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Relatos

Pepe Cabrales, el Benemérito

Benemérito, según la RAE, tiene dos significados: 1) Digno de galardón; 2) Guardia Civil.  Una compañera mía, cercana colaboradora del Director General español, argentina ella por los cuatro costados, adjudicó este calificativo a Pepe Cabrales, que ocupaba tan elevado puesto en la empresa.

Podría ser benemérito porque su gestión llevó a revertir los resultados de la empresa desde las pérdidas diarias de un millón de dólares diarios a doscientos cincuenta mil de ganancia por cada veinticuatro horas.  Pero no iba por ahí el significado que le asignó Marta Scalise, sino más bien por el concepto de autoridad que le transmitía la Guardia Civil.  Si Pepe hablaba, quienes le escuchaban se tragaban las órdenes (siempre eran órdenes) con muy poco margen para la discrepancia.  Creo que Marta estaba enamorada de Pepe, y Pepe de Marta… no soy capaz de asegurarlo…

Leerá usted que siempre digo Director General español.  Es que había otro francés, socio operador nuestro a medias en capital y en gestión.  No había otros puestos duplicados y en realidad el correspondiente al Director General Adjunto (el español) tenía funciones de coordinación operativa, mientras que el francés se ocupaba de lo funcional.  Mala dupla esa de españoles y franceses para gestionar juntos, y sobre todo con los aragoneses, aún estando vivo el espíritu de mayo de 1808, los sitios de Zaragoza… y de Gerona (como siempre se encargaba de recordarme el Ingeniero Cabrales, catalán él), Pepe Botella, los afrancesados y Agustina de Aragón.

Pepe Cabrales, al que a partir de ahora mismo llamaré el Benemérito, me provocó un sentimiento emulativo de admiración nada más entrar a su despacho.  Lo conocí en el aeropuerto de Ezeiza, escondido entre los conductores de los remises (servicio de transporte de personas en vehículos particulares), así que nada más ver aquella comitiva de recepción me dispuse a estrechar a todos la mano, pensando que, por su traje gris, camisa blanca y corbata oscura, eran altos directivos de la empresa.  Allí estaba el Benemérito, alargando una mano floja para estrechársela a quienes no conocía, y en cambio proponía un abrazo contundente para algunos de mis compañeros de viaje, ya que habían sido compañeros suyos en Barcelona o en Gerona, y casi convertidos en amigos… aunque esa palabra de amigos, en el Benemérito, no cuadraba mucho fuera del ámbito laboral.

Me dejaron en el Hotel Continental y todos ellos se fueron a una reunión.  En mi caso, como era de la parte administrativa y los otros eran comerciales o técnicos, me tocaba por la tarde.  ¡Qué susto! Era lunes por la mañana y no tenía que ir a la oficina.  Me atreví a salir a dar una vuelta y casi me pierdo, porque estaba alojado en la Diagonal Norte y no acerté a la primera en cómo dar la vuelta a la manzana triangular.  Mientras, el Benemérito ya llevaba una reunión intempestiva y urgente con unas veinte personas, de las que diez acababan de aterrizar de un vuelo de doce horas, con jet lag hacia atrás (el menos malo, pero igual de fatigoso).

Le debí caer bien al apretar la mano en el aeropuerto, porque nada más llegar a su despacho, cerró la puerta, me preguntó cuatro cosas, y ya me hizo coordinador de una Comisión de Reestructuración de las Gerencias de Administración, Personal y Control, junto con dos franceses en los que confiaba muy poco, ya que son tontos y gabachos.  Tuve que seleccionar a un auxiliar administrativo de apoyo esa misma tarde (entrando y saliendo de la reunión para realizar las entrevistas a las tres personas que me envió la agencia de empleo), escuchar mi nombramiento como Secretario de la Comisión y, antes de dormir, preparar el acta de esa primera reunión que duró desde las 15.40 hasta las 10.24.  Naturalmente, el Presidente era el Benemérito.  Ese primer día ya crucé unas sonrisas con Marta Scalise, pero no nos presentaron.  La chica llamaba la atención porque entre casi treinta personas solo había dos mujeres, y ella era la única rubia.

Los demás días de la semana me daba total libertad.  Los lunes teníamos reunión, larguísima reunión, en cuyos paréntesis, nunca planificados, me arrastraba a su despacho y me obligaba a aliarme con él haciéndole el papel de sumiso y castigado ante los asistentes, soportando sus gritos y broncas en la supuesta representación, incluso llegando a la humillación y el insulto con el fin de asustar a los demás: si hacé esto con un paisano, qué no va a hacernos a nosotros.  Me sentí como el hombre de confianza de un mandamás directivo, en el cual se apoyaba para lograr objetivos importantísimos en el devenir de la empresa.  El Benemérito ladraba, me ladraba y era capaz de endosar lindezas de este estilo a los otros:

‘Si es que ya me explico por qué sois así los argentinos, si ya os parieron vagos.  ¿Os habéis fijado cómo empieza la semana en vuestros calendarios?  Pues claro, en rojo, en feriado, que decís vosotros, en domingo.  ¿Qué puede esperarse de alguien que ya empieza la semana descansando?

‘Ya lo creo que tiene razón el chiste.  No hacéis más que destrozar por el día lo que la naturaleza os regala por la noche.

‘Si trabajarais tan bien como habláis, seríais la primera potencia mundial.  ¡Qué verso que tenéis!  Si os hiciera caso, todos podríais ser Directores Generales… pero ¡ja!, no hay nadie que dé el callo, sólo queréis mandar, mandar y mandar, figurar, figurar y figurar.

‘Y lo bien que sabéis dibujar…  Ni el Molina Campos ese tan famoso os hace sombra.  No hay ningún dato verdadero en las planillas que me presentáis.  ¡A ver!  ¿Quién se atreve a que le mande los de Auditoría?

‘No tenéis ni puta idea, pero ni puta idea de cómo se gestiona un negocio… ¡Que se trata de ganar plata, ¿me oís?, ganar plata!

Y para cerrar los ejemplos de su anecdotario verbal, relato unas frases que dedicó a un compañero cuando a mediodía de un sábado el grupo de españoles nos habíamos reunido (como casi todas las semanas) para comer en un restaurante.  Estábamos a los postres.  El Benemérito traía una cartera de trabajo, porque venía desde la oficina, con varias planillas modelo que contendrían datos del Cuadro de Mando.  Revolucionó los platos, cubiertos, cafés, vasos, copas… mientras sacaba papeles y hablaba sin parar, a ritmo de mando, sobre qué era necesario implantar.  Amadeo, un compañero despierto y vivaz, le hizo comentarios muy acertados para simplificar las columnas y mejorar la lectura de la información.  Pepe se le quedó mirando con sorna y, levantando la voz, se dirigió a la esposa de quien le había hablado:

‘Mariana, ¿tu marido es tan bueno en la cama como haciendo planillas?

Mariana, ágil en la contestación, apenas permitió que el tenso silencio durara más de un segundo:

‘Así es, Pepe.  Duerme a pierna suelta, no ronca y hasta tiene el supletorio del teléfono en su mesilla por si llaman que no me despierte yo.  Ya ves, es buenísimo en la cama.

Estas cosas sucedieron cuando él ya me había ofrecido y yo aceptado ocupar un puesto en el equipo directivo de la Delegación Norte, con el Ingeniero Rossenfeld.  Es decir, ya estaba decidida mi continuidad por más de los tres meses iniciales de la “Misión” y él no era mi responsable inmediato.  El Benemérito, aun teniendo mis jefes directos en los departamentos donde me ubiqué, fue mi jefe más o menos jerárquico, más o menos funcional, hasta el punto que paralelamente a mis puestos de organigrama, también me ocupé de la Dirección de un Proyecto Organizativo, en el que Cabrales llevaba la batuta.  Mis jefes directos ni a él ni a mí nos decían ni pío.  El Benemérito tenía bula para hacer y deshacer.

Profesionalmente, me enamoré de él, ¿quizá como Marta?  No sé.  Pepe era un hombre enérgico, comprometido, brillante y vibrante.  Se había aprendido la empresa de memoria, era capaz de recordar todos los indicadores y sus valores comparados de cada Delegación para abroncar, siempre abroncar, a los que ocupaban la posición de cola.   Trabajaba horas y horas, hasta setenta a la semana, a razón de 12 por día (que podían llegar a 14) de lunes a viernes, y cinco más en cada mañana del sábado y del domingo (a veces, además, nos reuníamos en su casa el domingo por la tarde para preparar normas, o reuniones, o planes de acción “sibilinos”).  Admiraba a Pepe como un hombre triunfador que veía más allá de lo que otros veían, siempre alerta y sobre todo muy enérgico y poderoso, de tal manera que te sentías protegido por él si pertenecías a su club.  Ahora bien, era implacable con los que consideraba sus enemigos, los llenaba de imprecaciones, si no insultos, con un lenguaje de guerra más barriobajero que empresarial. 

Me convertí en su hombre de confianza, y hasta se permitió algún comentario personal en nuestras conversaciones.

Se empezó a desmontar mi ídolo una mañana, a las 7.30, en el bar de al lado de las oficinas, en la avenida de Mayo, adonde Marta y yo lo habíamos convocado para explicarle qué estaba ocurriendo con su ya famoso Cuadro de Mando.  El Benemérito continuaba con su emisión de planillas donde cada delegación o departamento informaba de los datos referidos al avance de sus objetivos.  Ya llevábamos así tres años.  Mientras tanto, el área de Control de Gestión le había propuesto elaborar un programa informático en el que se volcaran los datos, y emitiera listados de comparación con una amplia posibilidad de guardar históricos.  Se negó.  Tal como también se negaba sistemáticamente a darle color a las planillas, alegando ahorro de costes.  Todas en blanco y negro (sospeché que podía ser daltónico, algo que nunca reconocería, por Dios).  Se había convertido en tal su obsesión por las planillas de lo que llamaba el Informe Mensual de Control, que pedía le consultaran hasta por los tipos de bordes, el tamaño y el formato de la letra.  En una ocasión, después de unos seis o siete intentos de aprobación, le presenté el mismo diseño que él había rechazado la primera vez… sin desvelárselo, por supuesto.  Le pareció una maravilla, un acierto, “qué bien que haces las planillas, Trevijano”, me felicitó, “si eres tan bueno en la cama, no habrá mujer que te impida repetir y repetir”.  Me extrañó escuchar la redundancia de este argumento de felicitación con el que obsequió a Amadeo en el restaurante, porque siempre era ocurrente y original.  ¿Tendría también obsesión por el sexo?

Volvamos a esa confitería de la avenida de Mayo, donde Marta y yo habíamos llegado cinco minutos antes, después de haber preparado con detalle los argumentos a exponerle, esencialmente dirigidos a evitar que los cambiara tan a menudo, por varias razones:  cuando ordenaba una modificación, el último mando responsable de cumplimentarlo tardaba más de tres meses en enterarse; al no tener continuidad mes a mes, era difícil trabajar con acumulados comparativos; y tal cantidad de variaciones en tan corto espacio de tiempo le restaba credibilidad al sistema de control y a él mismo como Director.

¡La que se armó!  Había llegado con los ojos algo enrojecidos y el cuello parecía inflamado.  Casi no nos escuchó.  Empezó a gritar antes de que termináramos de exponerle el primer argumento… unos gritos de alocado, por no decir demente, que nos dejaban en ridículo ante quienes desayunaban medio dormidos.  Se marchó sin tomar el café, sin dejarnos rebatirle, y con la sensación de que nos esperaba una buena en cuanto volviéramos a vernos, como así ocurrió a las doce de ese día, en una reunión sobre eficiencia de procesos.  Nunca me sentí tan humillado, tan asustado, tan manoseado como bajo aquella cascada de improperios, exabruptos, burlas, escarnios… que saltaban más allá de lo profesional y lo laboral, sacando algunas intimidades que le había contado en aquellos accesos amistosos que el Benemérito tenía de vez en cuando conmigo.  Si hasta se burló de que mi padre fuera chofer de autobús…  No pasé el día nada bien, anduve desconcentrado, dolido, enfadado, unas sensaciones muy fuertes de impotencia y desánimo, apenas hablé con nadie.  Por la noche, a las diez, sonó el teléfono de mi casa.  Era él.  Con un tono totalmente distendido y amable, me felicitaba por unos aspectos menores que habían trascendido como buenas prácticas de mi departamento.  En realidad, era su manera de pedir perdón… pero no colaba… El mal estaba hecho, y el ídolo comenzaba a desmoronarse.

Ya llevaba tres meses dirigiendo el Proyecto, lo que me había provocado un subidón de adrenalina traducido a motivación para sacarlo adelante.  El incidente de aquel día no me diluyó el entusiasmo, pero dejó abierta la pendiente por donde podría escaparse a poco de recibir algún otro empujoncito.  Marta era mi jefa de proyecto y se burlaba amablemente de mis disquisiciones con su Benemérito.  Ella, más veterana, sabía aguantar mejor estas presiones por experiencias anteriores de incluso más enjundia que un simple proyecto organizativo.  Pero cuando él abría la boca, ella salía disparada a cumplir la petición… y si era una llamada a su despacho, mejor que mejor.  ¿Lío de pollera (falda) y bragueta?  No sé, no creo… me parece que esa forma de gestionar le había provocado a ella mayor dependencia que a mí, una dependencia que podía rayar en el servilismo, tan enfermiza como su adicción al trabajo, tan maléfica no tanto por embrujo que por enfermedad somática, pues podía provocarte males como estrés, sudoración, ansiedad, alopecia, insomnio, erupciones cutáneas…

Mantuve el favor del Director General Adjunto, don Pepe Cabrales, alias el Benemérito, durante más de tres años.  Era una relación de sometimiento psicológico, debo reconocerlo, al igual que la de él con Marta, aunque por motivos distintos.  A mí me causó impresión estar tan cerca de la alta Dirección, trabajar codo a codo en su propia casa con nivel de intimidad personal, influir en decisiones que afectaban a más de cuatro mil personas o repercutían en la gestión de cientos de millones de dólares.  Pepe manipulaba adecuadamente las emociones del personal de su equipo hasta que, con un toque casi demoníaco, lograba la adhesión a su causa esperando que algún día devolvería tanto favor acumulado con unas cuotas altas de interés.  Algunos compañeros se dejaron la salud por el camino, por ejemplo con una hernia discal agravada por no guardar el debido reposo, otros perdieron el matrimonio por no guardar la mínima dedicación a la familia, y en mi caso perdí varias cosas (entre ellas pelo y el sueño), aunque más me dolió perder al gurú, perder al líder, perder la referencia profesional. 

No fue un derrumbe súbito del edificio.  Aún disfruté con alegría del aprendizaje que me provocaba elaborar con él las definiciones de objetivos, las normas operativas, los criterios de calidad… todo aquello que luego estudié en un MBA, y que resultó tan calcado que al descubrirlo se me cayó la pared maestra y parte de la fachada.  El hombre no era tan dios, había aplicado lo que había aprendido, ni más ni menos, pero no inventaba nada, como quería hacernos creer con mensajes heréticos.

Poco a poco fue alejándose de mí, pero en un momento determinado, que fecho en septiembre, creo que el día 16, comenzaron algunos actos suyos de desconfianza y recelo, demasiado fingidos como para que me los creyera ciertos.  Todavía no quise entender esa pérdida, aún deambulé entre funciones inconexas que él me administraba pulcramente para darme pequeñas gotitas de atracción laboral.  Entre varias acciones, utilizó una de sus estrategias favoritas para mantener la adhesión emocional a través del miedo y la protección al más puro estilo mafioso.

‘Alberto, me he enterado de que los franceses te quieren quitar la concesión de la vivienda porque ya llevas más de cuatro años aquí.  Jacques está haciendo maniobras también para rebajarte el plus de expatriación.  No hagas nada, no digas nada porque será peor.  Voy a ver cómo te lo soluciono.

Me comunicó esto un viernes por la mañana.  Día apropiado para perjudicarme el ánimo del fin de semana, además de disfrutar de su sarcasmo en la comida sabatina con los españoles.

El martes me anunció en voz baja:

‘No te preocupes por lo del piso y lo del plus, que ya lo he arreglado.  Me ha costado discutir, pero al final te quedas como estás al menos por dos años.

Casualmente, a los dos años, hice muy buenas migas con Jacques porque los dos jugamos juntos al tenis en el campeonato interno de la empresa.  Le pregunté por aquellas amenazas que me había informado el Benemérito… Y me contó con sus erres guturales:

‘Sí, lo recuerdo.  Pero no fue nuestra la proposición.  El planteamiento era rebajar las condiciones de pago por expatriación a partir de seis años de permanencia en el mismo país.

‘¿No eran cuatro?, me interesé.

‘Seis, seis, me acuerdo perfectamente.  Y la propuesta surgió de vuestros colegas directivos en España, los de Madrid, pero nuestro Director General (el francés) no permitió injerencias y todo se mantuvo, y se mantiene, como estaba.

Cabrales te creaba el problema y él mismo te lo resolvía, así se erigía en noble defensor de las causas más sensibles para su gente.  Ja.  Hacía lo mismo con los préstamos para compra de vehículos que se gestionaban desde España, o las ayudas para los colegios de los niños.  Estaba obligado a concederlos porque así se consideraban por la política de empresa, pero el Benemérito los retenía un par de semanitas mientras te contaba lo difícil que le estaba resultando conseguir la concesión, que los de España eran muy duros, pero que los perseguía con la misma medicina porque no hay derecho a retrasar estas cosas.

A los seis años de la compra, la empresa dio beneficios por explotación, muy consolidados, de base firme con proyección a largo plazo.  Por fin, el Director General Adjunto cobró su variable del 40 % completo más una prima por eliminar los números rojos.  Todos pensamos que se lo merecía cumplidamente, pues más de las tres cuartas partes del crecimiento se basaban en planes que él lideraba..  También pensamos que iba a ceder en su actividad, que bajaría la presión, que se dedicaría a implantar otros proyectos para consolidar el negocio, entre ellos formación y desarrollo para los empleados, planes remunerativos especiales para los directivos…  Oh, no, qué va.  Cada mes se inventaba una nueva acción, innecesaria, pero “muy urgente”, para justificar sus largas jornadas.  Impartió personalmente un curso, que fue un ‘peñazo’, porque se pasaba seis horas hablando sin parar, lleno de coletillas, como digamos, evidentemente, resulta que, y en razón de; estableció unas veinticinco planillas añadidas al Control de Gestión, con cumplimentación mensual; y creó tres Comisiones de estudio presididas por él para asuntos tan relevantes como la justificación de los gastos de viaje; las jerarquías de autorización de vales de almacén o la ubicación de existencias fuera de los espacios establecidos.

En un día de un mes de septiembre de 1989, Pepe Cabrales dejó de tratarme como una persona con proyección y potencial.  No tengo muy clara la fecha, pero por ahí andará, puesto que lo deduje años después, departiendo amigablemente con Marta Scalise, riéndonos de tantas y tantas anécdotas que habíamos pasado juntos, hasta que su discreción quedó un poquito quebrada y dejó caer unas frases que me dieron cabal explicación al apartamiento que el Benemérito me hizo sufrir desde aquel día de un mes de septiembre:

‘No sabes los celos que te agarró, ¿viste, gallego?, porque un día le dije en el ascensor, que me acuerdo bien, cerca de la primavera, sí, los dos con un enojo espectacular que no nos hablábamos casi… y eso, ¿viste?, que le dije: hala, me voy a trabajar con el Trevijano, que es muy buen chico y mucho mejor jefe que tú, ¿viste?, pero que mucho mejor jefe que tú.   Y se le encendió la cara, ¿sabés?  ¡Cómo se le comían los celos de ti!’.

Sin comentarios.

Alberto Rossenfeld, el motivador

Don José Jesús me duró cerca de doce años, aunque cuando se jubiló yo había emigrado hacía unos meses a Buenos Aires (lo que a él le supo a gloria, por lo de su primo, y no paró de ensalzar mi decisión).  Es curioso: repasando ahora mi trayectoria de jefes sufridos y gozados me doy cuenta de que después de don José Jesús, cuya presencia se me había anclado en el subconsciente como una lombriz intestinal en su hábitat, ninguno me soportó más de tres años, fuera por mi escape a otros lares, o fuera por su traslado, jubilación o caída. 

Rozando la treintena, me surgió la oportunidad de irme a Sudamérica.  Mi empresa se expandía más allá del Atlántico, solicitó personas que desearan tener una aventura (profesional), nos tentó con unas buenas condiciones económicas…y garantías de regreso, al menos, en las mismas condiciones, salarial y geográfica, que la de partida.  Me tiré a la  piscina y salí volando un 12 de septiembre en un Jumbo de Iberia, con más miedo que expectación y más temeridad que valentía, sin saber los momentos históricos que me tocaría vivir en ese país ciclotímico.  Todos mis compañeros de viaje eran veteranos de guerra, así que me tomaron como el bebé del grupo y recibí las bromas y cuidados reservados a quienes todavía llevan pañales profesionales.

Durante tres meses me involucraron en un equipo que llamaban de “Misión”, lo que sonaba a una alta operación de espionaje internacional, de infiltración en banda enemiga o de adoctrinamiento ideológico…, con funciones de análisis de procesos y propuestas de mejora.  En este tiempo (el más divertido y productivo de mi vida laboral) dependí de un Director que aún no quiero considerar a efectos de “jefe”, porque antes hablaré de Alberto Rossenfeld, un tocayo mío que fue el verdadero introductor de mis funciones en la empresa franco–hispano–argentina.

Si yo era un guayabo…  En fin, con treinta años y sin salir del cascarón profesional, me vi en una responsabilidad directiva, con cinco personas a mi cargo e integrado en un equipo de gestión que influía en la toma de decisiones para aplicar y controlar un presupuesto superior a tres mil millones de pesetas. 

Y la Delegación a donde me asignaron era dirigida por el mentado Alberto Rossenfeld, un personaje de los que dejan huella.

Al principio, no fui de su confianza… y lo comprendo.  Le aparecía por sus dominios un muchacho español, proveniente de la empresa “madre”, a quien ni siquiera le habían permitido entrevistar ni por cinco minutos, para ocupar en su equipo un puesto de responsabilidad, a través del cual podría conocer todos los entresijos de su gestión, lo que inmediatamente, a la vista de él y de su equipo, me convertía en un posible espía, un cantarín allende las fronteras, que podía entonar o bien una balada pastoril o una canción de rock duro con letra de denuncia, acoso y derribo (nota: habían despedido a tres directores argentinos, provenientes, al igual que él, de la empresa adquirida).

No sé si enviado por el Ingeniero Alberto, o por iniciativa propia, enseguida fui atendido, acompañado, agasajado y franeleado, por un miembro de su equipo, Carlos Mazzos, un descendiente de italianos calabreses, que era capaz de emitir la sonrisa más radiante escondiendo tras ella tanto una daga como un bombón.  Le noté labor de investigación y puse mi mejor cara de niño bueno, ingenuo, de no haber roto un plato en la vida…  Con el tiempo pude decir que aquella actuación cuajó y fui recibido como una persona con potencial que iba a desarrollarse en un país ajeno como parte de un itinerario profesional que desembocaría en mayores responsabilidades al regresar a la empresa matriz (no digo que esto fuera cierto, sino que se sobreentendió por mis colegas argentinos).  Carlos se convirtió en un buen amigo.

Lo voy a llamar el Ingeniero por razones de gestión narrativa, para no hacer coincidir su nombre y el mío en poco espacio escrito y que pudieran producirse equívocos o dificultades de redacción.  En Argentina y otros países de Sudamérica, se utiliza habitualmente el grado académico alcanzado como forma de tratamiento: Doctor, Licenciado, Profesor…, tal como en la época de Cervantes, verbigracia: el Licenciado Vidriera o el Bachiller Carrasco.

El Ingeniero Rossenfeld me tomó de la mano.

El Ingeniero Rossenfeld me tomó de la mano (repito la frase adrede porque podría resumir por sí sola toda la actuación que este buen personaje me dedicó como un artista dedica su obra a un buen amigo).  El Ingeniero provenía de una familia instalada en Argentina por tres generaciones, es decir, desde principios del siglo XX, procedente de la Rusia zarista, seguramente huyendo de la revolución.  Era judío no practicante, pero guardaba fiesta el Día del Perdón. Había ingresado en la empresa quince años atrás, dos después de terminar la carrera, como un mando intermedio técnico, y ya ejercía de mando superior desde unos tres años atrás cuando la empresa fue comprada por la nuestra.  Su visión algo catastrofista y sus pocas dotes de adivino le auguraron un despido fulminante y así lo esperaba cuando le llamaron desde las oficinas centrales, en Paseo Colón, a un despacho desde cuya ventana se atisbaba un lateral de la Casa Rosada.

Le nombraron Director de Zona.  Y en ese pesimismo innato que le caracterizaba en la visión de sus posibilidades, comenzó a sentirse despedido al minuto siguiente.  Por si acaso, mantuvo su nivel de vida en el estatus anterior y años después mantenía el mismo discurso y aún tomaba ansiolíticos.

Pero lo que para él no sabía aplicar, sí lo extendía hacia su equipo.  El primer año de su gestión pidió y le concedieron la realización de un Máster en Dirección y Administración de Empresas subvencionado un 50% por la empresa.  Lo cursó con dos de los Gerentes de su equipo y se reunían los sábados por la mañana y también algún domingo para repasar los “cosos del laburo y los cosos de la escuelita”, tal como le gustaba llamar a sendas ocupaciones  Quizá por los contenidos de ese Máster, aplicó con mejor criterio sus teorías para la gestión de personas, pero certifico que la base ya la traía de antes, esos estudios sirvieron para ratificar su estilo, su talante…

El Ingeniero me recibió con cierta pompa en su despacho.  Se le notaban ganas de quedar bien conmigo por el hecho de ser representante de uno de los dueños y hombre de confianza del mandamás español, a la sazón su jefe directo; este comportamiento forzado le hacía quedar como un actor histriónico.  Transmitía nerviosismo, como si yo estuviera a punto de censurarle alguna de sus palabras o a invadir violentamente sus dominios.  Al cabo de unos meses, recordando estos primeros días, todavía me parecía más extraña esta actitud, pues ya me había demostrado con creces su alto nivel para gestionar situaciones límite o desconocidas, con algún ejemplo incluso de peligro físico, especialmente frente al Gremio (los sindicalistas).

Durante varias semanas, tuvo poco trato conmigo.  Creo que fue una estrategia, porque en ese tiempo sufrí el acercamiento más intenso de aquel “tano” que le ofrendaba pleitesía, Carlos Mazzos.  Carlos había sido rescatado por el Ingeniero de una situación de riesgo que presagiaba su despido.  El “ruso” me contó que, a la hora de conformar su equipo directivo, había confiado en personas que le habían sido leales en anteriores destinos, y entre ellos no había ninguno con experiencia comercial.  En cambio, ésa era la especialidad de Mazzos que, unida a su titulación de Contador Público, le daba el perfil idóneo para integrarse en su equipo directivo…  Favor por favor, Carlos siempre le guardaría lealtad y le daría servicios añadidos que el Ingeniero nunca pedía, pero que recibía en silencio.

Debo suponer que el Ingeniero recibió de Carlos un buen informe sobre mí.  O al menos, un “sin noticias” que se tradujera por “buenas noticias”.  En un momento determinado, recuerdo que a los dos o tres meses, me llamó a su despacho y estuvimos charlando largo rato sobre temas triviales, fútbol sobre todo, querencias de equipo, en mi caso hacia el Real Zaragoza, en su caso hacia el River Plate.  Me di cuenta que estaba pasado un test de alta importancia.  A través de sus ojillos chispeantes adiviné posición de análisis ante cada una de mis contestaciones, gestos, posturas…  Entiendo que le transmití y percibió mis intenciones auténticas, puesto que nunca había deseado ser un espía y tampoco llevaba instrucciones para vigilar sus actos de una forma distinta a la que me proporcionaban mis funciones oficiales.  El examen fue exhaustivo, casi policial algún momento, pero no de un agente de la ley y el orden, sino de alguien muy precavido, casi temeroso…  Un hermano del Ingeniero formaba parte de los 30.000 desaparecidos que la dictadura militar había provocado (de lo que él nunca habló, me enteré por boca de Carlos, una boca muy pequeña, porque ni él ni nadie era capaz de hablar abiertamente de esa realidad tan escondida y tan evidente).

En ese tiempo hasta la primera entrevista en firme, habíamos preparado en mi área unos informes de gestión, con análisis y conclusiones, que ya estaban divulgados entre los mandos de la Delegación.  Sé que el Ingeniero los conocía, así como la favorable opinión que habían generado… pero los eludió en la entrevista.  No obstante, ya cuando me despedía…

–Alberto, te felicito por el Informe Mensual de Gestión que preparaste.  Sos un buen gestor, aunque tenés que demostrarme lo buen pateador que me decís que sos.  No te veo como un defensor bravo, no, no das la pinta.

Y sonrió con su mirada pícara, quizá con un destello de liberación pidiéndome algo así: “Hablále bien a Cabrales (el Director español) de mí, que si no, me rajan”, expresión que no dejó de repetirme en cada una de nuestras despedidas.

El Ingeniero era un buen tipo.  Se ufanaba de que tuvo bajo su cargo más de 400 personas en su anterior destino.  Explicaba con detalle su sistema de planificación de tareas para que todos tuvieran clara su función y entendieran su aporte al resultado final de la Delegación y de la empresa.  Fue divertido observar cómo iba adoptando un discurso más centrado en técnica de gestión, con un léxico especializado y un lenguaje casi conceptual, según avanzaba en el Máster.  Se empeñaba una y mil veces en demostrar que era un dechado de virtudes planificadoras y organizativas.  Con esta insistencia pretendía tapar sus carencias en estas materias.  No, no era un directivo que destacara en tener un plan o una organización impecable, pero estaba claro que en alguna clase le habían dicho que debía mejorar en esa materia.  

Su mayor virtud, creo que innata y afianzada con la experiencia más que con los estudios, era la capacidad de motivar mediante la cercanía y el buen trato.  Conocía los nombres de aquellos 400, y los nombres de los 800 de ahora, y me atrevería a decir que sabía cuántos hijos tenía la mayoría de ellos, pero sobre todo, con pelos y señales, incluso genealógicos, de sus colaboradores más cercanos.  Se preocupaba personalmente de recibir noticias destacadas, por ejemplo que la hija de uno de sus empleados consiguiera una medalla en gimnasia, para llamar personalmente al padre y felicitarle por ello.  No había mañana que no comenzara llegando el primero al departamento técnico (el de su anterior función) para saludar y conversar unos minutos con los operarios y con los ingenieros, sin distinción, apretando manos y golpeando espaldas, haciendo chistes y contando los últimos goles que su hijo había marcado con las inferiores del Belgrano C.F.

También, cumpliendo con el estereotipo judío, era un buen negociador.  Se preocupaba de conocer a sus interlocutores igual que antes he comentado de sus empleados.  Exprimía cualquier medio para conseguir la información, hasta la más recóndita, y se sentaba luego con su equipo para comprobar cómo reaccionaba cada uno de sus componentes al ir sabiendo esos datos, algunos inconfesables, de quienes iban a ser sus rivales.  No apuntaba nada, no planificaba nada, se lo jugaba todo a su memoria y a su inteligencia, dos capacidades mortíferas en su batalla por el éxito de la negociación, siempre ocultas bajo esa máscara de llorón impertinente.  Por otra parte, no le observé actitudes de kamikaze ni veleidades deshonestas.  En una ocasión, conoció las inclinaciones pederastas de un Intendente (Alcalde), con quien debíamos tratar una recalificación de terrenos propiedad de la empresa y no quiso aprovecharse de ello para sacar tajada.  Nadie del equipo lo supimos, a mí me lo contó meses después, cuando ese político salió salpicado y fue obligado a dimitir: según la prensa por malversaciones de fondos, según los topos por elevar sus pretensiones económicas de coima por encima de las de sus capos.

Tuve que trabajar muy cerca suyo en un asunto delicado.  Había que acorralar y conseguir el despido de un grupo de activistas sindicales que rayaban con el mundo terrorista.  Su líder,  Marcello Cantizzano, era un siciliano que, tomando modelo de su mafia en origen, trasladó sus formas de hacer a la vida gremial.  Llevaba pistola en la sobaquera y aplicaba sucintamente prácticas de extorsión y chantaje.  El Ingeniero me sondeó para decidir si podía compartir conmigo su estrategia.  Al cabo de unas semanas, me explicó que sólo deseaba un compañero para ese viaje, un compañero confidente, casi terapeuta, que actuara además de notario para certificar el buen objetivo de una acción ilícita: liberar a la empresa de un cáncer que atentaba contra todos los principios morales y económicos.  Así conocí sus movimientos para embaucar a un fullero, para engañar a un mentiroso, para acorralar a un camorrista…  Encontré a un Ingeniero valiente, listo, calculador…  Cuando estuvo seguro de mi lealtad y de la segura efectividad de la estrategia, me hizo su única petición: que le acompañara a una reunión confidencial con el Director General español, al que antes debería preparar yo sin decir el motivo real de la entrevista, con el fin de conseguir que le autorizara a disponer de determinadas cantidades de dinero para fijar con Cantizzano montos superiores a los habituales como indemnización de su despido y el de su banda.   Todo salió según lo previsto.

Vivía con un estilo de vida bastante austero para su situación social y económica.  Me confesó que sus gastos corrientes eran la sexta parte de su sueldo neto, y que ahorraba casi todo lo demás por prevención ante el esperado despido.  Pero además de este efecto primario, la actitud temperada servía de ejemplo ante su gente.  El entorno del país no favorecía en absoluto un comportamiento honesto desde una posición de tanto poder.  No sé si aquella confidencia sobre sus gastos también fue confidencialmente contada a los otros directivos de su equipo… pero generaba impacto en la gestión profesional y personal de ellos, haciéndola modélica y coherente con los mensajes que se transmitían desde la Dirección General: eficiencia, eficiencia, eficiencia… honestidad, honestidad, honestidad.

¿Qué me traje de aquel Ingeniero?  La bisoñez bien llevada origina una bolsa enorme para almacenar aprendizaje.  Era yo bisoño y quería llevarlo bien, así que hice marsupial mi alforja y la doté de habilidades directivas.  Pero sobre todo, hoy recuerdo del Ingeniero que los años que trabajé de su mano me dieron la base sólida de mi crecimiento, no sólo como directivo o como profesional, sino como persona en un entorno tumultuoso.  Primeramente, me estudió por varias razones: de seguridad personal, que no por desconfianza; de seguridad en el éxito, para comprobar hasta qué punto sería yo capaz de asumir responsabilidades; de seguridad en el encaje con su equipo, puesto que su proyecto no incluía el lucimiento individual para nadie. Tanta seguridad para él en los fines de su investigación sobre mí que consiguió transmitirme esa seguridad… y autoestima… y conocimiento paulatino de mis capacidades, hasta provocar el aumento de mis habilidades con el menor sufrimiento posible, es decir, con ese arrope del buen padre que va soltando al mundo a sus hijos con la cadencia adecuada para que asuman unas poquitas más de responsabilidades en cada suelta.

Puedo recordar más aportes suyos para mí…

…como el estímulo de la creatividad, que ejercía llenándome de ideas en unas largas conversaciones plagadas de propuestas, algunas producto de sus sueños, otras de su necesidad profesional, las más del conocimiento que adquiría de mí…

...como la colaboración, que siempre significa cesión de tu protagonismo, incluso de tus derechos o posesiones, y por lo tanto implica humildad (me decía que nunca dejara de ser humilde)…

…como la honestidad y la honradez en un entorno que favorecía la rapacería impune (sus palabras: “Nadie sabe si es decente hasta que ha rechazado al menos diez ofertas para ser indecente).

Cuando me tocó marchar de su equipo, el Ingeniero se me quedó mirando tras un abrazo silencioso, cálido y entrañable.  Pareció que quería hablar, pero calló mientras los dos tragábamos nuestras lágrimas.  Supongo que me quiso decir lo que me envió por correo electrónico unos días más tarde: “No dejes de ser quien eres y  los demás harán que un buen día no te reconozcas porque habrás mejorado y mejorado sin que ellos ni tú os hayáis dado cuenta”.

Don José Jesús, el paternalista mandón

Por así decir, mi primer jefecillo se llamaba Senén.  Era un ordenanza calvo y refunfuñón que me mandó mientras fui botones, cuando entré a la empresa con catorce años.  Lo tuve como tal hasta que pasé a la escala administrativa, y poco puedo hablar de él, porque lo veía los sábados nada más.  Mi servicio se prestaba como “traedor de sobres y papeles” en otro edificio y me iban dando las órdenes los oficiales administrativos, de una forma tan simple como “lleva esto allí” o “ve a buscarme el informe tal allá”.

Ya como auxiliar administrativo, con 18 años recién cumplidos,  después de unas peripecias cobrando de piso en piso que prefiero no relatar, pasé al área de Contabilidad, cuyo jefe se llamaba José (éste sí que era jefe jefe).  En realidad, el nombre completo era José Jesús, pero el hombre siempre decía que ya estaba bien con un nombre bíblico y que no aspiraba a ser santo ni descendiente del Hijo del Hombre porque para nada su madre se llamaba María Magdalena.  Iba siempre a misa, aunque sólo para acompañar, decía, a su mujer, quien le tachaba de hereje por dar pábulo a esas tergiversaciones del demonio sobre la verdadera Historia Sagrada, pero le perdonaba los fuegos del infierno por el sustancioso sobre que llevaba a casa todos los meses y otras cualidades que relataré más adelante.   Tendría entonces unos sesenta años, mucho pelo gris y algo rizado, contra lo cual todas las mañanas debía presentar batalla y así aparecer por la oficina con la cabellera estirada hacia atrás, tirante, pero con caracoles que haciendo caso a su condición dejaban algo de baba por su medio ambiente, el cogote (¿o sería exceso de brillantina?).

El día que me incorporé con él, me recibió a las 8 de la mañana, en su despacho acristalado.  Sobre su mesa yacía con vida propia el periódico matutino –a la sazón, La Hoja del Lunes–, abierto por la sección de deportes.  Antes de saludarme, me miró por encima de sus gafas antipresbicia sin levantar la cabeza y apretando los lóbulos de la frente formados por arrugas tan profundas que parecían unos glúteos peraltados.  Terminó de leer el artículo que hablaba del partido dominical, cerró las páginas con un suspiro como diciendo: “¡Qué remedio me queda que atender a este pendejo!”.  Siempre me llamó pendejo, como copia y arrastre de la usual palabra en Argentina incluida en el vocabulario habitual de su primo, que era indiano y solía venir de visita de año en año, acontecimiento que don José se encargaba de publicitar dándose aires de importancia.

Mientras leía la contraportada, mi nuevo jefe me iba explicando características propias del departamento y del cometido que me iba a tocar desempeñar: sentarme al lado de Mariano Carrillo Lostao para aprender a realizar los apuntes en un libraco gordo que parecía uno de los colocados en los atriles del coro de la catedral.

Se levantó, por fin se levantó, mientras se quitaba las gafas para tirarlas encima de La Hoja del Lunes y gritaba con énfasis militar: “¡Mariano!”.  El tal Mariano emitió unos sonidos guturales que informaban de su proceso de estiramiento hacia la realidad, proveniente de algún mundo onírico o extraterrestre.  Cuando mi oficial administrativo se encontraba al lado de la silla, en la cual se sentaba ahora con la espalda bien recta, don José intervino:

–Mariano, cójase a este chico, que se llama Trevijano, Alberto, (así fue, lo juro, primero el apellido y luego el nombre) y me lo pone a practicar la buena letra para los apuntes en el Diario, ¿entendido?

–Sí, don José –bufó Mariano con los ojos aún medio cerrados, los hombros laxos y los brazos caídos casi hasta el suelo.

–Pues, hala, no se hable más, que el tiempo es oro.

Don José nos despidió con un amable gesto: estiró el brazo, palma de la mano hacia abajo con los dedos prietos y movimiento ascendente y descendente de la misma chirriando sobre la muñeca.

De inmediato volvió a la página de deportes.

Dudo si tengo que considerar a Mariano como jefe, pero creo que no…  no, no, mi jefe fue don José.  Mariano hizo de profesor por un par de meses, durante los cuales dormitaba mientras yo copiaba sus notas en el Libro Diario, con diferentes tintas y letra redondilla.  Él lo revisaba y se lo pasaba a Ramiro, encargado del Libro Mayor.  Después de esos dos meses, me tocó calculadora de pedal para cuadrar los Balances… y eso ya lo hice solo, que don José empezó a confiar en mí porque dijo que “era un chico muy espabilao”.  Eso ocasionó envidias y adhesiones a partes iguales entre mis doce compañeros.  Adhesiones entre quienes no querían o no tenían nada que rascar en el escalafón; envidias entre aquellos que se colocaban en el disparadero para ocupar la próxima vacante que dejaría Rufino con su jubilación, dentro de siete años, vacante de Subjefe.  Don José ya había hecho expresión de que no se jubilaría hasta los setenta y cinco.  Así que el primer corrimiento se esperaba con la salida de Rufino, quien era de Sabiñánigo, un pueblo del Pirineo, y estaba esperando ansioso el salto al cuerpo de pasivos para regresar a su terruño.

Don José sólo fumaba en la oficina.  Nosotros (sus empleados) suponíamos que era un fumador compulsivo cuya dependencia le arrastraba a encender esos treinta o más cigarrillos que apuraba antes de terminar la jornada y que se convertirían en más del doble al final del día.  Nada más lejos de la realidad.  Su mujer, Margarita, no le permitía fumar en casa porque el tabaco reseca la piel y don José, como un obediente faldero, que no como un responsable objetor ante la salud propia y la de los demás (no se lo digan a nadie, pero yo también fumo, aunque con estas presiones me está empezando a dar vergüenza decirlo… y terminaré por rebelarme con alguna huelga o manifestación particular),  no daba ni una calada en su casa.  Que sí, que dejaba de mandar en cuanto pasaba el umbral y se volvía de carácter sumiso, incluso rastrero, hasta el punto, tal como nos narraba el compañero Falete Miranda, de poderlo imaginar vestido de chacha con minifalda, las nalgas al aire, arrodillado ante doña Margarita, que llevaría una pequeña fusta para obligarle a… (lo que fuera), orden que el hombre acataría con placer, mucho placer.

No sé si don José sería en su casa dominante o sumiso.  Puedo informar, para que algún psicólogo me lo califique de alguna manera, que no le importaba airear determinadas conductas de su vida, esencialmente sexuales, como….

–¡¡¡Oeeee!!!! (imagine este sonido parecido a lo que debería ser un ¡oye!, pronunciado con una voz casi ronca, muy grave, con actitud arrogante, haciendo corta y seca la o y alargando la e al gusto).  Yo, el día de mi noche de bodas, siete polvos que le eché a la Margarita, siete sin sacarla, y tan ricamente que nos quedamos los dos, frescos como una lechuga.

–¡¡¡Oeeee!!!, antes de casarme, si se me ponía la cosa en marcha, le decía a Cortés (el anterior jefe) que salía para hacer una gestión en el banco, o lo que fuera, y me iba a las gachises del Tubo, a un piso en la calle Mártires, y dos veces que tenía que descargar con aquellas tías buenas que tenía la Puri.

Naturalmente, estas expresiones eran lanzadas sólo con presencia masculina.  En confianza entre usted y yo, le cuento, amigo lector, que Jaime, otro de nuestros compañeros era homosexual encubierto, que se supo años más tarde y, como estaba enamoradísimo de don José por eso de la erótica del poder, se excitaba con esas historias tan salvajes, imaginando “en posición” a nuestro jefe.  Si se hubiera enterado el hombre, igual comete alguna fechoría contra los bajos de Jaime, porque…

–¡¡¡Oeeee!!!  Yo, a los maricones, un cepillo del pelo le metía por detrás, pero bien metido y no por el mango precisamente, a ver si esa rascada les dejaba el conducto tan picoteao que no pedían más acción sodomita.   Hay que ver qué vicios tiene alguna gente.  Es inmoral, es que es inmoral.

También hacía apología de supuestas habilidades juveniles en juegos o deportes.  Algunas veces jugábamos a las cartas, al guiñote normalmente, cuando íbamos de cena o excursión del departamento, y se ponía el cigarro encendido entre los labios, dejando que el humo le ocultara (y le perjudicara) la mirada, a modo de tahúr, y siempre contaba esa misma historia en la que pudo ganarle una mano de póker al mejor especialista de España, con varios miles de pesetas sobre la mesa, y que tuvo que plantarle cara con dos cojones porque le acusó de tramposo.  No me lo creo.  Quizá sea verdad lo de los siete, según cuenta un compañero de la empresa con quien compartió juergas juveniles, porque parece ser que por don José fluían muchas hormonas, pero lo de las cartas… no, que no lo veo retando a nadie que no sea empleado suyo…

Había estudiado el peritaje mercantil, lo que hoy sería equivalente a una Formación Profesional Administrativa de Grado Medio, pero en su época estos títulos, los peritajes, eran muy valorados porque estudiaba poca gente más allá de la Primaria, menos aún terminaban el Bachillerato Elemental (hasta los 14 años) y era entonces cuando, a partir de haber aprobado su Reválida, se podían seguir unos estudios que con los años se convirtieron en titulaciones medias universitarias.  Don José hablaba con grandes parabienes de sus aventuras en la Escuela de Comercio de la plaza de José Antonio (Primo de Rivera, por supuesto, hoy llamada de Los Sitios) y de cómo le ofrecieron trabajo varios bancos, que él declinó porque tenía muy claro dónde iba a prestar sus servicios.

Creo que ya se aprecia un poco que este mi primer jefe era un “déspota ilustrado”, bastante castrador de iniciativas…

–¡¡¡Oeee, María Pilar, que aquí no se te paga por pensar sino por trabajar!!!  Cállate y dale a la calculadora bien calladita.

…muy sumiso con la autoridad y el orden establecido…

Antes de acudir al despacho del Jefe de la División Administrativa, siempre se iba al baño para peinarse y perfumarse con colonia tipo “Varón Dandy”, se ponía la americana, se encendía un cigarrillo cuya marca era la que también fumaba el directivo a visitar y, cuando regresaba, hablaba a todos un buen rato sobre lo bien que le habían tratado en el tercer piso, atalaya de la alta dirección.  En realidad, había escuchado y había dicho a todo que sí, agachando su cabeza casi hasta chocar con el borde del cristal de la mesa del Jefe de División, incluso con riesgo, convertido una vez en accidente, de abrirse la frente con una brecha ansiosa de manchar los papeles de sangre.

…y nada proclive a favorecer un buen clima en el departamento.

En su despacho acristalado, varias veces por jornada, solía colocarse de pie, con las manos atrás, casi pegada la nariz a la mampara, el cigarrillo caído entre los labios, para que su mirada actuara de prevención represora sobre esas conversaciones que suelen extenderse entre las gentes perezosas que quieren trabajar lo menos posible.

Antes he hablado de que don José no quería jubilarse hasta bien entrado en los setenta, como no podía ser de otra manera, dada su elevada autoestima sobre la gran capacidad física que alentaba su cuerpo serrano.  Si hubiera sido así, habría elegido un “secretario”, dócil empleado, que fuera aprendiendo los secretos del oficio para sustituirlo cuando él tristemente nos abandonara.  Pero hablo en hipótesis según era en aquel tiempo la cultura de la empresa. 

Y puesto que en el asunto de ver la catadura de un jefe es de una información primordial la manera que tiene de tratar el desarrollo y la promoción de sus empleados, contaré el tratamiento que le dio a la provisión de una vacante en su departamento. 

Habría que sustituir a Rufino, el subjefe, dentro de siete años, un número mágico, que en nuestro tiempo es de largo plazo, pero que en aquella época, más inmovilista, aún sin ordenadores ni otros descubrimientos tan revolucionarios, se estimaba que era “a la vuelta de la esquina”.

Don José no se pronunciaba sobre quién elegiría para esa próxima vacante, con un aumento de unas 275 pesetas mensuales, una minucia económica y una fortuna en estatus, pues el puesto daba derecho a mesa separada del resto, a influir en el reparto de días de vacación y a material de escritorio sin controlar su gasto.  En aquel tiempo, ser Subjefe era como ser viceministro, o casi.  Y como el gran jefe don José no abría la boca, cada una de sus acciones era vista como un gesto, un guiño, una señal, una luz de guía para quien la recibía, ya fuera como tropezón o empuje en su carrera.

Estoy seguro de que el hombre disfrutaba llamando a cada uno a su despacho para comentarle cualquier tontería, si con esa acción provocaba una catarata de rumores, dimes y diretes, insultos, adhesiones, odios, amores y sentimientos más “profundos” que no es conveniente fijar por escrito.

Hace unos años se habló del cuaderno azul de José María Aznar como supuesto documento de sucesión…  Mi don José particular usaba impresos usados en lugar de cuaderno, pero siempre se rumoreó que, si después de escribir sobre uno de ellos, lo guardaba en el tercer cajón de su escritorio, ahí estaba anotada alguna cuestión referente a la futura vacante…  Y don José, viendo, sintiendo la expectación creada en el albero, sonreía… unas veces, paternal: otras, diabólico.

No niego que a mí también me interesaba ser el elegido como siguiente Subjefe, y que algunas de mis acciones pudieran ser calificadas de “peloteo y sumisión”, pero tuve que retirarme a mi esquina porque los demás entendieron que aquellas llamadas que el jefe me hacía para hablar de tal o cual asiento, de tal o cual aclaración, estaban incitadas por aciertos o errores míos que sobrepasaban el comportamiento esperado del más jovencito de los administrativos.  Y es que hubo dos excepciones en el silencio profundo de don José sobre las candidaturas.  Las dos excepciones se refirieron a mí, con expresión clara y directa de mi valía profesional delante de todos los compañeros del departamento.  Eso me valió ganar… cinco acérrimos enemigos para toda la vida.

Contaré el desenlace: ocupó el puesto un señor que trajeron de otro departamento, con la categoría consolidada ya hacía cinco años, pero que quería cambiar de trabajo para aprender otras cosas, actitud que todos nosotros vimos mal, pero que muy mal,  “¡qué es eso de quitar un ascenso en otro departamento!”… porque a ninguno de nosotros nos llamarían para ocupar la vacante que el recién llegado dejaba en el área de Asuntos Jurídicos.  El gran jefe sonreía más diabólico todavía.

Una vez, Ramiro, en un acceso de ironía, se le ocurrió llamar Jota Jota a don José.  Ni que hubiera soltado una ventosidad en el despacho…  La autoridad se hizo tan fuerte ante aquella expresión de indisciplina y desacato que volaron las páginas del Reglamento de Régimen Interior en su capítulo de Faltas Muy Graves.  Ramiro ni se atrevió a acudir al Jurado de Empresa, acató la sanción de dos días de empleo y sueldo y pidió perdón públicamente al agraviado.

En cambio, cuando la mujer de Ramiro estuvo ingresada en el hospital Miguel Servet por un problema de pulmón, el propio don José se interesó por su estado, la visitó dos veces, y habló con un conocido suyo que trabajaba de practicante por alguna sección del hospital, para pedirle un trato de cierto favor a la señora.

Y por último, otro rasgo interesante a destacar de don José es su afición a la pintura.  Le gustaba pintar cuadros y acertaba muy bien con las texturas vegetales; por eso tiene muy buenos paisajes, pero mediocres cuadros figurativos.  Cuando me compré piso, me regaló una copia de Palmero, donde las mujeres aparecían con rostros cadavéricos, pero los puestos de flores en una calle de París refulgían de una manera absolutamente veraz.

Don José debió haberse jubilado, según su previsión, allá por 1995, año en el que cumpliría los setenta y cinco años, pero en realidad le tocó mucho antes porque aplicaron en la empresa un plan “obligatorio” de prejubilaciones, y el 31 de diciembre de 1984, con aún 64 años de edad, pasó a la reserva.  Probablemente la pena le hizo fallecer justo un año después.

Introducción a Hábiles o inútiles directivos

Alberto Trevijano Menéndez es un buen amigo mío, de 55 años, que ha pasado por importantes experiencias profesionales y esta semana me ha contado con detalle su trayectoria.  Todo tiene su razón de ser… y es que yo le he preguntado, no ha sido por su iniciativa,  porque no es proclive a hablar de sí mismo.  Aún así, puedo presentar con alto porcentaje de fidelidad un amplio material que no me ha dejado indiferente.

Antes de nada, daré unos detalles de aperitivo para ilustrar diversas circunstancias que ayudan a localizarlo, encuadrarlo, incluso visualizarlo en su papel de subordinado a unos jefes.

Lo primero, lo más relevante, lo que le da más credibilidad a las páginas siguientes es que Alberto, después de trabajar desde los 14 años, se ha jubilado de la forma más deseada por cualquier mortal a sueldo: con una excelente indemnización, cuyo rédito en el banco ya le daría para vivir holgadamente si no fuera porque además ha heredado una pequeña fortuna de un tío lejano suyo en Brasil, del que nunca tuvo noticias.  Sí, todavía es válida aquella canción de “Yo tengo un tío en América…”.  Poco nos acordamos de que los españoles fuimos emigrantes y ahora aquellos pioneros, anclados en su vejez repleta de añoranzas, no saben si sentirse del país donde nacieron, que ya es otro muy diferente del que dejaron atrás, o del país que ha dado a luz a sus nietos…  En el caso de Alberto, no hay hijos ni tampoco nietos reconocidos, así que él, siendo el único sobrino de un tío olvidado, ha recibido un pellizco gordo. Como también tuvo su emigración, en muy distintas circunstancias que su tío y con resultados aún más diferentes, los quiebros de la vida le han regalado una recompensa por otros cauces que los merecidos.

Es decir, Alberto no le debe pleitesía a nadie y ha contado su verdad sin aprensiones, sin escrúpulos, sin dudas y sin servilismos.

Le pregunté, y le costó muy poco hablar sobre lo que le inquiría: que me hiciera un cuadro de todos sus jefes, lo que más le gustaba, lo que odió, lo que les protesto, a qué les ayudó, cómo le trataron, y cómo le gustaría que le hubieran tratado a él.   No me ha contestado en todos los casos a estos interrogantes, pero le han salido unas jugosas semblanzas que ilustran este oficio poco entendido de ser jefe

Alberto fue el último botones de su empresa.  Permaneció en ese puesto seis meses, hasta mayo de 1969 (había entrado el 1 de diciembre, día de su cumpleaños), como si la revolución del 68 hubiera alargado su halo hasta las inmediaciones de su empresa para erradicar ese puesto tan servil, hoy cubierto solapadamente por universitarios vestidos de becarios.

Saltó a la siguiente categoría, Ordenanza, y se recreó en el espejo mirándose los galones de la chaqueta como si de un uniforme militar se tratara y soñando con alcanzar un día algún despacho de la planta superior, ocupada por la Alta Dirección.  Se movió tan bien con los papeles bajo el brazo que, en tres años, casi a punto de cumplir los 18, fue colocado como Auxiliar de Oficina, traducido en cobrador de calle, con esas carteritas que se llevaban colgadas del cinturón, y que se consideraron preludio de las “mariconeras” y las “riñoneras”.

Cuatro meses anduvo cobrando por las casas, atendido en ocasiones por mujeres desesperadas que llegaron a ofrecerle favores carnales por el pírrico importe de un recibo.  No aceptó, aunque fue testigo en aventuras eróticas de sus compañeros.  En seguida pasó al departamento de Contabilidad mientras llegaba la democracia al país, y ya con los socialistas y el Estatuto de los Trabajadores bien aplicado, ascendió al primer puesto con mando.  Desde ahí, se fue especializando en la nueva función de analítica de costes y control de gestión, lo que le llevó a expatriarse con su empresa en una aventura ultramarina con aires porteños (a Buenos Aires) durante más de diez años.   Regresó a España y siguió subordinado a jefes que, como al final nos cuenta, le prorrogaron el abastecimiento de Luz y Oscuridad al modo de cualquier batalla ocurrida en el más allá.

No se trata de presentar un currículum exhaustivo de mi amigo, ya lo conoceremos a través de sus jefes, porque de sus jefes nos va a hablar Alberto, de sus conciertos y de sus desconciertos, de sus cualidades y de sus defectos, de sus grandezas y de sus miserias…  Jefes, jefes, jefes…hábiles o inútiles directivos.

Epílogo a ¡Qué cosas tienes, Ceferino!

La vida da tantas vueltas… tantas y tantas… que si no estás entrenado, puedes sufrir un mareo, o dos, o tres, o perder la consciencia, incluso.  Algo de esto me ocurre ahora, y por esa razón: por las vueltas que da la vida.

¿Se imagina usted, después de leer estos capítulos, que yo me hubiera dirigido a usted no siendo lo que decía ser, es decir, usurpando una personalidad que le diera más atractivo a mis escritos?  No, yo tampoco me lo perdonaría.

Empecé y terminé las letras hasta el punto final de la página anterior ejerciendo el cargo de jefe de sucursal comercial, no le he mentido a usted.  ¿Pero es que mi tarjeta dice: Jefe de Recursos Humanos Área Sur!  Que sí, que sí, que me sigo asombrando tanto como espero que usted se esté asombrando ahora mismo; porque si no lo hace, me sentiré tocado en la honestidad.

Le contaré cómo fue la historia.  Andaba yo por el capítulo del desarrollo, cuando me visitó un consultor de la central, del área de Organización y Recursos Humanos, para interesarse por la repercusión que estaba teniendo el nuevo sistema de Gestión por Objetivos.  La cosa es que el chaval me cayó bastante bien y me lo llevé a comer con cargo a mi bolsillo, con el fin de tener la conciencia tranquila cuando le preguntara mis dudas regulares sobre la fiabilidad de los nuevos socios.

La conversación iba por buen cauce, pues él no tenía pelos en la lengua, pero sí muy buen criterio, y además no dejaba de ser un mercenario que vendía al mejor postor su currículum con Máster en USA, así que le daba bastante igual cómo pudiera tomarme yo sus comentarios, a pesar de ser un rango jerárquico algo superior al suyo.  Es decir, no tenía ningún miedo de que lo que yo pudiera transmitir después a la central sobre él, su labor, o sus comentarios sobre el Presidente.

A los postres, me pedí mi acostumbrado coñac, a lo que no me acompañó, y con los efluvios del Torres 5, me vi con confianza para contarle lo que estaba escribiendo.  Se interesó por su contenido, y comenzó a preguntarme más y más sobre lo que yo le narraba, casi hasta el punto de que se fue conociendo mejor que el autor lo que había escrito.  Volví a la oficina pasadas las seis, con tres coñacs y muchas dudas sobre si había hecho bien en contarle todo aquello a aquel muchachote con alto nivel de inglés y con un título muy universitario.

A la semana, recibí una llamada de la secretaria del director de Organización y Recursos Humanos para España y Portugal, instándome a realizar una visita a su jefe en los próximos días para una entrevista de unas dos horas de duración, con comida subsiguiente, para lo cual no era necesario que cursara parte de viaje, ya que se encargaban ellos de asumirlo a través de su centro de coste.

“¿En dónde me he metido?”, me pregunté.  Tardé en darme cuenta de que la llamada en cuestión tenía que ver con esa visita del consultor.  Llamé a mi jefe, el director Comercial, para comunicarle el asunto y aprovechar para preguntarle si sabía algo.  Sí, sabía algo, pero me dijo que no.  Un zorro como yo, veterano y con muchas cicatrices de batallas sufridas, se da cuenta cuando el otro lado del auricular miente.  Mi jefe mintió.  Ya había hablado con el director de Recursos Humanos sobre lo que me iba a encontrar en aquella entrevista.

No le voy a enredar a usted más con la conclusión.  Dicho director me sondeó durante un buen rato, que incluyó comida prometida, y por la tarde me volvía a mis dominios con una propuesta para ser lo que le he dicho al principio: jefe de Recursos Humanos para el área Sur, es decir, para Andalucía y Extremadura.

Quizá mis motivos para decir que sí puedan ser fundamento para otro librito como éste, que me he sentido muy bien haciendo de articulista, pero no voy a incluírselos aquí porque quiero ya poner punto final.  Sólo me habría sentido mal si estas páginas llegaban a sus manos y usted no sabía lo que ya han causado… porque sí, eso se lo anticipo, son la causa del susodicho nombramiento.  Algún día entenderá la razón.

Ceferino y la empresa

Sigo con especial atención las noticias que me van actualizando vía e—mail aquellos amigos consultores sobre la evolución del manayemán (permítame la españolización) empresarial. No quiero ser experto, pero sí enteradillo, sobre todo si la cosa va evolucionando como cada semana observo.

Ya habrá notado usted que soy bastante religioso, muy cristiano y algo católico, sin ser fundamentalista, aunque no negaré ser cabezota, dando así una mirada con sonrisa a mi terruño de origen. Que a mi Pilarica no me la toque nadie. Pero si quien lee esto es ateo, budista, musulmán, hindú, espiritista o francmasón, que no se alarme, lo que voy a decir sirve para quien quiera, como José Antonio Marina propugna, tener una ética transcultural, que va más allá de la moral de cada religión o de cada cultura.

Me gusta pensar que esa Ética pueda regirse por aspectos como la solidaridad, la colaboración, el respeto, la tolerancia… en resumidas cuentas y para llevar el agua a mi molino, con el amor al prójimo.

Llegado a este punto en este capítulo usted se preguntará muy bien preguntado: ¿pero a dónde quiere llegar este individuo?

Me explicaré.

Parece ser que teorías de empresa comenzaron a existir en el siglo XIX, aunque más bien eran teorías macroeconómicas, políticas o filosóficas (marxismo, comunismo, capitalismo…), y se consolidaron en el XX. No pretendo hacer un tratado de historia, no se asuste, lo primero porque no soy quién para hacerlo, y porque usted tampoco es un examinador que vaya a juzgar estos folios como un trabajo universitario… ¡ni se le ocurra!

La empresa está para generar beneficios. Es su razón de ser dentro de un sistema capitalista, que parece ser el único nasciturus que sobrevive felizmente al algodón implacable de la Historia. El empresario, el accionista, el inversor… mueve su dinero para tener más dinero.

Cuando comenzó ese fervor capitalista sólo se pensaba en qué hacer para ganar dinero, sin tener en cuenta el cómo. El “con qué” venía dado por la tecnología y la mano de obra era subsidiaria al resultado de ser usada como medio. Dicen que fue Taylor el primero que se interesó por la mano de obra. ¡Ejem! La repercusión positiva de sus estudios ergonómicos en los trabajadores fue la consecuencia, pero no la causa. Aun con esto, convengamos que ahí se empezó a mirar por el componente humano de las empresas. Me resultó muy curioso leer que las prácticas primigenias que se aplicaban en los 80/90 para la gestión de las personas (test de selección, técnicas de motivación, prácticas de gestión autónoma…) nacieron en el Ejército USA durante la Segunda Guerra Mundial. ¡Quién podía pensar que las tácticas para matar podían servir para hacer mejor la vida a los trabajadores!

Teorías X, teorías Y, teorías Z… que me suenan a ecuación de tres incógnitas. Y siguen con cosas a veces algo estratosféricas o volátiles. Hay que teorizar, sí, para entender, pero no estoy seguro de si antes o después de que ocurran las cosas. Dicen los gurús que ellos recogen las mejores prácticas de éxito y de ahí sacan conclusiones para enseñarlas a los demás, por lo que cobran mucho y bien. Es lícito mientras haya alguien que quiera pagarlo. La mayoría de las veces a mí me parece que comprando un libro, aunque sea de un gurú, se aprende más que asistiendo a una charla o a un curso de esos carísimos en un hotel de cinco estrellas…

Después de este desahogo, voy a regresar a lo que venía diciendo sobre la evolución de las teorías de gestión.

Desde que un tal Mayo (qué bendito apellido para un hombre que llegó como agua de mayo) hizo unos experimentos sociológicos que le demostraron que es más eficiente provocar sensación de equipo autónomo que mejorar las condiciones físicas y ambientales de trabajo, la evolución de las teorías me confirman algo interesante. Nos quejaremos mucho de la despersonalización de la tecnología, de la globalización, pero la realidad es que nunca antes como ahora se predica sobre la importancia de las personas en los procesos de la empresa. Y hablo de todas las tipologías: clientes, empleados, proveedores y ciudadanos en general.

Por aquí relaciono ese sentir religioso o espiritual con el contenido de este capítulo. Quiero decir que se propugna, y parece que se quiere cumplir, con que atendamos bien al cliente, hagamos ganancia mutua con el proveedor, y tratemos a nuestra gente como si fueran accionistas que han invertido su talento en la empresa, y que quieren que se les permita ‘engordarlo’ como querría que hiciéramos con su dinero cualquiera que compra nuestras acciones. Esto es amor al prójimo, ¿no? Qué gran salto desde la esclavitud hasta la gestión del talento.

Me agrada estar viendo esos enfoques. Ahora me gustaría quitarme el vestido de cascarrabias contra la gente de Recursos Humanos, y terminar este librito con eso que hablan del win—win… que ganemos los dos, de eso se trata. Soy consciente de que todos queremos hacer bien las cosas desde el principio. Hay “honrosas” excepciones que deben juzgarse desde el querer, saber y poder. Si no quiere, que se vaya; si no sabe, se le enseña; y si no puede, se le dan recursos. Desde esa premisa, les lanzo un guiño a mis amigos de Personal para que vayan aplicando esas teorías que voy a llamar “cuasi espirituales”.

La mayoría de las personas en el mundo civilizado trabajamos en empresas. He hablado en varios capítulos, aquí también, de la necesidad de ganar dinero. Démoslo por supuesto, como el valor en la mili. A partir de ahí, no podemos regirnos por ese único objetivo, de tal manera que llegue a convertirse en obsesión y nos mate el corazoncito, que siempre está ahí y no sabemos mirarlo bien.

Responsabilidad social. Me gusta, me gusta. Es algo que se oye mucho y que bien mirado es presentar el corazoncito de la empresa en sociedad. A través de la actividad empresarial se puede y se debe participar en el fluir comunitario. Los magnates propietarios ya lo saben desde hace mucho tiempo, pero no se trata de hacer grandes consorcios para presionar a los gobernantes y poder ganar más dinero por más tiempo. Que no, que no.

La empresa a la que pertenecemos nos orienta inconscientemente (casi siempre) a tener una determinada visión del mundo. Nos coloca su filtro y miramos a través de él. Sería muy interesante hacer un sesudo estudio sobre cómo impactan las empresas en las personas. Al revés, hay muchos informes, demasiados. Viceversa no he leído ninguno. Y ¿no me dirá usted que estar trabajando en una empresa paternal no otorga diferente filtro que una orientada a los procesos, por ejemplo? No olvido otros factores, pero no quiero hablar de ellos, porque no voy a dogmatizar tampoco sobre el tipo de influencia que aquí describo.

La forma de hacer las cosas en una empresa entra dentro de la Responsabilidad Social. Los ejemplos y los modelos son nuestros espejos para evolucionar como personas. Por lo tanto, si tenemos empresas que profesan el amor al prójimo (en el modo explicado líneas más arriba), existirán muchas más probabilidades que sus componentes se comporten de esa manera. Ahí encuentro entonces una mayor importancia en la Responsabilidad Social.

Con el concepto de desarrollo sostenible, se están sacando a la luz muchas visiones y actuaciones de las empresas que repercuten en la sociedad, según objetivos a cumplir. Verbigracia: disminuir la discriminación por sexo, o contribuir a la integración de discapacitados, o financiar organizaciones que ayudan a sectores desfavorecidos.

Leí hace unos años, en un libro (“Liberando el alma de las empresas”, SMS Editores, 2001) de un consultor llamado Richard Barrett, un informe sobre la evolución en la bolsa de más de cincuenta compañías, relacionándolo con un sistema de valores que él mismo había construido basándose en la pirámide de necesidades de Abraham Maslow. La conclusión era que existían diferencias de aumento de valor de hasta 15 veces entre aquellas compañías que realizaban actuaciones encuadradas por encima del último escalón de esa pirámide (el llamado de autorrealización). Barrett añadía tres peldaños más: Abrazar una causa, Dejar huella, Ser útil. Es decir, las empresas que se rigen por valores más espirituales (sigo la definición del consultor) son más duraderas y generan más beneficios.

Y para detallarle más el asunto, le diré que llama empresas visionarias a aquéllas que en algún momento de su historia han promovido actuaciones o comportamientos encuadrados en esos tres escalones indicadores. Barrett cita el estudio de J. Collins y J. Porras en 1994, incluido en su obra “Built to last”, que incluye 18 grandes organizaciones muy conocidas que han estado operando más de 50 años: “Suponga que usted hubiese invertido igual cantidad de dinero en un fondo común de inversión, un fondo de inversión de una empresa de referencia o un fondo de acciones de una empresa visionaria el 1º de enero de 1926. Si reinvirtiera todas las ganancias e hiciera las liquidaciones apropiadas para cuando las empresas cotizaran en la bolsa de Valores, un dólar del fondo común habría aumentado hasta 415 dólares el 31 de diciembre de 1990. El dólar invertido en el grupo de empresas de referencia había crecido a 995 dólares… pero el dólar invertido en acciones de las empresas visionarias habría crecido a 6.356 dólares”.

Algunas de esas empresas visionarias son: 3M, American Express, Boeing, Citicorp, Ford, General Electric, Hewlett Packard…

Que me voy por las ramas, ¿no? Estoy faltando claramente a mi idiosincrasia, pero no voy a borrar nada. ¿Seré San Ceferino? Por cierto, le añado al final una nota biográfica del beato Ceferino, el español (que hay otro San Ceferino más antiguo, un Papa del siglo III), el llamado “santo de los gitanos”, beatificado en 1997.

Si es que quienes somos jefes queriendo hacerlo bien tenemos ganado el cielo. No sé si llegada la hora pediré la extremaunción o no… no sé, no sé. Creo que no me hará falta.

Regresaré al mundo mortal por unas líneas y ya para despedirme.

Espero haber sido ese maño tozudo y gruñón que ha ido reflexionando mientras escribía sobre las labores propias de jefe que llevo realizando un montón de años, y sobre las que nunca había pensado tanto. Si usted es jefe, espero que siga reflexionando (la mejor manera de comenzar a desarrollarse) y si no lo es, que le haya transmitido algo de comprensión hacia este oficio y desde ahora mismo lo insulte más cariñosamente, ¿de acuerdo?

Un fuerte abrazo.

Ceferino y el desarrollo

… y llegados a este punto, desarrollémosnos (difícil de pronunciar, ¿no?).

Esto del desarrollo me resultó complicado de entender cuando lo empezaron a pronunciar los de Recursos Humanos. Podía sonarme a promoción, ascenso, subida en el escalafón (oh, palabra maldita). Pero ellos decían que desarrollo es crecer, evolucionar, adquirir nuevas competencias (?), tener más empleabilidad, estar preparado para la movilidad funcional. ¿Y de pasta qué?, les preguntaba. “De momento, nada”, me respondían escuetamente… y para mí en el trabajo si no hay plata, no hay patata. Bueno, soy algo flexible, de acuerdo, ya tengo la mollera un poco más blanda…

El desarrollo que yo había vivido era, desde mi punto de vista, la forma de ir ascendiendo, no sólo en sueldo, sino en responsabilidades. Se trataba de ir buscando la vía para ocupar puestos de más o menos jefatura que conllevara mayor salario, pero también con más enjundia en el contenido del trabajo.

En mi empresa, cuando yo entré, se estilaba la figura del “secretario”. Este buen señor (eran pocas, casi ninguna, las señoras elegidas) se convertía en el elegido de un jefe para que le sustituyera. Así, por arte y magia de la resonancia, la impedancia, o la concupiscencia, vaya usted a saber, todos los jefes, jefecillos y jefazos, cuando consolidaban su posición, buscaban entre sus acólitos al “elegido”, algo así como un Arturo, el de Camelot, o un Jesucristo, o un Neo (al de Matrix me refiero).

Imagínense, antes de seleccionarlo, las urdimbres que se gestaban por los bajos fondos de los departamentos, con el fin de caer bien al que decidía. Y según el talante del susodicho decisor, así se cubrían de ética o inmundicia las reglas de la competencia. Se podrá usted figurar: acopio de información, búsqueda del error del compañero, autoadjudicación de méritos inexistentes, desprestigio lo más burdo posible, mentiras despiadadas, peloteos insufribles y sumisión, sumisión, sumisión.

La consecuencia más brutal para la empresa era que quienes no eran ungidos tenían dos opciones: conformarse en su posición, por lo general acomodándose convertidos en escaqueadores perpetuos, o salir del departamento en busca de otros aires, aunque fuera hacia una especialidad distinta en la que estabas formándote desde hacía años. Como le supongo inteligente habiendo llegado a leer hasta aquí, ya habrá supuesto que en mi caso tuve que optar por esta segunda alternativa. A Dios gracias que no todos los jefes buscaban su “secretario” entre las cuatro paredes de su departamento, y así se producían ofertas de vacantes, a las cuales se apuntaban quienes tenían deseos de medrar en términos que hoy se llamarían de mérito (ya hablaremos de eso). Me tuve que ir moviendo hasta encontrar alguien a quien, por el motivo que fuera, quisiera tomarme como el favorecido por los dioses y llegar a ser un día investido con el manto de la jefatura.

No me arrepiento de haberlo hecho, y más teniendo que salir de mi negocio inicial y además a una ciudad distinta. Es decir, tuve lo que hoy se cataloga como movilidad funcional y geográfica. Me salió bien. Pero en aquella época, con aquella edad, si hubiera quedado relegado en mi sucursal, habría saltado a otra, y después a otra. Una vez que sales de tu casa, te da igual una que otra ciudad, región e incluso país, para vivir.

¡Qué sistema éste del “secretario”! ¡Cuántos males era capaz de provocar! Y aún hoy persiste por algunos recovecos profesionales, no se crea. ¿A que usted es capaz de nombrarme un par de ascensos que han surgido a su lado con esa forma de actuar? Cuando la competencia (de competición) se tiene dentro en lugar de afuera, es un mal síntoma para la empresa que sea, cualquiera. Una vez leí una entrevista a un tal Juan Soto, presidente de Hewlett Packard en España, que se vanagloriaba de que muchos Directores Generales de empresas clientes, proveedoras o competidoras suyas, provenían de HP, eran directivos que al ir cerrándose la pirámide no podían escalar o no podían hacerlo a la velocidad que deseaban, y elegían irse a otras empresas. Pero como les facilitaban la salida con buenos modos, seguían manteniendo un enganche emocional con la institución que les proporcionó todas las bases para ocupar el puesto que tenían en ese momento. Así conseguían la base para mantener después excelentes relaciones que seguramente daban un rédito excepcional. A eso le llamo yo grandeza, por ambas partes.

En el convenio de mi empresa, ya con sindicatos de la democracia, se instauró un sistema de promoción que aún se regía por automatismos, aunque exigía recibir cierta formación con “aprovechamiento”. Se establecían cierto porcentaje de vacantes al año, que debían ser cubiertas por concurso —oposición, con examen primero, y después, con ciertos méritos como afinidad, idoneidad, experiencia… campos para la especulación y el nepotismo, vestidos esta vez de otras galas—. La única obligación que aparecía, y muy exigida por el Comité de Empresa, era la de aprobar diferentes cursos de formación, que bien podía ser de diferente pelaje y para nada referidos a la vacante futura a ocupar. Formarse daba puntos, señores, así que había que apuntarse a lo que fuera, casi como comprar el detergente que más vales daba para la siguiente compra.

Conforme nos fueron comprando y vendiendo, las personas fuera de convenio se convertían en un número mayor. Los de Recursos Humanos gustaban de experimentar con ellos nuevas técnicas. De ahí, aquellos primeros tanteos para la Evaluación del Desempeño, la medición de la eficiencia, y demás monerías que siempre se quedaban en un tuya—mía, tira y afloja, para dar que hablar y discutir a más de un enterado y otros despistados. Sobre desarrollo, se implantaron los Planes de Carrera para Titulados. Aquello ocurrió cuando les dio por exigir titulación universitaria para entrar en la empresa, ya fuera para ocuparse de hacer fotocopias o de introducir datos en el ordenador (entiéndase con la figura de becarios… extendidos; lo digo por lo del tiempo que les forzaban en esa situación laboral). No llegaron a durar cinco años, hace ahora más de quince, y aún alguno de mis chicos me viene conque cuál es su Plan de Carrera en esta empresa.

Claro, ese chico busca lo fácil. Lo que no se consigue con esfuerzo no es nunca valorado. Y aquí empiezo a contar mi opinión sobre el desarrollo. Los Planes de Carrera te agarraban por los pelos y te iban llevando por diferentes puestos que previamente se habían marcado en el organigrama con un lápiz rojo, semejando el trazo de una autopista en un mapa de llanos y llanuras, es decir, sin obstáculos. Qué lindo. Qué lindo. Te ganabas plaza en el coche, te subías, y allí que te llevaban quizá obligándote a conducir un poco, a entender señales de tráfico nuevas y a reparar un pinchazo. Nada más. Consecuencia, de sentido común: la mayoría de los nuevos elegidos, gracias a sus previos currículos maravillosos y espectaculares se sentían los dueños del mundo dejándose llevar hasta la ocupación de un puesto directivo. Lo dicho al principio de este párrafo: lo que sin esfuerzo consigues, sin esfuerzo deseas mantenerlo.

Ahora bien, ya se sabe que ésta no es la solución, pero ¿dónde está la respuesta?

Me cuesta encontrarla, la verdad.

Desde hace muchos años estoy muy preocupado por la equidad en la empresa, al efecto de aplicar recompensas, esencialmente ascensos y/o subidas de sueldo. Digo equidad porque justicia me suena muy profundo, creo que este término no debe usarse fuera de los Tribunales.

Ser equitativo resulta difícil y para mí es fundamental cuando se trata de este tema del desarrollo. Alguien me dirá que ambas cosas (equidad y desarrollo) no tienen mucho que ver. Sí, sí tienen, porque voy llegando a la conclusión en estos últimos años de que el desarrollo es esfuerzo, que aporta crecimiento y no hay crecimiento sin sufrimiento. Por lo tanto, cuando se ha pasado por estas etapas tan duras, hay que recompensar siempre por varias razones; la más importante, porque esas acciones son provechosas y es de ley natural premiar el esfuerzo (que es la parte más importante del mérito); y no aportaré más que otra razón de las docenas que se nos podrían ocurrir: si no recibe el premio quien se ha sacrificado, quien observe desde fuera pensará en silencio que no merece la pena esforzarse para conseguir el premio. Así de claro. Se perdería toda la credibilidad.

Dejando sentada la necesidad de recompensa (no entro si a corto plazo o diferida, si con aumento en sueldo o diploma decorado, si ascendido o con plaza de garaje adjudicada), voy a bucear por lo que podría entender como facetas del desarrollo.

En primer lugar, colocándome en el lugar de la empresa, o de sus representantes, sean Recursos Humanos como área o los jefes respectivos, me surge una pregunta fundamental: ¿a quién desarrollo? Es decir, ¿con quién invierto teniendo el menor riesgo para obtener la mayor rentabilidad? Porque aquí no se trata de ser miembros altruistas en una ONG.  Como todo lo referido a la empresa (y recalco esta frase cuando tengo que referirme a muchas de las actividades de Recursos Humanos), cada gasto debe tener su justificación en un beneficio inmediato, o cada inversión debe tener esa misma justificación, aunque en un beneficio diferido… pero ¡ojo!, con un plazo finito y lo más mensurable posible, además, por supuesto, de que sirva a los objetivos.

Creo que lo primero es querer. No debemos empujar a desarrollarse a quien no quiera. Hay personas de gran valía que no quieren salir de donde están por multitud de razones. Están en su derecho y hay que respetarlas. Quizá sería conveniente incentivarlas para ver si podemos remover su deseo, pero no mucho, no se vayan a sentir violentados. Y probablemente sea muy valioso su aporte donde está. La búsqueda de quien quiere desarrollarse debe permitir que la gente levante la mano para decir “yo”.

Una vez detectada la voluntad, hay detectar la capacidad. Tengo que inhibirme en profundizar mucho más en esto, porque no pretendo invadir el campo de los expertos en la materia. Sólo reitero la premisa inicial: la equidad. Que quien decida sobre la inclusión en los planes de desarrollo tenga en cuenta el trato equitativo.

Así llegamos a tener a quienes quieren y pueden. Ahora es necesario llegar al saber, la parte dura de la cosa, porque nadie nace enseñado (aunque algunos así se lo creen) y a nadie hay que regalarle nada. Tengo colegas directivos que hoy se vanaglorian por lo bajini de lo poco que dedican a la empresa y de lo mucho que cobran. Todos ellos, sin exclusión, fueron nombrados por la dedocracia nepótica (permítame la creación de esta expresión). Hay que hacer costoso lo que es valioso.

Si usted me preguntara hacia dónde debemos llevar el desarrollo profesional de las personas, le diría que hacia la sabiduría. La sabiduría no es sólo conocimientos, aunque estén avalados por el MIT o la Universidad de Harvard. La sabiduría supera al aprendizaje en aula porque se impregna de experiencias y valores.

(Me estoy poniendo profundo, pero no voy a variar la ruta. Que sigo.)

Puedo saberme la guía telefónica de memoria, pero seguro que ese conocimiento no me da sabiduría. En cambio, puedo irme a vivir tres meses con los pigmeos, los batusi, los mandinga o similares (integrado en sus costumbres, vicios y virtudes) y tengo más probabilidades de regresar más bronceado… y más sabio.

Por ahí va el asunto. Una vez elegidos los que quieren y pueden, hay que llevarlos para que sepan, hay que darles caminos, posibilidades para que exploren sus capacidades, pero no sólo eso, sino también, sus emociones y sus sentimientos, sus odios y amores, y sobre todo sus miedos. Cada cual sólo aprende de sí mismo, aunque parezca mentira. Experimentar en cabeza ajena no suele ser camino hacia la sabiduría, al menos para la sabiduría necesaria en el campo empresarial. Quien quiera crecer, debe sufrir, exponerse a dificultades, pedir ayuda (o sea, ser humilde), pasar noches en vela buscando una solución que luego le dará cientos de noches durmientes. Y todo elegido por él. Sí, debe ser propuesto y supervisado, no diría yo que por la gente de Recursos Humanos, que me parece bien, sino por otros jefes que hayan pasado por esos procesos (nada de los provenientes de la dedocracia nepótica, por supuesto), a modo de tutores que acompañen.

Se necesita compañía para crecer, y no necesariamente física. Ya dicho que crecer es sufrir, convenga usted conmigo que se sufre mejor acompañado. Estoy apelando a que quienes vayan desarrollándose siempre tengan una persona, un referente, que les contenga y que les ampare. Y también debería ponerlo la empresa, aunque si no lo pone… Un colega mío, joven, ya directivo, me contó que había contratado a un “coach” para que le ayudara a mejorar en el mando. Al principio, me aparté de él como si hubiera pronunciado una maldición, ¡lagarto!, ¡lagarto!, pero cuando me fue contando la sustancia del asunto, me pareció tan buena idea eso de tener un entrenador psicólogo que te haga pensar en ti…

Desarrollémosnos… así, tan difícil como pronunciarlo, a través de la experiencia, de la compañía especializada, con los conocimientos necesarios, con los claros y las nubes de aprendizaje en solitario, con la responsabilidad sobrevenida en los límites de una arritmia, hagamos, hagamos, hagamos… nutrámonos de otras manera de ver la vida (sí, como los batusi, por ejemplo), tengamos un largo recorrido por los caminos de la resistencia para hacernos más valiosos. La empresa habrá pagado bastante por nuestro crecimiento, nosotros habremos invertido sudores y lágrimas, y con el factor de la equidad como constante de la fórmula, estaremos en condiciones de recoger lo sembrado. Mejor plantar que construir, ¿no? Y recuerde al personaje que se marchó a buscar el tesoro allende sus tierras, mas lo tenía enterrado bajo el árbol de su jardín. No fue tan importante encontrarlo como haber hecho el viaje para buscarlo (El Alquimista, de Paulo Coelho). Quizá volviéramos a nuestro origen, a ocupar el puesto aquel que también habríamos conseguido haciendo de “secretarios”, pero, ¿tendríamos el mismo brillo en el alma? (o lo que es más prosaico: ¿aportaríamos el mismo valor a la empresa?).

Ceferino y el e-learning

Cabe incluir aquí este capítulo sobre e—learning, aunque ya fue publicado en su día, como he anticipado antes, porque creo que, aun siendo mi debut como articulista, tiene enjundia y me ayudó a empezar el proceso de reflexión que ha ido culminando en los capítulos presentes.

Voy a tener que repasarlo y añadir o modificar algunas de sus palabrerías con el fin de darle ajuste con lo anterior, pero no variará en sustancia, se lo aseguro.

Lo primero que me llamó la atención de aquella primera y única experiencia hasta ahora fue que me decían que iba a ser objeto de aplicación de una política de Recursos Humanos. ¡Qué bonita frase, ¿verdad?! Objeto… aplicación… política… recursos… humanos… palabras altisonantes ligadas por una preposición repetida (eso es pesadez y no lo mío, ¿no cree?) y un artículo indeterminado femenino singular, dos sílabas…

A ver, ya antes había sido “eso”, pero nunca habían tenido la desfachatez de escribirlo en la carta de una convocatoria que destacaba esta… ¿cualidad?, ¿distinción?, como si me hubiera tocado un televisor de plasma por acudir a una reunión como comprador potencial de una formidable vajilla en porcelana de Sèvres, naturalmente acompañado de mi señora. En fin, que antes de acudir ya me sentía predispuesto a ser utilizado como animal de laboratorio. ¡Y yo con estos pelos!

Hacía seis meses, que habíamos sufrido la última absorción. Nos convertimos en moneda de cambio para solventar unos graves problemas en nuestro sector. Nuestra empresa fue parte de un excelente acuerdo entre dos gigantes, y unas quinientas personas pasábamos a ser dirigidos por un operador finlandés, nada menos. Pero óigame usted, ¿qué hace un finlandés saliendo de su gélido, oscuro y lejano entorno para venirse a un país caliente, tórrido e incendiario? No conteste, no merece la pena. Ellos decían que les iría bien aquí. Sólo les deseo eso, el bien, pero que no lo quieran conseguir con actividades como la siguiente.

Junto con otros once compañeros, de diferente variedad, estilo, raza y condición laboral, resulté elegido para formar parte de un curso piloto (nada que ver con aviones ni barcos, le aclaro, querían decir “de prueba”, “el primero”…) sobre conocimiento de la empresa matriz, nuestro accionista mayoritario. Firmaba la convocatoria —no recuerdo bien su nombre—, Erik (todos los nórdicos se llaman así, ¿no?) Faludssen, cuyo cargo venía a traducirse (no voy bien de inglés) como Gran Director de Recursos Humanos.

Le comento el detalle esencial de la carta y motivo de escribir estas líneas, que se define también en el idioma de Shakespeare: me invitaban a un curso impartido bajo la modalidad de “blendez lirnin”. No vea usted lo contento que me puse, lo compartí con mis chicos y me felicitaron asombrados, pero muy sinceramente, sobre todo Catalina, que va para futura directiva. Por deferencia hacia ella, que es bilingüe (aclaro de nuevo: no tiene dos lenguas, sino que habla dos idiomas como si fueran suyos, español e inglés), transcribiré correctamente la modalidad, tal como estaba escrita en la carta: blended learning (+ e—learning).

Por aclaración suya, que la chica es muy maja, sobre todo cuando nota ignorancia en la jefatura, que eso le estimula mucho y le hace crecerse, puedo explicar y explico que la “e” sería como una referencia a que es electrónico, o sea por ordenador, o sea sofisticado, o sea integrado en red, basado en las TIC (tic: onomatopeya parcial que unida a “tac” configura la representación del sonido de un reloj, onomatopeya sin relación con el acrónimo indicado; TIC: Tecnologías de la Información y Comunicación)… puedo explicar y explico que “learning” es un gerundio en inglés del verbo aprender, y “blended”, que a mí me suena a blandi—blú, a gelatina, a blando, o a un puré cualquiera, sería un equivalente a “mezcla”, pero, al entenderlo a medias la primera vez, pensé si aquel curso que no sea blended, ¿será dured? Como no quiero aprender inglés, me quedo con esta traducción de Catalina: aprendiendo con mezcla (torrefacto y natural), pero con más (+) énfasis en lo electrónico (torrefacto al 60%).

Acudí al lugar donde me convocaban, en la cabecera de mi empresa o, mejor dicho, en la cabecera territorial del Área Sur. Pareció que los finlandeses habían estudiado algo nuestras costumbres, cosa que no había ocurrido así con los alemanes, los anteriores dueños, que casi nos obligan a desayunar salchichas de Frankfurt con jarra de cerveza. Estos finlandeses se habían dejado aconsejar bien y nos recibieron con un buen cafelito y unas pastas, cruasanes y demás. Rico, rico.

Casi todos fuimos puntuales, y saludé personalmente a cada uno de mis compañeros antes de entrar al aula. Éramos un “colectivo de muestra”, me anticipó uno de los asistentes de la Dirección de Recursos Humanos. Y se notaba, porque cada uno venía de una punta del país, teníamos edades y experiencias dispares, y más o menos interés por el desarrollo de la actividad. Todos acudieron de “elegante sport” (solicitado en la carta como casual wear), menos yo, que no me acostumbro a ir entre semana sin traje. Una chica que no conocía, pero creo que era de Formación, me acarició la corbata un tanto descaradamente desde el nudo hasta la punta, pidiéndome que en cuanto empezara el curso, me la quitara… Le hice caso al instante por dos razones: porque parecía que mandaba mucho, y porque no estaba dispuesto a que me la tocara así una vez más.

Estaba previsto que la sesión durara cuatro horas. Empezamos puntuales. Disertaron al principio dos finlandeses, muy rubios, con camisa blanca de manga corta, uno en español “masticado” y otro con traductora simultánea, a la sazón la chica de antes, que resultó ser Directora. Un consultor externo explicó durante un buen rato los objetivos del curso y sobre todo la metodología, con palabrejas como plataforma, on—line, seguimiento automático, interactivo, modular. Que íbamos a tener esa sesión presencial, más otra intermedia, más una clausura, todas de cuatro horas, con ocho estimadas de estudio entre medio de cada una de las sesiones presenciales, a través de la red, en nuestro ordenador, con un tutor a distancia…

Ya llevo bastantes añitos como para que me enreden, así que ni corto ni perezoso me dediqué a lanzar varias preguntas, tales como:

—¿Es voluntario u obligatorio?

—¿El sistema detecta si estudias o no?

—¿Tendremos nota de fin de curso?

—Y si no me gusta, ¿qué hago?, ¿me puedo retirar?

Habló el del español “masticado”:

—Estimado señor Cifuentes… estas cosas siempre son voluntarias, sin control y sin nota.

—Ya. ¿Pero el sistema puede hacerlo?

—Por supuesto. Tenemos la tecnología más avanzada.

—Pues no me tranquiliza nada, ¿sabe usted?, que uno ya no tiene la esponja de hace cuarenta años y si me sale mal el curso, puede que hasta me prejubilen —dije intentando ser gracioso y nadie se rió.

La chica de Formación se deshizo en halagos con la metodología pedagógica, de extrema innovación, dado que nuestros principales accionistas son los mayores expertos del mundo en telecomunicaciones. La noté muy muy descarada, como con mi corbata, “peloteando” a los albinos nórdicos.

Estuvimos practicando un buen rato con lo que serían nuestras pantallas de trabajo. Nos colocamos por parejas y a mí me tocó un muchacho que había bebido largamente de las fuentes informáticas. Ni me dejó tocar el ratón ni yo se lo pedí.

No obstante, nos facilitaron un precioso manual, donde aparecían todas las indicaciones dadas de viva voz en la clase. Es necesario aclarar que no me había enterado de nada, de nada en absoluto… pero a lo hecho, pecho, y no me pondría a navegar, sino aún más, a bucear, por las interioridades del curso de blended learning, mayormente e—learning, titulado “Nuestro grupo empresarial”.

Probablemente, me equivoqué en la compra del traje de neopreno, o en la mascarilla, o hasta puede ser que, en lugar de oxígeno, rellenara las botellas con pentotal; lo cierto es que diez veces que me sumergí, diez veces que salí con el rostro morado por el ahogo: o se colgaba la red, o no funcionaba el sonido, o me equivocaba al pinchar el banner (¿el qué?) de la nueva empresa compradora… o, lo más grave, no superaba la prueba de autoevaluación, lo que venía a ser una excelente ocasión para autocalificarme como Tontaina de Tomo y Lomo.

Pero no preocuparse, en el manual venía un teléfono y un e—mail (ah, mira por dónde ya sé de dónde viene esa “e”) del tutor asignado. El teléfono comunicaba, nunca recibí una contestación al e—mail, y no entendí nada sobre eso de las nuevas posibilidades con los foros y con el chat (¿no es “gato” en inglés?, “pues no”, me dijo Catalina, “aunque parecido”). Entretanto, llegaba el día de la sesión presencial intermedia.

Por fin me enteré mejor de lo del blended, que el curso combina lo presencial de siempre con la formación a distancia, lo cual me participó de otro acrónimo, parece ser que bastante antiguo aunque yo lo escuchara por primera vez, EAO, es decir, enseñanza asistida por ordenador. Quizá debemos deducir que lo “dured” sería entonces que te tiraran un curso por la ventana digital sin sentirle la cara a una persona, antiguamente profesor o maestro.

En ese día intermedio, nadie me preguntó por mis dudas, salvo que se me hizo entrega de un papelito en el cual, a modo de boletín de notas, se me informaba de que no había pasado ni de la primera lección virtual. Mientras lo leía, una gran pantalla irradiaba la imagen afectuosa, benévola y delirante de nuestro presidente, otro Erik cualquiera.

No me atreví a mostrar mi ignorancia, y las cuatro horas se me hicieron como cuatro siglos esperando que alguien me reprochara mi falta de integración en el curso o en las políticas de Recursos Humanos. Pero no, nadie me abroncó y salí ileso de este primer envite.

Mi amor propio me llevó a practicar con profundidad durante la semana siguiente, y pude encontrar la puerta y algunas habitaciones del curso. ¡Si hasta música tenía y no me había dado cuenta! Y vídeos, y dibujos animados… con los cuales se iba mostrando, con cierta arrogancia, el alcance mundial de nuestros nuevos dueños. Catalina se acercó un par de veces por mi despacho y la vi sonreír cuando me observaba, pues veía mi barbilla levantada para mirar la pantalla (llevo lentes bifocales y necesito pasar la vista por debajo de ellos para ver bien de cerca), el labio inferior aprisionado por los incisivos superiores, y un movimiento del ratón que parecía una huida terrorífica de la persecución del cat (al que nunca acerté a entrar, al chat, digo, ¿pues no es la h muda?).

Esta vez iba provisto de un buen traje de buzo, aunque pareciera salido de “20.000 leguas de viaje submarino”, poco a poco contesté algunas preguntas y eliminé de mi historial el título de Tontaina. Estaba preparado para acudir a la sesión de clausura con un nivel superior de autoestima.

Éramos 12 alumnos y más de 24 acompañantes. Consejeros finlandeses, directores españoles, miembros del equipo de Recursos Humanos y de Formación, consultores, etc. No sé si a los alumnos nos convertían en objeto u objetivo. Habló un montón de gente. Mientras, volvía a recibir mi “boletín” y… ¡oh!, ¡sorpresa!, durante el discursito en el estrado por la chica de Formación, que hablaba del gran éxito de la iniciativa, avalado por el resultado de las encuestas y exámenes on line, comprobé que mi hoja de calificaciones se encontraba en blanco, es decir, me informaba de que no se habían registrado (me debí olvidar de alguna presión en enter, o pinchazo en banner, o caricia en link) ninguna de las evaluaciones requeridas. Ni aprobado ni suspenso, simplemente inexistente, como si no hubiera estado.

Todo un éxito, Catalina.