Libro III - Fábulas de Montemolín, Palabras propias en la Presentación
Presentación de Fábulas de Montemolín
26/10/2001; 20:00
C.M.U. Virgen del Carmen, C/ Albareda, 23
ZARAGOZA
Quiero empezar, para que no se olvide ninguno, y para que nada quite atención hacia ellos, con los agradecimientos por haber contribuido al nacimiento de este libro.
A Alejandro Dolina, un multiartista argentino, que con su libro Crónicas del Ángel Gris, estimuló el contenido y estructura de estos cuentos.
A los habitantes de Montemolín, que me han dado el entorno y los personajes para dejar que el ángel extraviado escarbara en sus anécdotas.
A mis padres y a mi familia por haberme hecho crecer en Montemolín, lugar de mi infancia, al que perteneceré siempre viva donde viva.
A mi tío Julián, también llamado Manolo, porque es de aquéllos pocos que saben lo que significa Montemolín y luchó por ello.
A José Julián y a Jesús Ángel, que son habitantes especiales de este barrio también, porque en este barrio saltaron al mundo muy cerca de mí.
A Esther, Eduardo, Raúl y David, mi mujer y mis hijos, que me hacen ser como soy y como es una parte fundamental del ángel extraviado
A Adela, por sus palabras de aliento para que este libro no se quede en los almacenes de la editorial
A Editorial Combra y, en especial a Manuel Cotoré, por creer que este libro es algo más que un recuerdo personal y animarme a que saliera del cajón donde ha vivido siete años.
...y debería nombrar quizá a tantos santos como nombró Almodóvar en la entrega de los Oscar, porque me parece un milagro que tengamos impreso aquí el libro, pero sólo quiero nombrar a alguien más que no ha podido venir, también habitante de Montemolín, también de mi familia, que ahora sé que está pensando en mí, con el libro entre las manos, leído de cabo a rabo... a pesar de sus 95 años. Por tantas cosas, mi agradecimiento a mi abuela Edmunda.
Fábulas de Montemolín nació muy lejos de aquí, nada más y nada menos que a más de diez mil kilómetros de distancia, en Buenos Aires, aunque sólo le separa de España un océano, pero no sus gentes ni sus pensamientos. Nació desde la añoranza de unos orígenes que habían estado tan cerca que nunca los había visto. ¡Qué verdad es que los árboles no te dejan ver el bosque! O que sólo valoramos lo que tenemos cuando lo perdemos... Llegué a aquella tierra el 13 de septiembre de 1993, fecha premonitoria... porque dos años después nacería ese mismo día mi hijo Eduardo, allí en Buenos Aires, algo impensable cuando ese primer avión aterrizaba en el aeropuerto de Ezeiza. Al poco de llegar, mi afición por escribir me llevó a preguntar por la realidad literaria de aquella ciudad... y Eric Calcagno, un enamorado de la ciudad porteña me recomendó las Crónicas del Ángel Gris, un libro que recogía artículos relacionados y publicados en los diarios argentinos por Alejandro Dolina, un personaje entrañable, rebelde y polifacético. Estas Crónicas hablaban sobre historias fantásticas del barrio de Flores, un barrio popular casi en el centro geográfico de la ciudad, sobre la calle Rivadavia (por cierto, los porteños presumen, entre otras cosas, de tener la más larga y la más ancha del mundo, como algunos hombres de Montemolín... las calles, digo, la calle más ancha del mundo, la Avenida 9 de Julio, y la más larga, la de Rivadavia, calle del barrio de Flores, cuestión esta última que coincide con el pensamiento orgulloso del ángel extraviado de que Miguel Servet es la calle más larga de Zaragoza, al fin y al cabo, la más larga del mundo... del mundo conocido por el ángel extraviado)
Y con esa historia de Alejandro Dolina en la mesilla, escribiendo en el dorso de folios azules cuyo anverso era documentación borrador de la empresa donde trabajaba, Edenor, fueron gestándose estas Fábulas, a caballo entre la habitación 619 del Hotel Continental, en la Diagonal Norte y las mesas del Café Tortoni, en la Avenida de Mayo, páginas que quise escribir de memoria, solamente de memoria, sin recurrir a ninguna consulta, para que fuera un auténtico libro de creación, imaginado, recordado, una historia de dentro tal como se había archivado, y seguro que deformado, tal como se deforman los recuerdos que se hacen sueños.
Escribí un libro mágico, para mí es mágico, porque mágico es el recuerdo de una infancia, envuelto entre nebulosas y repleto de mitos, más importantes para mí que los clásicos, que han ido quedando plasmados inconscientemente en sus páginas. A diez mil kilómetros de distancia, escribí un libro de donde soy, de Montemolín, donde nací... aunque realmente no somos de donde nacemos, sino de donde alcanzamos la primera libertad en la infancia, donde podemos disfrutar en la soledad con conocimiento de causa la sensación de: “Esto lo he hecho... y me lo habían prohibido”. Somos de donde aprendemos a ser rebeldes, donde los sueños de ser alguien comienzan a hacerse realidad. Si el ángel extraviado hubiera tenido esta sensación en otro lugar, este libro no hubiera podido incluir en el título el nombre de Montemolín.
Este ángel extraviado, protagonista de las Fábulas, vive parte de mi historia y ocupa parte de mi alma. Es un ángel que vive en la intemporalidad de cada uno para ir susurrándonos al oído que las cosas que vemos y palpamos no son sólo como las vemos y las palpamos, sino que tienen una esencia nacida de sensaciones y sentimientos que las convierte incluso en algo totalmente distinto.
Hoy, siete años después de haberlo escrito, después de dos años de haber vuelto habitualmente al barrio desde Madrid, donde ahora vivo, casi aprecio que su título y su contenido pueden entenderse como una reivindicación de Montemolín. Probablemente, la actualidad que vivimos haga pensar así, lo que no fue en ningún momento mi intención al escribirlo. Pero el pasado día del Pilar, este mes, vi un artículo en el Heraldo de Aragón, que hablaba del precio medio de la vivienda en Zaragoza, y mostraba un mapa con los distritos de la ciudad. Pues bien, no existe Montemolín, no existe, se lo han comido entre Las Fuentes y San José... y pensé, me lo han quitado, y quizá yo contribuí a ello, porque hace años escribí en el libro:
“...es como si el barrio no existiera... sus límites se diluyen y allá, visto por el aire, la calle grande del barrio, la de Miguel Servet, únicamente serviría para deslindar Las Fuentes de San José”.
Y las cosas desaparecen porque alguien se desentiende de ellas. Sé que hoy han venido aquí muchos habitantes de Montemolín... que quizá no sabían ni siquiera que el barrio se llamaba así. Y mucho menos, otros habitantes de Zaragoza. No quiero preguntar, no me atrevo a preguntar quién lo sabría. Tampoco quiero apelar a una lucha de reivindicación, porque no serviría para nada, pero quiero ofrecer un capricho en una fantasía medieval: que este acto, como un rito de la caballería andante, y para rendir también homenaje a Don Quijote, que pasó por Zaragoza, sirva para armar a quien lo desee como Dama o Caballero de la Orden Montemolinense.
Alguien me preguntó si, en mi libro, Montemolín era como Macondo, el pueblo de Cien Años de Soledad, llevado por mi admiración hacia Gabriel García Márquez. No, tampoco fue escrito pensando en eso. Además, Macondo tiene existencia imaginaria, nadie puede encontrar Macondo. Montemolín, sí, aunque no tenga un Aureliano Buendía que regrese una y otra vez, pero con cientos de seguidores de los Hombres Encantados (aún sin saberlo) que se fueron del barrio pasito a pasito y que no derramarán una gota de sangre por Montemolín, porque consumen su recuerdo con gotas de lágrimas ocultas.
Y he dicho que no es mi intención reivindicar Montemolín, pero después de reflexionar sobre esto, quizá no me importara que este libro se entendiera como una voz en el silencio que grita en el papel la existencia de una identidad apagada.
Ahora, quiero haceros una propuesta. Espero que leáis el libro... y cuando lo hagáis, hacedlo con una actitud totalmente distinta a cuando leéis otro libro. Intentad pensar y sentir junto al alma del ángel y dejaos llevar con él en el recorrido por su barrio. Será un viaje por un mundo jamás explorado, que lograréis hacer vuestro de una manera especial... tan especial que os pido que no la compartáis con nadie que no haya vivido la historia del mismo libro. Leédselo, prestadlo, regaladlo, pero, como si de una historia de suspense se tratara, no le desveléis vuestras sensaciones... ¿Y sabéis por qué? Porque sin quererlo le estaréis hurtando su derecho a la sensación única.
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