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Molintonia

Ceferino, palabras de introito

Se han dirigido a mí varios personajes importantes para que deje constancia por escrito de mis opiniones sobre algunos aspectos de mi andadura profesional. Gracias, señores, es un halago que, después de tantos años de trabajo, alguien valore de esta manera los esfuerzos invertidos y los aprendizajes obtenidos para llegar a ser quien soy, ni más ni menos primordial que cualquier otro trabajador que ronde mi edad.  En algún sitio leí que la experiencia es la madre de la ciencia, pero que también la experiencia no se compone de las cosas que se han vivido, sino de las cosas que se han reflexionado.  Y no hay mejor aprendizaje que reflexionar sobre la experiencia, ya sea propia o ajena.

Señor/a lector/a, voy a hacer todo lo posible para que estas páginas que han llegado a sus manos se conviertan en enseñanzas que lleven al aprendizaje. Ya sabe, la enseñanza es de una dirección, mientras que el aprendizaje viene de la contraria. No hay enseñanza sin alumno, pero sí aprendizaje sin maestro. Es una de las cosas que me ha hecho ver mi vida profesional y que me ha salido poner aquí, al principio del texto. Y quiero decir que como usted me está leyendo, hay enseñanza, y si nadie me leyera, nada tendría de enseñanza, por supuesto. Habrá aprendizaje si algo de lo que digo no le suena a sandez y es capaz de estimular su cerebro para entender mejor o para aplicar mejor algún precepto o regla, ya sea de sentido común o de sentido profesional, que ambos adjetivos no son necesariamente intercambiables.

Me llamo Ceferino Cifuentes Rodrigo y tengo sesenta y un años, esa edad tan mal observada últimamente por personas dedicadas a la empresa, y más, si ocupan un cuadradito del organigrama, porque soy jefe comercial de una empresa de seguros en el Área Sur de España y Portugal, que ahora es multinacional después de pasar con grandes vicisitudes varios procesos de absorción y fusión.  A los mayores nos miran mal hasta los propios mayores, sí, aquéllos que deben hacer las grandes reestructuraciones a consecuencia de sesudos planes de reingeniería.  ¿Pero no quedamos en que “re” es una nota musical?

Sí, soy un mando en una empresa que no sé si llamarla grande, mediana o elástica, porque de unos años a esta parte hemos pasado por tres dueños distintos y en realidad no he conocido a ninguno en profundidad como para decir si hemos sido cabeza de ratón, cola de león o entraña de rinoceronte. Hemos superado vicisitudes varias que más eran producto de nuestra propia superstición que de la realidad cotidiana porque la cosa es que mi trabajo tampoco ha cambiado mucho, pero los sustos… Qué sustos nos venían cada vez que anunciaban una nueva movida. En fin, que ahora ya está uno acostumbrado y se convence de que en la vanguardia (en mi vanguardia) todo continúa igual, que sólo cambian los del Estado Mayor.

Sigo aquí, siendo un frente operativo del negocio y me siento algo raro cada vez que tengo que poner un nuevo logo en la fachada de mi oficina, que me obliga a pedir que los limpiadores se esmeren en liberar las marcas de polvo que ha dejado el anterior, no sea que los nuevos vengan a visitarnos y se lleven un cabreo mayúsculo creyendo que no hemos asumido su compra con lealtal.  ¡Como si la lealtad se midiera por la densidad del polvo marcado en la pared por el logo anterior!

En fin, le diré que regento una sucursal comercial de la compañía en una zona de tamaño medio y, aunque me agrada mi trabajo, apreciaría un buen acuerdo para jubilarme mirando a cualquier isla del Caribe.

Le contaré algunos de mis antecedentes personales para que pueda usted encuadrarme con lo que le voy a decir, pues estoy seguro de que si no viniera de donde vengo, ni hubiera pasado por donde he pasado, las siguientes letras iban a ser otras, y quizá hasta muy distintas.

Soy hijo de un matrimonio que emigró a Zaragoza en 1960, cuando yo tenía 15 años. Acababa de terminar el Bachiller Elemental en el pueblo más grande de la comarca, Utrillas, cabecera de una zona minera, gracias a que mi padre hacía muchas horas extraordinarias en las minas de Escucha.  Él quiso salir del polvo que iba ocupando sus pulmones y nos quiso dar una vida mejor, según el cánon de aquella época: vivir en una ciudad trabajando muchas horas de lunes a sábado, para poder ir a comer un bocadillo el domingo en el Parque aún llamado Primo de Rivera.

En Zaragoza viví en una zona noble, codeándome con “señoritos”, porque mi madre regentó una portería en la calle Alfonso I, la que termina justo enfrente de la catedral del Pilar, mientras mi padre trabajaba en el negocio del taxi.  Gracias a que mi madre sabía coser bien (me hacía unos trajes impecables) y a que mi padre iba trayendo buen dinero en efectivo con su Seat 1400 tan negro, ese círculo de la calle importante me aceptaba como alguien a quien no humillar.

Ingresé de botones en un banco, recomendado por uno de aquellos “señoritos” a los que cautivé con mis atrevimientos y salvajadas que un niño de ciudad no haría, y menos vestido de forma impecable, sin un remiendo.  Mi agudeza me ayudó en mi carrera y llegué a oficial administrativo después de muchas horas de no levantar la cabeza del escritorio y trazar asientos contables con una pulcra letra redondilla. Habiendo cumplido los 30 años, justo cuando murió Franco, me propusieron cambiar a la filial de seguros, cubriendo una vacante de subjefe.

Allí vi mi oportunidad, y decidí aprovecharla porque intuía un gran cambio en mi vida al igual que en la sociedad que me estaba tocando vivir. Llegué a participar en política dentro de una organización política que terminó integrándose en el PSP de Tierno Galván.  Me sirvió para entender qué significaba un carácter reivindicativo y para saber que el miedo sólo paraliza a quien se deja vencer.  Corrí delante de los grises… y que no se entere mucha gente, por favor, que mi padre aún no lo sabe: dormí una noche en los calabozos de la comisaría del barrio de San José. 

Dejé esta actividad porque me propusieron en 1978, casi al amparo del referéndum de la Constitución, (con 33 años de edad, la de Cristo, ese signo de madurez), una plaza de jefe de equipo en una ciudad del sur (no quiero localizarla porque no viene al caso y que me perdonen quienes esperaban esta revelación, pero es que prefiero que en este libro destaque mi Zaragocica antes que cualquier otra ciudad), que acepté. También por aceptar este cargo abandoné mis estudios de Perito Mercantil, que había comenzado unos meses antes, lo que me fue penando durante varios años, y aún me pena, aunque menos, porque ya he tocado mi techo profesional y no se ha quedado tan bajito.

En realidad, poco ha cambiado mi vida superficial desde aquel traslado, porque sigo en el mismo edificio, en la misma calle, en la misma ciudad… y casi en el mismo puesto… digo casi, porque he ido creciendo en categoría y sueldo en la medida en que pudimos hacer crecer la facturación de la oficina y no me abrieron en las cercanías otra agencia que se me llevara la clientela. He dicho vida superficial, sí, porque la profunda he querido que cambiara, y ha cambiado, y creo que mucha de ella va a ir quedando reflejada en estas páginas. Espero no rasgarme la piel en el empeño de escribirla, porque sé que alguna historia de las que cuente me va a dejar un rasguño por aquí adentro, no por su contenido en sí, sino por las emociones que remueva.

Al mirarme en el espejo, veo ya a un hombre maduro y canoso, con poco pelo, repeinado hacia atrás con gomina para evitar que se me crespen cuatro pelillos rabiosos allá por un remolino en el cogote. Tengo unas cejas muy pobladas que aún mantienen un color oscuro, casi como su primigenio color castaño, que no cuadra con mi cabello blanco, y le da a mi rostro un aspecto más duro del que realmente tengo. Llevo unas gafas algo anticuadas, con montura de pasta negra en la parte superior y aro dorado para sujetar el cristal (me gustan, qué narices, ¿por qué las tengo que cambiar), que casi ocultan del todo mis ojos azules, tan alabados por ciertas damas de las que ya no hablaré más. También tengo otras gafas para corregir la presbicia que presentan un diseño más moderno, con montura al aire, y que uso sobre todo cuando me pongo delante del ordenador para “liberar” las nuevas pólizas y otras zarandajas que ahora piden con firma electrónica, nada de papel. Reconozco la generosidad de mi nariz, con una punta redondeada que semeja el postizo de un “clown” tipo Charlie Rivel. Tuve mandíbula fuerte en mi juventud, pero hoy la papada me ha dulcificado el perfil. Gusto de llevar las patillas más bien largas y frondosas, a la moda de los años de mi época adolescente. Así, en conjunto, me dicen que tengo un aire a Woody Allen, o quizá a Stan Laurel, sobre todo por su expresión de despistado perpetuo.

Me habría gustado crecer más porque fui admirador de Emiliano y Buscató, pero me quedé raspando el 1,60. Es decir, ni para jugar de base. He cultivado una buena barriga que nunca tuve antes de los 50, puntiaguda, de las que no se adivinan mirándome desde atrás, pero que no me preocupo en disimular. Cuando no llevo corbata (casi siempre me la pongo, incluso en fin de semana para ir a la iglesia), me abro tres botones de la camisa porque me gusta mostrar sin empaque mi buena pelambrera en el escote, que no tengo nada contra nadie, pero soy de los de pelo en pecho. Ejerzo de soltero por vocación.

No cuento mucho de mis andanzas (“que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda”), porque soy un hombre discreto, ni siquiera mis compañeros de trabajo podrían dar fe de mis anécdotas extralaborales. Lo que sí confirmo es que no he adquirido el deje andaluz, que no, que no quiero, sino que más bien cada día aumento mi acento aragonés (y a mucha honra), y además, soy socarrón antes que gracioso natural.

Lo dicho, amigo/a lector/a, espero que pueda aprender riendo, que se divierta, porque voy a poner todo lo que de verdad pienso sobre los temas que me han propuesto los editores, señores que parecen honestos y no van a recortar o retocar nada más que lo necesario para hacerle asequible a usted este librito (seguro que yo me enreveso mucho).

 

Nota del Editor:

Una vez leído lo escrito más arriba, nos dijo Ceferino que contáramos algunas cosas que no se atrevía a exponer por pudor y vergüenza, así que, haciéndole caso, añadimos unas líneas a su preámbulo, con salpicones de nuestro charco:

Ceferino es un hombre curtido, veterano, hecho a sí mismo gracias a una inteligencia instintiva con profunda puesta a tierra que él reconoce y achaca a los años que vivió en el medio rural, entre los mineros, los agricultores y los pastores, unos de agujeros oscuros y otros de cielo abierto. Dice que tiene aún la filosofía parda de entonces. Transmite bondad y, sobre todo, honestidad, es de esos hombres que si te da la mano para sellar un pacto, no necesitas papeles firmados. Usa un lenguaje llano y directo, probablemente porque no conozca ni le importe conocer otro; además, desconfía de todo lo nuevo hasta que no se ha probado su efectividad. Comenta que su apóstol preferido es Santo Tomás. Se declara cristiano, que no del todo católico, aunque va a misa, y repite mucho la máxima de “haz el bien y no mires a quién”.  Es como si quisiera tener una moral, quizá basada en la religión que le enseñaron, pero sobre la que no se atreve a reflexionar para afianzar su propio criterio. 

En sus 28 años andaluces, aunque repite machaconamente que sigue igual, ha pasado de un quehacer monótono y rutinario gestionando pólizas administrativamente a ser el jefe comercial de zona que mejores resultados obtiene, especialmente en la retención de clientes (a pesar de las crisis sobrevenidas cada vez que sonaba una fusión) y en el aumento de negocio individual por fidelización. Sus empleados lo respetan y admiran, él los sigue llamando de usted aunque tengan veintipocos años, y todos destacan que siguen su modelo de gestión, con pocas palabras vanas y muchos actos de verdad.  Si le nombras la palabra ´líder’ se le erizan los pelos y te mira en silencio frunciendo el ceño.

Habitualmente, podríamos verlo en su despacho acristalado con las mangas de la camisa remangadas en pliegues casi hasta el codo, con el primer botón de la camisa desabrochado de tal manera que le salen algunos recios pelitos por encima de la corbata desencajada… y si es ya última hora del día, los cabellos rebeldes de su cogote han vencido a la gomina y sobresalen como unos finos talles enhiestos sobre la coronilla… la mesa llena de papeles… y con el cigarrillo en los labios, que a esas horas ya no aguanta la Ley Antitabaco y se enciende uno tras otro para compensar la abstinencia de toda la jornada laboral. Ah, pero no le ven fumar sus empleados.

Dice que no le importaría que le jubilaran para volver a su Zaragoza, que visita al menos cuatro veces al año, pero cuando lo ves en su puesto de trabajo transmite la misma ilusión que cualquier jefe recién nombrado. No quiere ni oír hablar de un traslado, aunque supusiera ascenso y gratificación, que estima mucho a sus chavales de ahora, que al fin ha conseguido un equipo a su gusto y que ellos aún lo necesitan. Cuando habla de la gente de su equipo se le pone tono y cara de padre.

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