Libro VII - Olor a Varón Dandy
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Sería la primavera del 89… Repasando El embrujo… para darle unos cuantos retoques, leí “La muerte de Iván Ilich”, de Tolstoi. Esa angustiosa agonía intelectual del personaje, me llevó hacia la idea inicial de esta novela: escribir el rechazo de un nieto por su abuelo tirano. Redacté apenas un folio a lápiz y la idea se quedó así registrada durante nueve años, mientras bullían alternativas creativas por mi imaginación.
Al fin, en 1998, con el estrés profesional calmado, y ganas de actividad literaria después de un paréntesis de casi tres años, decidí dar forma a esos impulsos. En un viaje a casa por Navidad, recuperé aquel primer folio y diseñé un esquema que retoqué cien veces y apenas cumplí. La elaboré en las madrugadas antes de salir hacia el trabajo, o manteniendo el botón del despertador activado en el fin de semana y fiestas de guardar para ponerme a escribir horas y horas antes de oír los ruidos cotidianos de la mañana.
Es una novela infinitamente revisada, infinitamente repensada, pero que al final no le ha sido infiel a la idea originaria. Habla el nieto con un dolor profundo para abrir boca con un impacto emocional que rasga. Continúa con su madre en un ejercicio de trasposición (la voz es la de su segundo marido, que habla cuando ella ha muerto) para enviarnos a un mundo agridulce. Y completa la historia la abuela, en un tono antitético con el del principio, narrando su vida a un interlocutor silencioso. Así, tres puntos de vista hilvanados con hilos de diferentes texturas y colores, dejan al lector unos caminos que debe transitar repleto de emociones para ir armando su propia impresión del personaje.
Llegué a estar tentado en elaborar una gráfica en la cual se reflejara en cada pequeña parte de la novela (es un collage narrativo) la intensidad amor-odio hacia el abuelo, de tal manera, que ese camino emocional pudiera conservar el vértigo de la montaña rusa, donde cada curva, cada descenso y cada subida son imprevisibles. Lo deseché con horror de mí recordando al profesor de literatura anterior a Keating en el “El club de los poetas muertos”, que explica la calidad de un poema sobre un diagrama cartesiano.
En el perfil de Santiago, el nieto, incluyo algunas vivencias autobiográficas y me permito así revivir momentos dulces y amargos de mi adolescencia, incluso en algún instante con intención de crear aquello que me habría gustado tener mediante un desenlace inventado, o para denunciar lo que entonces ni entendí que debía denunciarse. Cosas de escritor y sus fantasmas.
Conforme escribía la primera parte, me fueron surgiendo modificaciones al plan previsto sobre Carmen, la madre. Para que el abuelo influyera aún más en el nieto y justificar el torbellino emocional, hice de ella un ser especial, con un despertar y una confirmación de misión espiritual que así continuaba la línea que había impregnado mis obras en Cuentos de Luz y Fábulas de Montemolín. En esa elevación, entendí que resultaba muy forzada una narración en primera persona y muy alejada una en tercera, así que me decidí por crear al segundo marido para que ayude a más lectores a sentirse reflejados ante la luz de Carmen.
Y Manuela es una delicia.
Me documenté sobre la Guerra Civil en los alrededores de Belchite y sobre las andanzas de la División Azul, pero no quise marcar con ello descripciones históricas que apartaran al lector del trazado emocional, por eso los datos sobre la realidad están incluidos de forma indirecta, siempre como expresión del momento al que se enfrentaba cada personaje. La tercera parte fue revisada por mi madre y mi tía, a quienes se la envié por correo con preguntas interpuestas para que me corrigieran los posibles errores cometidos al narrar hechos y costumbres que ellas habían vivido en primera persona.
Estuve siempre preocupado por el comienzo. Al principio, no coloqué fechas en las cabeceras de cada extracción del diario o de cada carta, deseando que fuera el lector quien se diera cuenta de que era narrado hacia atrás… pero me recomendaron que las indicara porque desorientaba a las personas más necesitadas de cauce para la lectura. También reduje las extensiones de los tres primeros capítulos, buscando más la esencia que la prórroga en la descripción del odio, que se hacía algo pastosa. Y me ha costado confirmar la estructura de la segunda parte, aunque nunca me he decidido a acometer su reescritura. Hasta pensé en ir cruzando los párrafos de cada parte para generar aún más sensación de collage narrativo. Pero la novela ya queda como está porque creo que habría sido rizar el rizo.
En Manuela apenas incluí correcciones.
No había leído “Cinco horas con Mario” antes de comenzar esta obra; había visto la representación teatral de Lola Herrera, cómo no. Así que no sabía que su principio era una esquela, tal como empieza mi novela. Lejos de desear eliminarlo, me sentí satisfecho al haber tomado prestado por intuición este recurso de una eminencia como Miguel Delibes.
Y su primer título fue La muerte del abuelo. En algunas copias, coloqué delante el término Réquiem, mientras cada parte mantenía su propio título. Al final, intentando buscar más originalidad, coloqué como título global el de la tercera parte, la de Manuela.
La han recibido multitud de editoriales y multitud de concursos (pero ésta es su primera edición). Para uno de ellos, le di forma de novela corta independiente a la narración de la abuela. Así nació el prólogo que aquí incluyo con leves correcciones. También va una reseña de contratapa…
Reseña de contratapa
Cuando el protagonista, un excombatiente de la Guerra Civil con los nacionales y de la II Guerra Mundial con la División Azul después, ya no puede aferrarse a la vida, cada miembro de la familia —el nieto, la hija y la esposa— moviliza sus emociones para tejer un malla de voces a tres colores que van mostrando las miserias y las grandezas de ese hombre que ha muerto.
Se abren 80 años del siglo XX en una ruta de obstáculos por la supervivencia que nace en las tierras de un Aragón escondido y que se bifurca hasta los ambientes bohemios de Montmartre, en París, y La Recoleta, en Buenos Aires, pasando por una Zaragoza que refleja la intrahistoria española desde Alfonso XIII hasta el gobierno socialista.
A través de Santiago, Carmen y Manuela, se solapan pedazos de historia narrados según su visión personal y conocemos a un ser que marca un arquetipo de su época: huérfano, maltratado, inflexible, huraño, machista, leal, disciplinado, previsor, cuidadoso, afectivo, entrañable…
Narrado desde el odio, la resignación y el amor, cada hecho se transmuta en un viento erizado que desgarra o cura, lacera o mima, arrastra o mece.
Es una novela de sensaciones que nace desde las honduras de una historia más sufrida que vivida. Para leerla, hay que sujetar el corazón.
Antes…
De mi abuelo Fausto recuerdo dos frases que me repetía habitualmente: “¡Qué huevos tienes, chaval!” y “no me seas maricón, nieto”. Murió hace tres meses, casi nueve años más tarde que su amigo protagonista de la novela que sigue.
Fausto Salazar, mi abuelo materno, nacido en 1909, participó en las dos guerras que marcaron a su generación: la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial, en ambos casos al lado de los fascistas. Dejó varios hijos reconocidos y una esposa, de la que enviudó mucho antes de que yo naciera. Lo cuidó mi tía Rosita, la soltera, que, como el personaje de Lorca, vivió la boda de su novio con otra, dada la tardanza en morirse el padre, que ejerció en su casa de tirano, conservador, machista y voceras.
Al ser yo su nieto mayor y gustarle al hombre hablar y hablar de sus aventuras, siempre las mismas y con una tendencia grave hacia la reiteración, me pasé muchas horas de mi infancia en el papel de absorto escuchante. El hombre llegó a ser un oficial en el cuerpo de intendencia, donde, con gran eficacia, se ocupaba de las cocinas de campaña, por lo que todas las historias épicas que describía con tanta pasión habían sido protagonizadas por otros con él de “importante personaje secundario”.
Después de su entierro, empezaron a surgirme punzadas de culpabilidad por no haber disfrutado de él como un buen nieto que se precie (tengo muy asumido el deber familiar, para desgracia en la mayoría de las ocasiones) y hasta somaticé cierto trauma psicológico porque de adolescente le jugué al despiste cuando pretendía soltarme una nueva repetición de sus batallitas.
Y cuento esto en el prólogo, porque en ese momento, en el entierro, planté la semilla para que esta novela germinara. Me encerré todo un fin de semana en mi estudio desempolvando los recuerdos que mi tía me otorgó del soldado fallecido: el buen hombre quería que yo los tutelara por los siglos de los siglos para dejárselos a mis hijos o, en su defecto, donarlos a mi muerte a algún sobrino que despuntara en esto de la vocación guerrera o militar. Ya los tiene Roberto, el hijo de mi hermano pequeño, que salió de teniente aviador el año pasado.
Pero antes, de aquellas cajas de hojalata que aún olían a Cola Cao, saqué varias fotografías unidas por una goma, donde mi abuelo aparecía junto a un supuesto héroe identificado como “El Valeroso” en el dorso de todas ellas. Recordé las aventuras que me contaba nombrando a este compañero como las únicas que me atraparon porque sólo en su narración aquel hombre rudo y estridente dejaba que su voz temblara. Como hasta sus suspiros me daban pavor, me encogía en la escucha esperando que soltara un bramido final como compensación a la muestra de tanta debilidad. “No me seas maricón, nieto”.
Me había despedido de la enésima empresa que no cubría mis necesidades personales (¡qué aburrimiento!), con ahorros suficientes para vivir desahogado durante un par de años. El abuelo Fausto me lo reprochaba a todas horas, porque él hubiera querido que mi, según él, proverbial inteligencia sirviera para opositar al cuerpo de altos funcionarios del Estado, ya fuera como abogado, juez, fiscal o inspector de trabajo, dado que ni los números ni las armas se encontraban entre mis vocaciones. “El mejor trabajo es el que sirve al Estado. Te da satisfacciones y te jubilas pronto”, me decía.
Con su reloj de bolsillo en la mano, jadeando por una crisis de ansiedad mientras temía que se apareciera detrás de alguna cortina, decidí que le debía un homenaje. Tenía esparcidas esas fotos en blanco y negro, donde repetía postura y acompañante, ese conocido como “El Valeroso”, un hombre enjuto, de mirada perdida, nariz ganchuda y dedos enormes. Así que, siéndome fiel a algún extraño sentir que me impedía investigar sobre él (probablemente fuera otra ceguera mental para no encontrarme con otro hombre que no fuera quien residía en mi elaborada imagen de un abuelo ideal), concluí que aquel otro guerrero sería probablemente su mejor amigo, y por lo tanto, si escribiera y divulgara su vida, la deuda casi kármica que comenzaba a pesarme, podría ser saldada con generosidad.
Sea la excusa que sea, me puse a buscar información sobre el único soldado que parecía respetado por mi abuelo (“si es que los otros no tenían cojones”).
Encontré su último cuartel de destino y en su lugar se alzaba un edificio con pisos de lujo. Llamé a varios números del Ministerio de Defensa hasta que un sargento veterano me dio unos datos interesantes: su último cargo, subteniente, su domicilio, y el nombre de su esposa, Manuela, que aún vivía.
Me recibió una mujer de 82 años con una fluidez intelectual que rivalizaba con su memoria en el grado más alto posible. Viví muchas jornadas pegado a ella, en un sillón que exclusivamente fue usado por su marido, después de escucharle unas palabras de cortesía referidas a Fausto Salazar, “sí, recuerdo a un Salazar del cuartel, de las cocinas o algo así, ¿verdad?”.
Estoy aún expectante por la historia que me contó… Todavía tiemblo por esa mujer, perdidamente enamorada de un déspota que le marcó una vida acotada en una cárcel virtual que se limitaba por aquellos lugares, hechos y personajes que él pudiera controlar.
Esta novela tiene más fuentes, pero nacen también en Manuela, en unos folios que me ha prestado indefinidamente, unos folios que son cartas y un diario del único nieto que tuvo. También he hablado largo y tendido con su yerno, el segundo marido de la también única hija que tuvieron, no con tanta emoción, aunque sí con igual afán.
Con deseo de que puedas soportar las emociones…
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