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Molintonia

Arribistas

Hay especies raras (o no tan raras) de directivos que se llenan de símbolos de estatus para vanagloriarse en su posición y que miran con ganas de compadreo solamente hacia arriba o con desprecio para los lados.  Ya antes de ser nombrados visten con traje azul o gris, camisa clara y corbata oscura.  Les cuesta acertar con el calzado, porque suelen usar los llamados zapatones, con suela gorda de goma, y con los calcetines, normalmente blancos o con rombos.  En fin de semana, después de ahorrar comiendo perritos calientes de lunes a viernes, acuden a los clubes coquetos de la ciudad para dejar huella, cara y nombre que en un futuro les permita hacer una llamada a alguien importante para preguntarle “y de lo mío, ¿qué?”.

Siempre hay incautos que los miran como gente de valor, deslumbrados por su verborrea y su capacidad para el peloteo encubierto.  Incluso hay papás que los ven como buenos partidos para sus hijas.  Se deshacen en palabrería empalagosa y suelen conseguir lo que quieren o algo parecido.

Cuando ocupan su sillón, se afanan en llamar a sus amistades más afines, por un lado, para confirmarles que sus pretensiones se han visto colmadas (de momento, que luego habrá más) y, por otro lado, a sus enemigos más acérrimos, para darles con un canto en los dientes.

Pululan por el edificio de la empresa sin quitarse la americana, bien pertrechados ahora bajo trajes de marca, zapatos de tafilete y camisas de algodón egipcio con doble puño que sujetan los gemelos.  Algún hortera hasta se pone pañuelo a juego con la corbata en el bolsillo frontal de la americana.

El primer día de su asunción, congregan a sus subordinados en su propio despacho y, sin levantarse de la silla, mirando desde abajo con desprecio encubierto, hacen ver que no se habían dado cuenta de que estaban ahí, se levantan sonrientes y van estrechando la mano a cada uno de los asistentes, soltando las frases que aprendieron en alguna materia del máster internacional de dirección de empresas

“Estoy supercontento de que forméis parte de mi equipo”.

“Os daréis cuenta de cuánto me gusta que colaboremos para hacer el trabajo entretenido, interesante y productivo”.

“Si ya me lo decía mi madre: Hijo mío, trata bien a la gente y  te tratarán bien a ti”.

“Conseguiremos cosas espectaculares, ya veréis”.

Y poco a poco, como quienes están cargados de tareas muy importantes, irán empujando en la espalda a los más cercanos a la puerta para sacarlos suavemente al pasillo.  Cuando ya arrastren al último:

“Pronto tendremos otros contactos, otras reuniones como ésta, intercambios de opiniones y recomendaciones.  ¡Somos un equipo!, no lo olvidéis”.

Se dedicarán a buscar aquel que más trabaja y que más sabe, o ambas cualidades a la vez, y lo llenarán de trabajo, de responsabilidades delegadas, de objetivos “megaguays”, novedosos y “parasimpetáticos”, de tal manera que haya contenido consistente en el departamento y nadie les pueda decir que no se preocupan por la empresa.  Oh, oh.

Una vez confeccionadas las tarjetas y sustituida la placa en el puerta del despacho, desaparecerán periódicamente, alegando reuniones con la alta dirección, para ir abonando el campo del próximo ascenso.  Siempre que se van cierran con llave.

Llegarán más tarde y se irán más pronto, no por cuestión de holgazanería, sino para no juntarse en el ascensor con personas que no pertenecen a su rango social, con quienes las conversaciones les resultan insulsas.  No saludan a inferiores por el pasillo.

Cuando lleguen al poder otros diferentes de su cuerda, los despedirán con varios millones de euros y algunos se colocarán en distintos Consejos de Administración o en alguna Dirección General de un Ministerio menor.

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