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Molintonia

La llamada de la luz

Acudían en multitud, uno tras otro, apelotonados, desde abajo, en un tropel de cuerpos intangibles que se movía lentamente hacia mí con rostros desencajados y suplicantes.  Me asusté, pero no podía moverme, y no porque estuviera paralizada, sino porque, sin conocer la causa, yo sabía que debía darles ayuda... ¿qué ayuda?

Los veía como gentío impersonal, pero, sobre ellos, un ser más iluminado parecía protegerles, y me miraba de forma distinta, muy distinta, como si debiera decirme con su expresión, dulce, que cumpliera mi tarea sin perder un segundo.  Yo me acaloré y me puse tensa, casi no sentía la silla, y luchaba por entender mientras me entraba por el vientre una angustia de impotencia.

Un hombre de cara amargada me vino por la derecha, no de la multitud, pero con el mismo rostro apenado.  Se acercó casi a un palmo de mí, se alejó y se acercó, tomando un rictus serio, de reproche, entendí.  De abajo, distinguía una niña con vestido corto, trenzas rubias, sangre por detrás de la cabeza y una muñeca en la mano.  Un muchacho, también emergido del gentío, se acercó hasta ella y la tomó de la mano.  La niña se sintió protegida, pero mantenía una mirada de extravío, sin buscar nada, y caminaba arrastrando los pies y la muñeca.  El hombre de cara amargada seguía junto a mí, esperando, ya no se alejaba.

De pronto, vi sobre el gentío una imagen, parecía un accidente entre dos automóviles, que tomó protagonismo sobre lo demás.  Un joven deambulaba entre curiosos sin percatarse de lo ocurrido, parecía despistado, miraba a todas partes.  El ser de luz me empujaba a decirle algo, pero yo no sabía qué.

Llegó Ángel —por fin— y cerramos la rueda de energía.  Cuando tomó mi mano, supuse que también veía lo mismo que yo, porque dijo:

—Están todos contigo.  Tú los has atraído.  Bien, no te asustes.

—Pero, ¿quién es el ser de luz?

—Nuestro guía.  Está ahí para ayudarnos.  En realidad, para ayudarte.

El hombre de cara amargada insistía con su presencia y Ángel notó mi estremecimiento.

—No temas.  Pregúntale si sabe por qué está ahí.

—Pero, ¿cómo?  ¿Me oirá?

—Pregúntale.  Ellos están contigo.  Oirán lo que tú les digas.  No lo hagas en voz alta, háblales con la mente.

Así lo hice.  El hombre contestó que no y lo comuniqué al grupo.  Soraya me indicó:

—Dile que ha muerto.

—Sí, me dice que ya lo sabe.

—Bien —continuó Soraya—.  Dile que mire a lo alto y que busque la luz.

—Sí, también veo la luz —contesté, extrañada—.  Está arriba, muy lejos.

—Muy bien, pues enséñale el camino —habló ahora Ángel.

Le señalé la luz y pareció que el hombre entendía.  Miró como queriendo agradecérmelo y ascendió por un pasillo imaginario hasta perderse sumergido en un destello.

—¿Y la niña?

—También ha muerto.  Todos que tú ves han muerto y están vagando.  Esperan un camino, una respuesta, una palabra.  Ahora dependen de ti para iluminarse y ascender.  Eres su guía.

—Y ¿por qué yo?

—Porque tienes luz, Roxana —me aclaró Soraya.

—Sí, y ellos viven en la oscuridad —siguió Ángel—. Han acudido a tu luz, les has atraído.

—Quiero salvar a la niña.

—No hace falta.  El muchacho que la lleva de la mano va a conducirla.  Es su misión.  El también murió de accidente y ahora ayuda a todos los niños que mueren así.

Era cierto, caminaban hacia el mismo pasillo por donde ascendió el hombre de cara amargada.  Pero se detuvieron y el muchacho me saludó y comenzó a hacer muecas graciosas, bailes desgarbados.  Cuando sonreí, parece que quedó satisfecho y siguieron su camino.

—A su manera, él también quería ayudarte.  Y lo ha conseguido.  Ya no estás tan tensa, ¿verdad?

—Sí, me he relajado.  Era muy gracioso.  Parecía un “pasota”.

—No descuides a los demás —me advirtió Ángel—.  Están aguardando.

El joven del accidente miró hacia mí, pero en seguida escondió la mirada y siguió caminando entre la gente que yo veía en un aparte, en distinto plano.  Oía un murmullo que me molestaba.

—Llámalo —me exigió Ángel con voz firme.

Obedecí.

—Dile que si sabe que ha muerto... aunque no, no lo sabe.  Vas a tener que decírselo, necesita saberlo.  Díselo.

Sin palabras, le dije: “Has muerto en el accidente que ves”.

El muchacho giró el rostro hacia mí rápidamente, con sorpresa, con crudeza, queriendo agredirme, pero creo que entendió al momento, porque se recogió la cara entre las manos y lloró.

—Dile que no se preocupe.  La muerte no es destrucción, ni culminación, simplemente es la frontera para dar otro paso.

—Me pregunta que qué hace ahí.

—Acaba de morir y no ha visto la luz —habló Soraya—.  Quienes no la ven están apegados a la vida terrena, no quieren abandonar el mundo material.  Intenta guiarlo, dile dónde tiene la luz y que vaya hacia ella sin miedo.  Es el camino.

Mientras se lo iba comunicando, el muchacho levantó la mirada, primero hacia mí, después hacia la luz, me dio las gracias y se elevó.  Quedé satisfecha, colmada, como si hubiera obedecido las órdenes del ser de luz —lo llamé ángel de bondad—que me sonrió ahora con mayor énfasis y asintiendo, dando conformidad a mi quehacer.

El gentío seguía allá abajo con rostros anhelantes, pero dubitativos, desorientados, mirándome algunos con extrañeza, otros con esperanza.

—Pidamos al Padre por ellos para que puedan encontrar el camino hacia la luz, para que se deshagan de lo que les une a este mundo y se eleven hacia Él.

Unimos todos las manos con más fuerza y Ángel comenzó la oración...  Apenas pudo pronunciar la primera frase.

—Espera, Ángel, veo a una mujer que viene hacia mí.  Está desesperada... lleva los vestidos rotos y la cara sucia...  Viene deprisa.  Ángel, ¡está llorando...!, grita: “¡Mis hijos!  “¡Mis hijos!”.

—Tranquilízate, Roxana —me confortó Ángel; y él y Soraya apretaron mis manos.

—Dile lo mismo que a los otros —me indicó otra vez Soraya.

—No quiere escuchar, pregunta por sus hijos, que dónde están sus hijos.

—Si sube hacia la luz, podrá serles de ayuda.  Primero necesita encontrar la luz.  Guíale.

—Está llorando... y se enfada conmigo... se va... quiere encontrar a sus hijos...  No me escucha.

—Bien, déjale, ya entenderá.  Recemos por los otros.  El guía lo pide.

Ángel volvió a iniciar la oración con voz profunda, pausada y firme.  Me concentré en sus palabras —un Padrenuestro y un Ave María—y a cada frase, por detrás del gentío, crecía una luz de igual intensidad a la superior donde había dirigido al hombre y al muchacho.  Cuando terminó la oración, el gentío recibía el destello desde arriba, estaba todo iluminado.  Al instante, se apartaron para crear un pasillo y volvieron el rostro hacia donde había nacido la luz.

...Y de allí, hacia el espacio abierto por la multitud, apareció un ser mucho más luminoso que el guía, parecía que la luz venía con él.  Iba vestido con una túnica blanca que sólo dejaba al descubierto la cara y las manos.  Lo vi con una melena que casi tocaba los hombros, pelo rubio, brillante con la luz y sólo distinguía sus ojos, ojos que irradiaban una sensación que solamente pude entender de Amor.  A la vez que caminaba entre el gentío, por mi izquierda, emergió otro ser, con túnica y capucha, con figura de mujer, que avanzó al encuentro de aquél, sin la luz, pero con luminosidad propia.  Por los lados de la capucha, veía unos mechones de pelo negro brillante, azul con los destellos, y no vi, pero intuí que sonreía con bondad.  Se encontraron frente a mí.  El hombre abrió los brazos y extendió las manos como dándome a entender que sus palabras iban a ser de protección.  Llevaba heridas en las manos.  La mujer quedó en segundo plano.  Él me miró a los ojos fijamente, con ternura, y habló:

—Esperamos grandes cosas de ti.

Ambos se giraron, la mujer tomó el brazo del hombre, caminaron por el pasillo entre el gentío, y se perdieron a través de la luz.

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