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Molintonia

La estalagmita

La estalagmita

Veo su número en la pantalla, ni siquiera la tengo registrada en la lista de contactos, ojalá se olvidara de mí.  Respondería a su llamada si la recordara envuelta en cualquier rol que no fuera lujuria o dominación.  Se llama Amor, qué ironía, lo que le falta, la guinda que podría atraparme por los siglos de los siglos como una posesión que ni un hechicero podría deshacer.

Comienza por mi cuello, siempre mi cuello, a modo de vampiresa que primeramente me saca el alma por donde no puedo evitarlo.  Sus labios, ligeramente acompañados por sus dientes, se pasean sobre mi yugular, que vibra potente al son de su atracción y mi deseo.

La conocí en un viaje a la profundidad de unas cuevas en los picos de Europa, donde vive.  Morena azabache, la Preciosa de Cervantes o la Dorothy de Lynch… una pulgada más alta que yo, lo suficiente para mirarme desde arriba y rociarse sobre mí en cada parpadeo.

Siento ahora sus besos bajo mis lóbulos, aspira más, sorbe el último gramo que queda de mi aliento fuera de mi cuerpo, y  su cuerpo arqueado se amolda al mío y baila una danza siniestra y sensual.

Se quedó atrás en la reata de visitantes, junto a mí.  Me retrasó en el caminar y se volvió hacia mí.  Le daba la luz desde un foco alto que su melena me tapaba y sólo veía un perfil y escuchaba su aliento.  Me apoyé en una estalagmita húmeda. Se acercó cimbreándose adelante.

 Sus dedos como artesanos de un arpa se van incrustando en mi dorso, gana y se apodera de mis movimientos, los maneja mientras susurra ‘eres mío’, como mandato que me hace vibrar en imán.

Desde que me besó en aquella cueva de claroscuros, metida en supremacía, dividió mi voluntad en cien migajas que me iba dejando utilizar a su antojo.  Visitamos cinco cuevas más, entre Asturias y Gerona.  Se ciñó a mí con la fuerza de la oscuridad que atrapábamos en cada descenso.  Ni una pizca de luz pudo despegarme y soñé con el amor.

Y se llena de fluidos mientras su palpitar me hipnotiza.  Se preocupa de llevar mi mano hacia la fuente de su placer mientras brota lentamente la miel que me obligará a probar.  No se separa de mí.  Nunca… siempre algo de su aura conmigo para mantener vivo el embrujo.

Acepté su compañía igual que quien acepta al sicario que le asesinará nada más suene un campanazo oculto… pero radiante de amor, inundado de la esencia que su nombre me transmitía cada vez que osaba nombrarla cuando nuestros cuerpos, el mío sin alma, se unían al frenesí: Amor, Amor, Amor.

Me deja tomar el mando y busco ríos escondidos por donde saciar mi sed o ese camino para recibir o entregar.  Sus pezones largos, oscuros, cálidos, de madre nutriente de los sentimientos que sirven para toda la vida, incluso acabada, como ahora siento.  Absorbo, me lleno de existencia a través de sus pechos que manan para mí. Mis manos abajo de su dorso, de donde la agarro y la abro como rajando un cordero pascual.  Su fuerza me pide más fuerza, pero aún no.

 Vuelve a sonar su llamada. He dejado mi teléfono en la mesita.  Sentado en la esquina del sofá, moviéndome adelante y atrás con los brazos cruzados sobre mis muslos, contra mi vientre, miro angustiado la pantalla.  No hay sonido, sólo vibra y retumba.  Cierro los ojos, pero está.

Se llena de mí con un hambre atroz, devora mis esquinas sin piedad y va dejando huella húmeda en cada lugar por donde cruje mi deseo.  Engulle cada pliegue y por fin llega al territorio viril que quiere poseer.  Se detiene para mirarme desde abajo.  Me mira con una sonrisa blanca y negra que maneja como una diosa amada o herida. Soy incapaz de decirle que abra los labios sobre la efervescencia porque prefiero sentir todo su rostro atrapándome, sus manos pegadas a mis caderas para traspasarme su fuego.

He querido desengancharme de su dolor, el que busca paliar con su hegemonía y que me traspasa sin compasión ni ternura.  Dejaré de ser suyo si aprendo a vivir con ella a mi lado en silencio.  Pero sus manos hablan, su carne habla, sus ojos hablan y segrega fluidos que se convierten en vapor para embaucarme en su hechizo.

Consigo entrar en ella sintiendo solo dentro de mí para olvidar, le sujeto las manos al suelo y bandeo mi cuerpo sabiendo que puedo caer derrotado.  Lucho contra ella, Amor.  Y comienza a suplicar.  Se descarna.  Aprieta los dientes queriendo evitar la capitulación.  Enlazo mis piernas con las suyas para sujetarla aún más.  La domino mientras empujo.  A la vez aspira y suspira.  Quiere gritar y no puede porque si no, se le escapará la única fuerza que me une a ella.  Cada vez me muevo con más delirio.  Contengo el jadeo, la miro ya con poder; revienta; me derramo sobre ella sin soltarle las manos ni las piernas; se agita; expira.

No vibra. La pantalla se ha apagado.  Me alargo sobre el respaldo del sofá, los brazos estirados y una sonrisa de liberación eriza mi albedrío.

Adiós,  Amor.

(publicado en la Revista Imán, de la Asociación Aragonesa de Escritores, núm. 19, noviembre 2018))

https://revistaiman.es/la-estalagmita/ 

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