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Molintonia

Pepe Cabrales, el Benemérito

Benemérito, según la RAE, tiene dos significados: 1) Digno de galardón; 2) Guardia Civil.  Una compañera mía, cercana colaboradora del Director General español, argentina ella por los cuatro costados, adjudicó este calificativo a Pepe Cabrales, que ocupaba tan elevado puesto en la empresa.

Podría ser benemérito porque su gestión llevó a revertir los resultados de la empresa desde las pérdidas diarias de un millón de dólares diarios a doscientos cincuenta mil de ganancia por cada veinticuatro horas.  Pero no iba por ahí el significado que le asignó Marta Scalise, sino más bien por el concepto de autoridad que le transmitía la Guardia Civil.  Si Pepe hablaba, quienes le escuchaban se tragaban las órdenes (siempre eran órdenes) con muy poco margen para la discrepancia.  Creo que Marta estaba enamorada de Pepe, y Pepe de Marta… no soy capaz de asegurarlo…

Leerá usted que siempre digo Director General español.  Es que había otro francés, socio operador nuestro a medias en capital y en gestión.  No había otros puestos duplicados y en realidad el correspondiente al Director General Adjunto (el español) tenía funciones de coordinación operativa, mientras que el francés se ocupaba de lo funcional.  Mala dupla esa de españoles y franceses para gestionar juntos, y sobre todo con los aragoneses, aún estando vivo el espíritu de mayo de 1808, los sitios de Zaragoza… y de Gerona (como siempre se encargaba de recordarme el Ingeniero Cabrales, catalán él), Pepe Botella, los afrancesados y Agustina de Aragón.

Pepe Cabrales, al que a partir de ahora mismo llamaré el Benemérito, me provocó un sentimiento emulativo de admiración nada más entrar a su despacho.  Lo conocí en el aeropuerto de Ezeiza, escondido entre los conductores de los remises (servicio de transporte de personas en vehículos particulares), así que nada más ver aquella comitiva de recepción me dispuse a estrechar a todos la mano, pensando que, por su traje gris, camisa blanca y corbata oscura, eran altos directivos de la empresa.  Allí estaba el Benemérito, alargando una mano floja para estrechársela a quienes no conocía, y en cambio proponía un abrazo contundente para algunos de mis compañeros de viaje, ya que habían sido compañeros suyos en Barcelona o en Gerona, y casi convertidos en amigos… aunque esa palabra de amigos, en el Benemérito, no cuadraba mucho fuera del ámbito laboral.

Me dejaron en el Hotel Continental y todos ellos se fueron a una reunión.  En mi caso, como era de la parte administrativa y los otros eran comerciales o técnicos, me tocaba por la tarde.  ¡Qué susto! Era lunes por la mañana y no tenía que ir a la oficina.  Me atreví a salir a dar una vuelta y casi me pierdo, porque estaba alojado en la Diagonal Norte y no acerté a la primera en cómo dar la vuelta a la manzana triangular.  Mientras, el Benemérito ya llevaba una reunión intempestiva y urgente con unas veinte personas, de las que diez acababan de aterrizar de un vuelo de doce horas, con jet lag hacia atrás (el menos malo, pero igual de fatigoso).

Le debí caer bien al apretar la mano en el aeropuerto, porque nada más llegar a su despacho, cerró la puerta, me preguntó cuatro cosas, y ya me hizo coordinador de una Comisión de Reestructuración de las Gerencias de Administración, Personal y Control, junto con dos franceses en los que confiaba muy poco, ya que son tontos y gabachos.  Tuve que seleccionar a un auxiliar administrativo de apoyo esa misma tarde (entrando y saliendo de la reunión para realizar las entrevistas a las tres personas que me envió la agencia de empleo), escuchar mi nombramiento como Secretario de la Comisión y, antes de dormir, preparar el acta de esa primera reunión que duró desde las 15.40 hasta las 10.24.  Naturalmente, el Presidente era el Benemérito.  Ese primer día ya crucé unas sonrisas con Marta Scalise, pero no nos presentaron.  La chica llamaba la atención porque entre casi treinta personas solo había dos mujeres, y ella era la única rubia.

Los demás días de la semana me daba total libertad.  Los lunes teníamos reunión, larguísima reunión, en cuyos paréntesis, nunca planificados, me arrastraba a su despacho y me obligaba a aliarme con él haciéndole el papel de sumiso y castigado ante los asistentes, soportando sus gritos y broncas en la supuesta representación, incluso llegando a la humillación y el insulto con el fin de asustar a los demás: si hacé esto con un paisano, qué no va a hacernos a nosotros.  Me sentí como el hombre de confianza de un mandamás directivo, en el cual se apoyaba para lograr objetivos importantísimos en el devenir de la empresa.  El Benemérito ladraba, me ladraba y era capaz de endosar lindezas de este estilo a los otros:

‘Si es que ya me explico por qué sois así los argentinos, si ya os parieron vagos.  ¿Os habéis fijado cómo empieza la semana en vuestros calendarios?  Pues claro, en rojo, en feriado, que decís vosotros, en domingo.  ¿Qué puede esperarse de alguien que ya empieza la semana descansando?

‘Ya lo creo que tiene razón el chiste.  No hacéis más que destrozar por el día lo que la naturaleza os regala por la noche.

‘Si trabajarais tan bien como habláis, seríais la primera potencia mundial.  ¡Qué verso que tenéis!  Si os hiciera caso, todos podríais ser Directores Generales… pero ¡ja!, no hay nadie que dé el callo, sólo queréis mandar, mandar y mandar, figurar, figurar y figurar.

‘Y lo bien que sabéis dibujar…  Ni el Molina Campos ese tan famoso os hace sombra.  No hay ningún dato verdadero en las planillas que me presentáis.  ¡A ver!  ¿Quién se atreve a que le mande los de Auditoría?

‘No tenéis ni puta idea, pero ni puta idea de cómo se gestiona un negocio… ¡Que se trata de ganar plata, ¿me oís?, ganar plata!

Y para cerrar los ejemplos de su anecdotario verbal, relato unas frases que dedicó a un compañero cuando a mediodía de un sábado el grupo de españoles nos habíamos reunido (como casi todas las semanas) para comer en un restaurante.  Estábamos a los postres.  El Benemérito traía una cartera de trabajo, porque venía desde la oficina, con varias planillas modelo que contendrían datos del Cuadro de Mando.  Revolucionó los platos, cubiertos, cafés, vasos, copas… mientras sacaba papeles y hablaba sin parar, a ritmo de mando, sobre qué era necesario implantar.  Amadeo, un compañero despierto y vivaz, le hizo comentarios muy acertados para simplificar las columnas y mejorar la lectura de la información.  Pepe se le quedó mirando con sorna y, levantando la voz, se dirigió a la esposa de quien le había hablado:

‘Mariana, ¿tu marido es tan bueno en la cama como haciendo planillas?

Mariana, ágil en la contestación, apenas permitió que el tenso silencio durara más de un segundo:

‘Así es, Pepe.  Duerme a pierna suelta, no ronca y hasta tiene el supletorio del teléfono en su mesilla por si llaman que no me despierte yo.  Ya ves, es buenísimo en la cama.

Estas cosas sucedieron cuando él ya me había ofrecido y yo aceptado ocupar un puesto en el equipo directivo de la Delegación Norte, con el Ingeniero Rossenfeld.  Es decir, ya estaba decidida mi continuidad por más de los tres meses iniciales de la “Misión” y él no era mi responsable inmediato.  El Benemérito, aun teniendo mis jefes directos en los departamentos donde me ubiqué, fue mi jefe más o menos jerárquico, más o menos funcional, hasta el punto que paralelamente a mis puestos de organigrama, también me ocupé de la Dirección de un Proyecto Organizativo, en el que Cabrales llevaba la batuta.  Mis jefes directos ni a él ni a mí nos decían ni pío.  El Benemérito tenía bula para hacer y deshacer.

Profesionalmente, me enamoré de él, ¿quizá como Marta?  No sé.  Pepe era un hombre enérgico, comprometido, brillante y vibrante.  Se había aprendido la empresa de memoria, era capaz de recordar todos los indicadores y sus valores comparados de cada Delegación para abroncar, siempre abroncar, a los que ocupaban la posición de cola.   Trabajaba horas y horas, hasta setenta a la semana, a razón de 12 por día (que podían llegar a 14) de lunes a viernes, y cinco más en cada mañana del sábado y del domingo (a veces, además, nos reuníamos en su casa el domingo por la tarde para preparar normas, o reuniones, o planes de acción “sibilinos”).  Admiraba a Pepe como un hombre triunfador que veía más allá de lo que otros veían, siempre alerta y sobre todo muy enérgico y poderoso, de tal manera que te sentías protegido por él si pertenecías a su club.  Ahora bien, era implacable con los que consideraba sus enemigos, los llenaba de imprecaciones, si no insultos, con un lenguaje de guerra más barriobajero que empresarial. 

Me convertí en su hombre de confianza, y hasta se permitió algún comentario personal en nuestras conversaciones.

Se empezó a desmontar mi ídolo una mañana, a las 7.30, en el bar de al lado de las oficinas, en la avenida de Mayo, adonde Marta y yo lo habíamos convocado para explicarle qué estaba ocurriendo con su ya famoso Cuadro de Mando.  El Benemérito continuaba con su emisión de planillas donde cada delegación o departamento informaba de los datos referidos al avance de sus objetivos.  Ya llevábamos así tres años.  Mientras tanto, el área de Control de Gestión le había propuesto elaborar un programa informático en el que se volcaran los datos, y emitiera listados de comparación con una amplia posibilidad de guardar históricos.  Se negó.  Tal como también se negaba sistemáticamente a darle color a las planillas, alegando ahorro de costes.  Todas en blanco y negro (sospeché que podía ser daltónico, algo que nunca reconocería, por Dios).  Se había convertido en tal su obsesión por las planillas de lo que llamaba el Informe Mensual de Control, que pedía le consultaran hasta por los tipos de bordes, el tamaño y el formato de la letra.  En una ocasión, después de unos seis o siete intentos de aprobación, le presenté el mismo diseño que él había rechazado la primera vez… sin desvelárselo, por supuesto.  Le pareció una maravilla, un acierto, “qué bien que haces las planillas, Trevijano”, me felicitó, “si eres tan bueno en la cama, no habrá mujer que te impida repetir y repetir”.  Me extrañó escuchar la redundancia de este argumento de felicitación con el que obsequió a Amadeo en el restaurante, porque siempre era ocurrente y original.  ¿Tendría también obsesión por el sexo?

Volvamos a esa confitería de la avenida de Mayo, donde Marta y yo habíamos llegado cinco minutos antes, después de haber preparado con detalle los argumentos a exponerle, esencialmente dirigidos a evitar que los cambiara tan a menudo, por varias razones:  cuando ordenaba una modificación, el último mando responsable de cumplimentarlo tardaba más de tres meses en enterarse; al no tener continuidad mes a mes, era difícil trabajar con acumulados comparativos; y tal cantidad de variaciones en tan corto espacio de tiempo le restaba credibilidad al sistema de control y a él mismo como Director.

¡La que se armó!  Había llegado con los ojos algo enrojecidos y el cuello parecía inflamado.  Casi no nos escuchó.  Empezó a gritar antes de que termináramos de exponerle el primer argumento… unos gritos de alocado, por no decir demente, que nos dejaban en ridículo ante quienes desayunaban medio dormidos.  Se marchó sin tomar el café, sin dejarnos rebatirle, y con la sensación de que nos esperaba una buena en cuanto volviéramos a vernos, como así ocurrió a las doce de ese día, en una reunión sobre eficiencia de procesos.  Nunca me sentí tan humillado, tan asustado, tan manoseado como bajo aquella cascada de improperios, exabruptos, burlas, escarnios… que saltaban más allá de lo profesional y lo laboral, sacando algunas intimidades que le había contado en aquellos accesos amistosos que el Benemérito tenía de vez en cuando conmigo.  Si hasta se burló de que mi padre fuera chofer de autobús…  No pasé el día nada bien, anduve desconcentrado, dolido, enfadado, unas sensaciones muy fuertes de impotencia y desánimo, apenas hablé con nadie.  Por la noche, a las diez, sonó el teléfono de mi casa.  Era él.  Con un tono totalmente distendido y amable, me felicitaba por unos aspectos menores que habían trascendido como buenas prácticas de mi departamento.  En realidad, era su manera de pedir perdón… pero no colaba… El mal estaba hecho, y el ídolo comenzaba a desmoronarse.

Ya llevaba tres meses dirigiendo el Proyecto, lo que me había provocado un subidón de adrenalina traducido a motivación para sacarlo adelante.  El incidente de aquel día no me diluyó el entusiasmo, pero dejó abierta la pendiente por donde podría escaparse a poco de recibir algún otro empujoncito.  Marta era mi jefa de proyecto y se burlaba amablemente de mis disquisiciones con su Benemérito.  Ella, más veterana, sabía aguantar mejor estas presiones por experiencias anteriores de incluso más enjundia que un simple proyecto organizativo.  Pero cuando él abría la boca, ella salía disparada a cumplir la petición… y si era una llamada a su despacho, mejor que mejor.  ¿Lío de pollera (falda) y bragueta?  No sé, no creo… me parece que esa forma de gestionar le había provocado a ella mayor dependencia que a mí, una dependencia que podía rayar en el servilismo, tan enfermiza como su adicción al trabajo, tan maléfica no tanto por embrujo que por enfermedad somática, pues podía provocarte males como estrés, sudoración, ansiedad, alopecia, insomnio, erupciones cutáneas…

Mantuve el favor del Director General Adjunto, don Pepe Cabrales, alias el Benemérito, durante más de tres años.  Era una relación de sometimiento psicológico, debo reconocerlo, al igual que la de él con Marta, aunque por motivos distintos.  A mí me causó impresión estar tan cerca de la alta Dirección, trabajar codo a codo en su propia casa con nivel de intimidad personal, influir en decisiones que afectaban a más de cuatro mil personas o repercutían en la gestión de cientos de millones de dólares.  Pepe manipulaba adecuadamente las emociones del personal de su equipo hasta que, con un toque casi demoníaco, lograba la adhesión a su causa esperando que algún día devolvería tanto favor acumulado con unas cuotas altas de interés.  Algunos compañeros se dejaron la salud por el camino, por ejemplo con una hernia discal agravada por no guardar el debido reposo, otros perdieron el matrimonio por no guardar la mínima dedicación a la familia, y en mi caso perdí varias cosas (entre ellas pelo y el sueño), aunque más me dolió perder al gurú, perder al líder, perder la referencia profesional. 

No fue un derrumbe súbito del edificio.  Aún disfruté con alegría del aprendizaje que me provocaba elaborar con él las definiciones de objetivos, las normas operativas, los criterios de calidad… todo aquello que luego estudié en un MBA, y que resultó tan calcado que al descubrirlo se me cayó la pared maestra y parte de la fachada.  El hombre no era tan dios, había aplicado lo que había aprendido, ni más ni menos, pero no inventaba nada, como quería hacernos creer con mensajes heréticos.

Poco a poco fue alejándose de mí, pero en un momento determinado, que fecho en septiembre, creo que el día 16, comenzaron algunos actos suyos de desconfianza y recelo, demasiado fingidos como para que me los creyera ciertos.  Todavía no quise entender esa pérdida, aún deambulé entre funciones inconexas que él me administraba pulcramente para darme pequeñas gotitas de atracción laboral.  Entre varias acciones, utilizó una de sus estrategias favoritas para mantener la adhesión emocional a través del miedo y la protección al más puro estilo mafioso.

‘Alberto, me he enterado de que los franceses te quieren quitar la concesión de la vivienda porque ya llevas más de cuatro años aquí.  Jacques está haciendo maniobras también para rebajarte el plus de expatriación.  No hagas nada, no digas nada porque será peor.  Voy a ver cómo te lo soluciono.

Me comunicó esto un viernes por la mañana.  Día apropiado para perjudicarme el ánimo del fin de semana, además de disfrutar de su sarcasmo en la comida sabatina con los españoles.

El martes me anunció en voz baja:

‘No te preocupes por lo del piso y lo del plus, que ya lo he arreglado.  Me ha costado discutir, pero al final te quedas como estás al menos por dos años.

Casualmente, a los dos años, hice muy buenas migas con Jacques porque los dos jugamos juntos al tenis en el campeonato interno de la empresa.  Le pregunté por aquellas amenazas que me había informado el Benemérito… Y me contó con sus erres guturales:

‘Sí, lo recuerdo.  Pero no fue nuestra la proposición.  El planteamiento era rebajar las condiciones de pago por expatriación a partir de seis años de permanencia en el mismo país.

‘¿No eran cuatro?, me interesé.

‘Seis, seis, me acuerdo perfectamente.  Y la propuesta surgió de vuestros colegas directivos en España, los de Madrid, pero nuestro Director General (el francés) no permitió injerencias y todo se mantuvo, y se mantiene, como estaba.

Cabrales te creaba el problema y él mismo te lo resolvía, así se erigía en noble defensor de las causas más sensibles para su gente.  Ja.  Hacía lo mismo con los préstamos para compra de vehículos que se gestionaban desde España, o las ayudas para los colegios de los niños.  Estaba obligado a concederlos porque así se consideraban por la política de empresa, pero el Benemérito los retenía un par de semanitas mientras te contaba lo difícil que le estaba resultando conseguir la concesión, que los de España eran muy duros, pero que los perseguía con la misma medicina porque no hay derecho a retrasar estas cosas.

A los seis años de la compra, la empresa dio beneficios por explotación, muy consolidados, de base firme con proyección a largo plazo.  Por fin, el Director General Adjunto cobró su variable del 40 % completo más una prima por eliminar los números rojos.  Todos pensamos que se lo merecía cumplidamente, pues más de las tres cuartas partes del crecimiento se basaban en planes que él lideraba..  También pensamos que iba a ceder en su actividad, que bajaría la presión, que se dedicaría a implantar otros proyectos para consolidar el negocio, entre ellos formación y desarrollo para los empleados, planes remunerativos especiales para los directivos…  Oh, no, qué va.  Cada mes se inventaba una nueva acción, innecesaria, pero “muy urgente”, para justificar sus largas jornadas.  Impartió personalmente un curso, que fue un ‘peñazo’, porque se pasaba seis horas hablando sin parar, lleno de coletillas, como digamos, evidentemente, resulta que, y en razón de; estableció unas veinticinco planillas añadidas al Control de Gestión, con cumplimentación mensual; y creó tres Comisiones de estudio presididas por él para asuntos tan relevantes como la justificación de los gastos de viaje; las jerarquías de autorización de vales de almacén o la ubicación de existencias fuera de los espacios establecidos.

En un día de un mes de septiembre de 1989, Pepe Cabrales dejó de tratarme como una persona con proyección y potencial.  No tengo muy clara la fecha, pero por ahí andará, puesto que lo deduje años después, departiendo amigablemente con Marta Scalise, riéndonos de tantas y tantas anécdotas que habíamos pasado juntos, hasta que su discreción quedó un poquito quebrada y dejó caer unas frases que me dieron cabal explicación al apartamiento que el Benemérito me hizo sufrir desde aquel día de un mes de septiembre:

‘No sabes los celos que te agarró, ¿viste, gallego?, porque un día le dije en el ascensor, que me acuerdo bien, cerca de la primavera, sí, los dos con un enojo espectacular que no nos hablábamos casi… y eso, ¿viste?, que le dije: hala, me voy a trabajar con el Trevijano, que es muy buen chico y mucho mejor jefe que tú, ¿viste?, pero que mucho mejor jefe que tú.   Y se le encendió la cara, ¿sabés?  ¡Cómo se le comían los celos de ti!’.

Sin comentarios.

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