Zaragoza, año de gracia 2051
Se despertó aturdido. Apenas podía abrir los ojos. La cámara hibernática no estaba iluminada, llegaba luz a través de un foco alejado. Deslizó la mampara de cristal que le aislaba de la estancia y dio unos pasos, frotó su cara y se despegó el cabello de la piel. Su mente estaba confusa, se perdían sus recuerdos. Empujó la puerta de la cámara. Se abrió con lentitud, pero con facilidad. “¿Ya es la hora?”, se preguntó. Anduvo por la sala con los ojos semicerrados hasta que tropezó con un taburete. El ruido le hizo daño. Lo colocó en su posición anterior y se sentó en él. Recogió la cabeza entre las manos y apoyó los codos sobre sus rodillas. No podía concentrarse, tiraba con fuerza de sus cabellos húmedos, apretaba los párpados, presionaba sus antebrazos contra la cabeza… Poco a poco desapareció el zumbido y sus pupilas se acostumbraron a la nueva situación. Su primera mirada se dirigió a la pared y centró su atención en el suelo blanco. Se relajó. Ahora percibía un bip—bip continuo. Provenía de una máquina que soltaba una gráfica a impulsos, como un encefalograma. Se levantó torpemente para intentar desconectarlo. El movimiento le fatigó y se alteró. No encontraba la forma de desconectarlo. Golpeó unos mandos repetidamente. El bip—bip cesó.
Buscó apoyo en la pared. La piel de su espalda resbalaba por el material brillante. Enfrente vio una ventana que daba a un patio interior. Avanzó hacia ella arrastrando los pies. Al alcanzarla cedió su peso a la frente que, junto con sus manos, buscó apoyo en el cristal. Estaba cubierto de vaho. Deslizó sobre él las yemas de los dedos. Le agradó el tacto húmedo. Tenía la piel arrugada. Extendió las palmas y lo desempañó. Miró al cielo. El día estaba oscuro. Le pareció temprano. Abrió la ventana y respiró profundamente. El aire le hizo bien.
—¿Dónde vas, papá?
—Salgo de viaje y tardaré en volver, Sergio.
—¿Por qué tardarás?
—Es muy importante.
—¿Y no podremos ir contigo?
—No, hijo. Allí sólo puedo ir yo. Mamá se quedará contigo y me esperaréis, ¿de acuerdo?
—Pero no te llevas maleta.
—Adonde voy no necesito maleta.
—¿Te darán ropa, y cepillo de dientes, y corbatas?
—Sí, no te preocupes, me cuidarán bien.
—Estás mejor en casa.
—Es difícil que lo entiendas, pequeño.
—Entonces, ¿podré disfrazarme con tus camisas?
—Claro que sí, pero no las ensucies, eh, o mamá te regañará. Oye, Sergio, ¿cuidarás bien a mamá?, ¿bien, bien?
—Prometido, ya soy mayor.
—Adiós, hijo.
—Adiós papá, sé bueno.
El frío le mañana le hizo temblar. Caminó hacia atrás y saltó sobre sus pies para conseguir un poco de calor. Las piernas le fallaron y cayó al suelo. Casi no se pudo levantar. Volvió a sentarse en el taburete y esta vez sintió el frío en las nalgas. Estaba desnudo. Tenía el vello erizado, los dedos de los pies ligeramente morados. Pesadamente, se acercó a la ventana y la cerró. Frente a ella vio un armario y se dirigió a él con dificultad. Al abrirlo, el olor fuerte le obligó a volver el rostro. Había colgado trajes blancos y tomó uno. Los focos del techo destellaban en los botones nacarados. Comenzó a desabrocharlos. Sus manos se desentumecían. El abrigo de aquel tejido le causó una sensación extraña.
—Solamente tiene una solución, señor Luna. Debe hibernarse.
—¿Hibernarme?
—…es duro, lo sé.
—Espero que lo sepa, por Dios.
—Serán dos o tres años como máximo, la ley no permite más de cuarenta meses y en su caso será suficiente. Las investigaciones están muy avanzadas. Con este procedimiento, evitaremos la proliferación del virus y usted estará vivo para someterse a la nueva medicación. En otros casos ha funcionado.
—¿Vivo? ¿Congelado?
—Sus órganos no sufrirán deterioro. No sentirá nada.
—¿Y si al cabo de dos o tres años, o de cuarenta meses, la enfermedad sigue sin solución?
—Es su riesgo.
—No me ha contestado.
—Es imprevisible.
—Me devolverían la vida para dejarme morir.
—Es tiempo suficiente, señor Luna.
—Dos años muerto… ¿qué ocurrirá entretanto?
—Todo seguirá igual.
—Espero que las investigaciones no.
—No, claro, la ciencia no se detiene.
—¡Ah, bueno!
—Entonces, ¿accede usted?
—Sí, claro, los virus no se detienen.
—Fijemos fechas.
—Déme tiempo, doctor.
—Lo comprendo, pero no se demore.
—Pierda cuidado.
Dejó la antecámara y salió al pasillo. Se sentía ridículo con aquel traje. No tenía cara de médico. Avanzó tambaleante unos pasos, pero aseguró sus piernas y pudo evitar chocar contra la pared. Había muy poca luz. Solamente estaban encendidas las luces de noche. Un resplandor le indicaba el ‘office’ de las enfermeras. Siguió con sus pasos renqueantes y llegó hasta el mostrador bajo. “¿Qué hora es?”. Buscó el reloj sobre la puerta. Marcaba las seis y veintidós. No había nadie. Sobre el mostrador una pantalla marcaba la fecha del día: 25 de octubre de 2051. Tenía suerte. No habían terminado los dos años previstos. ¡El virus!
—Se lo explicaré en palabras llanas. En su análisis de sangre hemos encontrado unos organismos desconocidos. Con su acción impiden que el oxígeno llegue a las células con la cantidad necesaria. Por eso se siente usted cansado y respira con mayor frecuencia, tiene sobrealiento al realizar esfuerzos y aumenta su ritmo cardíaco… Aún no conocemos con certeza de dónde viene. Las primeras teorías apuntaban a una infección del agua corriente. Hoy los investigadores han descubierto un posible presencia de ellos en el aire, aunque no afecta a todas las personas por igual. En España, hay doce casos. En Zaragoza, ninguno. Pero usted viaja mucho, ¿verdad?
—Sí, suelo visitar todo el Norte, desde Cataluña hasta Galicia.
—En Barcelona y Bilbao se han detectado los casos más virulentos.
—¿Y?
—Seré sincero. La mortalidad ha sido del cien por cien.
El traje blanco comenzaba a darle asco. Odiaba a los médicos, tan autosuficientes, tan acostumbrados a tener el paciente en su poder. ¿Dónde dejaron su ropa? Debía estar en algún sitio. Recordaba su traje azul con la insignia de La Salle, la corbata granate, la camisa listada. Regresó a la antecámara. Al lado del aparato desconectado, vio una puerta. La palpó y comprobó que nada le impedía el desplazamiento. Al mismo tiempo que se abría, la otra estancia se iluminaba con una luz amarillenta. Era un laboratorio que acogía aparatos sofisticados. Al frente de la puerta se veía una mampara que separaba un despacho. Entró en él. Sobre la mesa se alzaba una pantalla que titilaba. La tocó y se activó de inmediato, con un fogonazo que casi le hizo daño a los ojos. Conocía la estructura de los ficheros que encontró abiertos, una base de datos con opciones parecidas a las de su trabajo. Tecleó “Adán Luna Sender”, y apareció su fotografía en un registro repleto de botones virtuales. Pulsó en “Informes” y surgió una imagen de su cerebro con una mancha oscura en la base. Instintivamente se llevó la mano a la nuca. Siguió buscando y las últimas palabras le hicieron cerrar los ojos con fuerza: “Sin solución de continuidad. Desconexión. Zaragoza, 17.09.2051”.
Sabía que iba a morir, pero expuesto de esta forma tan brutal sintió daño. ¿Cuánto tardaría el virus en hacer su efecto? Rechazó sus preguntas y su temor. Salió del despacho y examinó el laboratorio. Le extrañó la sensación de vacío. Era consciente de su estado, de que actuaba por impulso, de que apenas podía pensar. Pasó a otra estancia. En un armario encontró sus ropas. Se vistió con lentitud. Le faltaba aliento.
—Elisa, tengo miedo.
—Todo pasará.
—¿Qué pasará?
—El tiempo y tu enfermedad.
—Y ¿si no hay solución?
—¿Qué más te da? Hay que ser fuertes. Si no te hibernan, en un mes…
—Tengo miedo a la muerte.
—Te enseñaron a Dios, ¿no es cierto?
—¿Tú crees que basta con eso?
—Adán, es la fe.
—Sólo pueden tener fe los ignorantes, la gente simple. Quien sepa pensar siempre se quedará cuando menos en la duda.
—Nunca me hablaste así.
—Nunca tuve la muerte cerca. ¿Y si no hay nada después?
—Debes confiar en Dios.
—Es la única solución, ¿no? Por si acaso existe, para no ser condenado.
—Siempre creíste en Él.
—Y siempre dudé.
—Rezabas y eras feliz haciéndolo.
—La fe que me enseñaron.
—No renuncies a ella
—No tengo más remedio.
Salió al pasillo nuevamente. El silencio del hospital le envolvía. Caminaba muy despacio. No percibía ningún ruido. Revisó algunas habitaciones. Todos los convalecientes dormían. El ocupante de la 302 tenía la boca abierta. Desde fuera, le pareció que no respiraba. La pantalla de su lado emitía un bip—bip rápido. La cabeza le seguía dando vueltas. Se le nubló la vista y se dejó caer al suelo. Tardó unos segundos en recuperarse, pero creyó haber estado horas sin sentido. Todo seguía igual. Silencio. Comenzó a preocuparse. Volvió a caminar apoyado en la pared. Las habitaciones tenían la puerta cerrada. Ni una voz, ni un susurro. Salió a la sala de los ascensores y llamó al más próximo. Decidió bajar por las escaleras. Desentumecería las piernas. Se apoyó en la barandilla e intentó flexionar las rodillas para comprobar la fuerza de sus músculos. Le respondieron. Pero casi no podía respirar. Descendió los peldaños despacio, midiendo cada movimiento. Elisa, ¿dónde estará?
—Es un niño, Adán, un niño.
—No importa niño o niña, es nuestro.
—¿Qué nombre le pondremos?
—Abel.
—Y yo Eva, ¡no te digo!
—Es broma, mujer.
—Y al siguiente Caín, ¿de acuerdo?
El reloj de la planta baja daba las siete cero uno. Ni un murmullo. Manejaba mejor las piernas. Volvía a caminar sin apoyarse en la pared. Le llamó la atención una pantalla encendida y se acercó a ella. Mostraba una página de noticias. Tensión mundial. El presidente italiano pide sensatez. El mundo, a punto de estallar. ¿Se atendrán a razones los dos grandes. A las 18:00 de ayer se reunieron en Ginebra Sun y Patrick. Ambos han accedido al contacto después de las presiones de Italia y la India en su papel de intermediarios entre las dos grandes potencias para lograr esta cumbre mundial en el momento de mayor tensión de los últimos cien años. Corlane y Ghandi están encabezando un movimiento para detener el enfrentamiento entre China y Estados Unidos que podría desembocar en una guerra de inalcanzables consecuencias debido a la carrera armamentística de ambos países. Las conversaciones se preveían muy tensa. Han durado menos de una hora y ambos líderes han salido de su encuentro con expresiones altamente preocupantes. Es conocido el carácter inflexible de Patrick y Sun no admite las pretensiones americanas en Asia. Ninguna ha realizado declaraciones y los dos han acudido directamente al aeropuerto para tomar sus aviones y regresar a Washington y Beijing.
Comenzó a dolerle terriblemente la cabeza y recostó la nuca sobre un estante. “Estos imbéciles continúan podridos”, pensó. Dejó que transcurrieran unos minutos y siguió mirando las noticias. El titular le estremeció. USA y China dispuestos a utilizar todo su potencial. Hoy se cumplen treceavos de las agresivas declaraciones de Randolph Taylor. Desde aquel día, el cuarenta por ciento del presupuesto estadounidense se destina a armamento. Su sucesor, Patrick, es la continuación del política del miedo. El mundo teme a los botones. Cientos de misiles apuntan en direcciones opuestas. Los chinos han avisado de que no vacilarán en hacer uso de su poder de disuasión. Tecnológicamente, aún van por detrás de Estados Unidos, pero hace varios años que poseen poder atómico para acabar con el planeta. Desde su base espacial Mao controlan los movimientos del mundo…
…El plutonio ha sido desbancado. Las armas químicas han adquirido preponderancia en las investigaciones y se han convertido en una amenaza ostensible. El proyectil MKR17, diseñado como la bomba H por científicos alemanes en la Universidad de Oregón, es el arma más sofisticada de las creadas hasta hoy. Nace de la bomba de neutrones, más conocida como la “bomba del capitalismo”. Su radio de acción sobrepasa los quinientos kilómetros y actúa solamente sobre células vivas. Destruye sin explosión, se mueve con el nitrógeno del aire y mata en silencio. Sólo unos segundos…
…El observatorio de Maspalomas ha conseguido investigar las posibilidades de la nave espacial Mao. Su descubrimiento no puede alarmar más a los españoles. Si actúa para la interceptación de misiles lanzados desde la costa atlántica de Estados Unidos, existen grandes posibilidades de que su acción se demore hasta que sobrevuelen suelo ibérico. ¡Si esto ocurriera…!
Salió al exterior.
“Han apretado el botón”.
Frente al hospital yacían dos cuerpos sobre el asfalto. Se acercó hasta ellos. Tenían la piel amoratada, las piernas encogidas, las manos tapaban los oídos. Tocó su frente. Al contacto con los dedos cálidos, brotó un ligero reguero de sangre. Cerró los ojos y se desplomó.
“Ha estallado. Todo ha muerto”.
Vio lacias las hojas de los árboles. Caían de las ramas con el viento frío y llegaban al suelo posándose con suavidad.
“¡Elisa! ¡Sergio!
Comenzó a caminar enfebrecido. Intentó correr. Tuvo que detenerse, el mundo daba vueltas a su alrededor. Se recostó sobre una pared y al fondo de la calle vio tres coches cruzados, subidos a las aceras. Sus conductores estaban recostados sobre el panel de dirección tapándose los oídos con sus manos.
El sol había salido como él lo recordaba. Dio unos pasos para comprobar su estabilidad y pudo seguir caminando. A su alrededor, en cualquier dirección, yacían cuerpos en igual postura, caídos de costado, con las rodillas encogidas hacia el pecho y las manos sujetando ambos lados de la cabeza.
Adán solamente se preocupaba de la longitud de la avenida. Quedaban kilómetros para su destino y se encontraba débil. Le aterrorizaba el silencio, el silencio del viento del amanecer. Se atemorizaba de sí mismo, de su final. Cruzaba los brazos agarrándose con fuerza a los hombres y en sus ojos comenzaban a convivir lágrimas de rabia y de dolor.
“Todo está acabado. Hemos destruido el mundo. Los hombres han vencido en su batalla contra el hombre”.
Seguía la línea recta de la avenida. Los ojos semicerrados miraban hacia la barandilla del Ebro. El agua continuaba su camino sin la esperanza de dar vida. Bajo el puente de Piedra se escapaban dos mil años de historia. Sobre sus arcos yacían más zaragozanos. Muertos. Cada pisada aguantaba frágilmente el peso de su cuerpo. Cada pisada hacía caer al suelo una lágrima de impotencia.
Ni un ápice de vida. No quería escuchar el susurro del agua. Atraía a su mente recuerdos de la Historia que estudió en las aulas viejas del colegio de Montemolín. Los hermanos elogiaban el espíritu del hombre y sus logros en el tiempo. ¡Qué ironía!
Ahogaba los kilómetros de la avenida con la vista del río que no había muerto y con sus nostalgias inútiles. Se resistía a evocar a Sergio, a Elisa. Tenía miedo a desfallecer.
Su calle estaba vacía, silenciosa, iluminada. Los muertos la habían respetado. Se detuvo ante el portal y miró arriba, al tercer piso, el último del edificio. Había una ventana entreabierta. Entró al patio y acarició las plantas artificiales. Evitó la espera del ascensor y subió una a una, lentamente, las escaleras. Buscó en sus bolsillos las llaves y encontró la cartera. Se le cayó de las manos. Quedó abierta en el suelo mostrando una fotografía de tres personas sonrientes. La pisó. Entró en casa. Caminó hasta el dormitorio. Empujó la puerta suavemente esperando lo imposible. Elisa abrazaba a Sergio. Un hilo de sangre seca descendía de su oído derecho. Apenas podía ver a Sergio. La madre lo protegía con todo su cuerpo. Adán se acercó sereno y besó sus mejillas. Se sentó en el borde la cama y abrió el cajón de la cómoda. Cogió la pistola, la apoyó en su sien y disparó.
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