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Cuentos infantiles

El destino de un pastor

El destino de un pastor

Cuento elaborado de un original que me regaló Ángel Neira, transcrito de uno que le contaba su madre en la infancia. El dibujo es uno de los realizados por  Ángel en el cuento original.

 

Érase una vez un niño pastor que vivía en las afueras de un poblado con una malvada mujer que lo recogió cuando murieron sus padres. 

Ángel se dedicaba a pastorear las tres cabras que heredó de sus padres.  Gracias a ellas podían sobrevivir vendiendo su leche en el pueblo.  Mientras él las llevaba a los pastos, la mujer, llamada Morgana, se dedicaba a estar tumbada en la hierba riéndose de los pájaros bobos o a cazar saltamontes para escucharlos crujir entre sus manos.  En realidad, ella cuidaba al niño porque era el propietario de las cabras, nada más que por eso.  En cambio, Ángel, al no haber conocido a sus padres, la sentía como su única familia.

La vida de Ángel se llenaba con la alegría al ver corretear a sus cabras de sol a sol, admirándose de cómo crecían las flores por encima de la hierba, y divirtiéndose con los baños en un remanso del río que sólo él conocía.

Así pasaban los días, y al anochecer, de regreso a la cabaña, se preparaba para escuchar los reniegos de Morgana por cualquier pequeña tontería.  Quizá le persiguiera con la escoba por no haberse limpiado los pies al entrar, o le diera cocotazos con los nudillos porque le compraron la leche a bajo precio, o lo castigara sin cenar por traer el zurrón mojado.

Pero una tarde muy calurosa, con el sopor de la siesta, apareció un hombre por los pastos.  Fue como una aparición, sí, porque no lo escuchó llegar y nunca antes había visto a nadie por aquellos lugares tan alejados del pueblo.  El hombre era muy alto, se apoyaba en una vara muy larga, vestía una túnica y le acompañaban tres perros grandes con cara de bonachones.

Ángel se sobresaltó y saltó para ponerse de pie en postura de defensa.  El hombre sonrió y le dijo:

–No temas.  Soy hombre de paz.

Al escuchar su voz y entender sus palabras, el niño se tranquilizó.

El  hombre le preguntó:

–¿Cómo se llaman tus cabras?

Y así iniciaron una charla que duró mucho rato, compartieron la merienda del niño y se ganaron la confianza mutua.

Cuando ya el sol se escondió detrás de la montaña, hora de regresar a la cabaña, el hombre le propuso:

–Te cambio un perro por una cabra.

Así de repente, Ángel no supo qué contestar.  Los perros parecían muy tranquilos y cualquiera de ellos podría servirle para acompañarlo en el pastoreo y para cuidar la casa durante la noche, pero tenía miedo de aceptar porque Morgana se enfadaría muchísimo con él si llegaba con una cabra menos.

Hubo unos minutos de silencio mientras las cabras tomaban los últimos bocados del día, los perros miraban al chico con cariño, y el hombre esperaba con paciencia la contestación a su propuesta.

Sin saber por qué, Ángel confió en el hombre de la túnica, se arriesgó al enfado de Morgana y dijo:

–Sí, cambiemos una cabra por un perro.

En el camino a casa, Ángel se fue convenciendo de que el cambio había sido bueno, porque el perro le mostraba obediencia, le frotaba las piernas con su lomo y, sobre todo, le miraba con tanto cariño... 

Pero al llegar a casa le esperaba Morgana, que se asomó, extrañada, cuando oyó ladrar a un perro.  Mirando hacia Ángel, encogió los ojos, frunció las cejas, puso la mano sobre la frente para otear mejor... y cuando descubrió la novedad, le hirvió la sangre y salió ligera y muy enfadada al encuentro del niño.

–¡¿Dónde está la otra cabra?!  ¡¡Eh!! ¿Dónde?  ¿Y ese perro asqueroso?  ¿De dónde lo has sacado? – y mientras gritaba, le estiraba de la oreja con una mano y con los nudillos de la otra le daba cocotazos

A Ángel le pasaron muchas cosas por la cabeza, además de esos coscorrones.  Pensó que quizá se había equivocado al cambiar la cabra por el perro, que había hecho mal, que Morgana tenía razón con el enfado...

–Ha venido un señor a las praderas, y le he cambiado una cabra por el perro– le explicó muy apesadumbrado.

–¡¿Cómo?! –tronó Morgana–. ¡Un perro por una cabra!  ¡Un perro por una cabra!  Eres idiota.  ¿Cuánta leche esperas sacar de este chucho?  ¿De qué esperas comer?  ¿De los ladridos?

Ángel agachaba la cabeza y tenía sentimiento de culpa por haber obrado así.  Morgana se cansó de estirarle la oreja hasta que pareció un pimiento morrón y siguió dándole cocotazos.

–¡Ahora mismo te vas a la cama sin cenar!  Será la mejor manera de empezar el ahorro por tu tonta idea.

Y el niño corrió a acostarse con picazón en la oreja y casi sin sentir el pelo sobre su cabeza.

Como no podía dormirse, se acordaba del episodio con el hombre de la túnica y se enfadaba por haberse dejado engañar.  El perro se había acostado a un lado de la cama y levantaba sus ojos para mirarlo con cariño y protección, haciéndole muecas con la lengua afuera, moviendo las orejas....  Parecía querer decirle algo, y Ángel le contestó:

–Ya ves la que he armado.  Por tenerte aquí, Morgana va a estar enfadada conmigo toda la vida.

Pero conforme miraba la cara bonachona del perro, le fue cambiando el pensamiento y le vino una sensación de alegría.  A lo mejor no estaba mal hecho eso de elegir al perro como compañía.  Ahora, la imagen del hombre ya no le causaba enfado, sino ternura y confianza.  Y se durmió pensando que tendrían menos leche... aunque no le importaba, pues podría jugar con su nuevo animalito.

Al amanecer siguiente, sin atreverse a tomar nada para el desayuno, por si Morgana se enfadaba, salió hacia los pastos para sacar a las dos cabras que le quedaban.  El perro no se despegaba de él.

Nada más llegar a la pradera, se tumbó bajo un árbol, y quiso pensar oyendo a los pájaros, mientras escuchaba crujir a sus tripas pidiéndole algo para comer.

–¡Hola, Ángel! –oyó una voz conocida detrás del tronco.

Se dio la vuelta y vio otra vez al hombre de la túnica que le miraba sonriendo.

–¡No! –le gritó–. Quiero que te vayas.  Morgana se ha enfadado mucho por haberte cambiado la cabra por el perro.  Dice que tendremos menos leche y ahora no podremos comer.

El hombre siguió sonriendo, llevó la mano a su zurrón y le sacó un pan humeante y un gran trozo de queso.

–Sé que tienes hambre. Toma. Come un poco y con el estómago lleno pensarás de otra manera.

Ángel casi no dudó, cogió el ofrecimiento y mientras comía quería esconderse del hombre que le había engañado... pero su sonrisa le fue cautivando y con el último bocado de pan, ya estaba más tranquilo.

–¿Te gusta el perro?

–Sí –contestó el niño–. Ha dormido conmigo y juega siempre a mi lado.  Es muy bueno.

–Se llama “Juego”.

–¡Uy!  ¡Qué nombre tan raro para un perro!

–He vuelto para hacerte otra vez una propuesta.

El hombre chasqueó los dedos y aparecieron los otros dos perros.

–Querría cambiarte otro perro por otra cabra.

–¡No! ¡¿Estás loco?!  Morgana se enfadaría mucho conmigo.  Ya no me querría, ¿sabes?  Y no tengo a nadie más en el mundo.  No.  Además, ¿de dónde íbamos a sacar la leche para venderla y tener comida?

–No me has dejado terminar.  Iba preguntarte qué otra cosa más querías con el cambio, pero ya tengo la compensación para ti.

–¡Vete!  Lo único que quiero es llegar a casa con mis dos cabras, bien comidas para que den buena leche.  ¡Vete!

–Déjame explicarte.  Para ti, las cabras sólo te dan de comer, ¿no es eso?

–Sí.

–Pues mi propuesta es que te cambio una cabra por un perro... y por este zurrón.

–No quieras engañarme otra vez.  Yo ya tengo un zurrón.   No necesito otro.

–Este zurrón es como una cabra.  ¿Ves? –y el hombre sacó una manzana.

–¡Ya! Y con eso, ¿qué?

–¿No necesitas comida?

–Claro.

–Pues este zurrón te la da.  ¿No lo has visto?

–Pero tú te crees que soy tonto.  ¿Y cuando se acabe la comida del zurrón?

El hombre le acarició la cabeza con mucha suavidad y, mientras le tocaba la oreja, le dijo:

–¿Quieres más comida?  Toma.

Metió la mano al zurrón y sacó una lechuga, y después un melón, y luego más queso, y huevos, y peras, y naranjas, y pan...

Ángel miraba alucinado.

–Siempre habrá comida en este zurrón, así que, si te lo llevas, no vas a necesitar la leche de tu cabra.

Ángel pensó en Morgana.  Se pondría contenta si le llevaba el zurrón porque siempre tendría comida a mano.

–¿Aceptas el cambio? –volvió a proponerle el hombre de la túnica.

El niño dudó, pero...

–Sí, acepto.

Y uno de los perros se pegó a sus piernas, mientras el hombre le daba el zurrón.

–Adiós, Ángel –se despidió marchándose con la cabra.

En el camino a casa, “Juego” no dejaba de saltar y corretear.  Le transmitía alegría y así estuvo muy contento durante todo el trayecto.  El otro perro iba muy tranquilo y mirando hacia arriba con la boca cerrada y los ojos brillantes.

Y desde lejos, gritó:

–¡Morgana!  ¡Morgana!  ¡Mira lo que traigo!

Ella salió muy rápido.  Se imaginaba alguna torpeza de Ángel otra vez... y al ver que sólo venía con una cabra, se lanzó hacia él y empezó a pegarle gritándole:

–¡Eres un niño idiota!  ¡Te has dejado engañar otra vez!  ¿A quién le has dado la cabra?  ¡Te vas a quedar una semana sin comer!  ¡O mejor, ya no vas a comer nunca más, para que aprendas!

Ángel quería explicarle lo del zurrón, pero no podía hablar, porque Morgana estaba muy enfadada y le seguía pegando.  Cuando ya pudo decir algo, le contó la historia mientras ella lo cogía de la oreja que le había acariciado el hombre de la túnica y, con patadas en el trasero, lo arrastraba hacia su habitación.

–Pero ¡tú eres idiota!  ¡Idiota sin remedio! –le contestó Morgana–. No sé qué voy a hacer contigo.

Ya habían llegado a su habitación

–¡Ahí te vas a quedar sin comer!  ¡Nunca más vas a comer!

Ángel se quedó muy triste y dolorido.  “Juego” se puso a saltar con sus muecas y el otro perro se le acostó en los pies mirándole con ternura.  Poco a poco, la alegría de su primer perro le hizo soltar una sonrisa, y el segundo perro le dio tranquilidad para poder pensar.  Quiso comprobar que el hombre no había mentido y metió la mano en el zurrón.  Era verdad, era verdad, no fallaba.  Sacó una manzana.  Miró dentro y no había nada.  Metió la mano y encontró ahora un racimo de uva.  Miró dentro y no había nada.  Metió otra vez la mano y sacó un pedazo de pan.  “Juego” y el otro perro lo miraban contentos.  Entonces, Ángel pensó en que debían tener hambre, y sacó del zurrón un par de huesos enormes.

¡Qué feliz durmió esa noche!  El hombre de la túnica era de confianza.

Al día siguiente, antes de que se levantara su hermana, aún de noche, salió de casa con su zurrón, con los dos perros y con su única cabra, para volver a la pradera.  Quizá volvía el hombre y querría darle las gracias por su regalo.

A la misma hora de los otros días, con el sol en lo más alto, le despertó de su siesta el ladrido de sus perros.  Se habían agitado porque había llegado el hombre canoso:

–Buenas tardes, Ángel.

–Buenas tardes. ¡Qué alegría!  Lo estaba esperando para darle las gracias por el zurrón.  Siempre tiene comida.

–No tienes que agradecerme nada, porque fue un cambio.  Tengo tus cabras y me dan la leche y la compañía que necesito.  ¿Cómo se ha portado tu segundo amigo? –le preguntó por el perro.

–¡Ah!, es muy tranquilo y muy cariñoso.  Parece que sonríe todo el tiempo.

–Su nombre es “Paz”, y te ayudará siempre.  Ahora quiero proponerte el último cambio.  Ya has visto que traigo otro perro.  Querría tu tercera cabra por él.

El niño se puso algo nervioso y enseguida “Paz” se acercó a su lado.

–Por supuesto –continuó el hombre–, puedo ofrecerte otro regalo añadido.

–Mire, no sé, Morgana no me aguantaría otra vuelta con una cabra menos.

–Pero si ella sólo quiere las cabras para comer, con el zurrón están resueltas sus necesidades.

Ángel dudó, pero se acordaba de que la palabra del hombre se había cumplido la otra vez, y confiaba en él.

–¿Qué otro regalo me darías?

–Pide lo que más te guste.

Se quedó muy pensativo un rato... y dijo con mucha ilusión:

–Dame el pájaro más bonito de la tierra.

El hombre levantó su brazo y del árbol cercano voló para posarse en su mano el pájaro más bonito jamás visto en la tierra.

–¿Por qué querías un pájaro?

–Para regalárselo a mi Rey.  Sé que le gustan y es muy bueno con todo el mundo.

–Muy bien, muchacho –le dijo el hombre tan amable y extraño–.  Ve corriendo y haz ese regalo que tanto te gusta para tu Rey.  Pero antes, tienes que saber el nombre de tu perro.  Se llama “Amor”.  Y los tres van a estar a tu servicio.  Te ayudarán en tus problemas y podrán concederte lo que desees.

Pero Ángel, tan admirado con el pájaro, no prestó atención a sus palabras.  Salió corriendo hacia su casa con el zurrón, el pájaro y los tres perros.

Cuando Morgana lo oyó llegar más pronto de la habitual, ya se imaginó algo raro.  Lo vio llegar sin la única cabra que les quedaba y se lanzó directa contra él.

El niño se puso a correr alrededor de ella con el pájaro sobre su hombre y los tres perros detrás suyo.

–Espera, Morgana.  Déjame que te cuente. Mira, mira este zurrón –y se lo tiró a los pies–.  Te dará toda la comida que quieras.  Mete la mano y lo verás.

La mujer no creía, pero como no podía alcanzar al chico, intentó lo que le decía.  Sacó un gran pedazo de queso.

–Lo ves.  Sigue, no te pares. Sigue.  Es verdad.

Morgana metió y sacó la mano varias veces y en todas ellas sacaba algo para comer.  Ángel dejó de correr cuando vio la cara de asombro y alegría de la mujer.

–Ya no necesitamos las cabras –le aclaró.

–¿Y ese pájaro?

–¡Ah!, me lo ha regalado el mismo señor.  Se lo he pedido para dárselo al Rey.  ¿Qué te parece?  ¿No es el más bonito del mundo?

Morgana lo miró, y se calló porque sabía que al Rey le encantaban los pájaros, y más uno como ése, nunca visto por esos lugares.

–Bien, vete ahora mismo para dárselo, y vuelve en cuanto lo hagas.

Ángel salió corriendo con el pájaro y sus tres amigos.

Iba muy contento por lo que le había pasado.  Ya no tendría que salir temprano a pastorear las cabras, tenía tres perros como amigos y le llevaba un excelente regalo al Rey.

Al llegar a la puerta del castillo, los guardianes le miraron con cara muy seria.

–¿Dónde vas, muchacho?

–Le traigo un regalo a mi Rey y quiero dárselo.

–¿Cuál es el regalo?

–Este pájaro.

–Nosotros se lo daremos.

–No, quiero ver al Rey

Lo dijo con tanta convicción que los guardias se miraron y llamaron al jefe de la vigilancia. 

–Tú estás loco, niño –le gritó el jefe desde lejos–.  No se puede ir a ver al Rey así como así.

Ángel no se amilanó.

–Sé que al Rey le gustan los pájaros.  Y si no me dejan ir a llevarle éste, haré que se entere de que ustedes no quisieron dárselo.

El jefe vio el pájaro y se dio cuenta de su belleza y de lo que le encantaría al Rey tenerlo.

–Bien, yo te llevaré.  Sígueme.

Llegaron a los aposentos reales,  el jefe tocó una campanilla y dejó al niño frente a una puerta.  Al cabo de un momento, la puerta se abrió y apareció una sirvienta, que lo cogió de la mano y lo condujo hasta la Sala del Trono.

–¿Qué deseas de mí? –habló el Rey saliendo por un lado.

El muchacho le dijo:

–Le traigo un regalo para mi Rey.  Quiero dárselo en persona.

–Muchacho, el Rey que tanto deseas ver soy yo.  Dime, ¿qué es ese regalo del que hablan los guardias?

Ángel le señaló el pájaro. 

Al Rey le maravilló ver una criatura tan extraordinaria.

–¿Dónde lo has conseguido?

El niño le contó la historia y el Rey se quedó mirando a los tres perros que no se habían separado de su dueño en ningún momento.

–Excelentes perros.  Te van a dar muchas satisfacciones.  ¿Sabes, muchacho?  Hace muchos años, oí hablar de un hombre como el que me has descrito.   Y quien me contó que lo vio fue un excelente sabio que ayudó a mi padre a dar felicidad a este Reino.

Y el Rey perdió la mirada por una ventana allá en lo alto de la Sala.

–Este pájaro es único –continuó el monarca–.  No he visto uno igual. Te contaré un secreto.  Me gustan los pájaros porque son el símbolo de la libertad.  Todos los que tengo están en la Torre Cuadrada, con las ventanas abiertas, y los visito a diario, hablo con ellos...  Ninguno se ha escapado nunca.  Salen y vuelven, y me cuentan las historias de mi gente, sus necesidades.  Así puedo gobernar sin miedo de faltarle a la verdad.

Cogió el pájaro el Rey y le dijo al niño:

–Ven, te voy a recompensar por tan maravilloso regalo.

Anduvieron por pasillos y escaleras hasta llegar delante de una puerta pequeña y gruesa.  El Rey, abriéndola, le dijo:

–Mira, muchacho, entra ahí dentro y llévate todo el dinero que puedas.  Cuando creas que tienes suficiente, llamas y te acompañarán hasta la puerta del palacio para que regreses a tu casa.

A la luz de tres antorchas, se veían montañas monedas de oro y plata.

El monarca se marchó hablando con el pájaro.

El chico pensó que era una oportunidad que no tendría jamás, así acabaría su pobreza y realizarían una nueva vida.  Se quitó los pantalones y anudó las perneras, y llenó, llenó, hasta el punto de que sus fuerzas pudiesen llevar todas las monedas de oro que cupiesen en sus pantalones.  Cuando hubo terminado de llenar los pantalones, que le hacían de saco, llamó para que le abriesen.

Algunos guardias se rieron al verle sin pantalones, pero la noticia de lo que había pasado ya corría como un relámpago, y lo que fueron risitas se convirtió en envidias y admiración.

Cuando llegó a casa, Morgana, al verlo con esa facha, se echó a reír a carcajadas, pero él le dijo:

–No te rías, Morgana, que ya quisieras ir tú desnuda a cambio de lo que traigo.

Dio la vuelta a los pantalones y todas las monedas cayeron al suelo.  A Morgana se le cortó la respiración.

 

 

Este premio del Rey iba a cambiar la vida de Ángel y Morgana.  Se pusieron muy alegres y ella olvidó los enfados por haber cambiado las cabras.  Ahora, los tres perros serían una agradable compañía.

Decidieron marcharse de la cabaña y salir a recorrer mundo para conocer más lugares y personas, hasta que encontraran un sitio donde pasar el resto de la vida.  Compraron un espléndido caballo y una carreta.  Así pasaron días y días visitando otros poblados y otros parajes.

Una mañana, a la salida de una ciudad, se les acercó un hombre anciano:

–Permitidme, señora.

–Dígame, buen hombre.

–Estoy intentando vender mi propiedad.  He notado que sois persona rica y me gustaría ofrecérsela.

Ángel también escuchó la propuesta y animó a Morgana para conocer la casa.  El hombre subió a la carreta y marcharon a conocer la oferta.

Tuvieron que recorrer un largo trecho hasta llegar a una enorme casa, rodeada de árboles y un lago.  El hombre les hablaba de los campos de alrededor, del mobiliario de las habitaciones y de la tranquilidad que suponía vivir allí, sobre todo con esos tres perros tan fuertes que les harían de guardianes.

Ángel se quedó maravillado del lugar y Morgana estaba imaginándose como una reina en un palacio.  Acordaron el precio con el propietario y tomaron posesión.

Por fin habían encontrado el lugar de sus sueños.

El muchacho salía todos los días con sus perros, jugaba por los alrededores, se bañaba en el lago, se encaramaba a las copas de los árboles, paseaba hasta las montañas...

Estando Ángel en esos juegos, alejado de la casa, Morgana oyó cómo tocaban a la puerta.  Eran unos golpes muy fuertes y, como estaba sola, se asustó y no quiso abrir sin preguntar:

–¿Quién es?

Y una voz ronca contestó:

–Soy el gigante de esta zona y quiero hablar contigo.

Pero la hermana tenía miedo y le dijo:

–Vuelva al atardecer –esperando que a esa hora ya hubiera regresado Ángel con los perros.

El gigante siguió insistiendo, ahora más suave y con voz agradable.  Su tono de amabilidad hizo que Morgana fuera tomando confianza y le abrió la puerta.

Apareció delante de ella un hombre de casi tres metros de altura y una enorme musculatura.  Al verlo, Morgana cerró de un golpe y le pidió al gigante que hablaran paseando por la orilla del lago.

En esa conversación, la mujer se enteró de que el gigante había expulsado al anterior propietario porque no le había dejado casarse con una de sus hijas, que ahora se encontraba muy solo y quería compartir su vida con alguien.  Que se llamaba Lorgelot, era muy poderoso, tenía una habitación llena de joyas y monedas de oro, y las guardaba para darle felicidad a una mujer.

A pesar de la apariencia del gigante, Morgana se compadeció de él, y quedaron en verse en otro momento. 

Ángel llegó a la hora de siempre.  Morgana no quiso contarle el episodio del gigante.

Pasaron los días, y Lorgelot la visitaba todas las mañanas.  Su relación fue creciendo y el gigante vio que ella podía ser su esposa.  Al cabo de varios paseos a la orilla del lago, se lo comunicó.  Morgana, que ya había visto la posibilidad desde el primer día, le contestó que no quería decidir sin antes consultar con el niño.  Entonces, el gigante tronó, se le hincharon todos los músculos y su cara se transformó en en un gesto de furia terrible:

–¡Al niño no lo quiero!  ¡Te quiero sólo a ti!

Morgana se marchó corriendo a su casa.  Empezó a pensar en Lorgelot y en sus riquezas.  Se veía viviendo en un palacio mucho más grande, con doncellas, sirvientes y cocineras.  Iba a ser una dama principal...   Pero estaba Ángel.  Lorgelot no lo quería.

Al día siguiente, la conversación se refirió al deseo del gigante.  Morgana escuchó todos los ofrecimientos de su pretendiente y se le abrían los ojos al descubrir cómo podría ser su vida si se casaba con él.  Cuando nombró al muchacho, Lorgelot volvió a tronar:

–¡¡Con él no!!  ¡¡No me gustan los niños!!  Deshazte de él.  ¡¡Como sea!!

Morgana le dio muchas vueltas a la cabeza y se enfebreció con los tesoros puestos a sus pies.  Pero no quería tomar una decisión sobre Ángel,  Se lo dijo al gigante y le contestó:

–¡¡Ya era hora de que razonaras!!  Tengo veneno en este bolsillo.  Toma, pónselo esta noche en la comida.

La mujer se asustó mucho porque no quería matar al chico.  Pero si no lo hacía, Lorgelot, con esa cara de furia, podía ser capaz de matar a los dos.  Estuvo pensándolo varias horas.

Cuando Ángel llegó aquella tarde del paseo, la cena ya estaba encima de la mesa.  Entró alegre con sus perros y se sentó dispuesto a comer porque la caminata le había abierto el apetito.  Al ir a tomar la primera cucharada, uno de los perros saltó sobre su brazo y derramó el contenido.  Ángel lo miró enfadado y el perro se metió debajo de la mesa.  Con la segunda cucharada, otro de los perros le agarró la mano con los dientes y tiró el plato con la pata.  Morgana le colocó otro plato, y el tercer perro derramó su contenido por el suelo.  Los dos platos tenían veneno y los perros sólo le dejaron comer cuando ella le puso comida buena.

A la mañana siguiente, cuando el muchacho y sus animales marcharon como todos los días, el gigante volvió a la casa, después de haberlos visto partir:

–¿Cómo no le pusiste el veneno en la comida?

–Sí que lo hice, pero los perros le tiraron la comida.

–¡¿Cómo?! ¡Los perros!  Yo me encargaré de los perros.  Hazlo hoy otra vez.

Lorgelot se fue a buscar al chico con un arco y flechas.  Quería matar a los perros.  Cuando los vio, se apostó detrás de una roca y les disparó.  No consiguió acertar con ninguna flecha, a pesar que su excelente puntería.  Unas veces rebotaban en una rama, otras se le iban hacia arriba...  No pudo acertar en el blanco ni una sola vez.

Cuando llegó el muchacho a casa y tenía la comida preparada, sin darle tiempo a sentarse, otro de los perros tiró el plato de la mesa y la comida se derramó por el suelo.  El muchacho regañó al perro por su mal comportamiento y lo dejó aquel día sin comer.  Pero el caso es que los otros perros tampoco comieron nada de la comida derramada.  Al chico le extrañó que no quisieran comer, pero no le dio importancia y se sentó en espera de que Morgana le hiciese la nueva comida, a la que no pudo echar el veneno.

El gigante estaba esperando que la muchacha fuese a avisarle de que su hermano ya no se interpondría entre los dos.  La espera fue inútil y se llenó de cólera.

Como el día anterior, ausente el muchacho, Lorgelot se presentó más enfadado y con voz potente, le dijo a la muchacha:

–¿Quieres acabar con mi paciencia?  Tu hermano sigue vivo.  ¿Acaso no le has puesto el veneno en su comida?

–¿No dijiste que te ibas a encargar de los perros?  Volvieron a tirarle el plato y ya no me quedaba veneno.

–Está visto que no sirves para nada.  Tendré que hacerlo yo –dijo con el rostro rojo de ira.

Lorgelot estaba dispuesto a matar a Ángel.  Como había fallado con las flechas, pensó en ser más directo y se escondió detrás de un árbol para golpearlo con un tronco en la cabeza.

El muchacho salió de la casa seguido de sus perros.  Conforme iban llegando hacia el escondite de Lorgelot, los tres animales se pusieron muy tensos, olfateaban el aire y rabiaban.  De pronto, “Paz” salió corriendo, los otros dos le siguieron y Ángel se quedó extrañado viendo cómo se introducían en el bosque.  Cuando llegó entre los árboles, los gruñidos le indicaron dónde estaban, y allí vio cómo habían sometido a Lorgelot, que llevaba un gran palo en la mano.  El gigante temblaba atemorizado mirando las caras de los perros

Cuando salió de su asombro, el muchacho cogió el limón y se dirigió hacia casa.  La hermana, que había presenciado todo lo ocurrido desde la ventana, al ver a su hermana dirigirse hacia casa a un paso más deprisa de lo normal, se asustó de lo que su hermano pudiese hacerle por lo ocurrido.

Salió de la casa, echó a correr sin dirección alguna.  El muchacho, al verla correr atemorizada, llamó y volvió a llamarla repetidas veces sin saber lo que le ocurría y por qué tomaba aquel comportamiento.  Sin pensar más, el muchacho salió corriendo tras ella para tratar de consolarla y explicarle que no había pasado nada.  El muchacho no sospechaba que su hermana tuviese que ver con el intento de ataque que había tenido con el gigante.

La hermana ya no estaba tranquila, pues se había dado cuento de todo el mal que había hecho y no tenía la conciencia tranquila.  Sólo pensaba que su hermano la castigaría por ser cómplice del gigante.

Siguieron corriendo uno tras del otro, el muchacho llamándola, pero ella no hacía caso.  Al intentar la muchacha cruzar un campo donde la hierba era alta no pudo ver que en aquel lugar había un pozo de gran profundidad.  Justo pisó en falso entre las hierbas y se precipitó al fondo de aquel pozo donde acabaría su vida y sería su tumba.  Su hermano con gran pena no pudo sacarla.  Sabiendo que no podía hacer ya nada tomó la decisión de marchar de aquel lugar y buscar una nueva vida.

Pasó los días errante con su caballo, sus perros, la lanza y su espada, pensando en el horrible fin que había tenido su pobre hermana.

Un día, casi a la puesta del Sol, divisó a lo lejos un castillo con su ciudad.  El muchacho se fue acercando y cuál fue su sorpresa al encontrarse en el camino que llevaba a la ciudad gente saliendo de ella.  Cada persona llevaba a cuestas lo que podía sacar de sus casas.  El muchacho desmontó del caballo y acercándose a una preguntó:

–¿Qué ocurre, buena gente?  Parece que abandonáis vuestras casas.

Los del grupo se pusieron a hablar todos a la vez.  El muchacho pidió tranquilidad a la gente:

–Decidme, pero hablar sólo uno para que os pueda entender.

Acercándose, un hombre, al parecer el más viejo del grupo, le dijo:

–Caballero, vos que sois forastero marchad ahora que tenéis tiempo.  Mañana puede ser demasiado tarde.

Pero al muchacho eso no le sacaba de la duda y volvió a preguntar:

–Explicadme con más detalle, por favor.

Y así lo hizo aquel hombre que tan asustado estaba.

–Bien, señor.  Se trata de algo horroroso.  En la ciudad cercana a la nuestra están pasando cosas horribles.  Desde hace unos días acude un dragón de siete cabezas a las afueras de la ciudad.  Allí está esperando una persona para ser comida por el dragón.  En caso de que no saliese nadie a su encuentro y así calmar el apetito de la fierra, entraría en la ciudad y acabaría con la vida de todos.  Por eso nos marchamos, para salvarnos ahora que tenemos tiempo

–Y vuestro Rey, ¿dónde está?

–¡Oh, señor!  El Rey se marchó dejando el palacio esta mañana con los soldados.

–Mal hecho por su parte –contestó el muchacho.

–Decidme, buen hombre, ¿dónde está esa ciudad de que me habláis?

–Siguiendo ese camino la encontraréis.  Pero no pensaréis ir, ¿verdad?

–Sí, buen hombre, esa es mi intención.  En el momento que pueda conseguir una armadura.

–No os será difícil, caballero.  Están abandonadas todas las armas y armadura en el palacio.

Despidiéndose de aquella gente, el muchacho se dirigió al palacio.  Al entrar en él, observó.  Parecía que un huracán hubiese pasado por allí.  Sin perder más tiempo, recogió una armadura, se la puso y saliendo de palacio, se dirigió hacia el camino que aquel hombre le había indicado.

Como si le fuesen persiguiendo, él y sus animales todavía no se habían detenido en ningún momento.  Cuando ya se divisaba la ciudad en lo alto de una colina, aflojó la marcha para ir mirando detenidamente a su alrededor.  Conforme la distancia se iba haciendo menor, pudo comprobar que era cierto lo que el señor le había dicho.  Una persona estaba esperando que llegase el dragón de las siete cabezas.  Cuando llegó a la altura de aquella persona pudo comprobar que se trataba de una muchacha, una muchacha muy bella.

Desmontando de su caballo, se acercó a la muchacha y le preguntó:

–¿Qué haces aquí?  ¿Puedo ayudarte en algo?

Ella le contestó:

–No creo que podáis, caballero, pues mi destino ha llegado.

–Pero eso no puede ser, eres muy joven para morir –dijo el muchacho.

–Ya lo sé, caballero, pero la suerte me ha elegido a mí.

–Pero, ¿qué suerte?

–La suerte que tenemos que correr todos los días cada uno de esta ciudad.

–Explicaos mejor, muchacha –dijo el caballero.

–Bien, así lo haré, si es que hay tiempo de ello.  Verás, desde hace unos días, viene un dragón para comer en esta ciudad.  El primer día cogió a un campesino.  Fue un mal final para aquel pobre hombre.  Los que vieron aquello, llenos de horror, acudieron a palacio y se lo contaron a mi padre, que es el Rey...

–Así que tú eres la Princesa.  ¡Pero es posible que tú...!

–Dejadme que os explique.  Como te decía, cuando se lo dijeron a mi padre lo ocurrido, estudiaron el asunto y se tomó la decisión de que cada día se hiciera un sorteo para ver quién tenía que servir de comida al dragón, porque si no era así, el dragón podría entrar en la ciudad y acabar con toda la gente.  Por eso estoy yo aquí.  Ahora, caballero, marchad antes de que verga el dragón y os pueda pasar algo a vos.

–No, princesa, no me voy.  En el día de hoy a ese dragón le costará ganarse la comida, si es que la merece.

Terminando estas palabras, el caballero, no lejos de allí, se oyó un silbido tremendo que asustó a la Princesa:

–Corred, caballero, escondeos, que ya viene.

–Escuchad, princesa, cogeos fuerte de la cola del caballo y no os soltéis en ningún momento, pues de eso depende vuestra vida.

Haciéndole caso, cogió fuerte la cola del caballo.  Cuando el dragón estuvo cerca, el caballero dio rienda suelta al caballo y se lanzó hacia el dragón en una lucha que parecía no tener fin.  Cuando los perros lo tenían sujeto con sus fuertes dientes, el caballero clavó su lanza en la cabeza central del dragón y éste se desplomó sin vida.

La muchacha, cubierta de polvo, cuál sería su alegría al ver lo que estaba pasando en aquel momento.  El dragón ya no molestaría a su pueblo y podrían vivir tranquilos y rehacer sus vidas.

La gente del pueblo pude ver cómo el dragón yacía en el suelo.  Salieron todos a la puerta de la ciudad.

La princesa y el caballero se dirigieron al castillo.  Quería la Princesa presentarle a su padre, el Rey, y explicarle lo sucedido.  Pero cuando la muchacha estuvo en Palacio, su padre se encontraba en una habitación triste porque pensaba que había perdido a su hija para siempre.  Cuál fue su sorpresa cuando vio a su hija en la puerta de la habitación.

–Pero, hija mía, ¿qué haces aquí?, no puedes escapar de tu destino.  El dragón estará al llegar y si tú no estás allí, entrará en la ciudad y terminará con todos nosotros.

–No, papá, el dragón no puede hacernos nada, pues está muerto.  Y yo conozco a quien lo ha matado.

–¡No puede ser!  El dragón es grande y fuerte y hay que saber matar acertando en su corazón y nadie sabe dónde lo tiene.

–Compruébalo tú mismo, papá, para que te convenzas de ello.

–Está bien, hija mía.

El Rey salió y dijo a sus guardias.

–Dar un pregón.  Decid que aquel que haya matado al dragón, que le traiga las siente cabezas y le entregaré a mi hija por esposa.

Estas palabras las oyó uno de los criados del Palacio.  Con su hermana salieron con una carreta para recoger las cabezas del dragón.

De todo lo que estaba ocurriendo fuera de Palacio no se enteraba la Princesa.  Al salir su padre de la habitación, pensó que iba a comprobar lo que ella le había contado sobre la muerte del dragón.  Y así la Princesa, contenta, esperaba en aquella habitación para que cuando volviese su padre, poder presentarle a su salvador, que esperaba en otro punto del castillo hasta que fuese avisado por la princesa.

Cuando el Rey le dio el recado al guardia, pasado un rato entró en la habitación para seguir hablando con su hija y decirle la decisión que había tomado.

La Princesa se puso muy contenta porque pensó en aquel momento que el caballero, como ella le llamaba, estaría recogiendo aquellas siete cabezas, pero no era así.

Estando hablando padre e hija, llamaron a la puerta.

–Pasad, dijo el Rey.

Entró un guardia.

–¿Qué deseáis?

–Majestad, hay un criado que quiere enseñaros algo.

–Hacedle pasar.

El criado pasó y, ayudado por su hermana, entraron una a una las cabezas que tanto deseaba ver el Rey.

–Aquí tenéis, Señor, os traigo la muestra de que yo he matado al dragón y deseo que me entreguéis a vuestra hija.

–Muy bien, mi hija ya...

–No –interrumpió la Princesa–. Él no ha sido el que ha matado al dragón.

El Rey, extrañado, dijo:

–¿Cómo puedes decir que no, si tú me dijiste que me presentarías a quien lo había matado?

–Sí, eso es, pero esa persona es un forastero.

Entonces, la Princesa salió a buscar al muchacho, que posiblemente estaría cansado de esperar.  Volvieron a la habitación la Princesa y el Caballero.

–Mirad, padre.  Este caballero es quien en verdad ha matado al dragón.

–¡No es verdad, majestad!, dijo el criado.  Si no lo creéis, aquí está mi hermana, que os lo puede jurar.

–¿Es eso verdad, mujer?

–Sí, mi Señor, es verdad–  Si no, ahí tenéis la prueba.

–Y tú, muchacho, ¿qué dices a eso?  ¿O es que quieres pasar por impostor?  Ya sabes que los impostores son castigados con su vida.

–¡No, padre!, no es un impostor.  De verdad os digo que fue él quien me salvó la vida.

–Dejad que sea él quien se defienda, hija.  Si no, pagarán con la vida.

–Bien, Majestad.  Yo, humilde persona, no me dignaría a mentiros, aunque os puedo decir que si soy culpable, pagaré mi culpa con la condena que decís.  Pero, ahora bien, toda aquella campana que no lleva badajo no puede sonar y hacernos sentir que aún estamos vivos.

El Rey pensó en qué querría decir con aquellas palabras, y preguntó:

–¿Qué queréis decir, muchacho, me confundí con tanto misterio en esas palabras?

–Majestad, abrid la boca de esas cabezas y comprobar que ya han sido cortadas todas sus lenguas.

Así lo hicieron y en verdad pudieron comprobar la inocencia de aquel muchacho que él sólo había traído la paz para aquella ciudad.

El criado fue juzgado y castigado en la plaza de la ciudad.

Pasaron los días.  Todo el pueblo estaba feliz desde que había muerto el dragón.  Así como el pueblo cercano volvieron a ocuparlo los habitantes al enterarse de lo sucedido con el dragón.

La noche antes de la boda, los muchachos se retiraron a sus habitaciones antes de lo que tenían costumbre y así poder madrugar al día siguiente.

El muchacho, desde que fue invitado a Palacio, en sus habitaciones siempre tenía a sus tres perros.  Pero aquella noche, antes de que llegar el caballero a su dormitorio, la criada había puesto en el colchón unas agujas muy grandes untadas con veneno.  Al llegar, el muchacho se acostó muy cansado, y, al tocar el colchón con todo su peso, se clavó las agujas.

Los perros se acercaron al muchacho y le hicieron caricias con sus patas, pero no despertaba.  Uno de los perros se metió debajo de las mantas y sacó una a una las agujas que se había clavado.  El muchacho despertó y les dijo:

Gracias, os quiero mucho, y no dejaré jamás que os marchéis.  Pero no sería así lo que esperaba el caballero, porque saliendo una voz de uno de los animales, le dijo al muchacho.

–No, amo, nosotros ya hemos terminado el servicio aquí.  Tú ya no nos necesitas más.  Nuestro Señor nos reclama y nos tenemos que marchar.

Y con un adiós los animales salieron de la habitación sin saber el muchacho cómo había sucedido.

Al día siguiente la criada apareció muerta en su habitación sin que nadie pudiera saber cómo pudo pasar.

La boda se celebró como estaba previsto y en aquel pueblo no faltó nunca la alegría mientras vivió aquel caballero que más tarde fue elegido Rey.

La fiesta de los payasos

La fiesta de los payasos

¡TICTAC, TICTAC, TICTAC!        

El reloj dice que es la hora

 

¡TOLÓN, TOLÓN, TOLÓN!               

La campana también suena

 

¡PLAS, PLAS, PLAS!                         

Todos los niños aplauden esperando la función

 

¡UUÚ, UUÚ, UUÚ!                             

La luz se apaga y el público se calla

 

¡TACHÁN, TACHÁN, TACHÁN!      

Una música comienza y el escenario se ilumina

 

¡JAJAJÁ, JEJEJÉ, JIJIJÍ!                  

Allí vienen los payasos con sus risas de colores

 

 

SON  DONLUIS  Y  CARMIRONE

 

 

¡TURURÚ, TURURÚ, TURURÚ!     

Donluis toca la trompeta y Carmirone se le burla

 

¡TUM, TUM, TUM!                            

Carmirone le molesta con el ruido del tambor

 

¡ZAS, ZAS, ZAS!                                 

Y Donluis le abronca fuerte para que se porte bien

 

¡AÚ, AÚ, AÚ!                                       

Carmirone se queja y le sale humo de la oreja

 

¡TURURÚ TANTÁN, TURURÚ TANTÁN!        

Suena ya la orquesta y todos a cantar

 

¡TARARÍ, TARARÍ, TARARÍ!            

Termina la función y el público está feliz

 

¡PLAS, PLAS, PLAS!                         

Qué bien lo pasamos, otro día volveremos

 

 

¡¡Chao, Donluis

Chao, Carmirone!!

 

Por una moneda, un sueño

Por una moneda, un sueño

       Érase una vez... una feria...

En mi ciudad, Zaragoza, las fiestas del Pilar se celebran a lo grande, y lo más grande para mí es la feria, esas atracciones pensadas para hacernos creer por unos minutos que estamos en otro mundo.

Yo soy partidario de ir a la feria muchas veces, pero mis papás siempre dicen que son muy caras, y mi tía no me ayuda, porque piensa que esas sensaciones dejan de ser divertidas si se disfrutan muchas veces.

Aquel año ya habían pasado los días de las fiestas de más ajetreo y aún no habíamos ido a la feria. Tampoco puedo quejarme, porque me habían llevado a los festivales de jotas, a los cabezudos, a la verbena infantil del parque Bruil y al teatro guiñol en la plaza del Pilar.

Por fin, un domingo, mi tía me propuso llevarme y, claro, yo encantado. Pero en su propuesta le noté un algo de misterio, no sé... y me miró sonriéndose por dentro.  ¿Guardaba algún secreto?

En la feria, los primeros puestos son siempre tómbolas y bingos que se anuncian con la voz chillona de los feriantes:

–¡Señora! ¡Señora! No se pierda el jamón que le ofrece Ramón. Jamón, pan y vino para mejorar el destino. ¡Señora! ¡Señora! De Jabugo el jamón en el puesto de Ramón. ¡Señora! ¡Señora! Juegue con nosotros y gane más que los otros.

Unas bolitas con números subían y bajaban por un tubo transparente y parecían angustiadas por salir, como burbujas en una copa de champán. Estaba apabilado mirando y oyendo... y suavemente, mi tía me arrastró.

A mí siempre me han gustado mucho los carruseles donde los niños damos vueltas en un avión, sobre un pájaro o en una nave espacial y levantamos los brazos para golpear una pelota, un globo o un saco. Justo encontré uno un poco más adelante de las tómbolas, uno que era un carrusel de coches, aviones y motos, con unas grandes pelotas colgadas del techo. Me solté de la mano y corrí a colocarme junto a la entrada. Disfruté un ratito viendo cómo del centro salían manos que sujetaban en su punta algunas de mis ilusiones. Se acercó mi tía hasta mi mejilla y se quedó ahí unos segundos, poniendo sus brazos alrededor de mi pecho. Después me dijo:

–Sé que te gusta subir y bajar cuando tú quieres como si estuvieras volando, pero ¿no te parece más lindo elegir tú mismo el recorrido?

¡Qué especial, mi tía, ¿no?!

Yo sólo tengo esa tía, que es hermana de mi madre.  Soy su sobrino mayor. Es la única persona con quien me atrevo a dormir que no sean mis papás y mi abuela, y yo creo que es por los cuentos que me cuenta algunos sábados. En realidad, son los mismos de siempre: Caperucita, Blancanieves, Pinocho... pero los cuenta de una manera... no sé... me parece que los vivo de verdad, y cada vez me siento un personaje distinto.  Es muy divertido salir de paseo con mi tía; por ejemplo, siempre estamos de los primeros en la cola del autobús, o llegamos antes que nadie a la otra acera en el cruce del semáforo del paseo Independencia. Además, su novio tiene una moto Ducati, y me da unas vueltas por ahí sentado casi encima del depósito y con las manos en el manillar, como si condujera yo. ¡Ah!, mi tía es también mi madrina.

Volví a correr para ver de cerca el Tren de la Bruja. También me gustaba porque, a pesar de los escobazos, me impresionaba entrar y salir del túnel, como si entrara y saliera una y otra vez de las fantasías, esperando que en cada ocasión me sorprendiera una nueva aventura. Además regalaban globos. Los señores del tren se vestían de diferentes maneras y a mí me llamaban la atención las caretas de payasos, no las de ogros ni de diablos que iban armados de escobas y horcas para asustar. El payaso era quien repartía los globos... y tenía preferencia por las niñas, pero...

Mi tía me miró con cara de comprensión cuando le pedí que me comprara una ficha. Traté de convencerla:

–Mira, tía, es como en tus cuentos...

Y ella, otra vez muy suave, me contestó:

–¿No te parece que ir sobre unas vías es vivir siempre lo mismo?

–Pero tía, yo quiero subir.

–No, hoy no, te propongo un trato. Volveremos al domingo que viene.

–Quiero hoy. He venido para divertirme.

–Creo que te vas a divertir. Y sólo con una atracción.

–¿Es un trato de verdad? ¿Volveremos al domingo que viene?

–Sí, te lo prometo

Me enfadé un poco, pero confiaba en mi tía. Recuerdo que me prometió llevarme a la playa, y me llevó. Recuerdo que me prometió llevarme a la nieve, y me llevó. Y sobre todas, su promesa que mejor cumplió fue la de convencer a mis papás para que yo comulgara de capitán en vez de fraile, que no me gustaba nada, nada, ese traje con falda y capucha.

Al hacer el trato con mi tía, el paseo ya tenía menos ilusión. La tomé de la mano y me dediqué a mirar los tenderetes de la feria. Me di cuenta de algunas cosas que nunca había descubierto, como por ejemplo esas luces tan brillantes de los carruseles, o los dibujos rodeando el tejadillo de los caballitos, o las canciones que ponen en cada atracción, o la cantidad de señores hablando y hablando sin parar con los micrófonos pegados a la boca. Era otra forma de diversión, un poco más tonta, pero a falta de la otra... También me fijé en las caras de los niños, todos sonrientes cuando disfrutaban de las atracciones, contentos y satisfechos... Me dio algo de envidia. En fin, para el domingo siguiente...

Nos detuvimos al lado de un grupo de gente apelotonada que debía esperar alguna cosa. Yo no vi nada entre tanta pierna, pero oí:

–¡Comer pronto bombilla! Si no hay euro, no hay espectaculo.

Lo dijo con voz de pito, tono de extranjero y sin acento en espectáculo.  Me sonó tan gracioso que me escurrí entre los mayores para poder ver al que habló. Era un señor muy sucio, sentado en una alfombra y con una bombilla en la mano.

–Yo comer bombilla... pero si no hay euro, no hay espectaculo.

Alguna persona echaba una moneda y yo miré a mi tía:

–¿De verdad crees que vas a ver cómo se traga esa bombilla?

–Eso dice, tía.

–Sí, eso dice. Toma.

Y le eché un euro sobre la alfombra.

–Si hay euro, hay espectaculo.

La gente se fue amontonando y me apretujaba. El señor repetía y repetía lo mismo. Yo estaba ya nervioso y miraba a mi tía:

–¿De verdad crees que veremos cómo se come la bombilla?

–Eso dice, tía, y le he dado un euro, que es lo que pide.

–Sí, eso dice... Vámonos, es un farsante.

–Y, ¿mi moneda...?

–¡Eh, eh!, que era mía, ¿recuerdas?

–Pero yo se la eché.

–¿Te atreves a quitársela ahora? –me desafió mi tía.

Y enfurruñado di media vuelta y me alejé deprisa.

–Son cosas de la feria –intentó explicarme ella.

Pero no me consoló, porque me sentía engañado.

Continuamos caminando y se me pasó el enfado en cuanto vi la noria y escuché los gritos de quienes la disfrutaban. Había subido una vez el año pasado y me vino aquella sensación de vacío en el estómago tan desagradable y agradable a la vez.  Miré a mi tía para rogarle que... pero sus ojos no estaban en la noria, estiraba el cuello girándolo para buscar algo por los alrededores.

–¿Qué buscas, tía?

–Un regalo.

–¿Para mí?

–Sí, para ti.

Me olvidé de la noria, del tren de la bruja y del otro domingo. Iba a seguir preguntando por la sorpresa, pero ella me tomó de la mano y me arrastró dulcemente hacia el pasillo asfaltado, colocándose algo delante de mí. Sólo me dijo:

–Por eso hemos venido hoy.

Otra vez me vino el nerviosismo y, como me gustan las sorpresas, no quise cargar a mi tía con preguntas... aunque no podía parar mi pensamiento, que se iba por encima de todas las cabezas intentando adivinar adónde me iba a llevar.

–Ahí está.

–¿El qué?

–Lo que buscaba.

–¿Mi sorpresa?

–Sí. Tu regalo.

–¿Eso?

En una esquina muy escondida había una tienda de campaña cuadrada, sin luces ni música y con muy poca gente en sus alrededores.

–Creo que te va a gustar mucho.

–Pero, tía, ¿qué es?

–Lee. A lo mejor con eso lo adivinas.

El cartel decía: "Por una moneda, un sueño"

Me quedé mirándolo muy fijamente.

–Si prefieres perderte el regalo, podemos volver a casa ahora mismo.

Lo de la moneda me sonó a "si no hay euro, no hay espectaculo".

–Nos van a engañar como chinos. Además, no tengo monedas.

–Aquí parece que no hay bombillas, ¿no crees? Y la moneda del señor no la perdiste tú. Podemos hacer una cosa: tú te arriesgas y yo pongo la moneda.

–Pero, ¿y si no me gusta?

–Pero, ¿y si te gusta?... ¿Y si te gusta mucho?

Mi tía no era dada a mentiras, aunque…

–Tía, creo que va a ser un aburrimiento total.

–¡Ah!, para mí seguro.

–Venga, entonces no sé qué hacemos aquí.

–Te digo que para mí seguro… porque yo te tengo que esperar afuera.

–¿Cómo? ¿No vas a entrar?

–Veo que no has terminado de leer.

Era verdad. Debajo de las letras grandes, ponía: "Sólo para pequeños".

–Yo soy mayor, ¿no es cierto? –me dijo.

Cogí la moneda que me daba y me metí rápido en la carpa.

Lo primero que noté fue un olor muy raro. Este verano ya he sabido a qué. Olía a ese humo de iglesia que sale de una jarra muy grande colgada del techo. Se llama incienso y es religioso.

Lo segundo fue el señor de dentro, que llevaba una barba larga y blanca, y estaba vestido con una túnica morada. Este señor hablaba con una niña y, al verme entrar, me dijo con la mirada que me sentara. Había una fila de sillas con tres niños más esperando. En seguida terminó la conversación que le ocupaba, la niña se levantó, echó la moneda en una bolsa de tela y salió. Otro niño pasó a sentarse frente al mago.

–Hola, ¿cómo te llamas?

–David.

–Muy bien, David. Yo soy un mago y cuento sueños. Lo que tienes que hacer es muy fácil, ya verás. Sólo tienes que decirme qué te gustaría soñar.

La voz de ese señor me entró por algún sitio de mi cuerpo que no eran las orejas. Sonaba muy honda, como de un pozo, y parecía la de un señor bueno. Cuando oí lo del sueño, empecé a prestarle mucha atención.

–No sé –contestó el niño.

–Seguro que sí lo sabes, David. A ver. Si cierras los ojos, podrás imaginarte vestido de algo fantástico, podrás imaginarte algo que desees con todas tus fuerzas para... divertirte mucho... o para ser importante... o para ayudar a los demás... o para hacerte pronto mayor... Vamos, cierra los ojos y sueña.

El niño le hizo caso. Yo, mientras, también cerré los ojos y me imaginé tantas cosas...

–Quiero ser astronauta.

Y se me ocurrió que eso de astronauta... Hombre, por qué no, David bien podría ser astronauta y despegar en una nave espacial con un cohete grandísimo, y le acompañaría una perrita, como "Laika" y, en vez de volar cerca de la Tierra, se haría un poco invisible y se iría a descubrir algunos mundos, como el cielo o algo así.

El mago le empezó a hablar:

–Querido David, ser astronauta es ser un poco ángel. La nave espacial sería entonces como tus alas, pero no necesitarás combustible porque tu pensamiento te trasladará a una velocidad más grande que la de los cohetes. Seguro que desde la Tierra esperarán que traigas noticias de otros planetas y estarán ansiosos por recibirte. Pero tú decidirás que las estrellas lejanas son mucho más importantes y volarás, volarás mucho más rápido de lo que todos creían, perderán tu pista y se asustarán pensando que han fracasado en su proyecto. Pero en cambio, tú estarás dichoso y muy convencido de tu destino. Llegarás hasta galaxias desconocidas, llenas de estrellas como las que se ven tan chiquitas por la noche y, sin saber por qué, te pondrás muy contento, tan contento que no querrás volver. Pero claro, pensarás en tus papás y en tu familia, y al ser el pensamiento tu combustible regresarás en un segundo. A tu llegada todo el mundo te abrazará y te felicitará. Querrán saber qué descubrimientos lograste y tú dudarás de la respuesta, sólo podrás decir que estás muy contento. Ante la insistencia, reflexionarás hasta encontrar la mejor respuesta, que dirás muy, muy convencido: "He descubierto la paz".

David le había escuchado con una cara de mucha atención. No tenía los ojos cerrados, pero creo que no vio nada de lo que tenía alrededor, sino que se imaginó perfectamente lo que el señor le iba contando.

El otro niño, que se llamaba Raúl, subió deprisa y muy nervioso a la silla, y respondió en seguida que quería ser futbolista. Nada más oírlo, me vinieron imágenes de Raúl vestido de futbolista. Pero no era un futbolista normal y corriente, no. Era de esos famosos que en el campo regalaban balones todos los domingos. De esos que visitaban los hospitales infantiles y que siempre defendían a los árbitros. Era tan bueno, tan bueno, que le iban a dar un premio muy importante, pero no deportivo, sino de algo que se llamaba UNICEF o así.

Y el hombre de barba blanca le dijo:

–Raúl, tú serás futbolista y serás el capitán del equipo.Meterás muchos goles. Te aplaudirán mucho, pero el día en que más lo harán será cuando tu amigo, ese defensa que siempre lucha como un cosaco, se lesione jugando el último partido del campeonato, y tú decidas, ante la sorpresa del público, quitarte el brazalete y dejar el campo para acompañarle hasta el hospital donde le atenderán un dolor muy grande en la espalda.

A Raúl le costó un poco bajar de la silla, porque me pareció que ya no vivía en este mundo y estaba soñando un sueño de una manera que nunca había sentido.

La otra niña que esperaba, Sofía, tenía mucha vergüenza, y el señor mago tuvo que acercarse a buscarla porque no se atrevía a levantarse de la silla. El señor, en lugar de sentarla enfrente de él, la colocó en su regazo. Sofía dijo que le gustaría ser un hada.

Yo pensé en una señora vestida de blanco con volantes grandes y transparentes. Podía volar, claro, y hacerse pequeña o grande, visible o invisible, cuando ella quisiera. No era de conceder deseos, sino de acariciar, un hada de acariciar, nada más, con unos dedos muy largos de piel suave, y que se acercaría a las camas por las noches para consolar a los tristes y acompañar a los alegres. Me la imaginaba, por ejemplo, cerca de un señor mayor –entonces ella sería invisible–, tomándole de la mano para consolarle su tristeza. O muy radiante, en el cuarto de mis papás, que podrían verla, acariciando la cabeza a mi mamá porque sufría de jaqueca. O pequeñita, pequeñita, en la cuna de mi prima Laura, apoyándole los dedos para curarle un dolor de tripita. Sería un hada buena, seguro, y haría muy feliz a todos con sus caricias.

–Tus ojos ya son de hada, Sofía. No necesitas soñarlo. ¿O no te lo dicen en casa? Claro que sí, pequeña. Sólo tienes que creértelo y tu vida entonces será tu sueño, tan lindo que a tu alrededor todos tendrán siempre felicidad.

Me tocaba a mí y me levanté en seguida para ir junto al señor mago. Le dije mi nombre, pero tuve un problema muy serio: no sabía qué sueño pedirle. El señor me miró muy sonriente, tocándose la barba de arriba hacia abajo. No hablaba y me miraba. Así pasó bastante rato.

–¿Qué quieres de mí, Eduardo?

–Yo creo que usted debería contarme un sueño, pero no se me ocurre qué.

–No, yo no puedo contarte tu sueño.

–Pero... ¿y a los otros niños...?

–No, mi bien, tú eres el regalo del cielo, por eso yo no puedo contarte un sueño entre los miles que tienes… para todo el mundo… Mi niño, el sueño eres tú.

Celina, la equilibrista

Celina, la equilibrista

Érase una vez... un circo...

...el Circo de las Mil y Una Diversiones, donde grandes y pequeños reían y reían, donde los mayores, dejando en la puerta sus malas caras y sus preocupaciones, volvían a ser tan chiquitos que su alma no podría distinguirse de las otras cuando se sentaban en las gradas.

Pero dentro de los circos, a deshora de las funciones, para dar a los espectadores unas horas de diversión es necesario pasar largos ratos de esfuerzos, y trabajo.

En el Circo de las Mil y Una Diversiones, la pena se hizo muy grande cuando Esther le dijo al Sr. Galindo:

_No querría irme... de verdad... porque ustedes son maravillosos y ésta es mi gran familia, pero...

_Esther _le respondió el Sr. Galindo_, vivas aquí o en la pingüinera de Punta Tombo, seguiremos siendo tu gran familia porque ya te has alojado en nuestros corazones.  Nunca te irás de nuestro recuerdo, pero debes continuar tu carrera para dar a los demás lo mejor de ti.

Esther era la equilibrista del Circo de las Mil y Una Diversiones.  Había llegado con apenas seis años, y doce años después su esfuerzo e interés le habían hecho crecer tanto que se fijaron en ella otros circos muy importantes, en especial, el Circo de las Maravillas, el mejor del mundo entero.  Por eso, ahora, se despedía del Director del Circo de las Mil y Una Diversiones, el Sr. Galindo.

Y claro, el Sr. Galindo se quedaba muy contento por ver progresar a una de sus empleadas, pero se le creaba un gran problema: tenía que encontrar un o una equilibrista que sustituyera a Esther.

Se puso a pensar acariciándose su panza, y con el dedo gordo sobre el ombligo gritó: ¡Eureka!, que quiere decir: ¡Lo encontré!  Y ya se puso tan nervioso que le transpiraba la calva, señal de una idea brilante.

 

***

 

Celina era hija de Amanda, la adiestradora de perritos que hacían maravillas sobre un tablón como si fueran chicos perfectamente educados y obedientes.  Celina cumplió doce años con un cuerpecito de próxima mujer, aunque su nariz respingona le diera el aire de niña eterna.  Estaba comiendo un gran plato de spaghethis, su almuerzo preferido, cuando apareció resoplando el Sr. Galindo.

_Celina, cariño, ¡qué bien te veo!  Te traigo una sorpresa _le dijo mientras con un gran pañuelo se secaba el sudor de la calva_.  Vas a ser la equilibrista principal del Circo de la Mil y Una Diversiones.

Cuando el Sr. Galindo gritó: ¡Eureka! debió haber gritado: ¡Celina!, porque estaba acordándose de ella haciendo pinitos con la cuerda y los cilindros cuando creía que nadie la veía.

Celina siempre soñó con ser una artista de circo... desfilar junto a su mamá y los perritos, salir a la pista anunciada a bombo y platillo, vestida con una larga capa celeste, como el color de sus ojos, y después de realizar los más difíciles ejercicios, terminar con el temible salto mortal para escuchar el aplauso y el clamor de miles de niños que poblaban las gradas.

Siempre soñó Celina... pero el Sr. Galindo era de carne y hueso, más de carne que de hueso, y no decía mentiras, porque todo el circo conocía su fama de bonachón y excelente persona.

Aquella tarde, Celina soñó una historia de verdad: iba a ser la equilibrista principal del Circo de las Mil y Una Diversiones.

Se lo contó rápidamente a su mamá, que sonrió porque ya lo sabía, y salió corriendo para disfrutarlo con su mejor amiga, María, la trapecista.  María la miró con sus ojos dulces y su sonrisa de golondrina y, abrazándola, le dijo:

_Triunfarás, princesa.

Aunque ya sabía por dentro todo lo que le esperaba a su amiga, lo mismo que ella debió pasar antes de subir a un trapecio.

Cuando Gerardo se enteró, levantó a Celina con sus enormes brazos y la lanzó muy alto en el aire... A Celina le pareció volar y que nunca aterrizaría porque en ese vuelo volvió al sueño de su larga capa y de los aplausos eternos.

 

***

 

El Sr. Andrés refunfuñaba a todas horas, nadie le conocía una sonrisa, y algunas muchachas le tenían miedo por su mal genio.  El Sr. Galindo le dio una orden:

_Tienes que hacer equilibrista a Celina.

_¿A Celina? _se extrañó el Sr. Andrés.

El Sr. Andrés era el hombre con más experiencia en el circo y por eso ejercía de entrenador.  Fue quien entrenó a Esther.  Y Esther conoció la dureza del Sr. Andrés, tal como le tocaría en breve a Celina:

_¡Celina, salta!  ¡Celina, corre!  ¡Celina, sube!  ¡Celina, baja!

Y Celina tenía que saltar, correr, subir y bajar todos los días, sábados y domingos también, doce horas diarias, porque la temporada estaba a punto de comenzar y ella debía participar ya en la función de estreno.

_Pero... Sr. Andrés, yo quiero trabajar en la cuerda y con el cilindro.  Me canso de hacer gimnasia _rogaba entre sollozos Celina.

_¡Celina, salta!  ¡Celina, corre!  ¡Celina, sube!  ¡Celina, baja!

_Pero... Sr. Andrés, no puedo más.  Me duelen las piernas y los brazos.  No puedo más _se quejaba Celina entre sollozos.

_¡Celina, salta!  ¡Celina, corre!  ¡Celina, sube!  ¡Celina, baja!

Nadie se atrevió a intervenir en el entrenamiento del Sr. Andrés.  Amanda, la mamá de Celina, guardaba silencio en su abrazo cuando Celina le decía:

_No puedo ser equilibrista, mamá.  Es muy difícil.  No llegaré al estreno.  Es muy difícil.  No puedo.  No seré equilibrista.  ¡Nunca! ¡Nunca!

Y se dormía con un lloro amargo en los brazos de mamá.

 

***

 

_¿Quién me compra una rosquilla?  ¿Quién me compra una rosquilla? _gritaba con voz de mirlo un señor escandaloso_.  Yo tengo mil rosquillas, ¿quién me las quiere comprar?

Quique “Kirikí”, claro está, era el payaso del circo y siempre estaba haciendo tonterías para alegrar la vida de los otros.  Con su bombín rojo y blanco a modo cesto iba lanzando imaginarias rosquillas al aire, y parecía fabricarlas dentro de su camisa repleta de lunares.  Su gran problema era sujetarse un enorme pantalón, porque sus tiradores de goma estaban tan desgastados que cuando se metía las manos en los bolsillos enseñaba el calzoncillo de cuadros a colores.  Y como la pasta de sus rosquillas debía estar por dentro de los pantalones, cada rosquilla fabricada se convertía en una muestra de calzoncillo.

Quique “Kirikí” animaba a Celina con sus chistes, y al principio le arrancaba alguna carcajada, igual que Gerardo con su vuelos al viento, pero conforme los días pasaban, Celina se iba quedando muy seria, porque su mente estaba ocupada con:

_¡Celina, salta!  ¡Celina, corre!  ¡Celina, sube!  ¡Celina, baja!

Tampoco los ojos dulces ni la sonrisa de pajarillo de María podían sacar a Celina de su tristeza.

Su mamá también sufría y hasta parecía que sus perritos perdían la alegría en los ensayos de sus ejercicios.  Pero Amanda, como Esther, ya conocían los esfuerzos que exigía llegar al triunfo.

_¡Celina, salta!  ¡Celina, corre!  ¡Celina, sube!  ¡Celina, baja!

Y los sueños de Celina se convirtieron en pesadillas.  Los bigotes del Sr. Andrés se alargaban como tentáculos de un pulpo y le obligan a saltar más alto, a correr más rápido, a subir más alto y a bajar hasta los infiernos del cansancio.  Celina lloraba en un silencio amargo, quizá todavía en la pesadilla, quizá ya despierta por los dolores del desencanto.

 

***

 

_¡Hola !

Su cuarto se iluminó con una luz que no era de sol ni de lámpara.

_¡Hola!  Soy Alicia.

Y mientras sonaba “soy Alicia”, la luz se hizo mujer y apareció un hada... un hada vestida con gasa de tul muy suave, gorro puntiagudo y varita de estrella, cabello rubio y ojos celestes, como el cabello rubio y los ojos celestes de la propia Celina.

Celina quiso asustarse, pero no pudo.  No pudo porque la voz melodiosa y el rostro tierno no le dejaban temblar.

_Yo soy Celina _acertó a decir.

_Lo sé, y he venido porque me has llamado.

_¿Yo? _se sorprendió Celina.

_Sí, claro.  ¿O acaso tu alma no pedía ayuda a gritos?

_Sí, pero... yo no te conozco.  ¿Cómo te podía llamar?

_Me conoces, pero no lo sabes, porque no puedes verme.  Siempre estoy junto a ti.

_¿Y cómo puedes ayudarme? _le preguntó, muy dulce, Celina.

_Mañana lo sabrás.  Porque mañana los bigotes del Sr. Andrés serán ramilletes de algodón que te ayudarán a saltar hasta las nubes, a correr como el viento, a subir hacia el cielo y a bajar hasta el descanso.

_Nunca podré _respondió Celina escondiendo la mirada.

Psí que podrás, por supuesto, tienes la capacidad para ser una buena equilibrista, pero con la voluntad y el esfuerzo que estás demostrando podrás conseguir que esa pista de ahí afuera contenga la respiración emociaiensa que el aplauso de un niño será tu mejor regalo todos los días de tu vida.

Y Alicia, el hada, se sacó el gorro puntiagudo y se acostó juntito, juntito a Celina, ofreciéndole su abrazo para enjugar el dolor de sus piernas y de su corazón.

Al día siguiente:

_¡Celina, salta!  ¡Celina, corre!  ¡Celina, sube!  ¡Celina, baja!

Y Celina saltó hacia las nubes, corrió como el viento, subió hasta los cielos y bajó, rendida y satisfecha, para descansar en la cama que rezumaba el aroma de Alicia, su hada.

 

***

 

La orquesta ensayaba los últimos acordes, el Sr. Galindo transpiraba sin cesar, Gerard levantaba una y otra vez sus pesas enormes, María calentaba sus músculos, “Kirikí” enredaba a todo el mundo con sus rosquillas y ofrecía mate sin agua para curar el nerviosismo, los perritos de Amanda ladraban sin control y el Sr. Andrés refunfuñaba con sus ojos de esperanza puestos en Celina.

Faltaba una hora para abrir las puertas del Circo de las Mil y Una Diversiones.

Celina estaba asustada, a pesar de Alicia, su hada, a pesar de los cariños de su mamá, de los ánimos de Gerard y de María, de los chistes de “Kirikí” y de los consejos del Sr. Andrés.

Recordaba los saltos, las corridas, las subidas, las bajadas, los tentáculos de los bigotes, las ramilletes de algodón, las lágrimas, las sonrisas... las nubes, el viento, los cielos y las sábana con olor a miel que la varita de Alicia le había regalado.

 

***

 

El Sr. Galindo, tocado con chistera que ocultaba su calva, al ritmo de la orquesta, anunció:

_¡¡Señores, señoras, niñas y niños, la función comienza!!

Y el desfile abrumó a Celina que caminó entre los perritos de Amanda.  Las risas y los gritos le parecieron una exigencia de cientos de miradas y su corazón se encogía y su espalda se estremecía mientras en su cabeza se alborotaban los bigores del Sr. Andrés _¡Celina, salta!_, los brazos de Gerard, los ojos dulces de María, las caricias de su mamá, las tonterías de “Kirikí”... y el olor a miel de Alicia.

 

***

 

_¡¡Señoras y señores, niñas y niños!!  Tengo el placer de presentar por primera vez a la mejor equilibrista del futuro: ¡¡¡La señorita Celina!!

Y Celina, a bombo y platillo, salió a la pista vestida con una larga capa celeste, como el color de sus ojos, saludó, y el clamor de los niños la infló con una fuerza que jamás había sentido.  Bailó sobre la cuerda en lo más alto de la carpa, caminó sobre los cilindros como quien camina por la vereda de un parque, y el silencio majestuoso que acompañaba cada ejercicio se convertía en una salva de aplausos.  Su cuerpo se pendía de un hilo, absorbía más y más fuerza del clamor de los niños, y cada mirada le contagiaba más y más seguridad... hasta que recordó el salto mortal que tantas veces vio realizar a Esther.

Le mandó un guiño al Sr. Galindo, obligó al tambor a tocar redoble de misterio y cerró los ojos unos segundos para concentrarse en el ejercicio.

Nadie entendió nada, todos ansiosos esperaban el desenlace.  El número no estaba previsto, Celina nunca lo había ensayado y el Sr. Andrés estuvo a punto de gritar “que paren la función, se va a matar”.  Gerard y “Kirikí” salieron a la pista para colocarse debajo de la cuerda, Amanda se pudo a rezar y María cruzó fuertemente los brazos a la altura del estómago.

El tambor redoblaba, las luces se apagaron y el foco sólo iluminaba la figura de Celina.

Y Celina solamente quiso acordarse de subir hasta el cielo, alcanzar las nubes y oler el olor a miel.

Anduvo hacia el centro de la cuerda, tanteó con las plantas de los pies, elevó la mirada hacia lo alto, cerró los ojos... y dio tres vueltas laterales apoyándose con las manos y los pies sobre la delgada cuerda para intentar alcanzar el extremo, sintiendo la misma sensación que gozaba saliendo de los brazos de Gerard.

Desde abajo, todo el circo aguantó la respiración.  “Kirikí” se tomó en serio su papel de protector y en el suelo recorrió con los brazos abiertos el vuelo de la equilibrista hasta que chocó con Gerard y se cayó al piso.

Mientras, Celina había llegado al fin de cuerda, y, venturosa como una paloma saludaba hacia allá abajo.  La carpa pareció caerse, el público se levantó de sus asientos, los niños todavía seguían con la boca abierta y los puños apretados, y, por fin, el aplauso retumbó como un clamor del cielo.

Y cuando Celina abrió los ojos, buscó a mamá, a María, a Gerard, a “Kirikí”, al Sr. Galindo, al Sr. Andrés... y desde lo más profundo de su corazón les mandó mil besos de colores.

 

Y a lo lejos, en la última fila de la grada, creyó ver un hada con gorro puntiagudo que también le sonreía con un olor a miel.

 

¿Quién será la mejor equilibrista del futuro?

 

 

Buenos Aires, 4 de Mayo de 1996

Este cuento fue elegido finalista en el Premio Fundación Cabana 2006 y ganó el Premio La Salle 2007.