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20 años de Fábulas de Montemolín

20 años de Fábulas de Montemolín

Hace 27 años que terminé de escribir ‘Fábulas de Montemolín, por un ángel extraviado’, la publicación que me reencontró con el deseo, quizá misión, de llegar al público, después de siete años en silencio divulgativo, que no en creación. Es buen momento para recordar los sentimientos que me llevaron a su creación y cómo han sobrevivido a ese número mágico del cuarto de siglo o de las bodas de plata.

Nací en 1961, mis padres vivían en Miguel Servet, 97, bajo, y me crie en el corazón del barrio de Montemolín, de Zaragoza. Mi padre regentó una carnicería en tres locales, el susodicho arriba, después en el 89, al lado del kiosko de la Pilarín, y finalmente en el 85, compartiendo número con el bar de Los Madrileños, cuando arrendó el negocio al señor Hipólito. Sirva esta introducción para demostrar mis orígenes montemolineros y encuadrar adónde dirigí mi memoria para, en las mesas de mármol del Café Tortoni porteño, redactar las líneas de ese libro de relatos que contaba las andanzas reales y esotéricas de un muchacho de doce años que habitaba en otro plano por culpa del desencanto infantil.

Debo entonar un mea culpa. En mi crecimiento, presté casi nula atención al barrio, e in-cluso a mis orígenes familiares. Pudo ser cuestión de desidia o de falta de perspectiva, no sé. La mayoría de las veces valoramos poco lo que tenemos cerca, quizá porque no sabemos mirar a los lados, o nos llenamos de una visión con autoestima diminuta, o no sabemos encontrar elementos de comparación. No pongo más excusas. Tuve que irme a más de 10.000 km de distancia, a Buenos Aires, Capital Federal, para mirar con ‘ojos de ver’ a mi barrio y a mis orí-genes. Lo que llamo ‘ver’ podría definirse como ‘sentir desde el corazón’, expresión que suena a manida y hasta superficial, pero no me importa dejarla aquí porque refleja un sentimiento que alguien llama nostalgia, o morriña, o añoranza por lo que tuvo y no supo apreciar lo que se merecía. En ello entra el barrio de Montemolín.

Gracias a Héctor Varela, un hombre culto del entorno porteño, conocí a varios autores argentinos poco conocidos fuera del país o de la capital, como fue el caso de Alejandro Dolina, un hombre polifacético, agitador cultural, famoso por un programa de radio muy especial (tan especial que a su vez era retransmitido por televisión) y que había publicado ‘Crónicas del Ángel Gris’, un excelente libro de relatos que recoge aventuras del protagonista del título en el barrio porteño de Flores, con los Hombres Sensibles y los Hombres Refutadores de Leyendas. Su lectura me inspiró para crear mi Flores particular (o también mi Macondo) con el Ángel extraviado, los Hombres Encantados y los Hombres Razonables.

Como todo el mundo sabemos, hay sentimientos que no se pueden explicar, adhesiones o apegos que llegan a ser enfermizos por su obstinación en martillear a nuestra voluntad para dejarnos pegados a esas sensaciones que solemos disfrazar de amor. Inconscientemente, somos felices de amar así. Amar a Montemolín es casi como amar en Montemolín a la primera novia o primer novio, sobre todo si también tiene nacionalidad montemolinera (¿qué tal si nos pedimos el carné de identidad específico de estas tierras que llegan desde el bajo Huerva hasta el Ebro de Cantalobos y el escurridero del Canal, por lo menos?)

Ayer me contaron que hay un habitante del barrio, ya mayorcito y nada analfabeto, que no sabe que vive en el barrio de Montemolín. Supongo que hay más así. Qué dolor. ¿Hasta ese punto hemos llegado de indiferencia o descuido?

Existen varios dichos y refranes que pretenden pontificar sobre lo que nos marca la fija-ción de dónde somos. Me voy a quedar con el dicho que remarca ‘somos de donde vivimos la infancia’. Me ha dado por recorrer, con la mente fijada en el sentimiento, las distintas estaciones de mi vida para poder quedarme con ese ‘somos de…’. Infancia, matrimonio, residencia, trabajo, de todas ellas puedo marcar entornos diferentes que podrían ser el atributo de mi ‘soy de…’. Como ya puedes deducir, las tres últimas estaciones sobran, porque declaro solemnemente que ‘soy de donde viví mi infancia’, el barrio de Montemolín, en Zaragoza. Y debo explicar que mis padres no son originarios del barrio, aunque vivían cerca en su soltería, mi padre en la calle Heroísmo, rozando el larguero del barrio, y mi madre en la calle del Salvador (ahora San Luis de Francia), bocacalle de Privilegio de la Unión. Algunos expansionistas hasta podrían incluir ambos lugares dentro de los límites del barrio. En fin, que quiero decir que en mi casa no se vivía intensamente la pertenencia, más bien nada, y mis primeros atisbos para buscar una raíz se iban a la Torre Olivera, en los confines del barrio para no ser inexactos, cuna de la familia materna de mi padre, los Rodrigo, y después a Calamocha y aledaños por mi abuela materna Edmunda, e incluso a La Cartuja, adonde viven descendientes de mis ancestros Prades, de quienes nos desvinculamos familiar y emocionalmente por un típico problema de hurto de herencia, cosas que probablemente tengan que ver con deudas kármicas del transge-neracional (palabras de mi amiga Teresa Escartín, mejor pedir explicaciones a ella). Mi abuelo paterno, Bernardo, y parte de su rama familiar, está enterrado en el cementerio de La Cartuja Baja (o de la Concepción), enclave que los dichos expansionistas también colocan dentro del dominio del barrio de Montemolín (lo cual apoyo, ya que prueba irrefutable es que el polígono industrial frente al cementerio lleva el nombre del barrio).

En este momento, que es lo único que cuenta, confirmo: ‘soy del barrio de Montemolín’.

Viví mi infancia primigenia dentro de la plaza de Utrillas, en su diseño antiguo, con un hexágono abordillado que a su vez se abría en cuatro pasillos que, a modo de radios geométricos, te llevaban hasta la fuente de hierro central, a cuyo alrededor se abría un anillo que permitía deambular pegado a sus bordes, y que tenía otro paralelo unos metros hacia afuera, donde los pequeños teníamos permitido circular a nuestra gran velocidad sobre bicicletas, patines y patinetes, sorteando a los jugadores de marro-pañuelo o a los de chapas. Estos últimos se colocaban a horcajadas sobre los otros bordillos interiores, que delimitaban unos parterres que contenían algo de hierba y otros arbustos parecidos a los ombús con recias hojas verde oscuro. A las chibas se jugaba dentro de esos parterres, haciendo los guás con los tacones o con las uñas de los chicos más dotados de anchura y fuerza en los dedos. Al taco podía jugarse en cualquier entorno de la plaza, igual que a los montones o a la taba, para lo que se hacían círculos que podrían considerarse aquelarres. Por las afueras del hexágono, lugar que en mis primeros años era aparcadero de coches, lo que luego se prohibió, era el lugar para los partidos de fútbol, carrera de bicicletas para mayores de siete años, lanzamiento de caña… También recuerdo que jugábamos a Tarzán, a papás y a mamás, y, ¡ojo al dato!, a ‘Viaje al fondo del mar’ jugábamos en la acera que bordeaba el frontal del edificio de la estación, ya cerrado, como los edificios laterales de viviendas, que eran cuidados por el señor Benito, gastador de muy mala leche, sobre todo cuando rompíamos cristales a pedradas. Las barras de sodio que neutralizaban al reactor nuclear del submarino estaban dibujadas con tiza bajo los pretiles de las ventanas del edificio. Me gustaba ser el capitán Lee.

El recuerdo te lleva a lugares de tu entraña y te saca escalofríos o pelopuntazos, lágrimas o suspiros, te lleva a vaivenes del amor al miedo y del dolor al placer. Mirar al pasado sin esconderte del presente te garantiza un futuro más claro y una enseñanza en la que tú mismo eres el maestro.

Cuando mi universo infantil se amplió más allá de la plaza Utrillas, exploré lugares inéditos del barrio, como el escorredero, Pinarcanal, la filla, Cantalobos… con incursiones en bicicleta que simulaban carros de combate o cazabombarderos que dominaban los caminos y los espacios para salir vencedores, siempre vencedores, de batallas quijotescas que nos hacían mantener la imaginación despierta. Nos íbamos en avanzada hasta la ribera del Ebro para espiar a parejas que habían adelantado la revolución digital (dedos al ataque o a la defensa), para re-crear conquistas de castillos lejanos como la fábrica de cementos, o establecer partidas aven-tureras desde el apeadero de Miraflores, o buscar sin éxito la subestación eléctrica donde creíamos que podía fraguarse la invasión extraterrestre de la ciudad. También hurtábamos, con cierto permiso, regaliz de palo en la fábrica del camino del Junco.

Qué más da dónde pongamos la fantasía. Qué más da el contenido si lo que importa es el continente, preferiblemente de amplio volumen para que allí podamos meter más ilusiones, más sueños, más utopías, más esperanzas, más anhelos.

Ser del barrio de Montemolín es un orgullo. Montemolinero. Montemolinera. Los amo-res se cuelan dentro y, con la generosidad de su propia definición, debemos extenderlos para que ese chico que ayer me contaron que no sabía que vivía en el barrio más entrañable del universo universal (¡hasta el infinito y más allá!) se embadurne de la espuma histórica que rezumamos a rabiar y que se empieza a extender, todavía sigilosamente (aguarda, aguarda, que vamos sin freno), por los registros y las memorias de quien se atreva a escuchar.

 

En el barrio de Montemolín de Zaragoza, a 30 de julio de 2021

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