El mensajero
Creo que debo contártelo, aun a sabiendas de la enorme posibilidad de que me tomes por loco o, al menos, alucinado. Ocurrió con agravante de nocturnidad, pero sin alevosía, te lo juro, sobre las tres de la madrugada, si el reloj funcionaba correctamente. Durante el día anterior, anduve algo nervioso, pero nada más de lo habitual, y, al acostarme, como siempre, tardé en conciliar el sueño después de encomendarme al Padre y hacer unos minutos de reflexión. Ya resultó curioso que, a la par del rezo, con los ojos cerrados, la visión se me inundaba de un resplandor extraño que desapareció al cesar en mis oraciones.
Al lograr dormirme, caí con profundidad en un sopor intenso —lo sentí en sueños—y me parecía estar viviendo realmente imágenes de mi pasado que me asaltaban con cadencia y sin pausa. Todas ellas tenían un contenido común: eran mis frustraciones o dolores, pequeños o grandes, que había sufrido, no por enfermedades físicas, sino por acontecimientos o situaciones, como cuando murió mi padre, discutí con un excelente amigo, rompí con mi novia, o como cuando alguna actuación de persona con poder suponía abuso de autoridad —ya sabes que son precisamente estas cosas las que más me deprimen—. Recuerdo todo ésto como pesadilla, pues con cada imagen me venían otra vez las sensaciones que ya sufrí con esos acontecimientos, pero no desperté por ellas, sino a las tres de la mañana —creo que desperté—con una lucidez impropia de quien abandona el sueño a esas horas y con tiempo insuficiente de descanso.
No vi nada extraño, lo que se dice ver, pero noté algo en el ambiente que no sabría describir y que me causaba inquietud, inquietud por una espera, no por temor, puesto que sentía paz, silencio y quietud. Intuía que tenía que suceder algo inexplicable, pero mi habitación estaba como siempre, todo igual, y, en ese momento, no recordaba nada de las imágenes soñadas ni de la angustia que me produjeron. Es curioso, no intenté volver a dormirme, crucé los brazos entre la almohada y mi cabeza, y me dispuse a esperar, no sabía qué, pero a esperar. Se me cerraban los párpados.
Te repito que me encontraba completamente lúcido, es importante que lo entiendas.
Y en esa espera, de pronto, apareció un resplandor a los pies de mi cama, una luz que podría englobar a una persona completa, con un brillo intenso, blanco, aunque era tal su irradiación que pudo ser de cualquier tonalidad. Por unos segundos, permaneció quieta, tal como la vi al primer instante, y parecía que había estado allí desde siempre, pues no percibí su creación o cómo llegó. Continué en mi posición, asustado, sin poder moverme y, al poco, la luz se acercó por mi izquierda hasta la mitad del largo de mi cama.
Abrí y cerré los ojos para comprobar que estaba despierto, y sí, lo comprobé, estaba inmerso en la realidad, en una realidad jamás sentida, pero palpable, no era sueño ni pesadilla, ni siquiera alucinación.
La luz se fue difuminando, dejando al descubierto lo que ya supuse: el perfil, en luz, de una figura humana, con silueta delgada, pelo largo y manos grandes. Así, inmóvil, se mantuvo, como inmóviles tenía yo todos los músculos de mi cuerpo. Y su rostro se erigía en comunicador, parecía querer hablar, pero sus labios no se movían y, en cambio, transmitía un mensaje, un mensaje indescifrable, aunque estaba cargado de paz, silencio y quietud. Quizá sólo quería comunicarme ésto... Lo cierto es que callaba.
No ando desorientado del todo en estos temas, estoy documentado sobre apariciones y he leído bastante sobre espiritismo y similares. Conozco teorías que demuestran y justifican la existencia y presencia de extraterrestres en misión especial para con la Tierra, y muchas de ellas son, al menos para mí, muy creíbles. Y si además, hago caso a la teoría de la reencarnación —acertadamente defendida por la doctrina espiritista— estaría perfectamente preparado para entender y asumir la aparición que presencié, ya sea como espíritu superior, enviado de otro nivel, o extraterrestre en cumplimiento de una misión. Naturalmente, si sigo mi formación católica, sólo podría entenderla como la visión de un ángel, de un santo, o de un miembro de la Santísima Trinidad... Pero a pesar de todo, la sorpresa me paralizó.
Alargó su brazo hasta mí y me aparté. Entonces, sonrió, sonrió para darme confianza, para que creyera en su paz... y me relajé. Sus ojos quedaron al descubierto de la luz, el resplandor cedió para que el rostro se mostrara al completo, sobre todo, sus ojos, profundos, azules, de mirada bondadosa, cargados de... amor —no encuentro otra palabra—. Igualmente, la luz fue perdiendo vigor, y toda la figura apareció tal cual era, rodeada de una franja blanca y brillante, intensa, que parecía irradiada por la propia figura como una fuente de energía.
No recuerdo haber oído ningún sonido, se mantenía el silencio, silencio inquietante, y, sin embargo, contesté:
—Sí, soy José Ángel.
Me extrañé de esta reacción, pero hablé por impulso como respuesta a la pregunta: “Tú eres el hermano José Ángel, ¿no es verdad?”, y, como he dicho, mis oídos no oyeron, sus labios no se movieron y, sin embargo, escuché estas palabras tal como fui oyendo lo siguiente:
—No tengas miedo, no venimos a hacerte daño, somos hermanos tuyos y nos envía el Padre.
Lo sentí, no lo oí, con un tono grave y dulce que comunicaba la misma quietud que me invadió con su presencia. Realmente, sus palabras me calmaron, quizá no tanto por su significado o por su tono como por la expresión que tomó el rostro del ser.
—Pero, ¿de dónde vienes? —pregunté en voz alta.
—No hace falta que hables, recibimos tu pensamiento y podemos contestarte. No temas.
Sí, cuando escuché esto, realmente temí, temí pensar algo en contra de él, o de ellos, que pudieran captar. Me creí desguarnecido, a merced de ese ser... y ya ni siquiera pensé en alucinación, lo entendía real y por encima de mí.
—Somos reales. No de tu mundo, sino del Padre, para servirle a Él y a vosotros, nuestros hermanos.
Estaba desorientado, pero no atemorizado en exceso. Sin dejar de mirarle, me incorporé hasta sentarme apoyado en el cabezal de la cama.
—Gracias por tu confianza.
Asentí y casi pronuncié “no hay de qué”, pero me retuve porque... ya lo habría oído, supuse. Hice esfuerzos por no pensar, por no desnudarme ante él... Imposible, es imposible dejar la mente en blanco, y me vino la duda de quién era ese ser de luz.
—Tu preocupación no es importante. Sabrás quienes somos a su tiempo. Hemos sido enviados porque debes escucharnos para iniciar tu camino sin dudas.
La habitación continuaba en silencio, sus frases llegaban a mí telepáticamente, pero ya no me sorprendía; en mi desorientación, lo asumía con naturalidad.
—Tú también eres un ser de luz y ha llegado tu hora.
Como un fogonazo, me vino la idea de muerte, no atendí a la primera frase, mi preocupación se fijó en adivinar si realmente me anunciaba mi salida de este mundo. Casi no tuve tiempo de angustiarme.
—No vas a morir, no nos referíamos a la hora de tu muerte, sino a la hora de que te reconozcas como un ser de luz con una misión importante. Hemos venido a iluminarte.
Me alivié del desasosiego. Se suponía, pues, que yo era un ser como él, es decir, una burbuja de luz en lugar de un ser humano vulgar y corriente, de color carne. No pude menos que sonreir.
—Todos los hijos del Padre somos portadores de su luz, que reside en el alma, y la luz es parte del Padre. Él nos creó para servirle en misión de Amor. La tarea de todos sus hijos es existir de acuerdo con la Ley Universal, la Ley del Amor.
Recordé mensajes parecidos en alguna de mis lecturas, mensajes comunicados por seres extraterrestres a las personas contactadas. En esos libros, se definía a estos seres como espíritus evolucionados, habitantes en otros planetas, cuya misión era encauzar el comportamiento terrestre para evitar su autodestrucción, es decir, redescubrir el mensaje de Cristo para vivir en amor fraternal.
—Aunque no somos seres encarnados de otros planetas, tu conocimiento es verdadero. Pero el conocimiento no es suficiente, hay que obrar. Nosotros también somos portadores de ese mensaje, pero mientras que ellos no pueden intervenir directamente en vuestra evolución, nosotros llegamos a seres elegidos como tú para darles la revelación de su tarea, para que obren desde dentro de su mundo con el deseo de comunicar a sus hermanos la verdadera naturaleza de su existencia y el verdadero camino para llegar hasta el Padre.
Me conmoví, se me erizaban los cabellos y sentí un fuerte escalofrío. La serenidad y firmeza del mensaje no me dieron lugar a dudas, me parecía estar escuchando algo ya sabido, pero olvidado por algún rincón de la memoria.
—Tú ya fuiste iluminado al término de tu última encarnación, ya deberías estar junto a nosotros, pero deseaste, por intención de servir al Padre, volver aquí para ayudar a tus hermanos.
Lo de la reencarnación ya no me había asombrado cuando lo leí por primera vez, a pesar de su escasa demostración razonable, tan necesaria y acorde con nuestros tiempos, pero darla por cierta no me resultaba fácil así, de pronto, y menos siendo yo el protagonista y con cualidades tan halagüeñas.
—Tu humildad es tu virtud, tus dudas las da tu condición humana. No hagas caso de tu mente, entiende a tu interior, tu Yo Superior, y verás claro. Si miras dentro de ti sin temores, te será fácil reconocer nuestro mensaje, porque ya lo recibiste al convertirte en ser de luz.
Siempre he tenido fuertes convicciones espirituales, y digo espirituales por diferenciarlas de religiosas, puesto que religión me suena a Iglesia, y no me animan del todo las organizaciones eclesiásticas.
—Todos los hijos del Padre pueden ser dignos portadores de su esencia y dignos enseñantes del camino, pero hoy tu Iglesia está muy mediatizada por su condición humana, y al materializarse ha adquirido debilidad. Otros pueden ser los enseñantes. Tú así lo elegiste.
Nunca me imaginé con vocación de sacerdote, aunque en mi adolescencia llegué a pensar si no tendría estola por algún lugar de mi cuerpo, pues tanto amigos como amigas me utilizaban como escuchador de penas, y casi siempre con buen resultado. En cualquier caso, seguían sin resultarme extraños los comunicados del ser de luz... y quería saber quién era.
—Tu impaciencia es indigna de tu fuerza de luz... pero es comprensible, no estás libre de defecto por ser humano. Nuestra presencia es necesaria para ti.
—Pero... ¿para qué?, ¿qué debo hacer? —me atreví ya a preguntarle directamente con mi pensamiento.
—Ya has conocido tu verdadera esencia. Ahora debes trabajar por desligarte de lo material en la medida que lo creas necesario para lograr la dedicación a la tarea que elegiste.
—¿Qué tarea, por Dios, qué tarea?
—El Padre nos envió a su Hijo, al espíritu de más luz, y dejó su Ley en la Tierra, la Ley del Amor. Entiéndela y transmítela.
Yo creo en Jesucristo como Hijo de Dios, tal como me lo enseñaron, pero nunca me ha atraído la interpretación que de su mensaje hace la Iglesia. No quiere decir que la rechace, sino que me parece que ocultan algo, como si se quedaran verdades para su uso exclusivo, quizá porque entienden que sólo ellos son capaces de interpretarlas. Es decir, que me da la sensación de que me tratan como a un ingenuo.
—No se puede racionalizar un mensaje divino. El error humano es buscar explicación intelectual a todos los fenómenos, y como no es lo mismo hablar a la mente que hablar al espíritu, vuestra Iglesia evita comunicar aquello que no resulta racional para no perder su condición de poder, ya sea espiritual o material. Sus alegorías para explicar la Verdad resultan infantiles, de ahí su debilidad para enfrentarse a la verdadera evolución del mundo. Y por ello, es necesario que otros seres comuniquen a los hermanos la esencia real del mensaje. Tu capacidad de entendimiento está abierta y debes utilizarla para cubrir esa carencia.
—Pero mis dudas no son precisamente capacidad de entendimiento —le transmití—. ¿Cómo puedo entender si dudo?
Había llegado un momento en el que por dentro de mí se agitaba el deseo de saber. Ya sentía al ser como una presencia habitual, y sus palabras me parecían recibidas de cualquier persona real conocida. Lo tomaba como a un maestro, con confianza y respeto, y su mensaje, o su recomendación, lo recibía sin asombro.
—Cada paso llega a su tiempo. No te vamos a abandonar. Conocerás, sentirás e intuirás, y cuando el momento esté cerca, tu alma lo hará saber a tu mente. Pon tu razón al servicio de tu espíritu y el camino surgirá fácil.
—¿Qué camino? ¿Qué tarea?
—La Ley del Amor se basa en la fraternidad universal. El bien puede al mal, pero hay que desear vencer. Tú amas a tus hermanos y ese sentimiento te impulsará a obrar dentro de la enseñanza divina. Tu alma es pura, permítele mostrarse tal cual es, y quien lo desee podrá seguir tu ejemplo...
Sentí un desgarro de ternura y se me humedecieron los ojos. Comencé a llorar sin saber por qué. Sus palabras me despertaron la intención de abrazarme a él... porque todo él era amor. Supongo que me inundaba de emoción y creí estar liberando un sentimiento contenido desde hacía tiempo. Sentía ser YO cada vez más.
—...Darte a los demás es darte al Padre y puedes hacerlo sin orgullo, sin interés y sin egoísmo. Y si te das al Padre, te entregas al Amor, porque Dios es Amor, y Dios, el Amor, es la esencia de toda vida. Sé que estás entendiéndonos y tus guías están preparados para ayudarte.
—¿Quién eres?
—Sí, ya puedes saberlo. Soy un enviado del Padre, pero no vengo solo, y mi mensaje no parte sólo de mí. Me llamo Rafael y María está conmigo. Que la paz quede contigo, hermano.
Y el ser desapareció. Continué llorando abstraído, sin apenarme por su marcha —realmente, siento que no se ha ido— y, dando gracias a no sé quién ni por qué, me dormí.
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