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Ceferino y la formación

Hace unos meses, los editores me pidieron que les contara mis experiencias con algún curso de e—learning. Lo hice gustoso, y de ahí surgió la idea de ampliar esos relatos tal como usted los está leyendo. A continuación de este capítulo, le voy a transcribir, algo retocado, lo que escribí acerca de esa forma de enseñar. Pero, claro, la formación es más que una modalidad pedagógica, ¿no? Así que me alegro de esta propuesta de hablarles sobre la formación en la empresa.

Panacea: remedio o solución general para cualquier mal.

Comienzo así este comentario porque existe demasiado profesional que cree en la formación como curalotodo.

“Hay que motivar a estos chicos. Vamos a mandarles a algún curso”.

“Pero si es que no sabe hacer nada. Que se apunte a formación”.

“Como esta semana no tenemos trabajo, voy a enviar a esta gente a algún curso que haya por ahí”.

De momento, le pongo aquí tres frases que he oído más de una vez entre mis colegas. Y le añado un pensamiento que nunca se pronunciará: “qué malo es este tío. Voy a quitármelo de en medio mandándolo a un curso por un tiempo”. Y quien así piensa espera perder de vista a este mal empleado y hasta puede que viendo su buen currículo formativo se lo quiten del departamento. Es una buena manera de evitar los problemas de bajo rendimiento: “lo mandamos a un curso, lo ascienden y que aguante otro esta patata caliente”. Al final, con estas prácticas, se consiguen promociones para los mediocres y vagos. Pero esto es una historia de la que hablaré más despacio cuando toque lo del desarrollo.

La gente cree demasiado en la formación, le asigna un valor exagerado en determinados aspectos. ¡Se cometen tantos errores! Por ejemplo, a mí me convocaron a hacer un curso sobre Windows, lo hice, y pasaron más de tres meses hasta que tuve el nuevo ordenador que podía soportar este sistema. Menos mal que por entonces había entrado Catalina en mi sucursal y le tocó hacer de desempolvadora de enseñanzas.

Como todas las cosas que se ponen en las manos de los jefes, la formación es una herramienta para conseguir algo, es un coste (o mejor dicho, una inversión) que debe estar enfocado a un resultado, ya sea para conseguirlo mañana o para tiempos futuros. Ah, pero si es de corto plazo, por favor, que tenga que aplicar los conocimientos a corto plazo.

Todos sabemos de formación, al menos un poquito, sobre todo si es un curso sobre lo que vengo trabajando unos cuantos años, para opinar sobre el asunto. En fin, que la formación da para mucho, sobre todo para hablar sobre ella, y no siempre bien. No voy a hurgar más en la herida que he abierto pidiendo más intervención nuestra (de los jefes de los alumnos) en los temas de formación, así como en otros varios de Recursos Humanos, pero me gustaría contarle algunas opiniones según experiencias, propias o ajenas, que deberían ser corregidas. Pero que conste de antemano que hay una mayoría de cursos que están bien ubicados, no quiero hacer sangre ni ser injusto, sin embargo, algunas cosillas claman al cielo y no se escuchan.

Lo primero que quiero tratar no sé si es lo más importante, pero a mí me parece fundamental en mi función de responsable, de gestor de personas, tal como ahora se le puede llamar.

He asistido a varios cursos que pretendían hacerme mejor jefe, y ¡qué bien he comido! Felicito a quien organiza la logística porque las últimas convocatorias han rizado el rizo al alojarnos en hoteles con encanto. Y yo pidiendo que me amplíen el presupuesto para material de oficina con un poco de rubor por si piensan que soy malgastador. ¿Cuánto habrán costado esos cursos? Ignoro el coste de los consultores y no quiero preguntarlo, pero un hotel de esos supera los 100 euros por noche más comidas y servicios, o sea que nos vamos a los 150 euros por día y por persona. Como fueron 8 días, sólo en hotelería el curso incluía gastos de 1.200 euros, y una media de 300 euros por viajes (se hacían en un único lugar al que debíamos acudir desde cualquier parte de España), que tuvimos que realizar tres veces. Nos vamos a casi 350.000 de las antiguas pesetas. Bonito presupuesto.

Me permito reflexionar sobre el resultado de la inversión (prefiero llamarlo así para no asustarme demasiado).

Deben haberme calado algunos, varios o muchos conocimientos por entre el subconsciente porque apenas recuerdo algo que pudiera aplicar correctamente según ahora repaso los manuales que nos regalaron (por cierto, es la primera vez que los abro en dos años). Los cursos fueron entretenidos, con juegos al aire libre, debates… en fin, unas jornadas que a mí me parecieron más lúdicas que laborales. En el contenido incluyeron temas referidos a Liderazgo, Trabajo en Equipo, Comunicación y Negociación, que quién más y quién menos, ya había recibido otros cursitos. Así que lo primero que me pregunté fue cuál había sido el criterio para convocarnos. Por cierto, que falté a una sesión que titulaban Orientación al cliente… ¡Como si eso se aprendiera en un curso!

Y es que por ahí creo yo que anda uno de los problemas.

La formación en la empresa debe ser impartida de una forma diferente a la que lo hacen en los colegios y en la Universidad. Bueno, también habría que cambiar la de estos lugares formativos “oficiales”, pero ya es tema de otra guerra. En la empresa somos adultos, con experiencias más o menos profundas y casi siempre con pocas ganas de meternos en exámenes y evaluaciones, incluso en un porcentaje alto sin ganas de aprender. La realidad es tozuda y no debemos ser idealistas en demasía.

¿Cuánto conocimiento te queda, qué cantidad de enseñanza se convierte en aprendizaje, en cualquiera de los cursos que te da la empresa?

En algunos de ellos, la respuesta es “muy poco”.

Recordemos que el tiempo es dinero, y más si el curso se convoca dentro del horario laboral. En una ocasión, asistiendo a un curso que compartía con jefes de alta nómina, escuché que hablaban de lo que costaba un curso de esas características, tal cual he explicado más arriba. Me metí en la conversación y, cuando ya estaban en las críticas a semejante desembolso, ahondé aún más en el asunto. Mientras yo hablaba, se acercó hasta nosotros un jefe de Formación. Casi me mata.

No es tontería. Les hice un cálculo a vuela pluma de los costes ocultos que suponía estar en el curso en lugar de produciendo. Saqué la cuenta a 30€ la hora, por eso del redondeo a 5.000 pesetas. Éramos 45 personas en ese grupo y el curso nos ocuparía tres días laborables completos. Fácil multiplicar con calculadora, ¿no? Respuesta: 32.400€, o sea, más de cinco millones de pesetas. Y eso que está por lo barato y sin incluir los tiempos del personal de Formación y de Recursos Humanos que se daba vueltas por las aulas.

Con estos datos y argumentos quiero solamente dar a entender lo importante que es aprovechar el tiempo que nos meten en un aula.

Está claro que hay cursos y cursos. Unos son perfectamente medibles, porque responden a necesidades concretas de procesos, de sistemas, de nuevas tecnologías, y se percibe sin más cálculos su rentabilidad comparada con el coste.

Ah, otro comentario que le hice al jefe de Formación fue si eran capaces de valorar, cuando convocaban a mis comerciales a un curso, la pérdida de un cliente porque retrasábamos la cita con él a causa de la convocatoria, por lo cual, como le corría prisa la contratación, llamó al chico de la competencia para hacerse el seguro del nuevo camión que acababa de comprar. Me mató otra vez, por supuesto. Es que aquel día andaba yo con dolor de estómago y lo pagó el buen señor.

Lo dicho al principio, que no, que la formación no es la panacea y no hay que darle ese objetivo ni contenido para que lo sea. Hay que saber bien qué te da y qué no te da, qué puedes esperar de ella y qué debes esperar de los alumnos, qué objetivos puede conseguir y cuáles no. Para mí, la formación es una función muy delicada.

Por ejemplo, hay alguna gente que, por adquirir prestigio u otro motivo oculto, se ofrece y es elegido para impartir formación, para ser profesor (que lo de maestro ya es otra cosa) y allí que se coloca, delante de unos cuantos adultos en un aula para soltar su perorata, tal como la recibió él mismo en sus años mozos, hablando, hablando, hablando… rebozando a los demás con su saber magistral (que ya será para menos). No es eso, no es eso. Es difícil obligar a que aprenda un adulto tal como harías con un niño o adolescente, y más aún si le presentas el aprendizaje como exigencia y quizá, en algunos casos, con riesgo de que si no aprende, lo largan de la empresa. Por eso, no se puede enseñar igual que en la escuela. La formación laboral tiene que ser de otra manera. La de rollazos que me habré tenido que tragar al son de los bostezos.

Los cursos tienen que ser divertidos, nada de clases serias y silenciosas, que haya mucha, mucha práctica, y que el profesor anime a la participación y al intercambio de pareceres; que no se hagan muy largos y que se dirijan a temas verdaderamente aprovechables por los asistentes.

Aún me quedan cosas para decir respecto a los remedios que no cura la formación. Ojalá resultara como el bálsamo de Fierabrás, ojalá.

Enviar a un curso de formación no debe ser ni premio ni castigo. Hay jefes que dicen: Que vaya al curso tal, que se lo merece, o piensa (nunca lo dirá): “voy a enviar a éste al curso para cubrir el expediente”. Es craso disparate, que redunda en costes disparados y descrédito de la formación, lo que no nos conviene a nadie.

Como he transcrito en una de las frases al principio, también es curioso escuchar: “aquí falta motivación, así que vamos a hacer un curso”. Sí, pues como no sea de risoterapia en las fronteras de Argentina y Chile, allá donde el Aconcagua, por aquello del viaje a gastos pagados…

Y aquí enlazo con lo que he dejado abierto después de nombrar la Orientación al cliente, que no me gusta dejar nada sin cerrar. Así como un curso no puede ser origen de ningún plan de motivación (el curso motivará o no según muchos factores a según qué asistentes), tampoco puede decirse que en un curso podemos aprender determinadas cosas, que casi siempre se corresponden con actitudes.

¿Se puede ser tan inepto para pensar que la vocación comercial se puede adquirir en un curso? Parece ser que hay gente que sí lo piensa, y como tiene una gorda nómina, la ineptitud demostrada es abundante. Hablé al principio de este capítulo de un curso sobre Orientación al cliente a modo de ejemplo. Ahora está muy de moda hablar así, de Orientación al cliente, Orientación a resultados, Orientación a personas, Orientación a tareas, Orientación a procesos… Vamos a necesitar brújula para venir a trabajar, por si nos desorientamos, digo.

Hay cosas que son de dentro, como ya les decía yo con la motivación. No debe invertirse en generar cursos con estos contenidos, si se les quiere llamar así, cursos. La Orientación a algo es interno, que puede descubrirse o no, despertarse o no, y para que suene el ring no hay que gastar en un curso, sino predicar con el ejemplo, es decir, mirando al buen jefe orientado a lo que toque. Y quien dice jefe, dice compañero, o un jefe de otro departamento, o un director general, o un artista, o una monja… lo que toque.

Y ya puestos, debería hablar de los cursos que tampoco sirven para nada si no se mantiene su espíritu una vez que has abandonado el aula. Es decir, que en estos casos convendría invertir más para que el resultado sea mejor por causa exponencial. Pero hago un poco de suspense a lo Hitchcock, y se lo comentaré en el próximo capítulo, que tratará del desarrollo profesional, sobre lo cual algo puede aportar la formación, pero no todo, me vuelvo a repetir.

En fin, que quiero terminar con una queja de jefe ofendido, pero que muy ofendido. Hacer las cosas desde la torre del homenaje no sale bien casi nunca si no te vienes al tajo,  así quiero seguir repitiéndome y hasta me gustaría que me llamen pesado, cansino o tozudo (que para eso soy aragonés). No le quiero contar (o sí) lo mal que me han sentado las veces que alguno de mis chicos, sobre todo Catalina, a la cual estiman mucho en Recursos Humanos, ha sido convocado a un curso… ¡sin decírmelo a mí! Y perdón, que no quiero pecar de “jefitis”, pero es que ¡manda carallo!… Además, en algunos casos, el jefe es quien antes debería haber asistido al curso o, al menos, a una presentación que le diga qué va a escuchar el miembro de su equipo. Sólo le diré que si el contenido del curso es actitudinal (¡mandaría carallo!), con esa falta de tacto ya habrían tirado por la borda todos los objetivos del curso, porque cuando ese chico regresara a su puesto de trabajo, su jefe se habría convertido en un “antitodo” del curso de referencia. ¡Menuda Orientación al cliente que aplicaría el interfecto… verrrrrrrrrbigracia!

Ceferino y la motivación

Le diré lo que más me motiva para venir a trabajar: el sueldo. El mejor día del mes es el de cobro. Y esta afirmación es válida para la mayoría de los trabajadores. Si me ponen en un aprieto, cerraré la opinión dando a la mayoría un porcentaje de 90. Es decir, sólo a un 10% les interesaría del trabajo más otra cosa que no fuera el sueldo.

Ya sé, no es eso lo que se vende. Y hasta puede que tengan razón, que no quiero ser un dogmático. Me creería que algunas de las motivaciones que subyacen en el ser humano ni él mismo las conoce. Pero racionalmente, la gente se levanta para ganarse el pan, mientras los psicólogos no les den otro quehacer.

Hemos hablado de objetivos y evaluación. Ya hace tiempo que los dos suponen factores para el cálculo de mi sueldo. Pertenezco al primer escalón en el que se aplica esa forma de calcularlo, pues no soy directivo, pero tampoco estoy regido del todo por el Convenio aplicable. En tierra de nadie. Se supone que debería estar dentro de ese 10% que se levanta de la cama para ir a trabajar por algo más que por el sueldo.

Después de releer el párrafo anterior, me surge una duda fundamental: ¿qué factores deben influir para calcular el sueldo de tal manera que motive más de un día al mes (el día de cobro)? Supongo que habrá sesudos estudios sobre las respuestas, pero voy a pensar un poco en ello. ¿Lo hacemos juntos?

No sé por dónde empezar. Se me hacen los razonamientos casi filosóficos, hasta políticos. Si es que los temas de retribución son importantes. En fin, me centraré en lo que me he encontrado en mi andadura profesional.

Cuando empecé a trabajar, existían las Ordenanzas Laborales, donde quedaba absolutamente especificada la categoría profesional, con sus funciones a desarrollar, y el nivel salarial asignado. Así, al entrar en la empresa, ya podías hacerte una idea de lo que ibas a cobrar entonces y en los años venideros. He escrito ‘una idea’ porque algunos complementos estaban tan escondidos que se necesitaban complejos procesos de cálculo cada mes para obtener su cuantía correcta. Y he escrito ‘en los años venideros’ porque el movimiento ascendente se realizaba por escalafón, por antigüedad y por estudios reglados en algunos casos. En una ocasión, me entretuve en ir calculando minuciosamente cómo me iría aumentando el sueldo sin moverme de mi posición, entonces de auxiliar administrativo. Nada menos que el 53% en pesetas constantes, sin contar inflación o aumentos superiores. Eso es medrar en la vida sólo por crecer en edad. Uf, ya no me huele tan bien meter el sueldo de esta manera en la motivación.

Igualmente, la Ordenanza hablaba de diferentes principios aplicables a la relación laboral, es decir, el modelo de contraprestación laboral, donde había disposiciones que regulaban las promociones de categoría, además de la sistemática habitual del ascenso automático por antigüedad. En aquel tiempo, no me daba mucha cuenta de las implicaciones que esto podía significar, porque era una cuestión cotidiana en las empresas, con los sindicatos verticales en tono paternalista y el Régimen velando por el condumio básico de los españolitos, que aún se repartía leche en los recreos de los colegios.

Por otro lado, en este nuevo modelo retributivo que me imponen hoy, sin posibilidad de discusión, se llega a un sueldo personalizado, individual, ad hoc para cada cual, que se fabrica a partir de unas bandas salariales con gran extensión entre el máximo y el mínimo, por las que se moverá mi sueldo en función de su posición en la banda y de mis resultados en la evaluación. A esto se añade un porcentaje de pago variable según varios factores y determinados beneficios que cada persona puede elegir de un menú (sí, ha leído bien, menú, como en los restaurantes) a la carta.

Antes sabía lo que iba a cobrar dentro de 25 años. Ahora no sé lo que cobraré el año que viene, incluso puede que me bajen el sueldo, porque, si estuviera muy alto en esa banda que nadie me ha explicado y si además mi jefe tuviera un mal día cuando se decidiera evaluarme, me dejan sin aumento, lo que significa crecimiento negativo (qué paradoja los términos que a veces se utilizan), porque en euros corregidos por la inflación, estaría perdiendo el % que ésta hubiera subido. Es decir, que los buenos de Recursos Humanos se han creado la herramienta para saltarse misteriosamente la regla de que la empresa no puede bajarte el sueldo.

Bailamos de un extremo al otro del salón, ¿no cree?

Le voy a decir a usted lo que quiero ganar y cómo lo quiero ganar. A mí no me gusta sentirme un parásito que vive del cuento, pero también odiaría pensar que cada mañana salgo a la calle dispuesto a que me hagan una sangría. Como casi todo el mundo, trabajo para ganar dinero. Luego viene lo demás, pero esto es lo primero, porque si no necesitara ese dinero, me replantearía a qué dedicar mi tiempo. Quizá elegía lo mismo que hago, pero seguro que buscaría más satisfacción o menos marrones.

Yo quiero ganar lo que me merezca. Los merecimientos se miden por comparación, es decir, me consideraré bien pagado si quien da menos resultados que yo cobra menos que yo, y viceversa. Sí, ya sé que en mi tarea operativa es fácil de medir, que en otras tipologías de puesto resulta complejo. Pero le hablo de mí, de lo que conozco. Y como estamos en un mercado libre (me gusta), quiero que si la empresa de al lado me quiere, que venga y me fiche con buenos euros de por medio. Jo, esto me hace sentirme al mismo nivel de Ronaldos y similares.

Le voy a contar una contradicción, que no sé si es normal o extraordinaria. Según sea para mí, quiero un sueldo muy fijo, atadito, con las menos incertidumbres posibles y a ser posible garantizado a largo plazo. Puede que piense así por la generación de la que provengo, la del trabajo para toda la vida con ínfulas de funcionario. Puede, pero soy sincero y así se lo digo. Ahora bien, para mi equipo, al revés, me gusta tener posibilidades de variación de los sueldos que me permitan ir moviendo las actitudes hacia uno u otro punto. Poco me dejan desde Recursos Humanos, y desde aquí les hago una llamada para ampliarlo, tocar el salario de mi gente, más querría yo, pero es que lo veo necesario. Tiene que haber algo por lo que orientarse para movilizar las voluntades. Y lo dicho, lo primero que te mueve es el bolsillo, salvo que seas de la familia real de Arabia Saudí o similares.

Estoy reflexionando sobre la cantidad de motivación que me provoca el sueldo, o su composición. No sé, no sé. Hace tiempo me hablaron, luego leí bastante sobre ello, de la pirámide de necesidades de Abraham Maslow, esos escalones sobre los cuales vamos subiendo según cubrimos etapas, desde las básicas de supervivencia hasta la máxima de realización personal. Y si miro un poco hacia atrás, analizando los componentes que he tenido en mis equipos, es cierto que cada persona se encuentra en uno u otro escalón y que podrías acertar en lo que le motiva según el tramo de escalera donde se encuentre. Creo que hay bastante razón en ello. Además, pensando en el primer peldaño, puedo justificar haber hablado del sueldo en primer lugar para la motivación laboral, aún a pesar de parecer anticuado.

Así que me derivaré hacia otros aspectos relacionados con la motivación, siempre y cuando se haya reconocido el factor salarial como sólida base para convertirse en un paso importante hacia la satisfacción. Sus modificaciones actuales le añaden capacidad para influir en esa motivación siempre y cuando estén correctamente diseñadas, pero sobre todo bien comunicadas, bien entendidas y respondan a los criterios más objetivos posibles.

Buscando entre mis papeles hasta encontrar lo de Maslow, he hallado algunos artículos fotocopiados que me debieron dar en alguno de esos cursos para Mandos, que contienen mandamientos y consejos variopintos para mantener motivado al personal.

Es que dudo tanto…

Quizá sea un poco bruto con esta expresión, pero me solivianta, como jefe, ser casi siempre el pagano de las acciones para casi todo. ¡Como si los otros no tuvieran voluntad, vamos! Al trabajo ya hay que ir motivado por uno mismo, ¿o no? Bastante tenemos los jefes con no crear desmotivación, que a eso sí que me apunto.

Me creo poco eso de:

 

  • Cree un ambiente de trabajo positivo.
  • Involucre a sus empleados en la toma de decisiones.
  • Informe de la repercusión de cada uno en los resultados del departamento.
  • Hágales sentir que pertenecen a una empresa, a un grupo de entidad superior.
  • Establezca opciones de aprendizaje y promoción.
  • Recompense con agradecimientos públicos los logros, grandes y pequeños.
  • Premie los buenos trabajos y los buenos desempeños sostenidos en el tiempo.

 

Lo he copiado de esos artículos, pero no, no me terminan de convencer como obligaciones de los jefes. Somos personas, a pesar de que muchos digan que tantos aspectos ya están bien pagados e incluidos en el sueldo. No admito esa presunción. Ninguno de nosotros es Superman, ni siquiera los jefes o los directivos. Además, en mi oficio comercial, hay meses que algunos de mis chicos pueden ganar más que yo, así que díganme si por esa regla de tres, no tendrían que venir ya motivados de casa.

A mí nunca me ha faltado ni una gota de motivación para levantarme, salir a la calle, santiguarme y venir a esta santa oficina a ganarme el condumio. También le puedo decir que no ha habido ni un día en el que al menos haya provocado una carcajada con un chiste o una salida de tono distendido. Y he tenido días malos, como todo el mundo, y he pasado por altibajos de euforia y de satisfacción, de angustias y de contento espiritual; pero yo no puedo dirigir un equipo según tenga el estado de ánimo. Ni loco, por Dios. Lo que sí va en mi sueldo de jefe es el equilibrio, el no dar bandazos de un lado a otro con que si ha ganado el Real Zaragoza me siento pleno de entusiasmo y recompenso hasta el movimiento de un papel, como si tengo enfermo a mi padre traigo cara de desgraciado y castigo hasta el ruido de una grapadora. Hay que estar a las duras y a las maduras manteniendo esa línea constante llena de sentido común. ¡Pero si es el sentido común el que otorga esas líneas de actuación que he escrito ahí arriba! Con otras más, sobre todo, el respeto y la consideración.

No hay nada por inventar. Es tan fácil que sólo supone tratar a los otros como querrías ser tratado tú, si tu conciencia está bien formada, claro, si tienes unos valores de base que te marquen lo que esperas de tu entorno, tanto para recibir como para dar. Se está perdiendo el sentido del deber, el compromiso con uno mismo, con la satisfacción del trabajo bien hecho por responsabilidad propia, y sonreír cuando lo has terminado con un éxito que sólo te valoras tú. Sí, se está perdiendo. Quizá por eso tanto se dice que el jefe tiene que ser motivador. Existe la motivación de dentro y la de fuera. La de fuera podría venirte del jefe, y reitero que más que añadir, lo que debe hacer es no quitar, ser motivador, marcar unas pautas que no entorpezcan. Y la de dentro es la que tenemos cada uno con esos valores que nos llevan a la responsabilidad personal. En una palabra, a la madurez, que hoy tengo chicos que rozando los cuarenta aún se comportan como si tuvieran veinte. Para unas cosas, esto viene muy bien, pero para otras no, que no, a mí que me den gente con bondad, potencialmente maduros y con sentido común, que ya me encargaré de que su motivación no baje, pero no sé si podré hacer que suba mucho más de la que traen a la oficina.

¡Anda! Releyendo me doy cuenta de que he ido escalando por la pirámide hasta llegar al último escalón. ¿Habré querido decir que en estos tiempos los escalones son más altos o que las fuerzas para subirlos son menores? Quizá lo que debo hacer como jefe es mirar en qué peldaño se encuentra cada cual y ayudarle a subir al siguiente o a recuperar el que perdió por diferentes causas, personales o profesionales. Quizá. Pero no quiero complicarme la vida. Eso que lo contesten los especialistas de Recursos Humanos, que yo con buscar mi actuación de buena persona me basta y me sobra.

Para terminar este capítulo…

¡Ojo con la motivación! ¡Pero que mucho ojo! Viví casos entre gente de mi equipo, hace unos diez años, que me hicieron pensar largo y tendido. Durante un tiempo corrió por aquí una propuesta para ser un vendedor a tiempo parcial en una empresa de productos para el hogar, con unas metodologías de crecimiento y de pago en cadena (ellos lo llamaban red), que podían hacerte millonario. No es mi intención profundizar en estas formas de trabajo, que rayan en la ilegalidad, la ilicitud, o la inmoralidad. Aquellos chicos me contaban las formas en las que otra empresa, paralela a la que fabricaba y comercializaba los productos a vender, les iba aplicando inyecciones de motivación. Y he utilizado el símil de la jeringuilla porque más parecían aplicaciones de droga dura que otra cosa. Metodología estadounidense, me decían. Oh, oh, cuidado, que nosotros somos latinos, no anglosajones. Se trataba de acciones que miraban hacia “ese sueño” que todos queremos cumplir, esa “visión”, nuestras más recónditas ilusiones (colocando el alcance de grandes ingresos con ese trabajo como la solución caída del cielo para cumplirlas), y por medio de contacto individual, al principio, o colectivo, a través de reuniones multitudinarias, después, establecían modelos y ejemplos que abundaban en ese cumplimiento de tus sueños, generando maravillosas expectativas que no llegaban a cumplirse ni en el 1% de los casos. Tuve a dos chicos en tratamiento psicológico de desenganche, como si hubieran sido miembros de  una secta o algo parecido.

¡Ojo con la motivación! He conocido algunos nuevos jefecillos de sucursal que vienen de esa escuela americana y aplican técnicas que no sirven para nuestro caso de trabajo a largo plazo. Puedo decir que llegan a ser manipuladores porque muchas veces inventan o tergiversan la recompensa a ofrecer, se basan en medias verdades y generan sentimientos vulnerables al desencanto. Atención a estos métodos. Debimos cerrar nuestra sucursal de Tarragona dos años después de haber despedido a su jefe, nuestro líder de resultados durante tres ejercicios, porque se nos había esfumado la credibilidad ante clientes y empleados después de volar hacia el sueño deseado. Ante clientes, por acciones deshonestas con las primas de seguro únicas que prometían réditos inalcanzables; y con nuestros chicos, porque ese jefe manipulador les hizo creer que se harían millonarios en seis meses.

Un desastre.

Ceferino y la evaluación

Aparece el cuadro de Las Meninas, el de Velázquez, y el monitor nos pide que nos fijemos bien en la composición, en las formas, en el estilo, en los personajes, en las sensaciones que produce….

Pasa la diapositiva, queda una en negro total, y hay unos segundos de silencio al modo más dramático de una exposición con suspense.

Aparece el cuadro de Las Meninas, el de Picasso… silencio… silencio… varios segundos de sonrisita del profe y miradas entre nosotros.

—¿Cuál de los dos es mejor? — pregunta el monitor al aire.

Nadie contesta, claro.

Tercera diapositiva: un cuadro raro, raro, muy abstracto, de esos que no tienen nada figurativo, volúmenes de color superpuestos... No me acuerdo ni del título ni del autor. Otra pregunta al aire:

—¿Quién se atreve a valorar este cuadro?

Nadie contesta… ¡menudo miedo a meter la pata!  Si parecía pintado por cualquier niño de los que jugaban en el patio del colegio de ahí al lado…

Sale dando vueltas un cuadradito que, al detenerse bajo la obra abstracta, muestra una cantidad sobre los tres mil millones de pesetas.

—¡Oh! —exclama el monitor de una manera muy afectada—. ¿Será una equivocación?  ¿Es posible que ese lienzo cueste ese dinero?  ¿Alguien de ustedes pagaría tres mil millones por este cuadro?

A partir de ahí iniciamos un debate sobre la diferente percepción de lo bueno y de lo caro, de lo mejor y de lo barato… en fin, disertaciones variopintas que sólo nos llevaron a concluir que “todo depende del color con que se mira”.

Estábamos en un curso que pretendía enseñarnos a evaluar a nuestros colaboradores.

Difícil es fijar objetivos SMART (acrónimo que los gurús asignan a las cualidades que deben tener unos objetivos bien fijados). Aprovecho para incluir ese aspecto interesante que corresponde al anterior capítulo. SMART, que me acuerdo de su significado en inglés (raro en mí), es inteligente, y cada una de sus letras (lo voy a buscar en Internet) indica una cualidad: Specific, Measurable, Achievable, Realistic y Time—Bound, es decir, específico, medible, realizable, realista y limitado en el tiempo.

Entonces, si difícil es fijar objetivos con estas características, no digamos nada de evaluar. Y evaluar los objetivos no es ni la mitad de difícil que evaluar actuaciones, actitudes, comportamientos, valores o competencias.

He comenzado este capítulo contando ese episodio del curso porque precisamente para mí ahí radica uno de tantos errores en las aplicaciones de sistemas evaluativos. Cada cual pone su opinión, su valoración subjetiva, su preocupación personal, sus modelos… cuando evalúa esos aspectos tan difícilmente cuantificables y observables con un patrón común que no te haga ser parcial.

Dicen los expertos que son elementos objetivables, no objetivos. Me río de la aclaración, con indulgencia.  Admito el adjetivo terminado en __vable, en lugar de en __vo. Pero todo depende de para qué se utilice la evaluación.

Antes, vayamos a la génesis. Como casi siempre, estas cosas de relación entre jefes y empleados implican cambios de mentalidad, de paradigmas, que dicen los consultores, de “modelos mentales”, que me suena a fundamentalismo cultural o pseudorreligioso. Y, como casi siempre también, no se tiene en cuenta esta característica de los “sistemas evaluativos”.  En algunos sitios, he leído que esto pertenece a la cultura de la empresa.  Es verdad.  Tiene forma de cultura, porque la relación entre personas depende de unas costumbres adquiridas tras años, siglos de actuaciones que se han internalizado por el acervo común…  Y eso no es nada fácil cambiarlo, pero que nada fácil.

Por ejemplo, veamos el impacto que puede tener la utilización de un vocablo: evaluación y examen son sinónimos. En mis tiempos, en el colegio se nos examinaba, ahora se evalúa, por lo tanto no voy a mirar si acierto o no al otorgarles relación de sinonimia, la cuestión es que ante igual acción su mismo uso cobra el mismo significado para el vulgo, que es quien al final resulta afectado.  Es decir, hay gran cantidad de personas que traducirán inmediatamente evaluación por examen.

Y los exámenes no tienen buena prensa. En el colegio o en la universidad suponían  tensión y nerviosismo porque su resultado podía condicionarte un premio o un castigo, era la única acción en esa época de la vida que te podía dar sensaciones de éxito o fracaso, de ser válido o inválido.  En la empresa, para un colectivo de adultos que quieren trabajar bien y ganar más dinero por ello (ya hablaremos también del sueldo), sentir que vas a ser evaluado en las condiciones que generalmente se suele hacer es como pasar ante un tribunal de un país bananero sin presunción de inocencia o con caciques dictadores. La evaluación da miedo, sí, hay que decirlo, pero no sólo al evaluado, sino también al evaluador, que sigue siendo una persona como los demás.

Sé de una empresa que formó parte de nuestro grupo hace unos doce años, en la cual, cuando la vendimos, los compradores instauraron de inmediato un sistema evaluador, muy bien diseñado, con colorcitos en los impresos, manual explicativo con alto valor pedagógico, con ejemplos variopintos de posibles desviaciones, y curso al efecto, con ambiente motivador y orientado a la gestión del cambio.

Rim—bom—ban—te. Ja.

A los jefes les llegó el papelito donde explicaba el procedimiento administrativo para cursar los impresos, una vez realizadas las entrevistas y emitidas las evaluaciones. Ciertamente, se daban algunas orientaciones sobre cómo llevar a cabo la conversación, unos dos folios, más o menos.  Algunos se encontraron por primera vez con el concepto “campana de Gauss”, que no tiene nada que ver con la llamada a oración del Ángelus, sino con cómo meter dos elefantes en un 600. Técnicamente, la respuesta apropiada no es “dos delante y dos detrás”, sino distribución forzada (que es tal como entrarían dos elefantes en el 600, muy forzados).

Entrando en detalle, había cinco calificaciones posibles, por lo que en ámbitos superiores a 50 personas, era necesario hacer caer un determinado porcentaje de ellas en cada una de esas calificaciones: 15% al “1”, 20% al “2”, 30% al “3”, 20% al “4” y 15% al “5”. No es baladí la maniobra, pero que nada baladí. ¿A que usted no se imagina cuál era el objetivo de reducción de plantilla con la compra de la empresa? ¿A que no se lo imagina? Eso es, el 35 %, que casualmente es la suma de los porcentajes forzados de los unos y los doses, o sea, los suspendidos en el examen.

Naturalmente, el jefe que engordaba la curva hacia la derecha, si no rectificaba tras dos avisos, pasaba a formar parte del 35%.

Que alguien me explique si en esa empresa se puede ahora pensar en positivo sobre los “sistemas evaluativos”.

Y anda que no nos piden a los jefes pocas evaluaciones:

a) la de los objetivos, por supuesto, que de inmediato tiene repercusión para calcular el pago variable asignado con unos cálculos engorrosos y peliagudos, pero que todo el mundo termina sabiendo hacer, por supuesto, para calibrar correctamente los resultados entregados; según la categoría del evaluado, el porcentaje de cumplimiento oscila entre el 120% para los directivos gordos, y el 95% para los directivos flacos, de tal manera que no podría ajustarse una campana de Gauss ni un almuédano de Boyle—Mariotte.

b) la de valores o comportamientos o actitudes, sobre los cuales nos hacen llegar un manual maravilloso, si no acompañado de CD—Rom interactivo, y seguro que con formación online, para aprender a observar a nuestros colaboradores durante un ejercicio (sinónimo de un año, nada que ver con acción, esfuerzo o entrenamiento) y poder emitir una valoración encuadrada en una escala, cuyos dígitos explican niveles de conducta. Oh… Oh… Oh…

c) y pasamos a una más moderna y actual, que hasta su nombre me sabe a miel: la evaluación de competencias. Pero bueno, ¿eso no lo hacían antes los de Personal, con eso de nombre tan extranjero, Assesment Center o algo así? ¿Sabe usted lo que me costó entender y hacer entender a mis chicos (aún no estoy seguro de su significado) lo que era una competencia? Pero no acaba ahí la cosa. Si no está sentado, por favor, hágalo, porque no quiero que me haga culpable de un accidente por mareo o exceso de risa. Pongo un ejemplo: trabajo en equipo, que me llegó definido como Valor, dentro del sistema de Valores de la empresa. Hubo que evaluarlo. Tal Valor, sin dejar de serlo, pasó a ser definido como Comportamiento. Hubo que evaluarlo. Tal Comportamiento pasó a ser definido como Competencia. Hubo que evaluarlo. Y ante tal emisión de Gauss distribuida por la ley de Boyle—Mariotte, la respuesta de mis Recursos Humanos (consultores de sistemas para el desarrollo de personas) fue la siguiente:

“Hemos eliminado la evaluación del concepto Trabajo en equipo como Valor porque se entendió que solicitábamos un juicio demasiado profundo. Por lo tanto, queda fijado como Comportamiento y como Competencia. Como Comportamiento, debes calificarlo en la Evaluación del Desempeño, a final de año, y tendrás que valorar cómo tus colaboradores han cumplido sus objetivos en función de la necesidad que tuvieran de hacer Trabajo en equipo. Esta valoración será anual. Como Competencia, debes calificar lo que esa persona sabe como conocimiento y es capaz de aplicar como habilidad en su tarea profesional. Esta valoración se hará cada tres años. Resumiendo, que en la Evaluación del Desempeño calificarás la actitud, el deseo de Trabajar en equipo, la aplicación a modo de Comportamiento en el año anterior; y en la Evaluación por Competencias, calificarás el grado de potencial aplicable”.

Ah, se despedía con “un cordial saludo”.

Sin comentarios, ¿de acuerdo? Porque sigo sin entender nada, o un poco menos.

Cuando empezó a surgir la Evaluación como herramienta para la gestión de las personas, pequé de ingenuo. Creí que estaría muy bien su aplicación entre mi gente, cosa que ya hacía de una manera más informal, porque no me vengan los de Recursos Humanos y adláteres a decir que lo han inventado ellos. Sólo le ponen nombre a lo que hacemos nosotros desde siempre. En fin, que me pierdo. Decía que pequé de ingenuo, porque al ver su diseño, su trazo teórico, el fin perseguido, casi me siento en el paraíso terrenal. No era para menos: enfocada al desarrollo, estructurada sobre una conversación inteligente y efectiva a realizar en una entrevista preparada, cuyo contenido versaría sobre formas de trabajo y sobre resultados obtenidos, finalizarla definiendo planes de desarrollo, etc. Que si esto fuera un mundo se llamaría Edén, vamos.

Me olvidé del principal axioma en estos menesteres. Las herramientas no son buenas ni malas en sí mismas, sino que su resultado depende del uso que les demos. ¡Qué gran razón! Ya he puesto un ejemplo con lo de la reducción de personal a los unos y a los doses. Pues bien, es como si usamos el destornillador para abrir una puerta o clavar una escarpia. Pero hay más.

No son usos tan escabrosos ni tan criminales como los de despidos a tutiplén, pero igualmente condicionan el verdadero significado de la Evaluación. Aunque quiera esconderse, pronto se sabe en la empresa si tal o cual calificación es usada para subidas de sueldo, promociones, traslados, selección, formación o desarrollo. En caso de que las evaluaciones supongan información para un aumento o disminución de pecunia, muchos jefes evaluarán de acuerdo a preferencias personales: unos favoreciendo a sus amigos, otros eludiendo la responsabilidad de la discriminación y calificando por igual a todos, algunos compensando en una evaluación lo que en la anterior aplicaron a su gente (le llamo la evaluación vaivén: un año mal para ti y bien para él, al año que viene viceversa).

El verdadero sentido de la evaluación es buscar ese espacio que normalmente nadie quiere buscar para sentarse a hablar “de hombre a hombre” (y perdón a las féminas por la expresión machista). Una relación madura debe nutrirse de verdades sobre la mesa, nada de silencios escurridizos ni palabras malsonantes. A cada cual, saber cómo hace las cosas le viene muy bien, y a veces es una cura de humildad o de autoestima, según cada uno tenga el color de su espejo particular. La evaluación ayuda a reflexionar para encontrar esa información entre cientos de detalles diarios que nos comen el tiempo. Y una vez ejercitada la evaluación, hablarlo vis a vis en una entrevista bien diseñada es fundamental para conseguir lo que se desea.

Hablar, hablar, hablar, pero con sentido. Hay que aprender a hablar, aprender a conversar. Ese es el reto que pocos consiguen. Las relaciones interpersonales son difíciles cuando hay que tomar partido y decidir que alguien hace las tareas mejor que otro. Decir tú bien y tú mal es duro, porque además, gran parte de la sociedad se confabula para generar sensación de resistencia ante el avance opresor del empresario (o jefe). Como todo en la vida, hay jefes buenos y jefes malos, y en eso debe apoyarse la gran cabeza de Recursos Humanos para saber aplicar la información recibida.  Esa información recibida como evaluación debe ser muy contrastada y tener muy clara su procedencia en función de la decisión que se vaya a tomar con ella.  En Recursos Humanos debe haber expertos que analice lo que cada jefe envía como evaluación y tener memoria histórica de la que se guarda en archivos bien cerrados.  Recursos Humanos debe hacerse cargo de los errores de aplicación que provoque “su” herramienta y no tomar decisiones con las informaciones que considere viciadas.

Determinadas funciones, como la evaluación, no se deben expeler hacia la responsabilidad de los jefes como si de un Gauss se tratara y diciendo “que eso le va en el sueldo”. En estas funciones nadie hace las cosas bien por obligación, se hacen por convencimiento, y está demostrado que por mucho o poco que uno cobre, el convencimiento no se adquiere por un valor en euros.  Sepa usted que un jefe con un par de narices es capaz de rellenar diez impresos de evaluación en cinco minutos, e informar de que la media de duración de las entrevistas ha sido de tres cuartos de hora con diez segundos porque “le va en el sueldo” hacerlo. Bonita solución. Es necesario que los de Recursos Humanos apliquen la máxima de “puño de hierro en guante de seda”, pero con seda de la buena, y que acompañen en la incertidumbre a los jefes que les pidan esa ayuda, o incluso que la ofrezcan sin petición, porque todo el mundo tiene derecho a ser atendido, acompañado y enseñado para hacer bien lo que le exigen de la noche a la mañana.

Y terminaré hablando de algo que antes ya he apuntado. En el último cierre anual como jefe de equipo, cuando llegó la primera Evaluación de Competencias, mi jefe de sucursal, el de los reglamentos, la devolvió con toda su arrogancia, acompañando los impresos en blanco con un Comunicado Interior, más o menos de esta guisa escueta:

“No me hagan calificar como maestro lo que nunca me enseñaron como aprendiz”.

Recuerdo que no le habían dado ninguna indicación más allá del Manual de tres hojas. Como yo estaba aprendiendo junto a él para sustituirle, habíamos avanzado en confianza y por primera vez me dijo algo que no cuadraba con las directrices de la empresa:

—Ceferino, no permita nunca que le corrija un examen un profesor que no se ha graduado en la materia a evaluar. Yo no soy un experto en evaluar Competencias, y sé de buena tinta que la próxima proyección salarial tendrá en cuenta esas calificaciones. ¿Se fiaría usted de que le evaluara sus conocimientos comerciales un abogado que toda su vida se ha dedicado al derecho internacional, por poner un caso, y le fuera en ello a usted la paga del mes?

Ceferino y los objetivos

Toca hablar de los objetivos.

Parece ser que fue Peter Drucker quien puso en carril la famosa Dirección por Objetivos, que venía a sustituir a la Dirección por Órdenes (una DpO por otra). Ha fallecido el gran maestro, que Dios lo tenga en su gloria.

Haré un inciso, comenzándolo por una de mis frases favoritas que páginas atrás he comentado: “la curiosidad es la madre de la ciencia”. Hace ya varios años, me incluyeron en un equipo de Gestión del Conocimiento, que se denominaba “comunidad de interés”, lo cual me sonó a kibutz israelí. No viene mucho al caso sobre lo que hablaré ahora (quizá más adelante, sí, según lo que me pidan los editores), pero sirva para justificar que a todos los miembros de tal comunidad nos convocaron varias consultoras para presentarnos con más o menos parafernalia sus mejores galas, a la par que intercambiábamos tarjetas. Creo que no guardo ninguna, porque a los pocos meses me iba dando cuenta de que unos cambiaban entre sí, otros se independizaban, algunos eran fichados por empresas de alto copete; en fin, que ninguno de los datos era vigente al cabo de treinta, sesenta o noventa días. Pero mi tarjeta, que no ha cambiado en estos siete años que hace de aquella colaboración, sí cayó en buena colchoneta; y como ya ponía mi dirección de correo electrónico, me comenzaron a llenar de información por mail con links a páginas web, y nunca me he “desapuntado”, porque siempre viene bien estar al día de las novedades.

Cerrando el inciso, continúo con el tema del título y le digo que tuve objetivos a cumplir desde que llegué a mi destino actual. No era la cosa muy institucional, porque todo venía de las ideas de mi jefe, y sólo de él, que ya nos advertía de que no divulgáramos mucho el asunto porque seguro que si se enteraban muy arriba por la Central vendrían a desmontarnos el chiringuito.

¿Y cuál era nuestro chiringuito?

Éramos (somos) una empresa afianzada en el mercado, con una buena marca que casi vende por sí sola. El negocio de los seguros crece en función de que haya nuevos y buenos productos y, con unas buenas relaciones con los clientes, se puede conseguir una fidelización y aumento de margen sin tener que hacer grandes esfuerzos (las cosas como son). Pero aquel hombre, Matías se llamaba, era un enamorado de las mediciones, de los números, de sacar cuentas y cuentas. Así que se le ocurrió que teníamos que llevar una relación de clientes (en cantidad, no de nombre y apellido; él entendía de números, no de atención personalizada al cliente), con sus facturaciones individuales por producto, y revisarla cada tres meses para sacar porcentajes de variación. Y se fue complicando, complicando hasta que derivó en un sistemilla que podríamos llamar de gestión por objetivos.  Una vez que sacaba sus números estadísticos, comentaba las desviaciones con quienes se escapaban de la media, ya fuera por arriba o por abajo, e iba extrayendo conclusiones.

¡Pues funcionó, oiga!  Ya lo creo que funcionó.

Don Matías —aún eran tiempos de usar el don para los jefes— nos iba comunicando cada trimestre, sin falta, la evolución de los índices, de los crecimientos y de los decrecimientos, desglosados por equipo. Hacía un análisis muy peculiar, con variables que nadie de nosotros entendíamos, pero a lo que todos respondíamos con laaaaargos movimientos afirmativos de cabeza y, por supuesto, con un buen aplauso al final de la exposición. Don Matías se ajustaba la corbata al cuello, se atusaba el pelo por encima de las orejas y expresaba una tenue sonrisa de satisfacción.

Después, los jefes de equipo (yo era uno de ellos) nos juntábamos en el bar de al lado y, a nuestro buen entender, traducíamos a cristiano aquellos números complejos.

Hoy veo aquello con una perspectiva amplia, desde la experiencia transcurrida y los conocimientos adquiridos… fíjese que hablamos de fines de los 70 y principios de los 80. El sistemilla tuvo éxito. A los jefes nos ayudaba, nadie nos presionaba sobre los resultados, porque, tal como demostraban los números, íbamos aumentando los beneficios de la sucursal a buen ritmo. No teníamos que cambiar mucho nuestra manera de actuar, simplemente le íbamos dando prioridad al ofrecimiento y a la venta de determinados productos, con el fin de diversificar riesgos y colocar aquello que más margen pudiera darnos.  Habría muchas razones para pensar en el motivo de aquel éxito del sistema de gestión.

A) Lo primero, que don Matías era un hombre respetado y afable, paternalista como todos —era el estilo de la época—, pero con sentido de persona y no de superior por encima del bien y del mal.  Se acercaba a nosotros sin connotaciones de ser jefe—jefe, charlaba de las cosas normales (fútbol, toros, actualidad…) sin sentar cátedra ni imponer su criterio… le gustaba discutir con argumentaciones.   Cerraba muy poco tiempo la puerta de su despacho, y aún creo que sólo era cuando se echaba una cabezadita.  En varias ocasiones al año, se venía con nosotros a tomar un vino y, si bebía más de la cuenta, le salía una vena cantarina que a punto estuve de enseñarle a cantar jotas.  Se ganó el respeto de todos gracias a su cercanía sin perder un ápice su condición de “mandamás”.  Fue el primer jefe que conocí sin americana puesta.  En los anteriores, parecía que habían nacido con ella adherida al cuerpo.

B) Lo segundo, que contenía conceptos que tocábamos todos los días (lo de las ratios, porcentajes y estadísticas era añadido después y con explicaciones exhaustivas de qué, por qué y cómo era cada una), hablaba de pólizas y costes mensuales, de productos propuestos y ventas conseguidas...  El lenguaje que utilizaba era absolutamente comprensible, no buscaba lucirse dando a entender que sabía más que nosotros o que era un superhombre en manejos matemáticos.  Usaba una jerga normal entre nosotros en la calle, y sabía de qué nos quejábamos y qué nos parecía bien, sobre todo hablando de burocracias.  Era importante para nosotros que nos escuchara, y lo hacía siempre, aunque aplicaba nuestros criterios cuando le venía en gana.  Era consultivo, poco democrático, pero ya esto sería mucho pedir.

C) Lo tercero, que ayudaba a la cohesión de equipos en lugar de incitar a la competición interna (don Matías nunca lo habría permitido); los jefes nos comunicábamos y hacíamos trabajo conjunto. Los “buenos” ayudaban a los “malos”, no sin ciertas bromas, pero nunca con exceso de competitividad y, con pocas rencillas, unos aprendíamos de otros a vender mejor.  La realidad es que como no existía pago variable por esos objetivos, y que uno ganara su comisión no significaba que otro la perdiera, resultaba fácil charlar sobre el tema y preguntarnos por “mejores prácticas”.

D) Lo cuarto, que había retroalimentación periódica sobre cumplimientos y avances, y nunca regañinas ni amenazas, sino análisis y explicaciones sobre por qué no se había llegado a tal o cual nivel de venta. Ah, y sin presuponer que un mal resultado era culpa de los comerciales, que ya escuchábamos de otras sucursales que era práctica habitual reunir trimestralmente a los equipos, pero con programación de bronca: “si el resultado está mal, es culpa vuestra. Si todo va bien, es lo que tenéis que hacer” (y los premios para el jefe).  Cuando sabes cómo vas y cómo tienes que ir es más fácil corregir.  En ocasiones, me he encontrado con sistemas que sólo servían a quien los imponía en la Central.  Introducías datos que nunca te reportaban ninguna utilidad, por lo cual no te preocupabas en cuidar su veracidad, ni siquiera incluso su grabación en tiempo.

Se jubiló don Matías y se acabó el sistemilla. Me habría gustado que su práctica se hubiera continuado por su sucesor, pero estoy seguro de que ni siquiera se lo contó, aunque tampoco habría servido de mucho, pues este sustituto no usó nada que no fuera conocido y aprobado por una normativa, por un procedimiento o por una circular de la Central, con especial atención al párrafo segundo del tercer apartado de la Disposición Final Sexta, donde acerca de cómo proceder si el hecho, situación o acto no se encuentra específicamente incluido en el Manual normativo de la empresa, da la siguiente indicación: “no realizar ninguna acción que suponga una decisión sobreponderada a los niveles de actuación permitidos según categoría y debidamente expresados en el vigésimo quinto párrafo, del octavo apartado del quincuagésimo artículo, capítulo setenta y siete de la Norma número 99, cuyo título es: Nivelación de actuaciones en función de rangos jerárquicos (permisos para decisiones ponderadas según graduación estimada)”.

Respire, por Dios, respire

Ahora, en estos momentos, ni tanto ni tan calvo, ni la gestión por objetivos es como la de Matías, ni hacemos mucho caso a las normativas.  Pero sigo con la historia de la DpO, que tiene anécdotas jugosas que le harán disfrutar un rato.

Según yo iba sabiendo, gracias a esos envíos por e—mail que le contaba a usted en los primeros párrafos de este capítulo, a lo largo de la historia de la DpO se cometían determinadas salvajadas que necesariamente obligaban a mostrar los fallos en su desarrollo. Yo me preguntaba al leer dichos errores: ¿tan difícil hacen la DpO que no se entiende? Esto ocurría allá por el 96, cuando faltaban pocas semanas para que, tras la jubilación del jefe que abogaba por lo normativo, don Severino Cortés, me nombraran sustituto del jefe de la sucursal.

Entonces acababa de llegar a la Central un nuevo director de Organización y Recursos Humanos (nomenclatura que se aplicaba por primera vez) y se le ocurrió diseñar sistemas nuevos, modernos y eficientes para gestionar la valía de las personas. Yo, modestamente, al ser nombrado oficialmente como jefe de sucursal, habría querido volver a aplicar un sistemilla parecido al de don Matías, por mi cuenta. Me paré en seco, y más siendo jefe novato, no fuera a meter la pezuña más adentro de lo aconsejable.

Fui convocado a un curso que, en mi caso, resultó más largo de lo previsto porque cambiaron Consultoría entre medio y hubo que volver a empezar con un nuevo diseño y además acudí al curso preparatorio de la segunda edición… en fin, que recibí un buen baño de cómo no se debía aplicar la DpO, y no se crea usted que me lo contaron los profesores, que eran personas absolutamente convencidas de la validez del producto que vendían (alguna de ellas no había trabajado nunca en una empresa), sino mis propios compañeros, haciendo historia cada uno de su experiencia en el asunto:

Parecía ser (a mí no me llegó tal información), que en la empresa se habían intentado implantar dos veces, allá por el año 89, y luego en el 94, unos sistemas de gestión por objetivos, incluyendo un pago variable. Se aplicó sólo a los directivos, pero en ambos intentos el deseo era trasladarlo al último nivel con mando de toda la empresa.  En el primer intento, la aplicación duró tres años y desapareció en el limbo; en el segundo, dos años y un suspiro en forma de comunicado que anunciaba asépticamente que se posponía sine die, lo que sirvió para que algunos avispadillos pidieran, y a unos pocos se lo concedieran, la consideración del variable casi como un fijo tan sólo por asistir correctamente los días obligados a la oficina.

No exagero, se lo juro: el pago variable como prima por asistencia.

Llevamos unos ocho años con DpO implantada de forma oficial para directivos y para el nivel inmediatamente inferior. Dos más tarde se aplicó para quienes han dado en llamar Fuerza de Ventas (mis chicos comerciales), que me parece un nombre aún mucho más feo que el de Recursos Humanos, pero no quiero ahondar más en el tema, que me sulfuro y no quiero que me suba la tensión.

¡Dios mío, cada año es más difícil entender y por supuesto explicar el dichoso sistema de dirección por objetivos, lleve las siglas que lleve!

Me temo que estamos a punto de explotar, que Sísifo está llegando con su roca a la cumbre de la montaña y que ya prontito volverá a rodar por la ladera para volver a empezar. El ciclo de la vida. Si al menos la roca pesara menos cada vez…

Supongo que ciertos señores o señoras de Recursos Humanos querrán colgarse medallas, o quizá es que deben demostrar que ocupan su tiempo en algo adecuado. O son tan buenos en conceptos, definiciones, modelos, teorías, que son incapaces de realizar algo tan extremadamente difícil que sea sencillo.  No sé qué pensar.

Nos llegó ya el año pasado un sistema que agota la paciencia al leer su manual de aplicación. Marginal creciente, Lineal, Matriz de potencial, Segmentación para desarrollo, Segmentación para evolución, Objetivos individuales, colectivos, de empresa, ponderación absoluta y relativa (según posición operativa o funcional)…

¿De qué estamos hablando? Lo pregunto en serio. No lo sé. Se ha complicado tanto la lectura del sistema, que algunos han decidido aparcarlo rellenando los cuestionarios con pamplinas y otros menesteres.  Sí, sí, hablo de rebelión operativa en la sombra, porque los propios mandos han decidido en silencio boicotear las directrices corporativas.  En mi caso, llevo mi propio sistema paralelo, uno parecido al de don Matías, en el que han colaborado los jefes de equipo y aquellos comerciales de mi sucursal que han querido hacerlo. Está funcionando desde hace tres años a esta parte, y mantiene la misma filosofía del modelo de aquel jefe: conceptos sencillos, pocas líneas y muy claras, aunque eso sí, ahora desciendo hasta el nivel individual, con seguimiento y autoevaluación (cada comercial presenta cada semestre al equipo en su conjunto su propia aportación con su explicación de por qué está en ese nivel de cumplimiento, ya sea por encima o por debajo).  Intento darle cierto barniz que lo asemeje al oficial de la empresa, por aquello de ser un mando alineado con las políticas de la empresa, pero no deja de ser una laca superficial que cubre una madera totalmente distinta.

Tengo a mis chicos bastante contentos. La única pena es que, al no ser corporativo, no tengo posibilidad de premiar en nómina, pero bueno, unas comidas o meriendas o cenas siempre sirven para recompensar los buenos resultados de unos y levantar el ánimo de los “noqueados”.

Ojalá no fuera necesario que el jefe fijara objetivos. Ojalá nos autodirigiéramos. Pero no es posible porque nunca existiría unidad de criterio, está claro. Hay que tener una orientación bien detallada de adónde se quiere ir a parar y eso lo tienen que marcar desde arriba, no voy a suplantar responsabilidades… pero no se pueden crear sistemas tan complejos que rechinen y rechinen por mucho que los llenes de productos lubricantes. Que no, que no entran, sólo lo parece, porque el papel, en este caso, la página web de la intranet, lo soporta todo, y así se verá como siempre que hay cumplimientos universales, o que un año unos han sido muy buenos y los mismos al año que viene han sido muy malos. Que la gente se sabe trucos para que no les toquen sus cuentas ni sus vergüenzas. Uy, la campana de Gauss, ¡anda que no se puede dibujar de diferentes formas! Señores de Recursos Humanos, cosas sencillas, que además son las más baratas.

Estoy esperando para el año próximo un nuevo sistema para la fijación de objetivos en Fuerza de Ventas. Según rumores bien fundados, conlleva una formulación que está basada en la equidad para conseguir una medición que no perjudique a la persona ni al equipo, sino que sirva para potenciar la visión global de la empresa en el entorno cambiante que nos transmite la situación actual.

¿Me dejan que me ría?

Ja.

Hay colegas míos que empiezan a conspirar para diseñar una contraofensiva basada en acciones diplomáticas cerca de las nuevas estructuras de poder que pretenden desviar la atención de los dirigentes hacia la ocupación de tiempos en funciones que destrozan la rentabilidad a corto, medio y largo plazo.

De verdad, que no le miento. Estos dos párrafos tan cómicamente farragosos forman parte de unos borradores de documento que me han hecho llegar por dos partes, y cuya redacción surge motivada por nuestro SDO o Sistema de Dirección por Objetivos. El primero, el de la formulación, es de uno de esos departamentos de Recursos Humanos que diseñan desde la más alta torre. El segundo adquiere la condición de “manifiesto” y será presentado por la Asociación de Mandos Intermedios en su próxima reunión interna por la facción más aguerrida.

Se rumorea por los recónditos mundos del Management que la DpO camina hacia su funeral. ¡Oh, que alguien nos salve de lo que viene entonces, sea Dirección por Valores, Dirección por Misiones, o Dirección por Hábitos! Generalmente, en las Misiones se aplican Valores por personas que visten Hábitos. Creo yo que todo viene de lo mismo, ¿o no?

Ceferino y el liderazgo

“Yo soy la resurrección y la vida”.

Pongo esta frase atribuida a Jesucristo, como podría poner la de “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”.

¡Qué fuerte!

Es muy probable que usted se pregunte por qué inicio este capítulo con estas dos frases.  Primero, porque responden a mi ideal de vida, pero, siendo que hablamos de liderazgo, las pongo porque fueron pronunciadas por una persona que fue, es y será presentada como un ejemplo de líder.  Ustedes se preguntan esto…   Yo me pregunté:

¿Por qué aquellos consultores/profesores de los cursos de liderazgo nos exponían como ejemplos de líderes a Jesucristo, a Ghandi, a Martin Luther King… o bajando algo a la tierra, a Jack Welch, el de General Electric, a López de Arriortúa (que entonces ya estaba de moda), el de GM y el lío Volkswagen, o a Mario Conde, que mira por dónde salió o, mejor dicho, dónde entró?

Me estoy refiriendo a unos consultores de marca USA (había un compañero que les llamaba los “usados”), que nos impartieron un cursito sobre liderazgo transformacional. Toma superadjetivo, digno de Superlópez, no el héroe de los cómics, claro está. La verdad, no me acuerdo ni de lo que significaba transformacional. Fue un curso rápido, con su proyector de diapositivas en Power Point, que tenían un diseño precioso, con un fondo común, llamativo, que todavía me hace guardar en la memoria el nombre de la empresa consultora: Atenea Consulting, pero, como ya le decía antes, no me acuerdo del sentido correcto de aquel adjetivo.  Voy a entrar en Internet, hombre, y así nos quitamos la curiosidad, ¿no le parece?

He pinchado en una página que casualmente, si existe la casualidad, recoge un artículo de un paisano mío, el profesor José Luis Bernal Agudo, de la Universidad de Zaragoza. Quizá por eso, me voy a tomar un poco más en serio lo que aquí transcribo:

 

El liderazgo transformacional es… la cultura del cambio, el agente transformacional de su cultura organizativa.

Puedo indicar los factores ya clásicos que se incluyen en el liderazgo transformacional (Bass, 1985):

a) Carisma: capacidad de entusiasmar, de transmitir confianza y respeto.

b) Consideración individual: presta atención a cada miembro, trata individualmente a cada subordinado, da formación, aconseja.

c) Estimulación intelectual: favorece nuevos enfoques para viejos problemas, hace hincapié en la inteligencia, racionalidad y solución de problemas.

d) Inspiración: aumenta el optimismo y el entusiasmo.

 

A ver, que todo esto está muy bien, y hasta animo a quien quiera seguir a leer el artículo entero (//didac.unizar.es/jlbernal/Lid.trnasf.html), pero no… O no sé… Dudo. Se nota ¿verdad?

La mayoría de los gurús tienen razón, los catedráticos, los investigadores, los consultores… cuando nos definen las líneas de lo que se llama liderazgo. A poca sensibilidad que tengas, te llegan hasta el corazón y, sin mucho esfuerzo de resistencia, te cautiva. Quizá incluso ahora le encuentro sentido a lo que mi inconsciente ha colocado como primeras frases de este capítulo.

¿Quién puede decir “no” a palabras tan llenas de significado? Pero es que a mí algo no me cuadra y me asusta muchísimo. ¿Por qué me tienen que poner esos ejemplos tan elevados y rimbombantes? Sí, sí, Jesucristo, Martin Luther King, Ghandi… y si seguimos así: a Giuliani, el alcalde de Nueva York, tan puesto de moda con el 11—S, o Gladiator (general Máximo en la película), a semejanza de un Espartaco cualquiera y otros modelos como John Kennedy, Alejandro Magno, Carlomagno y hasta Hitler y Mussolini en su faceta de atracción de voluntades.

En cuanto me siento a escuchar o a leer o a recibir una lección de liderazgo, que generalmente me habla de los grandes hombres que llenaron grandes páginas de la historia, me lleno de melancolía y suelo soltar un suspiro… cuando no agarro un cabreo monumental y en lugar de un suspiro suelto un exabrupto:

Suspiro: —¡Ay, quién fuera como ellos de verdad!

Exabrupto: —¡¡Pero por qué tengo que ser como ellos para saber mandar bien a mi gente!!

Uy, uy, uy… en esos lindos cursos sobre liderazgo me dicen que debo tener carisma, capacidad de convicción, arrastre, dominio de masas, elocuencia, contundencia, coherencia… y tantas encias como si fueran mancias otorgadas por un poder divino. Vamos, que ni la divinidad hereditaria de las antiguas monarquías. Nada, que no me convence tanta cualidad para una misión que verdaderamente no requiere tanto… que no, que me niego a ser un líder carismático o transformacional… Ah, y se lo dice alguien a quien quisieron hacer directivo y se negó. Pues fíjese, que acabo de contarle un secreto, lo he releído, y no lo voy a quitar.

Sí, me tomo un paréntesis para contarlo. Una vez, hace unos tres años, cuando nos compró la primera empresa extranjera, a los cuatro meses, más o menos, de la absorción, vinieron a buscarme como si fuera un crack de la gestión comercial para ofrecerme un puesto de Dirección en Madrid. Me visitó un consultor interno de Selección y me proponía ser candidato (luego me reconoció que yo era el único previsto, así que si hubiera aceptado, me habrían dado la vacante) para un puesto directivo, en el área de Ventas de Madrid (no el barrio, eh, ni la plaza de toros, sino un departamento dentro de la Dirección Comercial). Antes de decirle que no, le pregunté el porqué de haber pensado en mí. El hombre, entre otras cosas que ahora no recuerdo, me dijo…

—Usted tiene capacidad de liderazgo

… según se desprendía de los informes que poseían en la Central, provenientes de unas entrevistas y tests que nos habían aplicado a los pocos meses de tomar posesión.

Recordando aquello que ya he contado sobre que una vez me habían dicho que era un buen líder, seguí insistiendo para indagar en cualidades y habilidades y esas cosas raras de los de Recursos Humanos.

—Dígame: lo de tener liderazgo, ¿cómo se sabe?  ¿Unas preguntas de un test o una entrevista otorgan esa cualidad, al parecer tan importante?

—Le voy a contestar sin ser muy técnico –me dijo el consultor—.  Yo pienso que la observación de cómo trabaja una persona es el mejor método para  decir si una persona es líder o no.  Hay detalles prácticos que le voy a decir, que son, a mi entender, el reflejo de las capacidades de liderazgo: toda su gente, todo su equipo quiere quedarse con usted, nadie pide el cambio ni se siente frustrado por permanecer en el mismo puesto aquí; ha salido gente de su departamento hacia los lados y hacia arriba más que en ninguna otra sucursal y es que un líder hace que su gente crezca y que vuele si es necesario a otros lares, incluso le ayuda…  En fin, sería muy largo de enumerar, pero sepa usted, que todos sus colaboradores, y aquéllos que han estado con usted, han informado positivamente y le han valorado de forma muy alta en casi todos los aspectos de gestión.

—¿Qué aspectos son ésos?

—Comunicación, trabajo en equipo, motivación y compromiso, orientación al cliente, toma de decisiones, calidad en el trabajo, orientación a resultados, planificación, organización, capacitación técnica.

Y ahora lo puedo escribir tan de corrido, porque le he echado una ojeada al documento de Evaluación que me remitieron cortésmente.

—¿Y mi gente me ha evaluado bien en esos aspectos?

—Sí, ¿recuerda?, en aquella sesión que hicimos y que usted también realizó con otros colegas para evaluar a sus jefes.

¡Cómo no iba a recordarlo! Menudo revuelo causó. Pero bueno, eso es otra historia, y sólo la contaré si me preguntan por ella, que ahora toca lo del liderazgo, ¿no es así?  Me había olvidado por completo de aquella sesión tan intensa, donde nos hicieron muchas pruebas, algunas en forma de “actuación teatral”…  pero nunca pude pensar que con ellas sacaban esa información.

Ya he dicho que me negué a aquel ascenso. Cincuenta y ocho años de edad, un equipo por formar, costumbres adquiridas y un nivel de vida cómodo y agradable, fueron las razones que se agolparon en mi mente para calibrar mi decisión en milésimas de segundo… las mismas que me hubieran hecho contestar que sí… digamos que hasta ocho o diez años atrás. Me llegaba tarde el tren, y no pasé apuro en la contestación ni pena en los días siguientes.  Fue una renuncia fácil.

En el capítulo anterior he hablado de preguntar. Es uno de los medios. Uno de los medios para llegar a ser buen líder. Me estoy permitiendo ciertas licencias respecto a mi modestia. Perdón, pero voy a seguir usándolas, por el hecho que me legitima el haberme negado a esa promoción teniendo las capacidades para asumir un rol en el que se necesita ser lo que se llama Líder. Abro un paréntesis que cerraré al terminar este capítulo, ¿de acuerdo? No me gustaría que alguien me llamara soberbio o vanidoso.

Si valoramos a los grandes líderes que he nombrado en cada una de esas competencias directivas, probablemente obtendríamos calificaciones altísimas y bien merecidas. ¿Debo tener yo esas mismas calificaciones para ser considerado como líder? No, por Dios, no, no. Y mira que hay gente empeñada en decirme indirectamente que debe ser mi modelo. Si alguien que sale en bicicleta por primera vez se pone como parangón a Indurain, se quedará en casa para todos los días de su vida en cuanto compruebe que ni empujando la bicicleta a pie es capaz de escalar el puerto de Cerler en el triple de tiempo que el campeón.

Que los famosos gurús se queden calladitos, por favor, que ya cobran bastante por escribir cosas tan desorbitadas (también las hay buenas, no lo niego) como que tenga por modelo de liderazgo a José María Aznar o a Felipe González. No entro en connotaciones políticas, y admiro por igual a los dos señores… pero no les llego a ninguno ni al elástico del calcetín. Y ya no digo a otros individuos ya citados. No me sirve que me digan que de esa manera conozco las “mejores prácticas” (ejem, ejem) y así puedo tender a ellas. Indurain no sólo sube Cerler, sino los Lagos de Covadonga y l’Alpe d’Huez, pasando por el Tourmalet, que no es moco de pavo.

Le voy a decir quiénes han sido mis modelos.  Quizá le sorprenda, porque no son nada habituales, creo, al menos en la literatura.  Quiero advertírselo de antemano, pues algo he puesto de parte de mi sentimiento, de mi corazón para pensar en estos grandes líderes que tan cerca tuve, y de los cuales tantas enseñanzas extraje para ser eso mismo que ellos, sobre todo grandes personas.

El primero, mi padre, no podía ser menos, ese minero que se arriesgó, no sólo (y ahí reside el mayor valor) para dar mejor futuro a su familia, sino para buscar un horizonte distinto para él mismo, otras ilusiones. Desde su sombría naturaleza de hombre curtido en la oscuridad de la mina, desprendía ganas de volar. Se fijó sus objetivos, sin saber que se llamaban así; sacándose el carnet de conducir, aprendiendo a leer casi a la vez que se empapaba el código de circulación, pidiendo dinero prestado, contra su idea de que nunca había que tener deudas, para comprar el taxi y la licencia; recorriendo Zaragoza en solitario para conocerla bien antes que dar una vuelta innecesaria a un cliente y tener que cobrarle unos céntimos de más…  Más bien callado, tendría que evaluarlo muy alto en comunicación, porque ahorrando en palabras, obtenía réditos en los hechos.  Nunca falló en la coherencia, y habló con brevedad, a lo Baltasar Gracián, este paisano mío que tan de moda se ha puesto también para formar líderes.  Es un hombre que supo gestionar los recursos a su cargo y repartir los esfuerzos y los beneficios.  No me lo dijo nunca así… pero tuvo visión, una visión soñada de un mundo mejor que fue a buscar y encontró poco a poco, a cada paso con más intensidad, incluso de la planificada.

El segundo, un tío mío, primo de mi madre, que, en tiempos de Franco, a finales de los 50, fue un alcalde de mi pueblo, elegido democráticamente. De forma encubierta, por supuesto, pero lo propusieron los vecinos casi por unanimidad (pongamos en el casi a la familia del falangista que pretendía también el sillón consistorial) y lograron su nombramiento. El hombre no tenía ni pizca de nivel superior en Planificación, ni en Comunicación, nada de arrastre, era más bien huidizo, aunque buen negociador y, sobre todo, ayudaba a la gente, hasta el punto de arriesgarse, cediendo de sus derechos y de sus propiedades, tal como debe ser una ayuda sin esperar nada a cambio… y gracias a eso obtuvo ese nombramiento que para él supuso tal emoción que le arrancó las mismas lágrimas que cuando nacieron sus hijos.  Fue muy emocionante para mi familia ver cómo mi tío era nombrado para tan alta dignidad sin ser afín al régimen franquista, pues los vecinos se colocaron en la plaza y pidieron en silencio que Argimiro Rodrigo merecía ser el Alcalde porque había sabido organizar las tres cosas más importantes: los riegos, las obras de la mina, y el horario de misas con el cura.  Suena raro en estos tiempos, ¿no?  Pero la base no ha cambiado.  Él era un hombre bueno, organizado, tenaz y respetuoso.  Desde su puesto de maestro de obras, sabía cómo mandar a los oficiales y a los peones, y con el cura… sólo aplicó sentido común.

El tercero, mi segundo jefe. Han sido muchos jefes en mi vida, se podrá imaginar, pero de éste guardo especial recuerdo. ¡Qué paciencia tuvo conmigo! Me tocaba trabajar en la sección de imposiciones a plazo fijo, y yo no traía ninguna formación sobre el tema. En aquel tiempo, no había cursos programados ni nada por el estilo, así que dependías siempre de que algún compañero veterano quisiera ayudarte, lo que solía ocurrir como cosa natural: el oficial enseñaba al aprendiz. No me ayudaron, al contrario. Me envidiaron por ese ascenso tan rápido y les oía decir entre los archivadores que “si tan bueno es, que lo demuestre”. El jefe, que tendría un poco más de cuarenta años, Profesor Mercantil, carrera de prestigio en esa época, me llevó de la mano hacia todos los conocimientos necesarios, me puso problemas teóricos dándome base para el cálculo mercantil, me dio nociones de contabilidad, es decir, que me puso ese gusanillo para años más tarde comenzar el peritaje mercantil. Fue un maestro, pero no sólo en lo técnico, me enseñó a tratar con mis compañeros, y así, luego, años más tarde, entendí que era absolutamente necesario profundizar en las personalidades de tu gente para poder liderarlos, como se dice ahora.  Me di cuenta de su mano que cada persona es de una manera, y aún así, que cada momento puede hacer reaccionar a cada persona de una forma diferente, por lo que el buen jefe debe estar atento para, en cada situación, saber qué decir o qué hacer, primando siempre el buen ambiente, es decir las relaciones entre los miembros del equipo, antes que cualquier otra cosa, porque lo conseguido hoy a golpe de látigo, lo puedes perder mañana a golpe de rencor y desmotivación.

Y ya ve usted, no hablo de prohombres preclaros protagonistas de la Historia. Y fueron líderes, o así los vimos mucha gente y yo.

Fijándome un poco más, después de analizar esa teoría que nos dan en los cursillos de Mando y Liderazgo, le diré que de mi padre aprendí valores: esfuerzo, honestidad, constancia y entrega; y en mi tío pude apreciar la capacidad de servicio sin humillación, el trabajo en equipo con los vecinos para encarar catástrofes, la prestación de ayuda sin esperar nada a cambio; y de mi segundo jefe, a ser maestro, primero, ejerciendo de acuerdo a su discurso (con coherencia), y, posteriormente, enseñando con la delicadeza de saber que el alumno necesita ritmo y cadencia, atención, calor humano…

Después de escribir estos últimos párrafos, soy capaz de encontrar dentro de mí esos valores que aprendí hace tantos años y ahora me doy cuenta de que han regido, quizá inconscientemente, mi manera de desenvolverme como jefe. Es verdad, me siento un poco mi padre, un poco mi tío y un poco mi segundo jefe. Seguro que escarbando más encontraré mi propio método de sazonar esos aprendizajes, y no mucho más allá, todas las enseñanzas que he ido acumulando, sobre todo de aquéllos que han formado parte de mis equipos antes probablemente que de quienes hayan sido mis jefes, para quienes nunca tendré una mala palabra, pero no siempre una buena porque, ¡anda, que no me tocaron maulas!

Ceferino y Recursos Humanos

Me piden que hablemos primero sobre Recursos Humanos, algo general y divulgado en el mundillo de la empresa, pero que pocos de fuera conocen porque puede ser tenida aún por una cosa nueva y en implantación, ¿no es así?

Ay, Recursos Humanos, mágica expresión.

Y digo mágica porque algo de esoterismo tiene, pues hay mucha gente que no la entiende, y otra tanta que no cree en sus postulados. Déjeme usted situarme entre ambas. Ni es tan difícil de comprender ni es brujería.

Ahora bien, no me gusta nada, pero que nada, el nombre.

Centrémonos primero. Esto de Recursos Humanos viene a sustituir a lo anterior de Personal, que en algunos sitios lo llamaron en el entretanto Relaciones Laborales o Relaciones Industriales. En los primeros tiempos podían pertenecer a las áreas de asesoría jurídica o a la económica, según su mentor se dedicara más a la cosa sindical o a la de nóminas, que eran las únicas dos que empezaron dando sentido a estos departamentos.

Pues mire, me agrada mucho más cualquiera de aquellas expresiones que la de Recursos Humanos, aunque los eruditos en la materia digan que tienen menos contenido, que RH engloba funciones y actividades que sobrepasan los ámbitos de esas relaciones.

Para mí, el nombre de las cosas es muy importante (pero que mucho). Y si no, que me lo digan a mí, que me llamo Ceferino, etiqueta para toda la vida… o a Oscar Wilde, que la importancia se la dio a llamarse Ernesto. Póngale un buen nombre a un producto y siéntese a esperar. ¿Sabe lo que me costó vender el seguro de defunción porque a un preclaro hombre (o mujer) de la sede central se le ocurrió llamarlo Seguro de Deceso Voluntario? Sin comentarios…

Lo de Relaciones me suena bien, y que nadie se lleve a engaño, que no va por lo erótico la cosa. Relaciones significa poner en contacto dos o más partes, entablar conversación y escucha mutua, que suelen derivar en colaboración y acuerdos. El adjetivo me da igual, porque incluso en algunas empresas llegaron a colocarle el de Humanas, lo cual es absolutamente hermoso: un departamento llamado Relaciones Humanas, ¿se imagina que en su empresa se tuvieran en cuenta las “relaciones humanas”, ahora que nos hemos deshumanizado con la cosa de los objetivos, el rendimiento, los resultados, el beneficio, el retorno al accionista, la rentabilidad y la evolución en bolsa, se lo imagina?

Veamos algunos significados:

Personal. Una de sus acepciones es sinónimo de individual, quizá suena hasta íntimo, y si le quitamos la última letra queda persona, adonde quiero ir para dejar mi granito de arena (luego lo vemos).

Así pues, que yo digo que Recursos Humanos es mucho más rígido, duro, maleducado y despreciativo que incluso aquella otra desafortunada expresión de mano de obra.

Recurso. Según la RAE, éstas son las definiciones aplicables al tema:

 

Medio de cualquier clase que, en caso de necesidad, sirve para conseguir lo que se pretende. // Bienes, medios de subsistencia. // Conjunto de elementos disponibles para resolver una necesidad o llevar a cabo una empresa: recursos naturales, hidráulicos, forestales, económicos, humanos.

 

Y ¿hablábamos de personas? Quizá hasta de seres humanos, ¿no? Por lo que ese adjetivo —humano— puede hacer pensar que así se humaniza el concepto. Todo lo contrario, óigame. ¿A quién estamos haciendo adivino? ¿A Huxley, con su Mundo Feliz repleto de alfas, betas o epsilones (que no deja de ser análogo a puestos jerárquicos)? ¿O a Nolan y Johnson, con “La fuga de Logan”, donde nos fagocitan a todos a los 21 años porque sobramos? Pero, ¿cómo podemos hablar de que algo (alguien) humano es un recurso? ¿No le parece que instrumentalizamos a las personas hasta el punto de compararlas con objetos o cosas meramente de usar y tirar, de programar y desechar?

Al director de recursos financieros lo llamamos director financiero; al de recursos técnicos, director técnico; al de recursos comerciales, director comercial, y al de recursos humanos, ¿por qué no lo llamamos director humano? Se lo contesto yo, no se preocupe. Es que así no incurrimos en un pleonasmo (entiéndase como la expresión en la cual hay dos o más palabras que tienen idéntico significado y que, por lo tanto, sólo una es necesaria), porque ser director y ser humano es lo mismo. No es un juego de palabras, no. Cada director, cada jefe, es además de su titulillo obligado, un responsable humano, de su gente.

Hace años me dijeron que yo era “un buen jefe”. Aquello me dio qué pensar… y pensé. Me estrujé mucho la mollera para poder deducir qué me decían con esas palabras. No encontraba ninguna solución al respecto, así que aprendí la primera lección importante para ser un buen jefe: les pregunté a ellos. Y yo pasando días de sufrimiento cuando la respuesta fue tan fácil como hacer una pregunta. Sirva esto como introducción de lo que entiendo por eso de Recursos Humanos.

Antes de seguir, diré que no tengo nada contra la función que esta gente se adjudica, al contrario, estoy totalmente de acuerdo con su quehacer y con el cariz que está tomando en los últimos tiempos; sólo que no me gusta el nombre.

Ah, y otra cosa no me gusta, tal como ya dejo entrever en el párrafo penúltimo: que las personas de mi equipo son responsabilidad mía y no de otro departamento, ni siquiera del de Recursos Humanos. Lo empecé a aprender con ocasión de algunos tropezones que me di hace más de veinte años y, a puro de caer, supongo que aprendí lo suficiente para que aquellos chicos de mi equipo dijeran lo de “buen jefe”.

Dicho esto, veamos qué creo yo que deben hacer los de Recursos Humanos para que sean más útiles, es decir, para que la empresa vaya mejor, es decir, para que tenga mejores resultados, es decir, para que cree más valor.

Me lo planteo con tres premisas:

-   Que mi gente es mía (no de mi propiedad, hablo de mi responsabilidad).

-   Que quiero aprender a tratarles mejor (no es filantropía).

-   Que admito ayuda (no a cualquier precio).

Soy un comercial, responsable de personas, que aprendió su oficio sin grandes enseñanzas, con el día a día de un quehacer más o menos rutinario, pero constante y esforzado. Nadie me enseñó a ser jefe y los cursos que me han dado cada vez que hemos cambiado de dueño (ya hablaremos de la formación, ¡bendita desubicada!), más me han desorientado que ofrecido soluciones.

Lo primero de lo primero: quiero que me informen de qué derechos y de qué deberes tienen las personas de mi equipo como trabajadores que son. Esto lo dije en un curso que se titulaba “Gestión de Personas para Mandos Intermedios”, en medio de un tema que se llamaba Mentoring (así como suena, sí, ring, ring), y el profesor casi me manda a picar espliego con las uñas, eso sí, muy educadamente, como si eso no fuera con él. Claro, era un consultor, psicólogo y enemigo, como supimos por sus chistes de mal tono, de los abogados y de los economistas, siempre intrusos en sus temas.

Mire, amigo mío, yo no puedo gestionar bien a mi equipo si no me enseñan lo que se puede y no se puede hacer desde el punto de vista legal. Antes que nada, la relación de trabajo es una relación jurídica, basada en un contrato, y los abogados que lo llevan desde la Central son como los médicos, que se guardan toda la información para ellos porque así se hacen importantes. Este aprendizaje forma parte de los cimientos, es la base que va a sostener todo el edificio a construir, ¿de acuerdo? Infórmenme, señores de Recursos Humanos, sobre los Convenios Colectivos, sobre sus interpretaciones, sobre sus modificaciones, sobre la legislación que los sustenta, y sobre algo de filosofía de Derecho del Trabajo, hombre, que así todos podremos hacer interpretaciones de sentido común antes de enrarecer ambientes con decisiones erróneas por desconocimiento y no por negligencia o maldad. No quiero que Catalina (una comercial de mi equipo) tenga que preguntar en la Central los días que le corresponden por la enfermedad de su madre, ni que sean los de Recursos Humanos los que firmen la autorización. Quiero ser yo quien lo haga, como responsable humano, es decir, de las personas de mi equipo y, más concretamente, de los resultados obtenidos por el esfuerzo de todos nosotros.  Quiero saber cuántos días de vacaciones les corresponden, si estoy obligado a darles la formación en horario laboral, si puedo sancionar por bajo rendimiento o si puedo flexibilizar la jornada.  Ocurren casos muy curiosos que me dejan como un pasmarote, porque los del Comité de Empresa saben mucho más que yo, o porque niego permisos que debería haber concedido y me caen broncas de la Central ante la protesta del presidente del Comité Intercentros.  Háblenme, por favor, de derechos y deberes laborales.

Más exigencias a Recursos Humanos. Antes fueron para los abogados, ahora para los economistas en doble sentido: costes globales e individuales.

Sobre los costes globales… déjenme planificar mi coste de Personal, porque si me dejan el de papelería, el de dietas, el de kilometraje, el de teléfono, gas y electricidad, incluso el de limpieza, ¿por qué no el de nóminas? No se debería permitir que un jefe desconozca lo que cuesta o no cuesta el pago en concepto de nóminas y seguros sociales, o en formación, o en coberturas sociales, del equipo del cual es absolutamente responsable para otras cosas, y que, al menos, sea informado de su configuración, y más adelante, incluso para opinar e influir en su composición, y ya mirando a largo plazo, hasta que me dejen configurar mi plantilla con posibilidad de contratar y descontratar (es que despedir me suena fuerte, perdón). 

Quiero saber cuánto cobra, con pelos y señales, mi gente… pero sobre todo, que me dejen manejar más cantidad para asignar más o menos sueldo.  Y aquí viene el segundo sentido, el que he llamado invididual: ¿me permitirían, señores mandamases, premiar a mi gente con emolumentos económicos individuales bajo mi criterio? ¿Quién mejor que yo conoce lo que cada uno de los miembros de mi equipo aporta al resultado global? ¿Quién mejor que quien está cerca de ellos? A ustedes, señores de Recursos Humanos, les pediría que me asesoren, que me aconsejen, que me acompañen, que me digan cuál es la política general de la empresa, pero no me hagan ese trabajo, permítanme decidir quiénes se merecen cobrar algo, mucho, o un poquito más que los otros compañeros, ya sea por los criterios que ustedes me den, que los discutiremos, pero también bajo mi opinión o llámenlo evaluación.  Y de verdad, les aseguro que lo que llegue a cada cuenta corriente de cada persona será mucho más ajustado a lo que merece, no sé si lo justo o correcto, pero sí mucho más de lo que es ahora.

Y llegamos a los psicólogos, que de todo tienen en este departamento tan amplio y acogedor. Llamo psicólogos a los que llevan la cosa que ellos se regodean llamando soft: selección, formación, desarrollo, liderazgo, habilidades, competencias. Uy con éstos, sí, los del mentoring aquél, pero también, los del coaching, training, learning, recruiting, reskilling, networking… ring, ring, ring… No entiendo nada. Y quieren que lo entienda todo y a la primera, y que lo aplique, que sea líder, coach, jefe, profesor, confesor y hasta exorcista con mis chavales. Pero es que, si bien los abogados no sueltan prenda, los economistas poca, los psicólogos, en cambio, se quieren quitar la paja de encima y nos tiran todos esos “ing” y similares para que los apliquemos de inmediato como herramienta de gestión de las personas.  Son gente experta… muy experta… en quitarse responsabilidades de encima, tirándote encima de la mesa unos ejercicios (así los denomino yo) bastante complicadillos, o complicados en grado máximo, o sea, 5, que es así como les gusta calificar lo “incalificable”.  Ni tan blanco ni tan negro, no me ocultes los conceptos, explícame más cosas, más objetivos y más conclusiones, más justificaciones para rellenar las casillas, y no me lo tires encima de la mesa, tráemelo, ayúdame a entenderlo, explícalo con detalle, seguro que es muy bueno, pero me lo tengo que creer para aplicarlo con convicción, y ya, por último, mientras esté aprendiendo cómo aplicarlo bien,  acompáñame, por favor.

Resumamos en castizo:

que los abogados no nos dan bola,

que los economistas sólo nos la dan al principio y al final del año,

y que los psicólogos nos la quieren hacer comer de queso y a la fuerza.

Ay, Recursos Humanos, Recursos Humanos… y qué buenos chicos parecen, ¿verdad?, siempre tan atentos y serviciales hasta para decirte que no, que no, que no.  Me acuerdo de cuando te atendían en la Oficina de Personal, a través de una ventanilla, luego mostrador, ante lo cual hacías fila por cualquier motivo que necesitaras, ya fuera para reclamaciones de nómina o para renovar el batín guardapolvo.  Atentos de verdad como unos buenos dependientes de ferretería, pero que tenían la sartén por el mango y con una sonrisa especial te negaban lo normal, esa hora extra que tú tenías registrada, pero ellos no, sonriendo, mucha sonrisa, hasta que mentabas al Jurado de Empresa, enlace sindical… o luego ya, Comité de Empresa, y te miraban desde su altura como alguien que acababa de ser traicionado.  Otros tiempos, otros modelos…

Si es que los aprecio mucho, no es broma, porque quieren hacer bien su trabajo, son buenos profesionales, pero sólo les pido ahora una cosa, aquélla que aprendí cuando me dijeron que era un buen jefe: hay que preguntar. Venid, acercaos al negocio, tocad al cliente, pero al externo, al que nos da de comer, y preguntadnos a los de la vanguardia lo que el Estado Mayor debe realizar. Queremos ayuda para hacer bien las cosas, pero si me mandas una Evaluación del Desempeño desde aquella torre tan brillante que tenéis en la Central, y además queréis que la devolvamos en tiempo, en forma, con entrevista al efecto y con una repercusión salarial que ni siquiera vosotros sabéis aún, no pretendáis que seamos tan perfectos que vuestra curva de análisis dé una campana de distribución exacta para discriminar adecuadamente en la gestión del potencial.

 

  • Acércate, pregúntame y no traigas las respuestas preparadas, porque también quiero pensar y colaborar en aquello que después me afectará.
  • Escúchame y no te des la vuelta cuando hablo, porque sé lo que me digo.  Los años de experiencia sirven, sirven en grado máximo, muy máximo
  • Diséñame los sistemas y otras zarandajas para mí, no para ti.  Date cuenta que serán mis dedos y mis ojos quienes manejarán las pantallitas… y no tengo tanto tiempo.
  • Infórmame, fórmame en mi lenguaje, sin conceptos etéreos ni extranjerismos, que a veces parecéis de otro lugar.  Hazme el lenguaje llano y adecuado para un mortal cualquiera, no quieras destacar por saber tanto inglés..
  • Pídeme opinión sobre la repercusión de lo que has diseñado.  No te vayas así como así, prometiendo volver y ahí me las den.  Vuelve, y pídeme opinión sobre cómo van las cosas, que te atenderé la mar de bien porque también me interesa lo que traes entre manos.
  • Y corrige, corrige, corrige… según te diga quien lo aplica (o sea gente de tu empresa que usa de verdad el sistema) y no tu colega de enfrente, que sabrá mucho de grandes teorías de Recursos Humanos, como tú, pero trabaja con gente diferente.

 

¿Hemos hablado de Recursos Humanos? ¿Del departamento o de la función? ¿De los jefes o de los miembros del equipo? Son preguntas retóricas, sólo para revisar lo anterior… No sé bien cómo calificar estas opiniones que pongo aquí. Pero si esto lo lee alguien en cuya tarjeta pone Recursos Humanos (o Human Resources, uf), por favor, que tome nota para que no caigan mis rogativas al vacío. Soy el primer interesado en que mi gente esté bien gestionada, por varias razones, pero sólo hay una principal, y es de corazón, no de mente ni de bolsillo: porque son personas (y aquí enlazo con aquello del departamento de Personal sin la ele), son seres humanos, no recursos humanos, que quieren sentirse útiles (y qué más quiero yo, por Dios).   No parece tan difícil, ni necesitamos tanta complejidad, hagámosles mejores personas, y serán mejores profesionales… pero me parece que esto no es de este capítulo… que ya la contaré luego, así…

Que me escuchen, oiga, pregunten, pregunten, y todo, todo irá mucho mejor.

Ceferino, palabras de introito

Se han dirigido a mí varios personajes importantes para que deje constancia por escrito de mis opiniones sobre algunos aspectos de mi andadura profesional. Gracias, señores, es un halago que, después de tantos años de trabajo, alguien valore de esta manera los esfuerzos invertidos y los aprendizajes obtenidos para llegar a ser quien soy, ni más ni menos primordial que cualquier otro trabajador que ronde mi edad.  En algún sitio leí que la experiencia es la madre de la ciencia, pero que también la experiencia no se compone de las cosas que se han vivido, sino de las cosas que se han reflexionado.  Y no hay mejor aprendizaje que reflexionar sobre la experiencia, ya sea propia o ajena.

Señor/a lector/a, voy a hacer todo lo posible para que estas páginas que han llegado a sus manos se conviertan en enseñanzas que lleven al aprendizaje. Ya sabe, la enseñanza es de una dirección, mientras que el aprendizaje viene de la contraria. No hay enseñanza sin alumno, pero sí aprendizaje sin maestro. Es una de las cosas que me ha hecho ver mi vida profesional y que me ha salido poner aquí, al principio del texto. Y quiero decir que como usted me está leyendo, hay enseñanza, y si nadie me leyera, nada tendría de enseñanza, por supuesto. Habrá aprendizaje si algo de lo que digo no le suena a sandez y es capaz de estimular su cerebro para entender mejor o para aplicar mejor algún precepto o regla, ya sea de sentido común o de sentido profesional, que ambos adjetivos no son necesariamente intercambiables.

Me llamo Ceferino Cifuentes Rodrigo y tengo sesenta y un años, esa edad tan mal observada últimamente por personas dedicadas a la empresa, y más, si ocupan un cuadradito del organigrama, porque soy jefe comercial de una empresa de seguros en el Área Sur de España y Portugal, que ahora es multinacional después de pasar con grandes vicisitudes varios procesos de absorción y fusión.  A los mayores nos miran mal hasta los propios mayores, sí, aquéllos que deben hacer las grandes reestructuraciones a consecuencia de sesudos planes de reingeniería.  ¿Pero no quedamos en que “re” es una nota musical?

Sí, soy un mando en una empresa que no sé si llamarla grande, mediana o elástica, porque de unos años a esta parte hemos pasado por tres dueños distintos y en realidad no he conocido a ninguno en profundidad como para decir si hemos sido cabeza de ratón, cola de león o entraña de rinoceronte. Hemos superado vicisitudes varias que más eran producto de nuestra propia superstición que de la realidad cotidiana porque la cosa es que mi trabajo tampoco ha cambiado mucho, pero los sustos… Qué sustos nos venían cada vez que anunciaban una nueva movida. En fin, que ahora ya está uno acostumbrado y se convence de que en la vanguardia (en mi vanguardia) todo continúa igual, que sólo cambian los del Estado Mayor.

Sigo aquí, siendo un frente operativo del negocio y me siento algo raro cada vez que tengo que poner un nuevo logo en la fachada de mi oficina, que me obliga a pedir que los limpiadores se esmeren en liberar las marcas de polvo que ha dejado el anterior, no sea que los nuevos vengan a visitarnos y se lleven un cabreo mayúsculo creyendo que no hemos asumido su compra con lealtal.  ¡Como si la lealtad se midiera por la densidad del polvo marcado en la pared por el logo anterior!

En fin, le diré que regento una sucursal comercial de la compañía en una zona de tamaño medio y, aunque me agrada mi trabajo, apreciaría un buen acuerdo para jubilarme mirando a cualquier isla del Caribe.

Le contaré algunos de mis antecedentes personales para que pueda usted encuadrarme con lo que le voy a decir, pues estoy seguro de que si no viniera de donde vengo, ni hubiera pasado por donde he pasado, las siguientes letras iban a ser otras, y quizá hasta muy distintas.

Soy hijo de un matrimonio que emigró a Zaragoza en 1960, cuando yo tenía 15 años. Acababa de terminar el Bachiller Elemental en el pueblo más grande de la comarca, Utrillas, cabecera de una zona minera, gracias a que mi padre hacía muchas horas extraordinarias en las minas de Escucha.  Él quiso salir del polvo que iba ocupando sus pulmones y nos quiso dar una vida mejor, según el cánon de aquella época: vivir en una ciudad trabajando muchas horas de lunes a sábado, para poder ir a comer un bocadillo el domingo en el Parque aún llamado Primo de Rivera.

En Zaragoza viví en una zona noble, codeándome con “señoritos”, porque mi madre regentó una portería en la calle Alfonso I, la que termina justo enfrente de la catedral del Pilar, mientras mi padre trabajaba en el negocio del taxi.  Gracias a que mi madre sabía coser bien (me hacía unos trajes impecables) y a que mi padre iba trayendo buen dinero en efectivo con su Seat 1400 tan negro, ese círculo de la calle importante me aceptaba como alguien a quien no humillar.

Ingresé de botones en un banco, recomendado por uno de aquellos “señoritos” a los que cautivé con mis atrevimientos y salvajadas que un niño de ciudad no haría, y menos vestido de forma impecable, sin un remiendo.  Mi agudeza me ayudó en mi carrera y llegué a oficial administrativo después de muchas horas de no levantar la cabeza del escritorio y trazar asientos contables con una pulcra letra redondilla. Habiendo cumplido los 30 años, justo cuando murió Franco, me propusieron cambiar a la filial de seguros, cubriendo una vacante de subjefe.

Allí vi mi oportunidad, y decidí aprovecharla porque intuía un gran cambio en mi vida al igual que en la sociedad que me estaba tocando vivir. Llegué a participar en política dentro de una organización política que terminó integrándose en el PSP de Tierno Galván.  Me sirvió para entender qué significaba un carácter reivindicativo y para saber que el miedo sólo paraliza a quien se deja vencer.  Corrí delante de los grises… y que no se entere mucha gente, por favor, que mi padre aún no lo sabe: dormí una noche en los calabozos de la comisaría del barrio de San José. 

Dejé esta actividad porque me propusieron en 1978, casi al amparo del referéndum de la Constitución, (con 33 años de edad, la de Cristo, ese signo de madurez), una plaza de jefe de equipo en una ciudad del sur (no quiero localizarla porque no viene al caso y que me perdonen quienes esperaban esta revelación, pero es que prefiero que en este libro destaque mi Zaragocica antes que cualquier otra ciudad), que acepté. También por aceptar este cargo abandoné mis estudios de Perito Mercantil, que había comenzado unos meses antes, lo que me fue penando durante varios años, y aún me pena, aunque menos, porque ya he tocado mi techo profesional y no se ha quedado tan bajito.

En realidad, poco ha cambiado mi vida superficial desde aquel traslado, porque sigo en el mismo edificio, en la misma calle, en la misma ciudad… y casi en el mismo puesto… digo casi, porque he ido creciendo en categoría y sueldo en la medida en que pudimos hacer crecer la facturación de la oficina y no me abrieron en las cercanías otra agencia que se me llevara la clientela. He dicho vida superficial, sí, porque la profunda he querido que cambiara, y ha cambiado, y creo que mucha de ella va a ir quedando reflejada en estas páginas. Espero no rasgarme la piel en el empeño de escribirla, porque sé que alguna historia de las que cuente me va a dejar un rasguño por aquí adentro, no por su contenido en sí, sino por las emociones que remueva.

Al mirarme en el espejo, veo ya a un hombre maduro y canoso, con poco pelo, repeinado hacia atrás con gomina para evitar que se me crespen cuatro pelillos rabiosos allá por un remolino en el cogote. Tengo unas cejas muy pobladas que aún mantienen un color oscuro, casi como su primigenio color castaño, que no cuadra con mi cabello blanco, y le da a mi rostro un aspecto más duro del que realmente tengo. Llevo unas gafas algo anticuadas, con montura de pasta negra en la parte superior y aro dorado para sujetar el cristal (me gustan, qué narices, ¿por qué las tengo que cambiar), que casi ocultan del todo mis ojos azules, tan alabados por ciertas damas de las que ya no hablaré más. También tengo otras gafas para corregir la presbicia que presentan un diseño más moderno, con montura al aire, y que uso sobre todo cuando me pongo delante del ordenador para “liberar” las nuevas pólizas y otras zarandajas que ahora piden con firma electrónica, nada de papel. Reconozco la generosidad de mi nariz, con una punta redondeada que semeja el postizo de un “clown” tipo Charlie Rivel. Tuve mandíbula fuerte en mi juventud, pero hoy la papada me ha dulcificado el perfil. Gusto de llevar las patillas más bien largas y frondosas, a la moda de los años de mi época adolescente. Así, en conjunto, me dicen que tengo un aire a Woody Allen, o quizá a Stan Laurel, sobre todo por su expresión de despistado perpetuo.

Me habría gustado crecer más porque fui admirador de Emiliano y Buscató, pero me quedé raspando el 1,60. Es decir, ni para jugar de base. He cultivado una buena barriga que nunca tuve antes de los 50, puntiaguda, de las que no se adivinan mirándome desde atrás, pero que no me preocupo en disimular. Cuando no llevo corbata (casi siempre me la pongo, incluso en fin de semana para ir a la iglesia), me abro tres botones de la camisa porque me gusta mostrar sin empaque mi buena pelambrera en el escote, que no tengo nada contra nadie, pero soy de los de pelo en pecho. Ejerzo de soltero por vocación.

No cuento mucho de mis andanzas (“que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda”), porque soy un hombre discreto, ni siquiera mis compañeros de trabajo podrían dar fe de mis anécdotas extralaborales. Lo que sí confirmo es que no he adquirido el deje andaluz, que no, que no quiero, sino que más bien cada día aumento mi acento aragonés (y a mucha honra), y además, soy socarrón antes que gracioso natural.

Lo dicho, amigo/a lector/a, espero que pueda aprender riendo, que se divierta, porque voy a poner todo lo que de verdad pienso sobre los temas que me han propuesto los editores, señores que parecen honestos y no van a recortar o retocar nada más que lo necesario para hacerle asequible a usted este librito (seguro que yo me enreveso mucho).

 

Nota del Editor:

Una vez leído lo escrito más arriba, nos dijo Ceferino que contáramos algunas cosas que no se atrevía a exponer por pudor y vergüenza, así que, haciéndole caso, añadimos unas líneas a su preámbulo, con salpicones de nuestro charco:

Ceferino es un hombre curtido, veterano, hecho a sí mismo gracias a una inteligencia instintiva con profunda puesta a tierra que él reconoce y achaca a los años que vivió en el medio rural, entre los mineros, los agricultores y los pastores, unos de agujeros oscuros y otros de cielo abierto. Dice que tiene aún la filosofía parda de entonces. Transmite bondad y, sobre todo, honestidad, es de esos hombres que si te da la mano para sellar un pacto, no necesitas papeles firmados. Usa un lenguaje llano y directo, probablemente porque no conozca ni le importe conocer otro; además, desconfía de todo lo nuevo hasta que no se ha probado su efectividad. Comenta que su apóstol preferido es Santo Tomás. Se declara cristiano, que no del todo católico, aunque va a misa, y repite mucho la máxima de “haz el bien y no mires a quién”.  Es como si quisiera tener una moral, quizá basada en la religión que le enseñaron, pero sobre la que no se atreve a reflexionar para afianzar su propio criterio. 

En sus 28 años andaluces, aunque repite machaconamente que sigue igual, ha pasado de un quehacer monótono y rutinario gestionando pólizas administrativamente a ser el jefe comercial de zona que mejores resultados obtiene, especialmente en la retención de clientes (a pesar de las crisis sobrevenidas cada vez que sonaba una fusión) y en el aumento de negocio individual por fidelización. Sus empleados lo respetan y admiran, él los sigue llamando de usted aunque tengan veintipocos años, y todos destacan que siguen su modelo de gestión, con pocas palabras vanas y muchos actos de verdad.  Si le nombras la palabra ´líder’ se le erizan los pelos y te mira en silencio frunciendo el ceño.

Habitualmente, podríamos verlo en su despacho acristalado con las mangas de la camisa remangadas en pliegues casi hasta el codo, con el primer botón de la camisa desabrochado de tal manera que le salen algunos recios pelitos por encima de la corbata desencajada… y si es ya última hora del día, los cabellos rebeldes de su cogote han vencido a la gomina y sobresalen como unos finos talles enhiestos sobre la coronilla… la mesa llena de papeles… y con el cigarrillo en los labios, que a esas horas ya no aguanta la Ley Antitabaco y se enciende uno tras otro para compensar la abstinencia de toda la jornada laboral. Ah, pero no le ven fumar sus empleados.

Dice que no le importaría que le jubilaran para volver a su Zaragoza, que visita al menos cuatro veces al año, pero cuando lo ves en su puesto de trabajo transmite la misma ilusión que cualquier jefe recién nombrado. No quiere ni oír hablar de un traslado, aunque supusiera ascenso y gratificación, que estima mucho a sus chavales de ahora, que al fin ha conseguido un equipo a su gusto y que ellos aún lo necesitan. Cuando habla de la gente de su equipo se le pone tono y cara de padre.

Horizonte

Me dijiste que volverías y aún estoy esperando.