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Molintonia

La estación del Edén

Cuando yacía en la cama, ya con los dolores apagados, ya con mis acompañantes unos rezando, otros llorando, llegó hasta mí Juan, mi hijo menor, que siempre tuvo la piel muy cálida, y colocó sus dedos sobre mis párpados, a la vez que me decía quedamente, al oído, pero con la firmeza del convencimiento:

—Papá, el camino es limpio y recto, sin sobresaltos;  el destino, lo que tantas veces hemos hablado, el Edén.  Allá arriba te esperan, pero debes viajar en solitario, porque sólo tú eres dueño de tu alma.  La Luz te vendrá a buscar y se abrirán las puertas. Acércate a Ella.

Transcurrió en un susurro, sin tiempo material de que las palabras fueran pronunciadas, y las oí más allá de la habitación, como si Juan hablara desde la Luz que me prometía.  No, no eran frases tangibles, no eran frases de consuelo ni de resignación ni de despedida, surgían dulces porque las decía el Amor, y no el amor filial, ni yo las recibía con amor o debilidad de padre...  eran palabras de espera y esperanza.

Me llegó el último sonido y aún pude oír:

—Ha muerto.  Descanse en paz.

Sé que hubo sollozos, que casi todo el mundo se apenó, pero sentí que Juan irradiaba paz, no sabía si para consolarse, para transmitírmela o para fortalecer a los demás.  Mi última imagen es su rostro transfigurado mirando hacia lo alto, señalando el camino, la vía de iluminación.

El miedo a la muerte me desapareció veinte años atrás, cuando ella se fue y dejó su labor en este mundo con la satisfacción de haber cumplido su papel y sabiendo que nada le ataba, que debía ascender a la presencia de su Dios con el alma como único equipaje.  Juan tenía quince años y quiso irse con ella, sufrió con desesperación, maldijo la vida y todo en lo que no creía, se ofreció a cambio, no aceptó la huida de su madre...  Pero ella, en su lecho de agonía, le habló palabras que nadie sabe, y el hijo se marchó, desapareció por todo el día, no asistió al entierro y, tras el regreso, nunca necesitó un consuelo ni un consejo, tornó su vida alegre, feliz...

Supe al instante que mi cuerpo había perdido la vida.  Por un momento, pude ver el mundo desde arriba con una superioridad no deseada, como si lo de allá abajo no importara.  Oí el silencio absoluto y a mis lados se hizo la oscuridad, una oscuridad impersonal, sin temor, pero repleta de vacío, llena de significado indescifrable.  Quise ver a lo lejos y nada se abría; abajo, lágrimas; a los lados, nada; y arriba...

Elevé los ojos, por fin, y encontré la Luz, un resplandor intenso, como un sol incoloro, sin forma... Y sentí que sonreía, que sonreíamos los dos al encuentro con una paz deslumbrante.  Me llamaba, y recordé las palabras de Juan.  La Luz me tendía una mano en forma de camino, de haz radiante que ocupaba un pedazo de oscuridad desde arriba hasta mi lugar.  Tuve un instante de duda y el haz parpadeó como queriendo apagarse, dando a entender que existía un tiempo determinado, una sola oportunidad.  Y cuando mi deseo se hizo firme, el haz se convirtió en peldaños, en una escalera automática que llegaba hasta la Luz, ahora convertida en cúpula a modo de cobijo.

La escalera ascendía y yo subí sin mirar atrás, sin miedo, con esperanza, con paz que aumentaba conforme veía la cúpula más cerca.  Ya no tenía oscuridad a los lados porque el fin de la escalera había cubierto el pasillo con flecos de la cúpula...  Alguien se acercaba hacia mí, alguien desconocido, pero cuya presencia sentí familiar.  De lejos, apareció con túnica blanca, casi confundido con la Luz, y se movía con paso quedo en dirección firme.  Comunicaba la paz igual a la ascensión, como si sonriera, aun con su rostro hierático... pelo negro, melena sobre los hombros, rasgos angulosos y ojos brillantes.

—Eres un ser de luz —me habló—y has decidido llegar hasta aquí para aprender.  Nosotros te recibimos con alegría, como hermano que eres de la gran fraternidad.  Sé bienvenido.

—Gracias, pero ¿por qué estoy aquí contigo?  ¿Quién eres?

—Has sentido mi presencia en muchas ocasiones.  Soy tu guía espiritual, el ser que tú has intuido como ángel de la guarda en el concepto limitado de tu enseñanza.  Me llamo Antares y elegí la misión de hacerte llegar hasta la Luz, el Padre Eterno...  Me honro por tenerte aquí.  Somos dichosos porque has encontrado el camino.

—Y ¿qué debo hacer?

—Debes continuar en la búsqueda porque tu sabiduría no es plena.  Aún debes aprender para estar con nosotros en el proceso de iluminación.  Tu camino no ha terminado todavía.  Tienes la Luz, pero no has comprendido la enseñanza.  Aprenderás, y en la última etapa te están esperando para acompañarte.  Déjate llevar, nosotros te guiaremos.

Antares se sumergió en la Luz y desapareció, desapareció a mi vista, que no a mi sentido, porque su presencia era palpable, como él dijo, igual que en otras ocasiones, cuando reclamaba ayuda incorpórea para consolar un sufrimiento.

Y sí, la escalera me llevó a una estación, a una encrucijada.  La cúpula se hizo imagen  de una gran cobertura con nervios de hierro y columnas moldeadas, andenes de piedra, pitidos resonantes...  Y en todas las vías me esperaba un tren, con su máquina y un solo vagón.  No había gente, pero sentía con vida a cada uno de los trenes, les palpitaba un corazón, su hálito vital.  Crucé las vías por delante de las máquinas para observarlos de cerca.  Se alineaban en la misma dirección, con los motores en marcha, ya  para partir.  Recorrí los andenes y vi cada vagón con su puerta abierta, aguardando mi entrada.  ¿Cuál debía elegir?...

Nadie podía ayudarme, la decisión caía en mí exclusivamente y sin posibilidad de evitarla.  Comprobé que donde debían colgar los carteles del trayecto, aparecían rectángulos con pintura menos desgastada.  Todos los trenes silbaron al unísono como señal de salida inminente...  La duda me atenazó, y no dudé, invoqué a mi ángel de la guarda, a mi guía espiritual, Antares, y, sin sentirlo, pero con la seguridad de tenerlo a mi lado, supe de inmediato cuál era el tren correcto, el que debía llevarme al lugar escogido para acercarme a la última estación.

El humo de la máquina se confundía con las brumas erizadas que aguardaban afuera.  Me había sentado en una butaca tapizada, justo en el centro del vagón, al lado de la ventanilla.  Intenté ver la dirección que tomábamos pegando la mejilla al cristal, pero la vista sólo me alcanzaba hasta la chimenea de boca grande pasando por encima del carbón que transportaba la vagoneta auxiliar.  Estaba solo, como en el ascenso por la escalera, pero ahora me amparaba una sensación cálida, porque realmente entendía al tren como un personaje con vida propia y misión determinada.  Salimos de la niebla enseguida, al menos por mi lado, pues por la otra hilera de butacas, la visión seguía igual.  Parecía que circulábamos por la ladera de una montaña, puesto que al frente sólo se veía cielo y abajo vegetación con un pequeño manantial.  Sonó un pitido prolongado y la corriente de agua cayó en cascada.

Aparecieron construcciones, cobertizos, establos y una casa de campo que me resultó familiar.  El arroyuelo discurría al fondo del paisaje, algo crecido y postizo al conjunto de la escena.  La sorpresa me agarrotó al llegar sobre la casa: “Tristán”, mi perro pastor correteaba por el camino... y un muchacho... ¡era yo!... le lanzaba un palo para jugar.  Mi frente, mi nariz, mi barbilla y mis manos abiertas se aplastaron contra el cristal...  Sentí como si todo el tren sonriera con la suficiencia de un abuelo cariñoso, con exceso de protección y comprendiendo mi sorpresa ingenua.  Casi se detuvo y pude observarme de niño feliz, en la ignorancia del porvenir, con la conciencia limpia, la maldad escondida y el egoísmo acentuado.  Aquel muchacho todavía disfrutaba de las cosas insignificantes, se sabía dueño del mundo y se creía tal vez el centro del Universo.  Mi padre salió de la casa y le negué ayuda con los aparejos porque prefería jugar con “Tristán”; mi madre apenas conseguía levantar el recipiente de ropa recién lavada piedra contra piedra; y yo, único hijo, acariciaba el lomo de mi perro y buscaba un trébol de cuatro hojas.  Me invadió una sensación de angustia con deseo de penitencia, sin agobios, con paz, con intención de reponer el daño con un servicio.  Era como si el Amor desprendido para uso personal se difuminara aislando el brote de egoísmo, para, en el balance, reconocer la justa medida de la existencia infantil.

Regresaron las brumas y ahora rayos de luz se filtraban hasta destellar contra el metal negro de la máquina.  Manteníamos viva la marcha y percibí que el tren se encontraba más relajado y más alegre, como si esta etapa le hubiera confirmado la utilidad del viaje.

El paisaje volvió a la claridad y, paralelo a nosotros, apareció un tren que circulaba en la misma dirección y a igual velocidad.  Yo viajaba en él, viajaba hacia la casa de campo con la cara enfurruñada para visitar a mi abuelo.  A través de las ventanillas del tren acompañante, me vi disgustado por salir de viaje y, a lo lejos, mi abuelo, nostálgico, me esperaba...  Nuevamente me invadió la angustia, hasta que toda la ventanilla se ocupó por un abrazo de abuelo y nieto, repleto de lágrimas nacidas de la ternura... y mi abuelo, mi mano entre las suyas, me miró, no al niño, sino al viajero de las brumas, y con reproche y cariño pareció decirme que no le importaba mi ausencia en su muerte porque sabía que ocupaba un lugar en mi corazón.  Lloré.

La aceleración creció y nos sumergimos en brumas que ahora se erizaban a mayor velocidad.  Intenté ver hacia todos los lados, pero las imágenes desaparecieron.  Sentí como si diéramos un amplio giro, el vagón se inclinó ligeramente y sonó otro pitido prolongado.  Al concluir el aviso, estábamos detenidos, habíamos regresado a la estación de partida, y la puerta se abrió.  Entendí que debía bajar al andén y así lo hice.  Tal como pisé el bordillo, el tren viajero inició una marcha lenta y noté su saludo con gesto de satisfacción por un deber cumplido.  La estación estaba más iluminada, incluso por la salida al exterior se atisbaba una luz más fuerte.  Ahora eran tres las máquinas que me aguardaban con los motores en marcha y, tras ellas, igualmente se enganchaba un solo vagón.  Cada una parecía llamarme a su seno, pero no sentí la necesidad de elegir, en realidad, un impulso me empujaba a subir a un vagón, cualquiera, sin preferencia, para iniciar otro viaje.

Tomé uno con máquina de vapor inmensa y vagón lujoso, que no tenía butacas alineadas y semejaba la habitación de un hotel, con barra de bar, cortinas, sofás y sillones tapizados en telas vistosas.  Me senté en un taburete cercano a la ventanilla, desde donde podría observar con claridad lo que aconteciera durante el trayecto por el mundo exterior.

Arrancamos de inmediato y nos sumergimos en las brumas a mayor velocidad que la del viaje anterior.  Y antes también, el paisaje se hizo diáfano a mi derecha, con montañas y bosques entre los que serpeaba el arroyo caudaloso con brío y desbocado.  Casi al frente de la máquina me vi con edad adolescente, quince años, corriendo por una calle desierta.  Sentí ansiedad como la tuve en aquel entonces, y deseaba ver enseguida la meta de la carrera.  No tardé en llegar.  Justo ante la ventanilla, mis brazos adolescentes rodearon la cintura de Mariana, mi primer amor, y recibí el beso en los labios igual que aquella vez, apasionado y voraz.  Pero de inmediato, Mariana salió llorando, gritando contra mí y mi desplante, y la escena me agobió con puñalada de culpabilidad.  El yo adolescente sonreía sin remordimiento, como así sonrió también cuando participó en escenas de otros desplantes poco románticos y en la burla y paliza a un vagabundo epiléptico que mi yo propuso sin piedad ni compasión.  Aparecí frotándome las manos cuando maquinaba la maniobra para engañar y desbancar a mis adversarios para un consejo escolar, y la pantalla se tiñó de gris oscuro cuando negué la ayuda a Carlos Miramón para el estudio del examen final en el último curso de Bachiller.  Y con ese gris que me inundaba, no ya por los ojos, sino en la entraña, donde duele la maldad, sentí el desgarro de la angustia y de la penitencia como un arañazo en el alma, acto de contrición para un final de justicia.  Así, con la espalda curvada por el peso de la culpabilidad, desapareció el color amargo y la luz se acercó con ella, que traía el amor, con ella, habitante inmediata de mi corazón, Esther María, cuya imagen ascendió del fondo de la escena, allá donde el arroyo se había hecho maduro y sus aguas se abrían a la tierra fértil.  Invadió el blanco la visión, el gozo se hizo paz y sentí curada mi alma con la presencia de ella, con su amor.

Cuando desperté del blanco, la ventanilla me enseñaba de nuevo la estación, donde había crecido la luz y, sin palabras, sin sonidos, el entorno se había llenado de vida.  Al descender, entré en calor de compañía, como si me introdujera en un gentío dichoso, aunque no tuviera nadie real a mi alrededor.  En el costado del tren recién abandonado, vi un cartel que antes del viaje no estaba en ese lugar; informaba: “Viaje a los sentidos, camino de la perfección”.  Y también este tren sonrió antes de partir.

Una sola vía aparecía ocupada por un vehículo futurista, de morro puntiagudo y perfiles redondeados.  Me aguardaba con la puerta levantada, pero sentí reparos a entrar...  Estaba tan colmado con la sensación del viaje anterior...  Oí dentro de mí la voz de Antares:

—Tus viajes han sido elegidos acertadamente.  No dudes.  Continúa, porque el final es la recompensa.

Recogí el mensaje sin extrañeza y accedí al moderno tren con la esperanza de continuar sumido en la paz.  Tomé asiento en un sillón envolvente y, con tranquilidad, me dispuse a recibir las imágenes necesarias.

Arrancamos con una exagerada aceleración y en la velocidad mantenida presagiaba un viaje cómodo y sin sobresaltos.  Las imágenes llegaron de inmediato y se sucedieron rápidamente.  Al principio, se encadenaron con el fin del trayecto anterior, por lo que me confirmaron en el placentero estado de la vuelta.  Fue confianza vana o juego del proceso, pues de inmediato la regresión me mostró como impactos de meteorito las escenas más duras de mi vida, calificadas así en el viaje, no porque las entendí de esa manera cuando realmente transcurrieron, y más angustioso resultó verme indiferente o satisfecho ante actos como aquéllos: negar la compañía a Esther en el parto de Juan, olvidarme de ella en mi lucha egoísta por adquirir prestigio, descuidar mi atención en los primeros síntomas de su enfermedad; y como latigazos intermitentes me vinieron salpicones del cierre de la empresa para no perder dinero, de la lucha con mi socio por arrebatarle poder, del despido del contable para justificar mi ineptitud...; y el colmo del vía crucis sucedió cuando tres pequeños, mis hijos, callados, sufrían sin saber por qué, con la intuición de que su padre vivía una vida ajena a sus inquietudes...  Me revolví en el asiento con una herida que sabía a muerte cruenta por agresión alevosa al amor...  Y cuando Esther me miraba con dulzura desde su lecho de muerte, la desazón y el remordimiento hurgaron en la herida para regalar saña al estertor definitivo...  La luz se me había apagado, vencía la oscuridad y mi ser intangible yacía en el sillón con la agonía del castigo.  Incluso el tren se detuvo y me transmitía su compasión.  Fueron pasando tinieblas con movimiento propio que me hacían aceptar la penitencia con la resignación de merecer una condena ejemplar.  Entre la oscuridad, las aguas calmadas del río se habían teñido de una mugre apestosa...  Esther encendió el alivio.  Todavía en el lecho de muerte, su mano se unió a la mía y dio calor a la escena como consuelo a mi fracaso.  María, Luis y Juan me arropaban camino del cementerio, acompañaban mi pesar en los meses siguientes y prestaban su ayuda a mi resurgimiento como hombre solo.  Al frente de la escena, un atisbo de ternura se introducía en las tinieblas con deseo de ocupación.  Observándolo, el consuelo aumentaba, y el tren comenzó una suave marcha, como queriendo acercarse a la sensación abandonando la oscuridad.  Comprendí que Esther me la enviaba, no desde la vida terminada, sino desde algún lugar existente por encima del vagón.  La escena se llenó de seres, seres desconocidos que irradiaban amor para despertarlo en mí hacia ellos... y tal fue su atracción que quise que mi alma se prolongara entre sus almas para conseguir una fusión completa.  Esther me incitaba con aliento cálido, y toda su presencia se hallaba en cada ser de la escena.  El río, transparente, inmenso, traspasaba la última llanura, el mar al fondo... Y como un suspiro, como una brisa, las tinieblas huyeron y la luz se hizo con sonidos de paz, el tren aceleró en un arranque de dicha y abrió una compuerta en el techo del vagón.  Sobre mí aparecieron cruces de vías, puentes metálicos, pasos a nivel, y sobre ellos, con placidez, ocupados por seres felices, circulaban otros trenes en una venturosa sinfonía de amor.

Al mirar arriba ensimismado, no percibí el regreso a la estación.  Se cerró la compuerta y volví mis ojos a la ventanilla.  La sensación de gentío ahora fue real, los andenes se encontraban repletos de hermanos que desprendían hospitalidad hacia mí.  No deseaba bajar, pero la puerta lateral se abrió... se abrió para permitir que ella, Esther, radiante, única, esplendorosa, se uniera a mi camino con un abrazo de encuentro en la dulzura, de encuentro en el amor.  El tren se puso en marcha, y a la salida hacia las nubes, en la última columna, se iluminó un cartel que se despedía: “Estación del Edén”.

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