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Molintonia

El destino de un pastor

El destino de un pastor

Cuento elaborado de un original que me regaló Ángel Neira, transcrito de uno que le contaba su madre en la infancia. El dibujo es uno de los realizados por  Ángel en el cuento original.

 

Érase una vez un niño pastor que vivía en las afueras de un poblado con una malvada mujer que lo recogió cuando murieron sus padres. 

Ángel se dedicaba a pastorear las tres cabras que heredó de sus padres.  Gracias a ellas podían sobrevivir vendiendo su leche en el pueblo.  Mientras él las llevaba a los pastos, la mujer, llamada Morgana, se dedicaba a estar tumbada en la hierba riéndose de los pájaros bobos o a cazar saltamontes para escucharlos crujir entre sus manos.  En realidad, ella cuidaba al niño porque era el propietario de las cabras, nada más que por eso.  En cambio, Ángel, al no haber conocido a sus padres, la sentía como su única familia.

La vida de Ángel se llenaba con la alegría al ver corretear a sus cabras de sol a sol, admirándose de cómo crecían las flores por encima de la hierba, y divirtiéndose con los baños en un remanso del río que sólo él conocía.

Así pasaban los días, y al anochecer, de regreso a la cabaña, se preparaba para escuchar los reniegos de Morgana por cualquier pequeña tontería.  Quizá le persiguiera con la escoba por no haberse limpiado los pies al entrar, o le diera cocotazos con los nudillos porque le compraron la leche a bajo precio, o lo castigara sin cenar por traer el zurrón mojado.

Pero una tarde muy calurosa, con el sopor de la siesta, apareció un hombre por los pastos.  Fue como una aparición, sí, porque no lo escuchó llegar y nunca antes había visto a nadie por aquellos lugares tan alejados del pueblo.  El hombre era muy alto, se apoyaba en una vara muy larga, vestía una túnica y le acompañaban tres perros grandes con cara de bonachones.

Ángel se sobresaltó y saltó para ponerse de pie en postura de defensa.  El hombre sonrió y le dijo:

–No temas.  Soy hombre de paz.

Al escuchar su voz y entender sus palabras, el niño se tranquilizó.

El  hombre le preguntó:

–¿Cómo se llaman tus cabras?

Y así iniciaron una charla que duró mucho rato, compartieron la merienda del niño y se ganaron la confianza mutua.

Cuando ya el sol se escondió detrás de la montaña, hora de regresar a la cabaña, el hombre le propuso:

–Te cambio un perro por una cabra.

Así de repente, Ángel no supo qué contestar.  Los perros parecían muy tranquilos y cualquiera de ellos podría servirle para acompañarlo en el pastoreo y para cuidar la casa durante la noche, pero tenía miedo de aceptar porque Morgana se enfadaría muchísimo con él si llegaba con una cabra menos.

Hubo unos minutos de silencio mientras las cabras tomaban los últimos bocados del día, los perros miraban al chico con cariño, y el hombre esperaba con paciencia la contestación a su propuesta.

Sin saber por qué, Ángel confió en el hombre de la túnica, se arriesgó al enfado de Morgana y dijo:

–Sí, cambiemos una cabra por un perro.

En el camino a casa, Ángel se fue convenciendo de que el cambio había sido bueno, porque el perro le mostraba obediencia, le frotaba las piernas con su lomo y, sobre todo, le miraba con tanto cariño... 

Pero al llegar a casa le esperaba Morgana, que se asomó, extrañada, cuando oyó ladrar a un perro.  Mirando hacia Ángel, encogió los ojos, frunció las cejas, puso la mano sobre la frente para otear mejor... y cuando descubrió la novedad, le hirvió la sangre y salió ligera y muy enfadada al encuentro del niño.

–¡¿Dónde está la otra cabra?!  ¡¡Eh!! ¿Dónde?  ¿Y ese perro asqueroso?  ¿De dónde lo has sacado? – y mientras gritaba, le estiraba de la oreja con una mano y con los nudillos de la otra le daba cocotazos

A Ángel le pasaron muchas cosas por la cabeza, además de esos coscorrones.  Pensó que quizá se había equivocado al cambiar la cabra por el perro, que había hecho mal, que Morgana tenía razón con el enfado...

–Ha venido un señor a las praderas, y le he cambiado una cabra por el perro– le explicó muy apesadumbrado.

–¡¿Cómo?! –tronó Morgana–. ¡Un perro por una cabra!  ¡Un perro por una cabra!  Eres idiota.  ¿Cuánta leche esperas sacar de este chucho?  ¿De qué esperas comer?  ¿De los ladridos?

Ángel agachaba la cabeza y tenía sentimiento de culpa por haber obrado así.  Morgana se cansó de estirarle la oreja hasta que pareció un pimiento morrón y siguió dándole cocotazos.

–¡Ahora mismo te vas a la cama sin cenar!  Será la mejor manera de empezar el ahorro por tu tonta idea.

Y el niño corrió a acostarse con picazón en la oreja y casi sin sentir el pelo sobre su cabeza.

Como no podía dormirse, se acordaba del episodio con el hombre de la túnica y se enfadaba por haberse dejado engañar.  El perro se había acostado a un lado de la cama y levantaba sus ojos para mirarlo con cariño y protección, haciéndole muecas con la lengua afuera, moviendo las orejas....  Parecía querer decirle algo, y Ángel le contestó:

–Ya ves la que he armado.  Por tenerte aquí, Morgana va a estar enfadada conmigo toda la vida.

Pero conforme miraba la cara bonachona del perro, le fue cambiando el pensamiento y le vino una sensación de alegría.  A lo mejor no estaba mal hecho eso de elegir al perro como compañía.  Ahora, la imagen del hombre ya no le causaba enfado, sino ternura y confianza.  Y se durmió pensando que tendrían menos leche... aunque no le importaba, pues podría jugar con su nuevo animalito.

Al amanecer siguiente, sin atreverse a tomar nada para el desayuno, por si Morgana se enfadaba, salió hacia los pastos para sacar a las dos cabras que le quedaban.  El perro no se despegaba de él.

Nada más llegar a la pradera, se tumbó bajo un árbol, y quiso pensar oyendo a los pájaros, mientras escuchaba crujir a sus tripas pidiéndole algo para comer.

–¡Hola, Ángel! –oyó una voz conocida detrás del tronco.

Se dio la vuelta y vio otra vez al hombre de la túnica que le miraba sonriendo.

–¡No! –le gritó–. Quiero que te vayas.  Morgana se ha enfadado mucho por haberte cambiado la cabra por el perro.  Dice que tendremos menos leche y ahora no podremos comer.

El hombre siguió sonriendo, llevó la mano a su zurrón y le sacó un pan humeante y un gran trozo de queso.

–Sé que tienes hambre. Toma. Come un poco y con el estómago lleno pensarás de otra manera.

Ángel casi no dudó, cogió el ofrecimiento y mientras comía quería esconderse del hombre que le había engañado... pero su sonrisa le fue cautivando y con el último bocado de pan, ya estaba más tranquilo.

–¿Te gusta el perro?

–Sí –contestó el niño–. Ha dormido conmigo y juega siempre a mi lado.  Es muy bueno.

–Se llama “Juego”.

–¡Uy!  ¡Qué nombre tan raro para un perro!

–He vuelto para hacerte otra vez una propuesta.

El hombre chasqueó los dedos y aparecieron los otros dos perros.

–Querría cambiarte otro perro por otra cabra.

–¡No! ¡¿Estás loco?!  Morgana se enfadaría mucho conmigo.  Ya no me querría, ¿sabes?  Y no tengo a nadie más en el mundo.  No.  Además, ¿de dónde íbamos a sacar la leche para venderla y tener comida?

–No me has dejado terminar.  Iba preguntarte qué otra cosa más querías con el cambio, pero ya tengo la compensación para ti.

–¡Vete!  Lo único que quiero es llegar a casa con mis dos cabras, bien comidas para que den buena leche.  ¡Vete!

–Déjame explicarte.  Para ti, las cabras sólo te dan de comer, ¿no es eso?

–Sí.

–Pues mi propuesta es que te cambio una cabra por un perro... y por este zurrón.

–No quieras engañarme otra vez.  Yo ya tengo un zurrón.   No necesito otro.

–Este zurrón es como una cabra.  ¿Ves? –y el hombre sacó una manzana.

–¡Ya! Y con eso, ¿qué?

–¿No necesitas comida?

–Claro.

–Pues este zurrón te la da.  ¿No lo has visto?

–Pero tú te crees que soy tonto.  ¿Y cuando se acabe la comida del zurrón?

El hombre le acarició la cabeza con mucha suavidad y, mientras le tocaba la oreja, le dijo:

–¿Quieres más comida?  Toma.

Metió la mano al zurrón y sacó una lechuga, y después un melón, y luego más queso, y huevos, y peras, y naranjas, y pan...

Ángel miraba alucinado.

–Siempre habrá comida en este zurrón, así que, si te lo llevas, no vas a necesitar la leche de tu cabra.

Ángel pensó en Morgana.  Se pondría contenta si le llevaba el zurrón porque siempre tendría comida a mano.

–¿Aceptas el cambio? –volvió a proponerle el hombre de la túnica.

El niño dudó, pero...

–Sí, acepto.

Y uno de los perros se pegó a sus piernas, mientras el hombre le daba el zurrón.

–Adiós, Ángel –se despidió marchándose con la cabra.

En el camino a casa, “Juego” no dejaba de saltar y corretear.  Le transmitía alegría y así estuvo muy contento durante todo el trayecto.  El otro perro iba muy tranquilo y mirando hacia arriba con la boca cerrada y los ojos brillantes.

Y desde lejos, gritó:

–¡Morgana!  ¡Morgana!  ¡Mira lo que traigo!

Ella salió muy rápido.  Se imaginaba alguna torpeza de Ángel otra vez... y al ver que sólo venía con una cabra, se lanzó hacia él y empezó a pegarle gritándole:

–¡Eres un niño idiota!  ¡Te has dejado engañar otra vez!  ¿A quién le has dado la cabra?  ¡Te vas a quedar una semana sin comer!  ¡O mejor, ya no vas a comer nunca más, para que aprendas!

Ángel quería explicarle lo del zurrón, pero no podía hablar, porque Morgana estaba muy enfadada y le seguía pegando.  Cuando ya pudo decir algo, le contó la historia mientras ella lo cogía de la oreja que le había acariciado el hombre de la túnica y, con patadas en el trasero, lo arrastraba hacia su habitación.

–Pero ¡tú eres idiota!  ¡Idiota sin remedio! –le contestó Morgana–. No sé qué voy a hacer contigo.

Ya habían llegado a su habitación

–¡Ahí te vas a quedar sin comer!  ¡Nunca más vas a comer!

Ángel se quedó muy triste y dolorido.  “Juego” se puso a saltar con sus muecas y el otro perro se le acostó en los pies mirándole con ternura.  Poco a poco, la alegría de su primer perro le hizo soltar una sonrisa, y el segundo perro le dio tranquilidad para poder pensar.  Quiso comprobar que el hombre no había mentido y metió la mano en el zurrón.  Era verdad, era verdad, no fallaba.  Sacó una manzana.  Miró dentro y no había nada.  Metió la mano y encontró ahora un racimo de uva.  Miró dentro y no había nada.  Metió otra vez la mano y sacó un pedazo de pan.  “Juego” y el otro perro lo miraban contentos.  Entonces, Ángel pensó en que debían tener hambre, y sacó del zurrón un par de huesos enormes.

¡Qué feliz durmió esa noche!  El hombre de la túnica era de confianza.

Al día siguiente, antes de que se levantara su hermana, aún de noche, salió de casa con su zurrón, con los dos perros y con su única cabra, para volver a la pradera.  Quizá volvía el hombre y querría darle las gracias por su regalo.

A la misma hora de los otros días, con el sol en lo más alto, le despertó de su siesta el ladrido de sus perros.  Se habían agitado porque había llegado el hombre canoso:

–Buenas tardes, Ángel.

–Buenas tardes. ¡Qué alegría!  Lo estaba esperando para darle las gracias por el zurrón.  Siempre tiene comida.

–No tienes que agradecerme nada, porque fue un cambio.  Tengo tus cabras y me dan la leche y la compañía que necesito.  ¿Cómo se ha portado tu segundo amigo? –le preguntó por el perro.

–¡Ah!, es muy tranquilo y muy cariñoso.  Parece que sonríe todo el tiempo.

–Su nombre es “Paz”, y te ayudará siempre.  Ahora quiero proponerte el último cambio.  Ya has visto que traigo otro perro.  Querría tu tercera cabra por él.

El niño se puso algo nervioso y enseguida “Paz” se acercó a su lado.

–Por supuesto –continuó el hombre–, puedo ofrecerte otro regalo añadido.

–Mire, no sé, Morgana no me aguantaría otra vuelta con una cabra menos.

–Pero si ella sólo quiere las cabras para comer, con el zurrón están resueltas sus necesidades.

Ángel dudó, pero se acordaba de que la palabra del hombre se había cumplido la otra vez, y confiaba en él.

–¿Qué otro regalo me darías?

–Pide lo que más te guste.

Se quedó muy pensativo un rato... y dijo con mucha ilusión:

–Dame el pájaro más bonito de la tierra.

El hombre levantó su brazo y del árbol cercano voló para posarse en su mano el pájaro más bonito jamás visto en la tierra.

–¿Por qué querías un pájaro?

–Para regalárselo a mi Rey.  Sé que le gustan y es muy bueno con todo el mundo.

–Muy bien, muchacho –le dijo el hombre tan amable y extraño–.  Ve corriendo y haz ese regalo que tanto te gusta para tu Rey.  Pero antes, tienes que saber el nombre de tu perro.  Se llama “Amor”.  Y los tres van a estar a tu servicio.  Te ayudarán en tus problemas y podrán concederte lo que desees.

Pero Ángel, tan admirado con el pájaro, no prestó atención a sus palabras.  Salió corriendo hacia su casa con el zurrón, el pájaro y los tres perros.

Cuando Morgana lo oyó llegar más pronto de la habitual, ya se imaginó algo raro.  Lo vio llegar sin la única cabra que les quedaba y se lanzó directa contra él.

El niño se puso a correr alrededor de ella con el pájaro sobre su hombre y los tres perros detrás suyo.

–Espera, Morgana.  Déjame que te cuente. Mira, mira este zurrón –y se lo tiró a los pies–.  Te dará toda la comida que quieras.  Mete la mano y lo verás.

La mujer no creía, pero como no podía alcanzar al chico, intentó lo que le decía.  Sacó un gran pedazo de queso.

–Lo ves.  Sigue, no te pares. Sigue.  Es verdad.

Morgana metió y sacó la mano varias veces y en todas ellas sacaba algo para comer.  Ángel dejó de correr cuando vio la cara de asombro y alegría de la mujer.

–Ya no necesitamos las cabras –le aclaró.

–¿Y ese pájaro?

–¡Ah!, me lo ha regalado el mismo señor.  Se lo he pedido para dárselo al Rey.  ¿Qué te parece?  ¿No es el más bonito del mundo?

Morgana lo miró, y se calló porque sabía que al Rey le encantaban los pájaros, y más uno como ése, nunca visto por esos lugares.

–Bien, vete ahora mismo para dárselo, y vuelve en cuanto lo hagas.

Ángel salió corriendo con el pájaro y sus tres amigos.

Iba muy contento por lo que le había pasado.  Ya no tendría que salir temprano a pastorear las cabras, tenía tres perros como amigos y le llevaba un excelente regalo al Rey.

Al llegar a la puerta del castillo, los guardianes le miraron con cara muy seria.

–¿Dónde vas, muchacho?

–Le traigo un regalo a mi Rey y quiero dárselo.

–¿Cuál es el regalo?

–Este pájaro.

–Nosotros se lo daremos.

–No, quiero ver al Rey

Lo dijo con tanta convicción que los guardias se miraron y llamaron al jefe de la vigilancia. 

–Tú estás loco, niño –le gritó el jefe desde lejos–.  No se puede ir a ver al Rey así como así.

Ángel no se amilanó.

–Sé que al Rey le gustan los pájaros.  Y si no me dejan ir a llevarle éste, haré que se entere de que ustedes no quisieron dárselo.

El jefe vio el pájaro y se dio cuenta de su belleza y de lo que le encantaría al Rey tenerlo.

–Bien, yo te llevaré.  Sígueme.

Llegaron a los aposentos reales,  el jefe tocó una campanilla y dejó al niño frente a una puerta.  Al cabo de un momento, la puerta se abrió y apareció una sirvienta, que lo cogió de la mano y lo condujo hasta la Sala del Trono.

–¿Qué deseas de mí? –habló el Rey saliendo por un lado.

El muchacho le dijo:

–Le traigo un regalo para mi Rey.  Quiero dárselo en persona.

–Muchacho, el Rey que tanto deseas ver soy yo.  Dime, ¿qué es ese regalo del que hablan los guardias?

Ángel le señaló el pájaro. 

Al Rey le maravilló ver una criatura tan extraordinaria.

–¿Dónde lo has conseguido?

El niño le contó la historia y el Rey se quedó mirando a los tres perros que no se habían separado de su dueño en ningún momento.

–Excelentes perros.  Te van a dar muchas satisfacciones.  ¿Sabes, muchacho?  Hace muchos años, oí hablar de un hombre como el que me has descrito.   Y quien me contó que lo vio fue un excelente sabio que ayudó a mi padre a dar felicidad a este Reino.

Y el Rey perdió la mirada por una ventana allá en lo alto de la Sala.

–Este pájaro es único –continuó el monarca–.  No he visto uno igual. Te contaré un secreto.  Me gustan los pájaros porque son el símbolo de la libertad.  Todos los que tengo están en la Torre Cuadrada, con las ventanas abiertas, y los visito a diario, hablo con ellos...  Ninguno se ha escapado nunca.  Salen y vuelven, y me cuentan las historias de mi gente, sus necesidades.  Así puedo gobernar sin miedo de faltarle a la verdad.

Cogió el pájaro el Rey y le dijo al niño:

–Ven, te voy a recompensar por tan maravilloso regalo.

Anduvieron por pasillos y escaleras hasta llegar delante de una puerta pequeña y gruesa.  El Rey, abriéndola, le dijo:

–Mira, muchacho, entra ahí dentro y llévate todo el dinero que puedas.  Cuando creas que tienes suficiente, llamas y te acompañarán hasta la puerta del palacio para que regreses a tu casa.

A la luz de tres antorchas, se veían montañas monedas de oro y plata.

El monarca se marchó hablando con el pájaro.

El chico pensó que era una oportunidad que no tendría jamás, así acabaría su pobreza y realizarían una nueva vida.  Se quitó los pantalones y anudó las perneras, y llenó, llenó, hasta el punto de que sus fuerzas pudiesen llevar todas las monedas de oro que cupiesen en sus pantalones.  Cuando hubo terminado de llenar los pantalones, que le hacían de saco, llamó para que le abriesen.

Algunos guardias se rieron al verle sin pantalones, pero la noticia de lo que había pasado ya corría como un relámpago, y lo que fueron risitas se convirtió en envidias y admiración.

Cuando llegó a casa, Morgana, al verlo con esa facha, se echó a reír a carcajadas, pero él le dijo:

–No te rías, Morgana, que ya quisieras ir tú desnuda a cambio de lo que traigo.

Dio la vuelta a los pantalones y todas las monedas cayeron al suelo.  A Morgana se le cortó la respiración.

 

 

Este premio del Rey iba a cambiar la vida de Ángel y Morgana.  Se pusieron muy alegres y ella olvidó los enfados por haber cambiado las cabras.  Ahora, los tres perros serían una agradable compañía.

Decidieron marcharse de la cabaña y salir a recorrer mundo para conocer más lugares y personas, hasta que encontraran un sitio donde pasar el resto de la vida.  Compraron un espléndido caballo y una carreta.  Así pasaron días y días visitando otros poblados y otros parajes.

Una mañana, a la salida de una ciudad, se les acercó un hombre anciano:

–Permitidme, señora.

–Dígame, buen hombre.

–Estoy intentando vender mi propiedad.  He notado que sois persona rica y me gustaría ofrecérsela.

Ángel también escuchó la propuesta y animó a Morgana para conocer la casa.  El hombre subió a la carreta y marcharon a conocer la oferta.

Tuvieron que recorrer un largo trecho hasta llegar a una enorme casa, rodeada de árboles y un lago.  El hombre les hablaba de los campos de alrededor, del mobiliario de las habitaciones y de la tranquilidad que suponía vivir allí, sobre todo con esos tres perros tan fuertes que les harían de guardianes.

Ángel se quedó maravillado del lugar y Morgana estaba imaginándose como una reina en un palacio.  Acordaron el precio con el propietario y tomaron posesión.

Por fin habían encontrado el lugar de sus sueños.

El muchacho salía todos los días con sus perros, jugaba por los alrededores, se bañaba en el lago, se encaramaba a las copas de los árboles, paseaba hasta las montañas...

Estando Ángel en esos juegos, alejado de la casa, Morgana oyó cómo tocaban a la puerta.  Eran unos golpes muy fuertes y, como estaba sola, se asustó y no quiso abrir sin preguntar:

–¿Quién es?

Y una voz ronca contestó:

–Soy el gigante de esta zona y quiero hablar contigo.

Pero la hermana tenía miedo y le dijo:

–Vuelva al atardecer –esperando que a esa hora ya hubiera regresado Ángel con los perros.

El gigante siguió insistiendo, ahora más suave y con voz agradable.  Su tono de amabilidad hizo que Morgana fuera tomando confianza y le abrió la puerta.

Apareció delante de ella un hombre de casi tres metros de altura y una enorme musculatura.  Al verlo, Morgana cerró de un golpe y le pidió al gigante que hablaran paseando por la orilla del lago.

En esa conversación, la mujer se enteró de que el gigante había expulsado al anterior propietario porque no le había dejado casarse con una de sus hijas, que ahora se encontraba muy solo y quería compartir su vida con alguien.  Que se llamaba Lorgelot, era muy poderoso, tenía una habitación llena de joyas y monedas de oro, y las guardaba para darle felicidad a una mujer.

A pesar de la apariencia del gigante, Morgana se compadeció de él, y quedaron en verse en otro momento. 

Ángel llegó a la hora de siempre.  Morgana no quiso contarle el episodio del gigante.

Pasaron los días, y Lorgelot la visitaba todas las mañanas.  Su relación fue creciendo y el gigante vio que ella podía ser su esposa.  Al cabo de varios paseos a la orilla del lago, se lo comunicó.  Morgana, que ya había visto la posibilidad desde el primer día, le contestó que no quería decidir sin antes consultar con el niño.  Entonces, el gigante tronó, se le hincharon todos los músculos y su cara se transformó en en un gesto de furia terrible:

–¡Al niño no lo quiero!  ¡Te quiero sólo a ti!

Morgana se marchó corriendo a su casa.  Empezó a pensar en Lorgelot y en sus riquezas.  Se veía viviendo en un palacio mucho más grande, con doncellas, sirvientes y cocineras.  Iba a ser una dama principal...   Pero estaba Ángel.  Lorgelot no lo quería.

Al día siguiente, la conversación se refirió al deseo del gigante.  Morgana escuchó todos los ofrecimientos de su pretendiente y se le abrían los ojos al descubrir cómo podría ser su vida si se casaba con él.  Cuando nombró al muchacho, Lorgelot volvió a tronar:

–¡¡Con él no!!  ¡¡No me gustan los niños!!  Deshazte de él.  ¡¡Como sea!!

Morgana le dio muchas vueltas a la cabeza y se enfebreció con los tesoros puestos a sus pies.  Pero no quería tomar una decisión sobre Ángel,  Se lo dijo al gigante y le contestó:

–¡¡Ya era hora de que razonaras!!  Tengo veneno en este bolsillo.  Toma, pónselo esta noche en la comida.

La mujer se asustó mucho porque no quería matar al chico.  Pero si no lo hacía, Lorgelot, con esa cara de furia, podía ser capaz de matar a los dos.  Estuvo pensándolo varias horas.

Cuando Ángel llegó aquella tarde del paseo, la cena ya estaba encima de la mesa.  Entró alegre con sus perros y se sentó dispuesto a comer porque la caminata le había abierto el apetito.  Al ir a tomar la primera cucharada, uno de los perros saltó sobre su brazo y derramó el contenido.  Ángel lo miró enfadado y el perro se metió debajo de la mesa.  Con la segunda cucharada, otro de los perros le agarró la mano con los dientes y tiró el plato con la pata.  Morgana le colocó otro plato, y el tercer perro derramó su contenido por el suelo.  Los dos platos tenían veneno y los perros sólo le dejaron comer cuando ella le puso comida buena.

A la mañana siguiente, cuando el muchacho y sus animales marcharon como todos los días, el gigante volvió a la casa, después de haberlos visto partir:

–¿Cómo no le pusiste el veneno en la comida?

–Sí que lo hice, pero los perros le tiraron la comida.

–¡¿Cómo?! ¡Los perros!  Yo me encargaré de los perros.  Hazlo hoy otra vez.

Lorgelot se fue a buscar al chico con un arco y flechas.  Quería matar a los perros.  Cuando los vio, se apostó detrás de una roca y les disparó.  No consiguió acertar con ninguna flecha, a pesar que su excelente puntería.  Unas veces rebotaban en una rama, otras se le iban hacia arriba...  No pudo acertar en el blanco ni una sola vez.

Cuando llegó el muchacho a casa y tenía la comida preparada, sin darle tiempo a sentarse, otro de los perros tiró el plato de la mesa y la comida se derramó por el suelo.  El muchacho regañó al perro por su mal comportamiento y lo dejó aquel día sin comer.  Pero el caso es que los otros perros tampoco comieron nada de la comida derramada.  Al chico le extrañó que no quisieran comer, pero no le dio importancia y se sentó en espera de que Morgana le hiciese la nueva comida, a la que no pudo echar el veneno.

El gigante estaba esperando que la muchacha fuese a avisarle de que su hermano ya no se interpondría entre los dos.  La espera fue inútil y se llenó de cólera.

Como el día anterior, ausente el muchacho, Lorgelot se presentó más enfadado y con voz potente, le dijo a la muchacha:

–¿Quieres acabar con mi paciencia?  Tu hermano sigue vivo.  ¿Acaso no le has puesto el veneno en su comida?

–¿No dijiste que te ibas a encargar de los perros?  Volvieron a tirarle el plato y ya no me quedaba veneno.

–Está visto que no sirves para nada.  Tendré que hacerlo yo –dijo con el rostro rojo de ira.

Lorgelot estaba dispuesto a matar a Ángel.  Como había fallado con las flechas, pensó en ser más directo y se escondió detrás de un árbol para golpearlo con un tronco en la cabeza.

El muchacho salió de la casa seguido de sus perros.  Conforme iban llegando hacia el escondite de Lorgelot, los tres animales se pusieron muy tensos, olfateaban el aire y rabiaban.  De pronto, “Paz” salió corriendo, los otros dos le siguieron y Ángel se quedó extrañado viendo cómo se introducían en el bosque.  Cuando llegó entre los árboles, los gruñidos le indicaron dónde estaban, y allí vio cómo habían sometido a Lorgelot, que llevaba un gran palo en la mano.  El gigante temblaba atemorizado mirando las caras de los perros

Cuando salió de su asombro, el muchacho cogió el limón y se dirigió hacia casa.  La hermana, que había presenciado todo lo ocurrido desde la ventana, al ver a su hermana dirigirse hacia casa a un paso más deprisa de lo normal, se asustó de lo que su hermano pudiese hacerle por lo ocurrido.

Salió de la casa, echó a correr sin dirección alguna.  El muchacho, al verla correr atemorizada, llamó y volvió a llamarla repetidas veces sin saber lo que le ocurría y por qué tomaba aquel comportamiento.  Sin pensar más, el muchacho salió corriendo tras ella para tratar de consolarla y explicarle que no había pasado nada.  El muchacho no sospechaba que su hermana tuviese que ver con el intento de ataque que había tenido con el gigante.

La hermana ya no estaba tranquila, pues se había dado cuento de todo el mal que había hecho y no tenía la conciencia tranquila.  Sólo pensaba que su hermano la castigaría por ser cómplice del gigante.

Siguieron corriendo uno tras del otro, el muchacho llamándola, pero ella no hacía caso.  Al intentar la muchacha cruzar un campo donde la hierba era alta no pudo ver que en aquel lugar había un pozo de gran profundidad.  Justo pisó en falso entre las hierbas y se precipitó al fondo de aquel pozo donde acabaría su vida y sería su tumba.  Su hermano con gran pena no pudo sacarla.  Sabiendo que no podía hacer ya nada tomó la decisión de marchar de aquel lugar y buscar una nueva vida.

Pasó los días errante con su caballo, sus perros, la lanza y su espada, pensando en el horrible fin que había tenido su pobre hermana.

Un día, casi a la puesta del Sol, divisó a lo lejos un castillo con su ciudad.  El muchacho se fue acercando y cuál fue su sorpresa al encontrarse en el camino que llevaba a la ciudad gente saliendo de ella.  Cada persona llevaba a cuestas lo que podía sacar de sus casas.  El muchacho desmontó del caballo y acercándose a una preguntó:

–¿Qué ocurre, buena gente?  Parece que abandonáis vuestras casas.

Los del grupo se pusieron a hablar todos a la vez.  El muchacho pidió tranquilidad a la gente:

–Decidme, pero hablar sólo uno para que os pueda entender.

Acercándose, un hombre, al parecer el más viejo del grupo, le dijo:

–Caballero, vos que sois forastero marchad ahora que tenéis tiempo.  Mañana puede ser demasiado tarde.

Pero al muchacho eso no le sacaba de la duda y volvió a preguntar:

–Explicadme con más detalle, por favor.

Y así lo hizo aquel hombre que tan asustado estaba.

–Bien, señor.  Se trata de algo horroroso.  En la ciudad cercana a la nuestra están pasando cosas horribles.  Desde hace unos días acude un dragón de siete cabezas a las afueras de la ciudad.  Allí está esperando una persona para ser comida por el dragón.  En caso de que no saliese nadie a su encuentro y así calmar el apetito de la fierra, entraría en la ciudad y acabaría con la vida de todos.  Por eso nos marchamos, para salvarnos ahora que tenemos tiempo

–Y vuestro Rey, ¿dónde está?

–¡Oh, señor!  El Rey se marchó dejando el palacio esta mañana con los soldados.

–Mal hecho por su parte –contestó el muchacho.

–Decidme, buen hombre, ¿dónde está esa ciudad de que me habláis?

–Siguiendo ese camino la encontraréis.  Pero no pensaréis ir, ¿verdad?

–Sí, buen hombre, esa es mi intención.  En el momento que pueda conseguir una armadura.

–No os será difícil, caballero.  Están abandonadas todas las armas y armadura en el palacio.

Despidiéndose de aquella gente, el muchacho se dirigió al palacio.  Al entrar en él, observó.  Parecía que un huracán hubiese pasado por allí.  Sin perder más tiempo, recogió una armadura, se la puso y saliendo de palacio, se dirigió hacia el camino que aquel hombre le había indicado.

Como si le fuesen persiguiendo, él y sus animales todavía no se habían detenido en ningún momento.  Cuando ya se divisaba la ciudad en lo alto de una colina, aflojó la marcha para ir mirando detenidamente a su alrededor.  Conforme la distancia se iba haciendo menor, pudo comprobar que era cierto lo que el señor le había dicho.  Una persona estaba esperando que llegase el dragón de las siete cabezas.  Cuando llegó a la altura de aquella persona pudo comprobar que se trataba de una muchacha, una muchacha muy bella.

Desmontando de su caballo, se acercó a la muchacha y le preguntó:

–¿Qué haces aquí?  ¿Puedo ayudarte en algo?

Ella le contestó:

–No creo que podáis, caballero, pues mi destino ha llegado.

–Pero eso no puede ser, eres muy joven para morir –dijo el muchacho.

–Ya lo sé, caballero, pero la suerte me ha elegido a mí.

–Pero, ¿qué suerte?

–La suerte que tenemos que correr todos los días cada uno de esta ciudad.

–Explicaos mejor, muchacha –dijo el caballero.

–Bien, así lo haré, si es que hay tiempo de ello.  Verás, desde hace unos días, viene un dragón para comer en esta ciudad.  El primer día cogió a un campesino.  Fue un mal final para aquel pobre hombre.  Los que vieron aquello, llenos de horror, acudieron a palacio y se lo contaron a mi padre, que es el Rey...

–Así que tú eres la Princesa.  ¡Pero es posible que tú...!

–Dejadme que os explique.  Como te decía, cuando se lo dijeron a mi padre lo ocurrido, estudiaron el asunto y se tomó la decisión de que cada día se hiciera un sorteo para ver quién tenía que servir de comida al dragón, porque si no era así, el dragón podría entrar en la ciudad y acabar con toda la gente.  Por eso estoy yo aquí.  Ahora, caballero, marchad antes de que verga el dragón y os pueda pasar algo a vos.

–No, princesa, no me voy.  En el día de hoy a ese dragón le costará ganarse la comida, si es que la merece.

Terminando estas palabras, el caballero, no lejos de allí, se oyó un silbido tremendo que asustó a la Princesa:

–Corred, caballero, escondeos, que ya viene.

–Escuchad, princesa, cogeos fuerte de la cola del caballo y no os soltéis en ningún momento, pues de eso depende vuestra vida.

Haciéndole caso, cogió fuerte la cola del caballo.  Cuando el dragón estuvo cerca, el caballero dio rienda suelta al caballo y se lanzó hacia el dragón en una lucha que parecía no tener fin.  Cuando los perros lo tenían sujeto con sus fuertes dientes, el caballero clavó su lanza en la cabeza central del dragón y éste se desplomó sin vida.

La muchacha, cubierta de polvo, cuál sería su alegría al ver lo que estaba pasando en aquel momento.  El dragón ya no molestaría a su pueblo y podrían vivir tranquilos y rehacer sus vidas.

La gente del pueblo pude ver cómo el dragón yacía en el suelo.  Salieron todos a la puerta de la ciudad.

La princesa y el caballero se dirigieron al castillo.  Quería la Princesa presentarle a su padre, el Rey, y explicarle lo sucedido.  Pero cuando la muchacha estuvo en Palacio, su padre se encontraba en una habitación triste porque pensaba que había perdido a su hija para siempre.  Cuál fue su sorpresa cuando vio a su hija en la puerta de la habitación.

–Pero, hija mía, ¿qué haces aquí?, no puedes escapar de tu destino.  El dragón estará al llegar y si tú no estás allí, entrará en la ciudad y terminará con todos nosotros.

–No, papá, el dragón no puede hacernos nada, pues está muerto.  Y yo conozco a quien lo ha matado.

–¡No puede ser!  El dragón es grande y fuerte y hay que saber matar acertando en su corazón y nadie sabe dónde lo tiene.

–Compruébalo tú mismo, papá, para que te convenzas de ello.

–Está bien, hija mía.

El Rey salió y dijo a sus guardias.

–Dar un pregón.  Decid que aquel que haya matado al dragón, que le traiga las siente cabezas y le entregaré a mi hija por esposa.

Estas palabras las oyó uno de los criados del Palacio.  Con su hermana salieron con una carreta para recoger las cabezas del dragón.

De todo lo que estaba ocurriendo fuera de Palacio no se enteraba la Princesa.  Al salir su padre de la habitación, pensó que iba a comprobar lo que ella le había contado sobre la muerte del dragón.  Y así la Princesa, contenta, esperaba en aquella habitación para que cuando volviese su padre, poder presentarle a su salvador, que esperaba en otro punto del castillo hasta que fuese avisado por la princesa.

Cuando el Rey le dio el recado al guardia, pasado un rato entró en la habitación para seguir hablando con su hija y decirle la decisión que había tomado.

La Princesa se puso muy contenta porque pensó en aquel momento que el caballero, como ella le llamaba, estaría recogiendo aquellas siete cabezas, pero no era así.

Estando hablando padre e hija, llamaron a la puerta.

–Pasad, dijo el Rey.

Entró un guardia.

–¿Qué deseáis?

–Majestad, hay un criado que quiere enseñaros algo.

–Hacedle pasar.

El criado pasó y, ayudado por su hermana, entraron una a una las cabezas que tanto deseaba ver el Rey.

–Aquí tenéis, Señor, os traigo la muestra de que yo he matado al dragón y deseo que me entreguéis a vuestra hija.

–Muy bien, mi hija ya...

–No –interrumpió la Princesa–. Él no ha sido el que ha matado al dragón.

El Rey, extrañado, dijo:

–¿Cómo puedes decir que no, si tú me dijiste que me presentarías a quien lo había matado?

–Sí, eso es, pero esa persona es un forastero.

Entonces, la Princesa salió a buscar al muchacho, que posiblemente estaría cansado de esperar.  Volvieron a la habitación la Princesa y el Caballero.

–Mirad, padre.  Este caballero es quien en verdad ha matado al dragón.

–¡No es verdad, majestad!, dijo el criado.  Si no lo creéis, aquí está mi hermana, que os lo puede jurar.

–¿Es eso verdad, mujer?

–Sí, mi Señor, es verdad–  Si no, ahí tenéis la prueba.

–Y tú, muchacho, ¿qué dices a eso?  ¿O es que quieres pasar por impostor?  Ya sabes que los impostores son castigados con su vida.

–¡No, padre!, no es un impostor.  De verdad os digo que fue él quien me salvó la vida.

–Dejad que sea él quien se defienda, hija.  Si no, pagarán con la vida.

–Bien, Majestad.  Yo, humilde persona, no me dignaría a mentiros, aunque os puedo decir que si soy culpable, pagaré mi culpa con la condena que decís.  Pero, ahora bien, toda aquella campana que no lleva badajo no puede sonar y hacernos sentir que aún estamos vivos.

El Rey pensó en qué querría decir con aquellas palabras, y preguntó:

–¿Qué queréis decir, muchacho, me confundí con tanto misterio en esas palabras?

–Majestad, abrid la boca de esas cabezas y comprobar que ya han sido cortadas todas sus lenguas.

Así lo hicieron y en verdad pudieron comprobar la inocencia de aquel muchacho que él sólo había traído la paz para aquella ciudad.

El criado fue juzgado y castigado en la plaza de la ciudad.

Pasaron los días.  Todo el pueblo estaba feliz desde que había muerto el dragón.  Así como el pueblo cercano volvieron a ocuparlo los habitantes al enterarse de lo sucedido con el dragón.

La noche antes de la boda, los muchachos se retiraron a sus habitaciones antes de lo que tenían costumbre y así poder madrugar al día siguiente.

El muchacho, desde que fue invitado a Palacio, en sus habitaciones siempre tenía a sus tres perros.  Pero aquella noche, antes de que llegar el caballero a su dormitorio, la criada había puesto en el colchón unas agujas muy grandes untadas con veneno.  Al llegar, el muchacho se acostó muy cansado, y, al tocar el colchón con todo su peso, se clavó las agujas.

Los perros se acercaron al muchacho y le hicieron caricias con sus patas, pero no despertaba.  Uno de los perros se metió debajo de las mantas y sacó una a una las agujas que se había clavado.  El muchacho despertó y les dijo:

Gracias, os quiero mucho, y no dejaré jamás que os marchéis.  Pero no sería así lo que esperaba el caballero, porque saliendo una voz de uno de los animales, le dijo al muchacho.

–No, amo, nosotros ya hemos terminado el servicio aquí.  Tú ya no nos necesitas más.  Nuestro Señor nos reclama y nos tenemos que marchar.

Y con un adiós los animales salieron de la habitación sin saber el muchacho cómo había sucedido.

Al día siguiente la criada apareció muerta en su habitación sin que nadie pudiera saber cómo pudo pasar.

La boda se celebró como estaba previsto y en aquel pueblo no faltó nunca la alegría mientras vivió aquel caballero que más tarde fue elegido Rey.

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