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Molintonia

Crónica de un despido anunciado

1.- Llegaba a casa después del trabajo y me encontré a Luisa aparcando su automóvil.  Mostraba un rostro alegre y traía en sus manos varias bolsas con compras en distintas tiendas de moda.  Después de los saludos de rigor, me informó jocosamente:

—¿Sabes?  Me han despedido.

—Pero, ¿qué me dices?

—Sí, me han llamado al despacho y me han entregado la carta.

—¿No te habían hecho ya contrato fijo?

—Hace cinco meses, pero ya ves, alegan falta de rendimiento, reconocen la improcedencia del despido y me pagan el finiquito, la indemnización de 45 días y puedo solicitar el paro.

—Y ¿cómo estás?

—Mírame, radiante de contenta, feliz.  Y te lo digo sin ironías.  Hasta me he permitido estos premios –y me señaló las bolsas— a cuenta de la indemnización.

Luisa tiene 39 años.  Había dejado de trabajar a los 29 para acompañar a su marido, que se trasladó como expatriado fuera de España.  Unos años después de regresar, decidió reincorporarse al mercado laboral y fue contratada como vendedora en una empresa distribuidora (la voy a llamar SONRI, S.A.) de productos de saneamiento y baño de un importante fabricante nacional.  SONRISA es una empresa familiar creada en los años 70 por don Faustino, que fue creciendo poco a poco hasta ganarse una buena base de negocio por ofrecer mejores precios que los otros distribuidores de la marca.  Consta de unos 50 trabajadores, de los cuales 14 son vendedores en tienda.  Don Faustino ya estaba dejando la Dirección en manos de sus dos hijos, María Dolores y Julián, ambos con títulos universitarios, Derecho y Empresariales, respectivamente.

La primera entrevista de Luisa con María Dolores tuvo un resultado muy prometedor.  Le aceptaron sus condiciones de horario y jornada (30 horas a la semana en horario de tarde), y le plantearon un mes de formación a cargo de la empresa con contrato al efecto, más seis meses como Ayudante de Dependiente para pasar a la categoría de Dependiente con contrato indefinido si cumplía las expectativas.  El salario se vería complementado con comisiones sobre ventas, pagadas dos veces al año, en cuanto cumpliera los primeros seis meses.

Pasó el período de formación intensa, cumplió los seis meses con el contrato temporal, y cinco meses después recibió la carta de despido con la acogida tan alegre que he relatado.

Cuando comprobé su cara satisfecha al comunicarme una situación que generalmente debe ocasionar el sentimiento contrario, invité a Luisa a tomar un café y le pedí que me contara qué había ocurrido en su experiencia laboral en SONRISA.  Lo que oí, a veces tan surrealista, me dispongo a dejarlo documentado en estas páginas, recordando a un profesor que nos hablaba de la “pedagogía por el contrario”, es decir, que “contar lo que no se debe hacer es un buen método de enseñanza”.

Con Luisa, asistieron al curso otros cuatro aspirantes.  Se desarrolló en la sala de reuniones de la empresa, impartido por diferentes mandos de la empresa.  Allí les presentaron a don Faustino, a Ernesto, el Jefe de Tienda, y a Sonia y Silvia, las dos encargadas.  Junto al Jefe de Almacén y al Jefe de Producto, la mayor parte del curso fue dirigido por Julián, que ejercía de hijo del dueño.

Durante casi un mes, recibieron una charla tras otra sobre las excelencias del producto, sus componentes, los márgenes que dejaban...  y sobre todo, los impresos que debían cumplimentar con cada venta (larga lista de impresos).  También fueron informados someramente de las comisiones, que no presentaban grandes novedades, salvo que eran devengadas por quien acompañaba al cliente para la realización del presupuesto, y no por quien finalizaba la gestión de la venta. 

A lo largo del curso, a una de sus compañeras se le comunicó que no seguiría adelante con la formación, porque no daba el perfil, argumento tan socorrido como vacío de contenido.  Se produjo un fuerte impacto entre los compañeros, puesto que se estaba generando una unión especial entre todos ellos.  Luisa fue incapaz de encontrar una causa para ese “despido fulminante”, salvo que la muchacha se retrasaba unos minutos todos los días a pesar de que vivía justo enfrente de la tienda.

Los tres últimos días recibieron, con gran pompa en el  anuncio del ponente, enseñanzas sobre Técnicas de Venta, impartidas por el delegado de la firma que distribuía uno de los productos, con unos contenidos que rayaban más en la picardía que en argumentos teóricos como, por ejemplo, que había que fijarse en la marca de la ropa de los clientes y orientarlos a productos con precio alto, medio o bajo, según deducción inicial de su poderío económico.

La intervención de las encargadas resultó divertida para Luisa, veterana en estas lides, pues ya había ejercido ese cargo en anteriores trabajos.  Las dos chicas, que rayaban la treintena, hablaron muy seguras sobre las normas de disciplina reinantes en el colectivo de empleados:  “Prohibido fumar en la tienda”, “prohibido mascar chicle”, “prohibido salir a la calle”, “prohibido sentarse en horas de trabajo”, “prohibido subir a la oficina, que ya lo hacemos nosotras”...  “obligado mantener limpio el sector asignado”, “obligado ocupar el puesto de recepción cuando se solicite”, “obligado vestir con el uniforme proporcionado, por supuesto limpio y bien planchado”...

En cambio, la conversación con el Jefe de Tienda resultó más motivadora.  El hombre, casi de cincuenta años, provenía de un cargo similar en unos grandes almacenes con solera que habían cerrado definitivamente.  Llevaba unos cuatro meses en SONRISA, alto, buena planta, agradable en las formas, suave con sus palabras, enfocó sus palabras en que su labor era ayudarles a desempeñar bien su trabajo, que no dudaran en preguntar cualquier duda y que siempre estaría a su disposición.

“Buenoooooo”, pensó Luisa, “al menos parece coherente”.

Con estas premisas, comenzaron los cuatro novatos su andadura laboral en la venta de saneamientos y productos para baño.

Se integraron en un equipo aparentemente dinámico, muy organizado y compenetrado...  “Ummmm…”, algo sospechó ya Luisa de aquel aspecto pretendidamente idílico.

 

 

2.- Sonia y Silvia departían alegremente junto al habitáculo del Jefe de Tienda (él no estaba), una sentada en la silla y otra en la mesa.  Desde allí, abroncaron a una vendedora porque llevaba mal abrochada la falda.  Poco después, salieron muy juntitas a buscar a Estrella, otra vendedora que pululaba por la sala, y se fueron al aseo de señoras a fumar un cigarrillo, con la puerta medio abierta para vigilar ante posibles llegadas de la autoridad.  Por cierto, Silvia mascaba chicle.

Luisa fue adquiriendo más o menos contacto con los distintos compañeros según se ofrecían para enseñarle las reglas y triquiñuelas de la función, sobre todo, del seguimiento de pedidos, que como comprobó algo después en carne propia, desesperarían al mismo Job.  Era inevitable tener más relación con unos que con otros.  De inmediato, observó un excesivo interés de Estrella por conocer sus antecedentes de todo tipo...  Otro compañero, Antonio, le advirtió para que guardara silencio ante “esa arpía que va de correveidile de Julián”.  Por él también conoció la filiación de las encargadas, con un currículum de auténtico mérito para ocupar sus puestos:  Sonia era la hija del Jefe de Obras, accionista de la empresa, y Silvia, la esposa del Jefe de Almacén. 

“¡Qué comienzo, ¿no?!”, comentó alegre Luisa.  Pero ella quería superarse y, como veterana en las lides de la vida, sabía que nada es orégano en el mundo laboral.  Poco a poco, fue haciéndose su sitio, aprendiendo sin problemas un catálogo complejo y atendiendo a los clientes según las normas más elementales de educación, tal como le gustaba que a ella le trataran en cualquier establecimiento parecido.

A los dos meses de su ingreso, uno de los compañeros del curso recibió una amable carta de la Dirección, informándole de su despido.  Razón: bajo rendimiento.  Curiosamente, a pesar de no contabilizarlos aún, sus números eran mejores que algunos de los veteranos, dado que ya tenía experiencia en funciones de vendedor.  Parece ser que tuvo unas palabras de crítica hacia Julián y que salía a fumar a la calle en lugar de hacerlo, como todos, en el baño..

Luisa tardó en recibir su uniforme de tienda, una falda azul oscura y una blusa a rayas amarillas y marino, a modo de vestimenta como de un equipo futbolístico.  Así, acudía a trabajar con su propia ropa desde casa.  Esto le facilitó no tener que utilizar el vestuario, un cuchitril oscuro de unos seis metros cuadrados, donde diez o doce mujeres hacían equilibrios para cambiarse.  La exposición se extendía por cuatro mil metros cuadrados, como bien le gustaba ponderar a Julián y María Dolores.  Y fue Julián quien reprochó a Luisa no vestir igual que las demás.  Cuando ella le informó que aún no había recibido el uniforme, se escabulló con la excusa de que le llamaban de arriba (o sea, su padre).

Esos cuatro mil metros cuadrados se dividían en tres plantas.  Rotaban por ellas todos los vendedores de saneamiento, y se iban relevando en el mostrador de recepción, desde donde se informaba a los clientes del lugar al que deberían dirigirse.  Era una función pesada y aburrida, que debía ejercerse de pie durante las ocho horas, tras un mostrador, y que incluso obligaba a pedir sustitución para ir al baño.  Además, una cámara de vigilancia observaba exclusivamente ese punto de atención.  Se intuía entre los compañeros que la asignación al mostrador era utilizada como medida de castigo, por su tedio y porque casi no se generaban ventas que primaran las comisiones.

Pronto llegó la fiesta de Navidad.  El patrón Faustino invitó personalmente a cada una de la vendedoras.  Se trataba de una cena en el restaurante del propio edificio, adecentado para la ocasión con orquesta y adornos varios.  Ofrecieron un menú apetitoso y variado incluyendo sorteo a los postres de diferentes obsequios, con la garantía de que todos se llevaban algo a casa.  Pero lo más esperado era la entrega del sobre con las comisiones, junto con la designación del Vendedor del Año.  Luisa miraba con distancia porque no tenía nada a ganar.  Charlaba con Antonio:

—O Sonia, o Silvia, o Estrella.  Es más, te diría que, si sale una de ellas, se reparten el premio.

—¿Son tan buenas amigas?

—Íntimas –dijo con sorna Antonio—.  Tanto como para repartirse los importes de ventas de los grandes clientes que no pasan por la tienda.  ¿Has visto en el mes que llevas que alguna de ellas atienda a alguno de los clientes que entran en la exposición, salvo que Julián pasee por aquí?

Ciertamente, Luisa nunca les había visto atender a nadie.

—Estrella no pinta nada en esto –siguió Antonio—, pero se alía con ellas haciéndoles la pelota, “chivándoles” los cotilleos, hablando bien de ellas a don Faustino.  Eso rinde a fin de año.

Tal como Antonio preconizaba, fue Silvia la mejor vendedora, por lo que recibió de regalo un televisor de plasma de 42” más un sobre que iba pegado a su pantalla.  Sólo aplaudían con fuerza los Jefes,  Sonia y Estrella.  Los otros bufaban por lo bajo.

—¿Qué hay en el sobre, Antonio? –preguntó Luisa.

—¡Qué va a ser!  La “pasta”.

—¿Qué “pasta”?

—La de las comisiones.  Supongo que algo más de 3.000 euros, aparte de los que le pagaron en julio, claro.  Ya te habrán dicho que las comisiones se pagan en julio y diciembre.

—Pero ¿se lo pagan en efectivo?

—Claro, niña, en cash y en “B”...  Todito de color negro.

—Y ¿a los demás también?

—Por supuesto.

—Y ¿de dónde sacan tanto dinero en “B”?

—Ya sabes.  Acuerdos con constructores y trapicheos varios.  Aquí se mueve muchísimo dinero negro. Incluso en los pagos a los jefes, no sólo en comisiones, sino parte del sueldo.  También en cobros a los grandes clientes.  Una mafia, Luisa.

En ese momento sonaba “Dulce Navidad” por los altavoces y don Faustino animaba a cantar a los asistentes.

 

 

 3.- A lo largo de los tres primeros meses del año, Luisa asistió a cuatro bajas de la plantilla de vendedores, todas ellas por decisión propia y con un gran contento por su parte.  María Dolores se encargaba de valorar cada salida con un mensaje positivo, pero en algún caso dejó caer comentarios entre líneas sobre aquello que la persona saliente había dejado incompleto o incorrecto, así como si nada, queriendo decir que “menos mal que se había ido, porque si no, tenía el despido en puertas” (según explicó Antonio en grupillo apartado).

Ingresaron nuevas vendedoras, con lo que Luisa esperaba hacer menos horas en el mostrador.  Ya no era la menos antigua de la plantilla.

La primera punzada que sintió se debió a la convocatoria a una reunión sobre los Objetivos del año, que fue preparada para las 9:00 a.m., una hora antes de la apertura y a la que fue invitada, a pesar de que era su día libre (como la tienda abría de lunes a sábado, cada persona disfrutaba de una jornada libre rotativa).  Alegando su horario de tarde, expuso que a esa hora era imposible su asistencia porque llevaba a su hijo al colegio.  Julián puso mala cara, pero lo aceptó.  Posteriormente, sus compañeros le informaron del contenido de la reunión con mucha rabia y enfado, pues podría resumirse así:

—Hemos disminuido las ventas en un 20% sobre el año pasado y los culpables sois vosotros, que no habéis vendido lo suficiente.  Espero que os apretéis las tuercas este año porque las comisiones se pagarán sobre importes que sobrepasen un 15% el mínimo del año pasado.  Y no quiero excusas. 

A continuación pasó a enumerar los productos bonificados, es decir, aquellos cuya venta se primaba porque dejaban mayor margen. 

—Ahora bien, no se pagarán bonificaciones a quienes no hayan llegado al mínimo de ventas en el mes anterior. 

Y con voz elevada:

—¡Y haremos reuniones de estas cada dos meses.  Espero que asistáis todos sin falta.  En lunes a las 9:00, como hoy!

Luisa nunca pudo acudir a las reuniones.  Algunas compañeras que habían faltado a ellas en alguna ocasión le dijeron haber notado cierta merma en el sobre de las comisiones, sin posibilidad de reclamación, claro, pues los datos para el cálculo eran un secreto llevado desde la oficina.  Se rumoreaba que lo utilizaban para descuentos por sanción encubierta u otras razones, como Luisa comprobaría meses más tarde en cabeza de Antonio, por un error del chico en la facturación, que la empresa hubo de aceptar porque el cliente apeló al precio fijado en el presupuesto.  Los 250 euros de diferencia quedaron descontados en el sobre de las comisiones del vendedor. 

Luisa aprendió pronto los catálogos, productos, márgenes y se afanaba por atender bien a los clientes, pero...

El papeleo era inmenso: presupuestos, albaranes, pedidos, facturas... todos por duplicado, escritos a mano y luego pasados al ordenador con las incidencias de cada caso... seguimiento de las fechas de entrega pactadas y vigilancia de la llegada del producto al almacén para después organizar la entrega con los portes de la empresa. ¡Ah! y prohibición expresa de contactar con los proveedores, que de eso se encargaban en la oficina.  Así, luchaba continuamente por acoplar plazo pactado y período real, pero se encontraba con la sorpresa de que reservaba en el almacén un producto y, al ir a recogerlo para la entrega, había desaparecido porque lo necesitaban para un gran cliente.  Luisa se deshacía en excusas y buenas palabras con los clientes de menudeo, pero las broncas eran descomunales.

Mientras tanto, Julián se paseaba ufano por la tienda, haciéndose notar como The Boss, guiñando el ojo a sus aduladoras que le chistaban en sus desfiles.  María Dolores también hacía acto de presencia de vez en cuando para pasar el dedo buscando polvo por encima de los estantes.

Ernesto, el Jefe de Tienda, se fue.  Nadie supo por qué, pero se fue.  Los rumores hablaban de despido.  Parece ser que la realidad se teñía de color diferente.  Se marchó por su voluntad pactando la salida.  No tenía padrino en la casa y las dos encargadas ya se encargaron de ir anulándolo, jugándole malas pasadas: le ocultaban información, le daban datos falsos, dejaban que se equivocara...

Julián asumió el rol de Ernesto, pero en realidad continuó con su pasividad habitual, salvo para controlar y pavonearse.

Luisa esperó ansiosa el día de la renovación de su contrato.  Y todo transcurrió con naturalidad.  María Dolores la llamó a su despacho y firmaron un contrato indefinido con categoría de Dependienta.  Ahora bien, su horario parcial no le disminuía el objetivo global de ventas, por lo que para cobrar comisión debía conseguir un volumen mínimo igual a sus compañeras de tiempo completo.  No le valieron de nada las argumentaciones...

Antonio quería conseguir la distinción (y el premio económico) como Mejor Vendedor del Año.  Para ello, se afanó en la búsqueda de mejores clientes con una entrega total.  Cometió varios errores de impetuosidad, como eludir pedidos pequeños, obviar ciertos presupuestos realizados por otros compañeros (con lo cual, se apuntaba él la comisión), delegar algún seguimiento complejo…  Cuestiones propias de avidez mezclada con exceso de ambición.  Sus cifras de venta fueron aumentando hasta convertirse en líder provisional del ranking… 

Sonia y Silvia sintieron peligro por los aledaños de su bolsillo y de su prestigio.  Así, tomaron la siguiente reacción: redactaron una carta conjunta en la que solicitaban a la Dirección el despido de Antonio por mal compañerismo.  Y la pasaron a la firma de la plantilla de la tienda.  Sólo la rubricaron las promotoras, más Estrella y Remedios, una chica de las recién entradas que hacía méritos para conseguir favores, incluso más allá de los profesionales.

La carta no llegó a su destino, pero Antonio quedó tocado, aún sin perder su deseo de ser el mayor vendedor.  A los meses, después de cobrar las comisiones (con el descuento de los 250 euros), encontró otro trabajo y se marchó de la empresa.

Poco a poco, comenzó a gestarse otro conflicto a causa de los días de libranza.  Julián había cambiado la política anterior, y ahora, si el día de descanso caía en festivo, no se adjudicaba otro.  Ah, y tampoco se contemplaba en la nueva directriz que esas horas se disfrutaran como descanso de una u otra manera.  Remedios se ganó las simpatías de Julián apoyando en público la decisión, puesto que “había que pensar por la empresa”.  Su premio, a las pocas semanas, fue la asistencia a un curso de diseño asistido por ordenador, con viaje en avión y estancia pagada en hotel de cuatro estrellas, en el cual también participaron Sonia, Silvia y Estrella, con el compromiso que nunca se cumplió de enseñar al resto de la plantilla a su regreso.  La transmisión de conocimientos se compuso exclusivamente de un extenso relato de las peripecias nocturnas por Barcelona.

 

 

 

4.- Más o menos en esos días localiza Luisa el embrión de su despido.  Atendió una venta por la cual recibió el 50 % de su importe por anticipado.  En cuanto se recibió el producto, llamó puntualmente al cliente para que pasara a recogerlo y así abonar la mitad restante.  Pero la señora sólo podía acudir por la mañana, a lo cual Luisa contestó que indicara el número de factura a cualquier compañera, y que sería igual de atendida.

Así sucedió.  Pero al hacer el arqueo de caja, faltaron 2 euros (repito, 2 euros).  El error se había producido en el cobro a la señora cliente de Luisa, y la operación quedaba registrada a su nombre.  Luisa fue requerida por María Dolores:

—Faltan 2 euros de un cobro tuyo.  Tienes que ponerlos tú o la cliente.

Luisa calló y llamó a la señora, quien se ofreció a llevar personalmente los 2 euros, pero sería en unos días, lo que la vendedora comunicó telefónicamente a María Dolores:

—SONRISA no tiene por qué soportar ese descubierto.  Hasta que la cliente venga, tendrás que depositar los 2 euros en la caja.

Luisa se negó educadamente.

— Bien.  O pones ese dinero o tu dimisión en mi mesa.

—No voy a poner ese dinero y no voy a dimitir.  Si lo crees oportuno, mándame la carta de despido –contestó firme Luisa.

—Mira, aquí mando yo y se hace lo que yo digo.  Si no, atente a las consecuencias.

—Me atengo, María Dolores, me atengo.

Ahí terminó la conversación.  Luisa, dolida, llamó a la señora cliente para decirle que no trajera los 2 euros… “total, me van a echar igual”, le dijo.

Pero llegó el dinero.  Luisa lo recogió y se lo dio a Sonia, aprovechando para comunicarle su negativa a seguir cobrando, función que no entraba en sus responsabilidades como dependienta.  La encargada lo aceptó, pero a la semana le pidió que depusiera su actitud para “no buscarme un lío contigo y los de arriba, porque se lo tendré que decir”.  Luisa aceptó volver a cobrar.

Sobre este incidente, además del apoyo de los compañeros, sobre todo de Pilar, quien había cometido el error en el cobro, recibió el del Jefe de Obras, que le recomendó hablar con don Faustino o con Julián.  Como éste se encontraba de viaje, charló con el patrón.

—No estoy de acuerdo con lo que ha hecho mi hija, pero tampoco con lo que has hecho tú.

El hombre se dio media vuelta y dejó a Luisa con la palabra en la boca.

En ese momento, comenzó a pensar si merecía la pena aguantar ese ambiente solamente por dignidad o superación personal.

Aún faltaban dos meses hasta la comunicación de su despido.

Mientras tanto, siguió sufriendo situaciones de tensión e incompetencia, que apaciguaba con una buena amistad con otras compañeras, entre las que se había ganado un gran prestigio por no delatar a Pilar.

Luisa relató como hecho anecdótico una incidencia que no quiso relacionar con el asunto de los 2 euros.  La empresa fabricante primaba con regalos a los vendedores las salidas de determinados artículos antes de ponerlos en oferta por renovación de stocks.  Ella recibió una notificación de que en breves días llegaría a SONRISA una cámara fotográfica a su nombre, como premio por la venta de un producto bonificado.  Los breves días se convirtieron en semanas, las semanas en algo más de un mes… y nunca vio Luisa la cámara fotográfica.

Se acercaba el puente del 6 y 8 de diciembre.  Julián informó a la plantilla de que ese año, cambiando la política anterior nuevamente, se abriría la tienda el día 7 y que, al haber dos días festivos, quedaban por esa semana suspendidos los días de libranza.  Lo comunicó y se fue.  Se produjo un revuelo importante, como era de esperar.  Luisa habló con tranquilidad

—Creo que no debemos permitirlo.  Según calculamos la semana pasada, terminaremos el año con más de 150 horas en el debe de la empresa para nosotras, es decir, casi 20 días que no cobraremos ni disfrutaremos.

Tras ese comentario, se oyeron voces clamando para acudir a un abogado laboralista, de “UGT ó CC.OO, que ya está bien de aguantar”.

En los días siguientes, el malestar era patente y Pilar acudió a un bufete para pedir información sobre los derechos que podían ejercer.

El día 29 de noviembre, cuarenta y cinco minutos después de su ingreso al trabajo, Silvia informó a Luisa de que María Dolores quería verla en su despacho.

—¡Uy!, qué miedo –dijo sonriendo la vendedora.

—No te preocupes, mujer –quiso quitar “hierro” la encargada.

La Directora de Administración revisaba unos papeles.  La invitó a sentarse en la silla de confidente.

—Luisa, tengo que darte una mala noticia –comenzó hierática.

Un silencio solemne…

—Voy a entregarte la carta de despido.

—¿Que me despides?

—Sí.

—Pues de mala noticia nada.  Te daría un beso en la frente –habló Luisa con una gran sonrisa sincera.

María Dolores torció algo el gesto ante la contestación inesperada.

—Es la primera vez que veo alguien que se alegra porque la despidan.

Y le extendió la carta.  Luisa leyó tranquila.

—Me haces un favor, querida.  Pensaba dejar la empresa a final de año, así que me adelantas veinte días mis vacaciones, me pagas la indemnización que no esperaba y puedo cobrar por desempleo.  Una maravilla.

A la Directora se le encendían los ojos, pero no pronunció palabra.

—Por cierto –siguió Luisa—.  Aquí has resaltado en negrita que el despido es por bajo rendimiento y sabes que es mentira, como ya se deduce cuando continúas hablando que aceptas el despido improcedente.  En realidad, ¿es por lo de los 2 euros?

—No, no.  Es que no llegas al importe mínimo de ventas.

—Ya.  Una buena excusa.

—En lo de los 2 euros tuviste una lealtad mal entendida.  Al final, ¿no me vas a decir quién fue?

—Mira, María Dolores, no entiendo cómo una licenciada que hace el arqueo de caja todos los días no sabe que anotamos en un listado todos los cobros realizados en efectivo, junto con el nombre de la persona que los ha realizado.

—Pero, ¿me vas a decir quién fue?

—No, baja al mostrador y en el segundo cajón de la derecha encontrarás el listado.  Míralo tú si tanto interés tienes.

—Bien, dejémoslo.  ¿Me firmas el recibí?

—Sí, sí, claro, ¡cómo no!

Mientras Luisa revisaba la carta y extendía su firma, María Dolores hablaba con voz maternal.

—Ojalá tomarais todas el ejemplo de Remedios, que siempre tiene su zona limpia como una patena y cuando está en el mostrador se dedica a formarse leyendo los catálogos y listas de precios.

—Vaya, lo de la cámara era verdad también.  Pero anda, cuando bajes a mirar el listado, abre un par de catálogos de esos que Remedios estudia tan en profundidad… y, por favor, no te asombres si encuentras entre sus hojas unos cuantos libritos de pasatiempos…  ¿Y si quizá están rellenos con la letra de esa chica tan aplicada?

Nuevo silencio.

—Luisa, espero que no nos guardes rencor.

—No, no, por supuesto.  ¿No te digo que me voy muy contenta?

—Ah, despídete rápido de tus compañeras.

Luisa escuchó de Pilar cuando se abrazaban:

—¿Sabes por qué te despiden?  Porque han notado que eres mejor que ellos.  Has mostrado madera de líder y tienen miedo a que nos lleves a una rebelión.

Luisa sonrió, sólo sonrió.

 

 

   

Nota del autor:  Estos hechos son verídicos, ocurridos entre los noviembres de 2003 y 2004.  He cambiado los nombres por respeto a algunos protagonistas.   

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