa durante tres años, cobrando alta cantidad y ofreciendo pura esencia de viveza criolla, es decir, listados de bajo valor.  Y Emilio, por la parte de los socios argentinos, estuvo obligado a proponer a Pedro Alfonso, un director de Zona, próximo a la desubicación porque su ámbito geográfico se unificaba en la gestión con la zona colindante.

Así pasaron dos semanas, con arduos debates llenos de intervenciones calientes…

Emilio llamó personalmente a Julián a su despacho en una tarde soleada del otoño austral.  En el camino, mi compañero soñó con un nombramiento de gerente, digno paso para una carrera internacional.

–Estimado amigo –comenzó saludando Emilio a modo de quien inicia una carta–.  Quiero que conozcas directamente de mí la decisión tomada para cubrir la vacante a la que aspiras.  Y voy a ser muy sincero porque de esta manera seguiremos siendo colaboradores francos y ninguno de los dos tendrá que esconder la vista o fingir buenas maneras.

–…

–Sos un candidato muy adecuado para la vacante.  En desarrollo aún, pero buen candidato, con sólida formación y una corta trayectoria con éxitos importantes.  Pero no eres el elegido… y te diré por qué.

Nuevo silencio de espera tensa.

–Julián, vos volverás a España no tardando mucho.  Ocupás un puesto que, como sabés, sólo ocupan expatriados en los primeros años de gestión tras la compra.  Y si ahora fueras el candidato seleccionado, no dudo que aportarías valor, pero sería más el valor que el puesto te aportaría a ti que tú al puesto.  Tendrás más oportunidades, seguro, y hasta donde yo pueda ayudarte, allí iré y si hace falta, más allá… pero no puedo ser coherente con mis principios de gestión haciendo mío tu nombramiento.

Tras unos segundos de digestión…

–Y… ¿quién ocupará la vacante?

–Begoña

–¿Begoña?

–Sí, sí, Begoña.

Ella era la subgerente colega de Julián, una buena profesional que Emilio se trajo consigo de la anterior empresa, candidata de última hora, elección por hartazgo de la discusión con sus colegas.  El director general apoyó este nombramiento.  Sentido común.

Segundo caso…

Un buen día nos desayunamos con la noticia de que habían despedido a la secretaria del director Jurídico.  No era habitual despedir a personal de confianza, pero no hubo más revuelo.

Otro buen día corrió el rumor por la empresa de que a una economista muy bien parecida le habían pagado el segundo máster en poco tiempo, al cien por cien de su valor, acción que no era nada habitual en la empresa…  Las malas lenguas hablaban de favores especiales…

Y un tercer día lleno de bonanzas, amaneció con Gabrielle, la gerente de Gabinete, roja de ira, al comprobar que su denuncia tardaba en ser atendida por el director general, su responsable directo y máxima representación del capital francés en la empresa.  Gabrielle había sido acosada sexualmente en su despacho por el director Financiero.  Parecía ser que hubo tocamientos y jadeos obscenos.

Hacía unas semanas me llamaba la atención que Emilio se iba a almorzar repetidas veces con el director Financiero.

A los tres días de los supuestos tocamientos, se supo que aquella secretaria había sido  despedida con 10.000 dólares, el doble de la indemnización correspondiente, después de haber denunciado el abuso del mismo director.  Aquella economista, asignada a esa Dirección, también había sufrido idéntico acoso.  También lo denunció… con diferente repercusión dada la categoría profesional de la acosada.  A la secretaria, se le despide.  A la economista, se le pagan los estudios.

Emilio tuvo que negociar la salida del acosador.  El Directorio puso sobre la mesa 600.000 dólares y un nuevo puesto en la empresa que el socio francés acababa de comprar en Mendoza.  En la contabilidad, el importe se asignó a una partida fantasma.

No sé si Emilio discutió estas condiciones, pero pasó más de una semana sin salir apenas de su despacho.  Rumores dicen que rumió su renuncia.  Aguantó el tirón y siguió.

Michel Delettre, el inseguro

Las empresas quieren ser, bonito ideal, ajenas a componendas políticas, y a veces lo consiguen: no recomiendan el voto a ningún partido… pero gran parte de sus actuaciones internas se tiñen de las corruptelas y nepotismos propios de los avatares políticos.  Cuando me dijeron que iba a ser subordinado de Michel Delettre, de inmediato pensé en quién lo apadrinaba, puesto que el chico traía corta experiencia, y en el año que llevaba en la empresa se había ganado fama de hipócrita.

Voy a intentar contar esta historia apartando el despecho que me produjo su nombramiento, no porque aspirara yo a ese puesto, que también, sino por cómo se produjo esa designación, a dedo, exclusivamente con base en el parentesco político con un directivo francés de Francia, y por las heridas que me dejó.  Lo voy a intentar, pero creo que no lo voy a conseguir.

Michel era inteligente, más de lo aparentado y menos de lo que él se creía.  Su aspecto físico, de estatura baja, cabello castaño claro, algunos kilitos de más alojados en la barriga, no generaba atracción, ni fu ni fa.  Ahora bien, los espejos, o cristales, sobre todo los traslúcidos, abundantes en el mobiliario de la empresa, se convertían en la devolución de una imagen suya figurada con olor y sabor al canon de belleza griega (qué creído era).  No dejaba de mirarse, y mirarse, y mirarse, y atusarse el flequillo, ajustarse la corbata o esconder el michelín.

Realmente, antes de conocerlo personalmente como miembro de su equipo, no podía intuir ni las cortas virtudes ni los largos defectos que atesoraba en su interior.  Me habían llegado noticias de su procedencia (para fruncir el ceño) y de su amabilidad, educación y respeto, así como de su amplia formación y experiencia como consultor de empresas en Francia.  Cuando se casó, su suegro, deseoso de que pasara más horas con su hija (no sé para qué), le otorgó un puesto bien remunerado en la empresa en la cual ejercía como consejero, o sea, la asociada con la nuestra para gestionar la sucursal argentina.  La hija, admiradora de Evita, pidió a su padre el destino a las orillas del Río de la Plata. 

Una compañera, y casi amiga, Viviana, que rondó con él los primeros meses, no sé si hasta el punto de visitar un albergue transitorio, también llamado “telo” en la jerga porteña (es un hotel que alquila habitaciones por horas y ofrece servicios amplios y discretos para disfrutar del amor –y placer– oculto), me advirtió misteriosamente de la siguiente manera:

–No sabes lo que vas a encontrarte con él, Alberto. Una delicia de hombre arrastrando un remolque cargado de complejos que, a cada frenazo en la marcha, su marcha, lo traspasan, lo inundan, lo maltratan.

Y con tono picarón continuó:

–Tendrás que aprender a gozar con él, porque va a joderte bastante a menudo, así que relájate y disfruta.

No me atreví a preguntarle si ella había hecho lo mismo, pero deduje que no, que era uno de esos consejos que das con fundamento, aunque no has sabido aplicarlo en el caso que recomiendas.

El primer contacto me cautivó.  Sí, me cautivó y me hizo dudar sobre mis prevenciones respecto al origen de este nuevo jefe.  Mantuvo una conversación divertida, interesada en mis intereses, humilde, alejada de vanidades y centrada en mi persona y en mi trabajo.  Le escuché algo obnubilado porque me desmontó todas las expectativas que traía.  Marcó directrices conjugadas con la teoría más avanzada de gestión de las personas, ofreciéndome autonomía, apoyo, seguimiento, disponibilidad… “¡Qué maravilla!”, pensé, “si hasta es probable que haya encontrado un nuevo Rossenfeld”.  No quise apreciar aún esas posturitas de niño modelo de alta costura mientras se miraba en el cristal traslúcido que separaba su despacho del pasillo.  No quise apreciar el falso brillo en los ojitos cada vez que me ofrecía un halago.  No quise apreciar ese destello de soberbia cuando me hablaba de sus estudios en el INSEAD (luego me enteré que iba bien avalado por su suegro, porque si no es así no llega ni a atravesar el portal de esa prestigiosa Escuela de Negocios)…  Fue tal su encanto que me sedujo.

Y me acerqué por los dominios de Viviana para hacerle notar las grandes esperanzas que me había transmitido Michel con esa conversación.

Viviana me miraba sonriente, maternal al principio, maliciosa in crescendo, mientras escuchaba mi relato que intentaba rebatir aquellas advertencias suyas:

Sólo me contestó con una frase:

–Recibiste la sesión de vaselina…

Por acto reflejo, apreté las nalgas.  Guardé silencio porque la prudencia me había enseñado que todavía estaba yo muy verde para acertar en el juicio a las personas después de una sola conversación.  Al darme la vuelta dejando atrás a Viviana, oí una leve carcajada.  ¿Sería por mi ingenuidad?

Llevaba varios meses trabajando con mi equipo en unas propuestas de mejora.  Afectaban a procesos poco tangibles en la empresa, tales como desarrollo de estrategias y mentalización para la calidad.  Estimé que era oportuno presentárselos a Michel, ya que si contaba con su ascendiente sobre sus compatriotas, sería más fácil que se implantaran.

Me escuchó con atención, me hizo comentarios interesantes y motivadores, y quedamos en proponer una fecha antes de quince días para revisarlo de nuevo, antes de presentárselo al Director General.

Pasaban los días y nada… sin convocatoria al efecto.  Lo pilllé por el pasillo y se lo recordé: evasivas con sonrisas.  Aproveché una visita en su despacho para otros temas más operativos: larga cambiada mirando al tendido.  En una reunión multitudinaria, le provoqué para que fijara esa fecha, teniendo en cuenta que allí se hablaba de que otros departamentos iniciaban esas aplicaciones a modo de reingeniería: perorata de alabanza sobre mis capacidades creativas… y nada más.

Tardé varias semanas en volver a tratar estos asuntos.  Mientras tanto, avanzamos en las elaboraciones de los presupuestos en una buena sintonía, manejando los mismos conceptos de gestión, coincidiendo en modelos y formas de exposición…  Hicimos un buen trabajo en equipo durante la temporada típica de propuestas, negociaciones y correcciones para fijar las pautas económicas del año siguiente.

Michel lanzaba un discurso de buen jefe.  Pretendía planificar todas las actividades, hacer seguimientos semanales, estar al tanto de las dificultades y sobre todo de los avances.  Sus conversaciones informales en los ratos de descanso siempre giraban en torno a temas que me parecían algo insulsos, poco profundos, ni siquiera referidos a la actualidad política o social, sólo de algún dato económico, del partido Boca–River, o del papel de Francia en las eliminatorias del Mundial.  Intenté a veces forzar una charla sobre temas que me parecían interesantes: una exposición en el Palacio de Cristal, una ópera en el Teatro Colón, Borges y su nueva esposa… y siempre evadía avanzar más allá de dos o tres frases con comentarios banales.  En cambio, sus buenas dotes comunicativas, su vocabulario, su análisis de aspectos de la empresa me hacían ver que detrás de esas evitaciones se escondía una persona con buena capacidad de juicio.

Viviana me preguntaba habitualmente:

–¡Qué, ¿cómo te va con el gabacho?!

Siempre le enviaba una mirada reprochadora porque no me gustaba ese apelativo, pero con el tiempo terminó gustándome, sobre todo aplicado a Michel.

En una de aquellas interpelaciones, le expliqué por encima el asunto de las propuestas de mejora, que estaba ahí parado, que me parecían alternativas muy válidas, que no comprendía cómo él no había visto su alcance…

–Estoy segura de que sólo vio cómo podías brillar si exponías esas ideas antes los grandes jefes… y a él no le gustan las sombras.

–Pero ¿y cómo sabe él que yo querría exponerlas?  ¿Podría perfectamente hacerlo Michel y le acompañaríamos alguien del equipo?

–No entendés nada, pendejo.  Michel sólo se siente seguro con lo concreto, lo pegado al suelo, le tiemblan las piernas sólo de tener que explicar ideas y no números, pero será incapaz de reconocerlo, y por supuesto no va a reconocértelo a vos.

Nos interrumpieron la conversación.

Me llevé una sensación agria de aquellas palabras.  No sentía así a mi jefe francés, ni mucho menos.  Al contrario, estaba seguro de que apoyaría cualquier propuesta que resultara aprovechable para la empresa y que hiciera destacar el trabajo del equipo.

Tomé unos días de vacaciones para visitar Península Valdés, con sus ballenas amigables y sus promiscuos elefantes marinos.

Al segundo día de mi regreso, Viviana, tras las preguntas y contestaciones obligadas por mi viaje…

–Por cierto, tu jefe quedó genial con la presentación de los presupuestos.  Le alabó todo el mundo.

–¿La presentación?  Si está prevista para pasado mañana.  Precisamente estoy repasándola ahora.

–Pérdida de tiempo.  Tu jefe adelantó la fecha porque quería ser el primero en presentar, tal como hizo notar en la exposición, “teniendo en cuenta las necesidades de fijar recursos compartidos con otras áreas”.

–Si esa frase se la dije yo…  ¡Este tío es un cabrón!

–Cariñosamente, aquí decimos hijo de puta, pero el pibe no es argentino, sino francés, así que a saber cómo le llamarán en su país.

–Pero no puede ser –aún no me lo creía.

–Es, es… y más vale que te avivés, porque fue la primera, pero no será la única.  Aprovechará la vaselina para deslizarse por los lugares que menos te gusten sin que te des cuenta de que te está jodiendo.

Me sujeté el enfado con la todavía confianza en que no podía ser así, ya no por ingenuidad, sino por conclusión a mis observaciones sobre sus comportamientos… ¿o no eran comportamientos?  ¿No eran sólo palabras?

Entré sin llamar a su despacho.  De inmediato, me saludó amablemente y me pidió que me sentara.  Recordé que, a pesar de estas formas suaves, no se había interesado por mi viaje.  Le pregunté por los presupuestos,

–Terminados, mon ami.  Los terminamos rápidamente gracias a tus aportes.  Fueron geniales tus aportes y te transmito las felicitaciones del Directeur Genèrale.  Me dijo personalmente que habíamos trabajado muy bien y yo, claro, le hablé de ti.

–¿Qué le dijiste de mí?

–La valía de tu ayuda en la confección de los presupuestos.

–¿Ayuda?  ¿No crees que algo más?

Michel se asustó, balbuceó, no supo cómo contestarme a esa pregunta retórica.

Fui comedido.

–Te ruego que no le hables de mí al Directeur Generale –lo pronuncié como si lo leyera en castellano–.  Nada, no le digas nada.

Di media vuelta y, sin despedirme, salí del despacho.

Desde aquel momento, la agradable relación del principio se volvió fría y distante, basada exclusivamente en la mínima obligatoria por la jerarquía laboral. Michel siguió sonriéndome como de costumbre, pero volvió a aprovecharse varias veces del esfuerzo de mi equipo para conseguir rédito personal ante sus colegas franceses.

Nunca volvimos a tratar de aquellos asuntos de mejora en los procesos, así que se los presenté por mi cuenta y riesgo al Benemérito, que los acogió con interés y me pidió que los guardara en un cajón hasta que corrieran nuevos tiempo.  ¡Anda!, que no era político también.  Pero tuve que darle la razón, a pesar del enfado inicial: a los pocos meses, Monsieur Delettre era devuelto a Francia, a un departamento en Marsella.  Se marchó sin despedirse de mí, y creo que de ningún español, de pocos argentinos, y sólo de los franceses de su Consulado.

Antes de llegar a este punto de la historia, tuve que soportar la entrevista de la Evaluación del Desempeño.

Sinceramente, no pensé que se atrevería a convocarme, así que no la preparé, esperando encontrarme en la nómina un pago variable en término medio.  Pero sí me llamó, a través de su secretaria, para “tratar unos asuntos profesionales”, me dijo ella, antes de convocarme para dentro de una hora.

Inmerso en la actividad habitual, ni se me ocurrió qué podía querer mi jefe francés.

En pose de frialdad, le lancé:

–Buenos días.  Me has llamado.

Sonrió largamente, sin levantarse de la silla, con una mueca fingida que le hacía alargar la boca incluso más allá de las orejas.  Se me antojó una visión ridícula

–Mon ami Alberto –por cierto, no tenía deje francés, sólo lo usaba en algunas situaciones queriendo forzar su actitud pretendidamente simpática, que se convertía en patética–. Comment ça va?

–Bien –le contesté secamente, y me senté sin esperar a que me lo ofreciera, tal como ya había hecho en las pocas ocasiones que entraba a su despacho desde el episodio de la presentación de los presupuestos.

Michel estaba nervioso, muy nervioso, y en cierta manera comencé a sentir pena por él, porque ese rol le quedaba grande y no era el único responsable de su equivocada posición.

–No, no, mon chèrie.  Venez par là –y me señaló la mesa redonda situada a un costado de su despacho.

Una vez sentados, sacó los impresos de la evaluación y comenzó una perorata más o menos de esta guisa:

–Estamos en la época de la Evaluación de Desempeño, lo que a mí me gusta hacer con tranquilidad y en buen ambiente laboral, sobre todo con colaboradores tan brillantes como tú, amigo Alberto.  Este año que hemos pasado juntos me ha hecho valorar muchas de tus cualidades y he sabido apreciar cómo has contribuido a crear valor para la empresa.  Te tengo en mucha estima personal y profesional, así que he decidido presentarte una propuesta de desarrollo que he basado en los aspectos a evaluar.

Erguí todavía más si cabe mi espalda, como si quisiera tensarla para que rebotara  algún asalto a traición, y me mordí la lengua porque también había tomado una decisión antes de comenzar la entrevista: no iba a emitir una sola palabra que no fuera de cortesía.

Casi me evadí del instante.  Recuerdo palabras flotantes en mi memoria que hablaban de unas zalamerías angustiosas.  Máximas calificaciones para la mayoría de los aspectos, con comentarios elogiosos que me hacían sentir tanto pudor como vergüenza al entender su verdadera intención: que siguiera siendo ese buen profesional que le sacara las castañas del fuego con brillantez.

No sabía cómo reaccionar.  Su tono era afable, incluso cálido, y no parecía interpretar un papel.  Sus palabras sonaban cálidas y sinceras, además me halagaba con unas ponderaciones que me podrían producir sonrojo si las escuchara de otra persona.  En un momento determinado, me pasaron por la mente las situaciones que más fuerte se habían grabado en mi dolor profesional.  Sentí la traición envuelta en guante de terciopelo, esa maldad encubierta de dulzura que aplican los parásitos.

(Se nota que me he enfadado, ¿verdad?)

Le contesté:

–Querido Michel –y le tocaba el dorso de la mano en un gesto pretendidamente falaz.

Su cara se quebró por un momento, quizá esperando un exabrupto…

–Querido Michel –repetí–, qué amable eres en tus apreciaciones sobre mí.  Exageras, ¿sabes?  No soy tan bueno como pretendes, ni tal malo como me tratas. 

Quiso interrumpirme.

–No, por favor, escúchame hasta el final.  Sí, me tratas como si fuera un muñeco profesional, mejor dicho, una marioneta, a quien puedes mover a tu antojo.  Podría considerar la maldad como un atributo tuyo, pero eso significaría apreciarte mayor inteligencia de la que tienes, aunque eres inteligente… y eres inmaduro.

Se hundió en la silla y dejó de mirarme a los ojos.

–Nunca podrás ser un buen jefe si no dejas de tratar a quien es más experto que tú como si pudieras manipularlo hasta exprimir todo su jugo.  Me has maltratado profesionalmente, has minado mi prestigio con maniobras subliminales que iban encaminadas a torpedear lo más vulnerable, las emociones.  Has jugado con la incoherencia de palabras y comportamientos, haciendo de aquéllas tu guante de terciopelo y de éstos tu daga asesina.  Me has querido humillar, has querido medrar usándome como una escalera que puedes mover a tu antojo.

En este punto, subió su mirada desafiante como escudo defensor en su más soberbia postura.  Seguí hablándole, ahora mirando a sus ojos en lugar de a su incipiente calvicie.

–Eres una persona insegura que actúa con miedos internos, que necesita más y más prestigio externo para tapar sus vergüenzas, sus carencias en autoestima y dominio personal, que le hacen fracasar en todas las misiones que le encomiendan.  Quieres emular a tu suegro, ¿no?  Piensas que no vales lo que él cree, ¿verdad?  Y trabajas para demostrarle que puede y debe confiar en ti con un método equivocado.  Tu soberbia es signo de tu falta de autoconocimiento.  Tu potencial se anula con tu exceso de ambición para escalar a cualquier precio.  Eres una bomba… y ¡cuidado!, corres peligro de estallar. 

Guardé no más de tres segundos de silencio mientras le miraba a los ojos, que ahora brillaban, no sé si por rabia o por dolor.

Me levanté y salí al pasillo.

Al día siguiente, me anunciaron que había partido hacia París… y no volvió.