Gregory, 1: el Pilar a lo lejos
24 de enero de 2014
He conocido a Gregory. Habíamos quedado a las 12:30 en la granja escuela donde estudia y allí estaba, dentro de una clase, en la que veían la película Invictus. He acudido con mi compañero Julio, que también tiene allí su chico tutorizado, y han salido los dos, el suyo se llama Hammar (no sé si se escribe así), nos los han presentado.
Gregory no es muy alto, medirá 1,65, es moreno de piel y tiene un pelo de rizo muy pequeño, lo lleva cortito, más recortado por el final de la frente, parece que quiere evitar que se ledespliegue en ese modo de grandes cabelleras abultadas. Sonríe con delicadeza, tiene la mirada muy variable, entre triste y alegre. Hará 18 años el próximo mes de marzo, dos días después de mi cumpleaños; se lo dije, bromeamos y así tomamos algo más de confianza. Somos Piscis.
Se trataba de que los chicos nos enseñaran su lugar de estudio. Hemos ido cada pareja por nuestro lado. Gregory me ha llevado directamente al taller de carpintería, lo que estudia desde principios de curso. Lleva casi dos años en España, adonde llegó desde una gran ciudad latinoamericana, con su hermana, un poco mayor que él, y siguiendo a su madre, que ya llevaba aquí varios años. Hasta entonces lo había criado su abuela. En un momento del paseo, casi sin venir a cuento, me dice que ha vivido 8 años con su abuela y 8 años con su madre. Me dice que con su abuela se llevaba mejor. Le digo que las madres son más duras porque tienen la obligación de educar y, en cambio, las abuelas nos miman mucho más. Sonrió, parece que lo acepta.
En el taller me explica con voz suave, pero cada vez más ilusionado, cómo y dónde trabajaba, los bancos, las máquinas, las herramientas. Me enseña una cajita no muy grande, muy bien hecha, con la tapa suelta y me dice orgulloso que la ha hecho él. Me cuenta que le falta poner unas bisagras y barnizarla. Me lleva a que vea otras cajitas. Quiere que me dé cuenta de que la suya está mejor hecha, aunque me dice que le resultará difícil colocar esas bisagras tan bien puestas como la muestra que les ha pasado el profesor.
Vamos a la parte de los mayores, los de segundo año, y me dice que le gustaría seguir ahí, que le gusta este oficio de trabajar con la madera. Sigue enseñándome el taller y otros trabajos más complicados que hacen los mayores: una puerta, unos muebles de cocina, un tallado de medio capitel… Le digo que si le gustaría más hacer al año que viene ese capitel o una puerta como la de enfrente. Se queda pensando un poco, mira las dos cosas, coge la talla, y me dice: “Esto”. “Eso quiere decir que eres creativo, Gregory”. Vuelve a sonreír.
Vamos paseando por las huertas, por los otros talleres, los de albañilería, el de agricultura… y me cuenta que en su país trabajó en muchas cosas, una vez con un hombre español, limpiando los canales de desagües; también había sido peón de albañíl, repartidor... Y con su tía trabajaba en un huertito, me lo cuenta mientras me identifica lechugas, borrajas y acelgas, pero que no le gusta como trabajo habitual, sólo como hobby; le digo que está de moda alquilarse un huertito y que cuando trabaje podrá hacerlo para matar el gusanillo; “sí, sí, lo haré”.
En el centro hay un torre de ladrillo, muy ancha, parece mudéjar, y pegada a mitad de ella, se alza una terraza. Le digo que me la enseñe. Subimos, hace mucho viento, casi se me lleva una gorra marinera que calzo hoy. Me muestra las vistas, que son preciosas, hace mucho sol y es una zona de regadíos, se ven los campos verdes y un horizonte muy lejano. Nos quedamos un rato mirando a lo lejos, callados. Cuando empezamos a bajar, me para al tercer escalón y me dice: “Mira”. Por el otro lado de la terraza se veía el Pilar a lo lejos. Lo miramos unos segundos. Le digo: “Si hubiera un cable largo, podrías deslizarte en él hasta casi tu casa”. Vive cerca de la calle Alfonso.
Me enseña su clase de matemáticas y me lleva a que vea el futbolín. Le reto a una partida y nos ponemos a jugar. No juega mal, me mete varios goles, le digo que hace mucho que no juego. Quedamos empate al final. Mientras salimos me cuenta que le gusta más el baloncesto que el fútbol, pero que ahí todos juegan al fútbol y él se pone de lateral, que le gusta el Barça, Alves. Me pregunta por mi equipo y le digo que es el Zaragoza, pero que no se preocupe, no soy antiBarça ni antinada, así que podremos charlar tranquilos el día en que jueguen, cuando subamos a Primera otra vez. No me lo discute.
Seguimos mirando la parte de juegos infantiles, donde se divierten un rato los niños pequeños cuando vienen a ver la granja escuela. Me muestra los animales. Me cuenta que en su país los cerdos son más grandes. Miramos a una cerda preñada, que casi no puede andar. Corretea alrededor de ella un cerdito que tendrá un año, y me dice que es el animal que le gusta más. Me hace notar que acaban de traer pavos y comentamos el gran tamaño del espolón de los gallos. Me habla un poco de ovejas y cabras, de conejos y gallinas. Entonces, le miro las manos apoyadas en una verja baja y recuerdo que, al dársela en las presentaciones, había notado una piel recia, curtida, como de trabajador manual adulto.
Volvemos hacia el patio de la entrada y pasamos por delante de un tablón de anuncios en el que me enseña un cartelito promocionando el alquiler de huertos. Nos miramos y sonreímos. Al lado veo un anuncio de un concurso de microrrelatos. Lo leo para mí y me dice; “Voy a mandar uno yo”. Me muestro interesado en esa propuesta. Le cuento que me gusta escribir. Me empieza a contar un poco el argumento, sobre los sitios de Zaragoza y las luchas por La Seo, me dice. Tiene que ser menor a 1500 caracteres, un folio a doble espacio más o menos. Le digo que me gustaría leerlo cuando lo tenga. “Mira, Gregory, vamos a hacer un trato. Presenta ese relato, me lo dejas leer y, a cambio, el próximo día te traeré el libro que escribí contando mis años de futbolista, y te lo dedicaré”. Sonríe un poco más intenso que las otras veces y creo escucharle, hace mucho viento: “Vale”.
Ya llega la hora de despedirnos. Me da la mano, otra vez mano recia, grande antes de tiempo, y nos despedimos hasta el próximo sábado, donde los mentores les enseñaremos nuestra empresa.
Hablo un rato con sus profesores, les cuento y me miran un poco entre sorprendidos y escépticos. “Quizá es porque el chico ha querido quedar bien el primer día”, me dice uno. “¿Quién sabe? Al haber venido tú de fuera, es posible que se haya abierto más contigo”, le rebate el otro.
3 comentarios
Ana -
Ana -
emilio gené ramis -