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Molintonia

La casa digna

(En homenaje a Gabo)

 I

Desde lo alto del edificio caían sonidos graves,  chocaban contra la acera como bloques de granito, rebotaban hasta invadir la calle,  ahogaban el rugido de los carros, y, al poco, con la cadencia rigurosa del golpeo, una nube lloraba grumos de yeso mientras  la Casa Digna respiraba con jadeos y estertores, impotente frente a los martillos, picos y bichos de metal, y desde su cabeza descubierta un obrero descarado ondeaba la bandera recién retirada, y sus ventanas, ojos escrutadores, se cubrían con párpados postizos de maderos bastos y cruzados a modo de sacrificio, mientras por los resquicios se prolongaban ramas de la nube hacia el tronco blanco, a mayor velocidad con cada sonido grave, a menor solemnidad con cada sonido agónico, y sus muros grises, todavía enteros, se atrevían al desafío y soportaban el flagelo de su entraña con valentía, casi con arrogancia, queriendo mantener el poder de sus años de esplendor, como cuando sobre el balcón se colocaba el palio rojo para resguardar del sol o de la lluvia al ángel venido de Dios que velaba la vida de los lugareños, ¡bendito Alcalde, que nos cuida!, o como cuando los cachivaches de la megafonía le arañaban la piel para transmitir a oídos cansados de oír lo mismo las palabras de bienaventuranza, promesas jugosas de presagios benignos, o como cuando a sus pies tendían la alfombra para proteger los zapatos caros del Gobernador, ¡bendito Gobernador, que nos ampara!, en su venida anual para la comida aniversario del día de la victoria sobre los levantiscos, o como cuando engalanaban los pretiles de sus ventanas, ojos inquisidores, con los divinos estandartes de la patria, de la provincia, de la alcaldía y de la santa y casta Mujer del Alcalde, y el picaporte dorado y la puerta maciza, pulida, alta, de dos hojas inmensas, también se cubrían del polvo blanco, y también se retorcían con los arañazos de los sonidos graves, y también soportaban con resignación el humillante paso de los obreros, lugareños de la plebe, que profanaban el dintel sagrado, unos con vómitos de libertad sobrevenida, otros con temor a la resurrección de todos los santos ministros, para continuar la tortura de la destrucción, tortura lenta...

 

II

Don Celestino Rueda, orden de Dios, cautivó mil manos callosas, confiscó un furgón destartalado, y las envió por veinte años a repetir diseño arquitectónico en las siete Casas Dignas del país en los siete pueblos de diez mil lugareños, pero don Celestino cayó fusilado en un patio con paredón de adobe y mientras mil ojos lloraban, ¡oh, Dios, ¿por qué te llevaste a nuestro ángel?!, otros mil confiscaron un furgón destartalado para derruir las siete Casas Dignas, y así el pueblo del Sudeste tuvo por un mes once mil habitantes, y por un mes, la nube de grumos de yeso envolvió con sonidos graves la Casa Digna, y quien en el mes transitaba por la calle de la Restauración cruzaba a la acera de la izquierda según se mira a la plaza de Rueda, y cerraba los ojos para no ver cómo gritaba el edificio magno sus alaridos de lesa majestad, ¡ya les contaría yo si don Celestino resucitara, que todo es posible!, y para creerse escondido de la cólera que le vendría al alcalde huido como cuando alguien orinaba en las esquinas de la Casa Digna o como cuando, siempre pocas veces, alguien osaba sugerir que la leche llegaba tarde o la carne de vaca olía mal, a pesar de que  Radio Calamantes, de los neolevantiscos, cantaba y cantaba el nombre del nuevo don Celestino, eso sí, con otro talante, pero en el pueblo del Sudeste, en el del Este, en el del Nordeste, en el del Oeste, en el del Sudoeste y en el del Noroeste, nadie quiso entender a Radio Calamantes y siguieron trabajando como los días de antes, incluso como los de antes, y cuando llegaron los otros mil nuevos obreros, los de la destrucción, cerraron las tiendas y los bares para que no los desvalijaran, y encerraron a sus hijas para que no las deshonraran, y se acordaron de los Policías de la alcaldía que habían huido justo cuando el furgón destartalado apareció por la colina, y no osaban comentar lo grande que se hacía la nube y lo fea que se quedaba la Casa Digna sin tejado y sin ventanas, pero algunos exaltados comentaron en voz baja que si ahora la leche llegaba antes de que los niños lloraran y si la carne sabía a vaca algo más, verían con buenos ojos que la Casa Digna se cerrara, ¡herejes!, les chilló una amante del alcalde huido, y los exaltados se conformaron con pensar en el sabor de la carne de veinte años atrás, cuando el pueblo criaba sus propias vacas, y la leche no llegaba porque estaba, y el cielo era de otro color porque los sábados y los jueves tiraban fuegos artificiales.

  

III

El día de la Victoria, veinte años ha, una semana más tarde que en el pueblo Central, los mismos exaltados comentaron que a lo mejor todo iba bien, ¡idiotas, siempre irá mal aquí en el Sudeste, sin trigo ni mar!, y los lugareños prepararon una bonita bienvenida al nuevo Alcalde, enviado de don Celestino, ese que decían era el Jefe del Estado, y el nuevo Alcalde llegó por otra calle de la prevista, se instaló en la casa del Predicador, junto a la iglesia, cambió el patrón del pueblo y avisó de la venida de los mil obreros para levantar la Casa Digna, digna casa del Alcalde para el pueblo, según siempre hablaba don Celestino, claro, y fue verdad, que a los dos años llegó el furgón destartalado, y el edificio magno creció tan precioso que todos los lugareños se alegraron, aunque les quitaron las vacas y las tierras y mandaron desterrar a dos o tres exaltados que se atrevieron a ¡vaya cosa, mis vacas por una casa!, y la vida se hizo más lenta porque al Alcalde no le gustaban los relojes y dijo que los pararan a las siete y diez, que a esa hora él cenaba con su santa y casta Esposa, y empezó a mandar cosas raras como que la gente no saliera al campo ni a la calle de noche, ¡qué protección nos da!, y que para cambiar de mulas tenían que entregar en la alcaldía las muertas y pagar por las nuevas el precio marcado por el Alguacil, ¡esto es una buena organización!, y reclutó a ciento doce Policías para cuidar de la propiedad, ¡si toda la tierra es de la alcaldía, es que quiere proteger nuestras casas y nuestras mujeres!, y mandó pagar algo más, ¡es para mejorar!, y a pesar de las rarezas y sin contar con los relojes parados, siguió todo igual, aunque por la noche sólo disfrutaran de la luna treinta y dos Policías, el Alcalde y su santa y casta Esposa, que Hijos no tenían, ¡pobrecitos!, y aunque los domingos el Predicador hablara y hablara de las cualidades de don Celestino, ¡un padre para todos!, ese que decían era el Jefe del Estado, y ahora el día del patrón se celebrara para Julio, que había más luz, en lugar de en Septiembre, para San Moisés, siempre santo del pueblo, y aunque la leche llegara tarde y la carne oliera mal, tan mal que los niños decían a sus madres que no comían, y las madres les castigaban con los brazos abiertos delante del cuadro del otro alcalde, el que les dio las vacas y les creó problemas con el pasto y con la libertad del precio de las lechugas.

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