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Molintonia

Ayúdame a mandar bien, Capítulo I

1.– El progreso es...

“Una vez vivía un pueblo en el lecho de un gran río cristalino. La corriente del río se deslizaba silenciosamente sobre todos sus habitantes: jóvenes y ancianos, ricos y pobres, buenos y malos, y la corriente seguía su camino, ajena a todo lo que no fuera su propia esencia de cristal.

Cada criatura se aferraba como podía a las ramitas y rocas del lecho del río, porque su modo de vida consistía en aferrarse y porque desde la cuna todos habían aprendido a resistir la corriente.  Pero al fin una criatura dijo: “Estoy harta de asirme.  Aunque no lo veo con mis ojos, confío en que la corriente sepa hacia dónde va.  Me soltaré y dejaré que me lleve adonde quiera.  Si continúo inmovilizada, me moriré de hastío”

.Las otras criaturas rieron y exclamaron: “¡Necia! ¡Suéltate, y la corriente que veneras te arrojará, revolcada y hecha pedazos, contra las rocas, y morirás más rápidamente que de hastío”, pero la que había hablado en primer término no les hizo caso, y después de inhalar profundamente se soltó; inmediatamente la corriente la revolcó y la lanzó contra las rocas, mas la criatura se empecinó en no volver a aferrarse, y entonces la corriente la alzó del fondo y ella no volvió a magullarse ni a lastimarse.

Y las criaturas que se hallaban aguas abajo, que no la conocían, clamaron: “¡Ved un milagro!  ¡Una criatura como nosotras, y sin embargo vuela! ¡Ved al Mesías, que ha venido a salvarnos a todas!  Y la que había sido arrastrada por la corriente respondió: “No soy más Mesías que vosotras.  El río se complace en alzarnos, con la condición de que nos atrevamos a soltarnos.  Nuestra verdadera tarea es este viaje, esta aventura”.  Pero seguían gritando, aún más alto: “¡Salvador!”, sin dejar de aferrarse a las rocas.  Y cuando volvieron a levantar la vista, había desaparecido y se quedaron solas, tejiendo leyendas acerca de un Salvador”.

Richard Bach, Ilusiones, tomado de  Fred Kofmann, Metamanagement, tomo I, Ediciones Granica, 2001

 

 

El capataz

Después de cuarenta y un años en la empresa nada me sorprende. Dicen que la veteranía es un grado, pero no sé con quién comparar mi grado porque, si miro para atrás y luego hacia mi alrededor, me siento diferente, quizá un bicho raro, entre tantos compañeros que ven y hacen las cosas de otra manera.

Tenía diecisiete cuando entré como aprendiz en esta gran empresa, año 1960, la década revolucionaria... allí afuera, porque aquí no llegaba nada de lo que se iba contando en los periódicos.  Me tocó un primer jefe que recuerdo más como tutor que como jefe-jefe.  Desde los catorce había trabajado ayudando a mi abuelo, que también era electricista y hacía “ñapas”, despojos que le daban respiro a un sueldo bajo para ayudar mejor a mi familia.  El hombre era viudo; mi padre, hijo único; y yo, el segundo de cuatro hermanos, sólo cuatro por la enfermedad de mi madre, nada grave, que si fuera por las peticiones del Estado habríamos sido más alla de siete, quizá ocho... nueve...  Pues eso, que mi primer jefe, capataz como yo soy ahora, fue una prolongación de lo que había tenido en mi casa y en mi primer trabajo.  Pasé tres meses sin hacer nada, literalmente nada, sin perjuicio de considerar “algo” a llevar el maletín de herramientas al oficial, pasarle un destornillador, pelarle un cable o volver al almacén para buscar los alicates.  Durante esos noventa días, aparte de este oficial, que enseñaba con el “ejemplo”, apenas intercambié palabras laborales con nadie.  El capataz me preguntaba por mi familia, mi salud y mis novias.  Los otros compañeros, ninguno de mi edad, hablaban de fútbol, mujeres y, rara vez, de Franco o de política..  Es decir, que aprendí algo porque me apetecía mirar.  En una ocasión, cuando enfermó mi abuelo, pedí permiso para ir a verlo después de la primera operación.  El capataz me echó la mano por encima, se explayó en contarme algo parecido que le había pasado a un tío suyo, me consoló de una pena que yo no tenía y me dijo que bien, que podía irme... media hora antes, pero por supuesto que debía recuperarla.  Todavía no sé si no me escuchó, si cumplía órdenes o si estaba aplicando su papel de capataz.  Esa media hora se cumplía dos horas después de que mi abuelo saliera del quirófano.

El segundo jefe, que me duró lustro y medio, tenía cara de sargento... cara, actitud, hechos, lenguaje...  Años más tarde, lo recordé en la película “El pelotón chiflado”, con unos kilitos de más que aquel personaje duro y algo más de mala leche.  La suerte fue que sólo lo veía al principio y fin de la jornada, salvo cuando tenía que pedirle un permiso, unas vacaciones o para el cambio de herramienta...  Gritaba como un descosido y cuando tratabas de darle una idea que no fuera suya, te humillaba delante de todos los compañeros haciendo ver que eras un aspirante a capataz con los humos subidos.  Si le caías mal, ya podías pensar en que te ibas de “veraneo” en febrero y que la renovación de tu herramienta o el cambio de la ropa de trabajo iba a retrasarse unos cuantos meses porque el almacén estaba desabastecido.  Al menos, como seguí con el mismo oficial, un hombre callado que me dejaba mirar, iba aprendiendo los rudimentos del oficio... y al final, hasta me dejó tomar la iniciativa en alguna reparación.

Ahora reflexiono hasta qué punto me infuyó ese estilo de tiranía en mi vida personal.  Me casé con 28, o sea, dos años antes de que se jubilara este hombre.  Había tenido otros modelos de mando, pero tanto tiempo viéndolo ahí en su pedestal, debo admitir que se convirtió sin querer en mi referencia... y lo pagó mi mujer.  Perdí por ello algunos años hermosos del matrimonio, porque mis comportamientos en casa, donde era “dueño y señor”, se parecían a los de aquel hombre déspota.  ¿Alguna vez se tendrá en cuenta en la responsabilidad de mando que lo que ves en el trabajo se prolonga, casi siempre inconscientemente, en tu vida personal?  Recuerdo, hace muy poco tiempo, después de una charla sobre Liderazgo, que un compañero más joven que yo, me ayudó con su reflexión a entender mejor este concepto.  Me dijo, medio sorna, medio en serio: “Quien aplique las técnicas de Liderazgo tiene asegurada la salvación eterna”.  En otra comida, el día final del curso, el profesor nos hizo pensar sobre cómo se correspondían estas ideas con la educación de los hijos en estos tiempos, y si, de tal manera como los adolescentes en la vida necesitan ciertas estrategias para ser encauzados, los adolescentes laborales necesitarían también un tratamiento similar.

En fin, que estaba contándole mi trayectoria, ya volveremos sobre este asunto más adelante.

Cuando ese capataz modelo Mussolini se jubiló, ascendieron a un compañero de 60 años, al que le apetecía poco ser algo en la empresa... y algo en la vida.  ¿Sabe que no le vi el pelo más que en algún almuerzo, cena o despedida?  Eligió al mayor tiralevitas de la brigada para nombrarlo “subcapataz”, nombre que no existía para ningún cargo en la empresa, y le dejó hacer lo que quisiera, poco, porque como es tendencia natural imitar al jefe, no se mató mucho... eso sí, cuando entraba al despachito del almacén, donde se refugiaba el “gran vaguete de pelo cano”, hablaba y hablaba de lo sumisos que eran estos chicos y de lo bien que él sabía manejarlos, además de mentar algunos cotilleos sobre nosotros y unas cuantas alabanzas sobre cualquier cosa que al capataz le tocara el ego.

Por cierto, hasta este momento, el Jefe Técnico era para mí algo así como un dios, ángel o demonio, que siempre estaba presente y nunca se le veía.  Allá por Navidades, nos daba un apretón de manos y nos entregaba el aguinaldo con palabras de cariño para la familia y acólitos que nos visitaban para estas fechas.  Si alguien se atrevía a introducir un tema distinto de salutación, decía “eso... con el capataz... con el capataz”.  Se hacía llamar “doctor ingeniero”, cuando en realidad era perito... ¡”Perito en Lunas”!, como decía mi compañero Luis, “porque siempre está en otra órbita”.  Una vez tuve la ocasión de hablar con él fuera de fecha: me entregó, con discursito de reprobación, una carta de llamada al orden, firmada por el Jefe de Personal (¡ah!, pero ¿existía un señor con ese cargo?) por haber descuidado mis deberes de diligencia al haber estropeado la tapicería de una furgoneta con un golpe de mi destornillador, de tal manera que había supuesto un coste de 350 pesetas reparar el desaguisado.  ¿Sabe usted cuánto me asusté?  Pues mucho, porque entonces aún vivía Franco y eso casi significaba estar fichado por los de Peligrosidad Social.

Mientras tanto, siempre con el mismo oficial, del que nada especial puedo decir porque casi era mudo, iba conociendo muy bien el oficio, ponía interés en aprender y hasta me permitía darle las herramientas acertadas sin que él me las pidiera.  Según la Ordenanza, con dos años de aprendizaje y cinco de experiencia, pasabas a ser oficial de 3ª, si existía informe favorable del jefe.  Pues bien, casi coincide la “promoción” con el traspaso de poderes que hizo ese oficial de 1ª que fue mi maestro... pero seguí ejerciendo de aprendiz algún mes más.

Con esa categoría, pasé a realizar alguna cosilla autónoma, como por ejemplo, quedarme solo trabajando sin el “maestro”, a veces porque el hombre iba a otro trabajo que corría prisa, porque se escapaba para un encargo particular o para tomarse un café con su querida, la estanquera. En realidad, estos ejemplos no son sólo de una persona, puesto que cambiaba, poco, de acompañante.  Ahora bien, pude comprobar que aprendía bastante, porque me fijaba mucho, como el chiste del búho, en los encarguillos que hacía por mi cuenta, siempre en horas fuera de trabajo.  Es más, yo creo que, desde los 26 o así, ya podría haber ejercido de oficial de 1ª, pero la jerarquía es la jerarquía y ni se me ocurría pedir un ascenso fuera de lo establecido en la Ordenanza.  Además, me encontraba cómodo, ya pocos se preocupaban de mí, y el capataz, próximo a jubilarse, sólo valoraba lo que su sacristán le contaba, y para él yo era un chico cumplidor, callado y que no se metía en follones. 

¡Qué desperdicio de años!  Si pudiera volver atrás, vaciaría aquellos años de hastío y conformismo y los llenaría con algo más de pasión por aprender y de aportar algo más que apretar tornillos, pelar cables y decir que sí a todo lo que persona con mando me mandaba, valga la redundancia, incluso fuera ir a buscarle un bocadillo de tortilla.  Es verdad que los jefes hacen los trabajadores y los trabajadores hacen la empresa.  Siendo aquel guayabo, yo no tenía iniciativa para cambiar algo a mi alrededor, porque tampoco mis ejemplos me ayudaban.  La sociedad estaba adocenada y sometida, nos habíamos acostumbrado al “sí, señor”, a callar y poner la mano, a no levantar la voz y a rendir culto a la jerarquía, que si están ahí, será por algo.  ¿Le parece posible que hasta los 30, o sea, con 13 en la empresa”, no supiera que en otras regiones teníamos más centros de trabajo, más compañeros, otros servicios?  Claro, si mis jefes no me lo contaban, ¿cómo iba yo a preguntar?

En realidad, algo de bueno debía llevar por mis adentros, porque en cuanto se jubiló el capataz, me adelantaron un año el ascenso a oficial de 2ª, nunca sabré por qué razón, y me fueron adjudicando algún aprendiz para ir cogiendo, según ellos, experiencia en el mando.  Al principio me costó mucho entender qué debía hacer y, por supuesto, apliqué lo mismo que habían hecho conmigo: “Tú mira y aprende”.  Pero un día, hablando con mi padre sobre los hijos, me soltó esta frase: “Nuestra única herencia válida es lo que podamos enseñar”.  Me llevó a la reflexión, no sobre las cosas de familia, sino sobre el aprendiz que en ese momento me ayudaba.  Tenía dieciséis años y le notaba cara de aburrido.  Así que poco a poco, le fui dando algo más que órdenes sobre qué herramientas darme, por ejemplo, cómo usarlas en cada caso, cuál era mejor para según qué trabajo, por qué ponía la escalera de esa manera... en fin, que aprendiera causas y consecuencias y no sólo rutinas.  Pues que le cambió esa cara, que ya no remoloneaba para llegar al tajo y que hasta se atrevió a contarme algún chiste y alguna aventura con sus vecinas.  Y lo que más me agradeció, no con palabras, sino con unas cuantas sonrisas, fue mi explicación de cuando volví de un curso, ¡un curso después de casi quince años!, sobre Electricidad Aplicada, en el cual me sentí tan bien, que no paré de hablarle y hablarle durante más de un mes.

Ese curso marca un hito importante en mi vida laboral.  Cuando me llegó la convocatoria, me extrañé mucho y le pregunté a mi nuevo capataz, algo más accesible que los anteriores, aunque sin grandes alardes.  Se sintió ofendido, pero se desahogó al soltarme: “Estos de Personal, que se creen que no sabemos hacer bien nuestro trabajo.  Anda, vete y por lo menos te darán de desayunar gratis”.  Fueron tres días intensos, donde pasé vergüenza, nervios, admiración, interés... y ganas de volver.  Me sentí reconocido y, cuando volví al tajo, quise contarlo, pero con la primera frase me tragué todo porque los gestos anticipaban un gruñido si soltaba algún parabién sobre “ésos de Personal”.  Estaba tan contento que ya nunca más volví a la sensación de acomodo ni de rutina, más bien al contrario.  Mis aprendices lo iban notando, se lo contaban entre ellos y, sin mucha bulla, había cuatro o cinco que se las arreglaban para venirse conmigo... y yo tan satisfecho aplicando aquella frase de mi padre y... anticipando lo que en esa sesión de Liderazgo me compararon varios años más tarde.

No sé si sería por eso, quizá, pero me adelantaron dos años el ascenso a Oficial 1ª, así que con 33 años, edad a la que mi abuelo daba mucha importancia (la edad de Cristo, decía), ya tenía adjudicada una categoría para “mantener” toda la vida, igual que habían tenido, o algo más, todos los antepasados de mi familia.

 

 

El consultor

He revisado mis papeles porque nos cambian de planta en el edificio y, algo arrugado, ha aparecido el currículum que redacté para presentarme a la vacante de Consultor Interno de Recursos Humanos.  Ha pasado el tiempo muy rápido... y muy intenso.  Había silencio en la oficina, estaba solo, con cierto enfado por esta labor de escrutinio de documentación, libros y revistas a un lado, informes en otro, tareas pendientes más allá...  así que me he dado un respiro en la terrible decisión de eliminar cosas y me he dispuesto a revivir mi historia.

Siempre fui, lo soy, rebelde ante los tradicionalismos.  Por eso, me he detenido más en considerar las experiencias que no aparecen en el listado antes que en las reseñadas como valor para venderme en el mercado de trabajo.  EGB, BUP y COU con muy buenas notas... y muy mal comportamiento.  Me expulsaron de clase la primera vez en sexto por discutir airadamente un castigo del profesor de Lengua al oponerme a su exigencia de llegar a clase bien peinado.  Mi cabello es un deshecho y no quería pasar más de media hora frente al espejo.  Había algo bajo la superficie, no fue ese el hecho de mi protesta.  El señor cura desborbaba pasión de dictador y nadie se había atrevido a levantarle una frase más allá del volumen permitido.  Enseñar, para mí, no era asustar con las preguntas del examen, ni aprender era memorizar los resúmenes de los temas o asentir en clase ante sus exigencias de comportamiento cívico.  Y me rebelé.  Rebelión que me duró diez años: delegado en todos los cursos, representante del alumnado en la Escuela, líder revolucionario ante cualquier propuesta de “antigestión” universitaria...

Tampoco rezaban en mi currículum los despidos en dos bares donde trabajé durante los veranos porque no soportaba las malas maneras de mis jefes para pedirme que alargara mi horario sin cobrar horas extraordinarias, o para que sirviera alcohol de garrafón, o para que invitara a según quién porque era algún señor importante.

Y no consideré oportuno incluir mi experiencia como vendedor a puerta fría de libros y enciclopedias, a pesar de que conseguí en el primer año superar a todos mis compañeros en ventas y a mi padre en sueldo durante tres meses consecutivos y a pesar de que ese trabajo tan duro me hiciera sentirme como una persona libre en una actividad cuyo contenido tenía que ver con el aprendizaje y el crecimiento.  Ahora me doy cuenta de que sin incluirlo perdí una baza importante para ser elegido en la selección.  Gracias que no hizo falta y mi entrevistadora quizá intuyó esos aspectos para dar su informe favorable.

Soy Consultor Interno de Recursos Humanos, en el equipo de Desarrollo de Personas que el nuevo Director incluyó en su estructura hace casi dos años.

Antecedentes de rebeldía, de trabajo autonómo, de interés por el aprendizaje y el crecimiento, por el cambio...  Ahora sé darme cuenta de que son ingredientes fundamentales para sentirse válido en el puesto que desempeño... aunque no anticiparían un adecuado rendimiento en un departamento contable, donde la sumisión a la norma y el encierro tras una mesa eran las características más representativas de la tarea a realizar.  ¿Por qué entonces soporté estoicamente nueve años en esa ocupación?

Cuando ingresé en la empresa, nadie se preocupó de preguntarme, o de deducir, lo que yo tampoco entonces estaba en condiciones de responder: mis preferencias de desarrollo profesional.  Presentaba la Diplomatura en Empresariales, algunos cursos sobre Gestión de Empresas, de Informática Básica, conocimientos de Inglés y la matrícula en 4º de la Licenciatura.  Con esta base, es lógico que al presentarme a unas vacantes de Administrativo en mi empresa actual, los seleccionadores me colocaran en el Departamento de Contabilidad Analítica, sin prestar mayor atención a los aspectos de mi personalidad que antes he mencionado.

Detrás de esta decisión se encontraba mi padre, que ya estaba algo harto de que viviera a cuerpo de rey a cuenta de sus esfuerzos (los ingresos de las ocupaciones paralelas iban íntegros a juergas y otros menesteres lúdicos), y cuya principal preocupación era que encontrara un trabajo estable para toda la vida.  En vista de su autoridad y de que cierta razón tenía, accedí a la propuesta de un amigo suyo para presentarme a la solicitud de la empresa.

En la asignatura de Contabilidad de Costes había obtenido Matrícula de Honor, así que la base teórica se mostraba más que suficiente para tener éxito.  Mi primera tarea fue introducir datos en una pantalla de fósforo blanco que se apagaba de manera secuencial a partir de las doce de la mañana, caldo de cultivo para que surgiera mi vena rebelde y fuera a parar al despacho del Director.  ¿Por qué no lo hice?

El primer día me recibió un hombre joven, informal, alegre y dispuesto a dejarme hablar desde el primer momento.  Charlamos de mil cosas antes de llegar al contenido del puesto: de mis aficiones, de mis intereses, de mis aspiraciones, de mi familia, de mis amigos... todo contrarrestado con anécdotas suyas sobre los temas en consecuencia, de tal manera que más pareció una conversación entre amigos, que entre jefe y empleado, puesto que era mi jefe desde ese momento.  Me contó sus andanzas, primero las personales, luego las profesionales, para sobrevolar la historia de la empresa, la estructura organizativa, los objetivos del departamento y el perfil de mis compañeros antes de darme una vuelta por el edificio y por la oficina presentándome a todo aquél o aquélla que se nos cruzara por los pasillos.  Al terminar estas andanzas sobre las dos de la tarde, me mandó a casa con “ya está bien para el primer día”.  ¿Anticipaba este comportamiento una rebelión ante la primera tarea asignada? Claramente, no.  Me sentí seducido por esta recepción y seguí estándolo porque no acabó ahí.  En la semana siguiente, estuve una jornada completa con personas de distintas áreas que me dieron una visión global del proceso en el que me iba a insertar “como una pieza de vital importancia” para el resultado final del producto.

Cuando me senté por primera vez ante el terminal llamado cariñosamente “cabezón” supe deducir dónde iba a parar cada dato que alimentaba.  ¿Rutinario?, sí.  ¿Molesto?, sí... pero aquel trabajo había sido dignificado previamente con una adecuada adaptación, tanto emocional como técnica, culminada con un curso de formación que concretó la adquisición de habilidades en el manejo del Sistema Informático Contable.  Podía sentirme agobiado, constreñido, enfadado, pero todos esos sentimientos habían empezado a contenerse antes de que se produjeran, y siguieron estándolo con el seguimiento directo de aquel hombre joven y alegre, que al menos cada semana se interesaba por mis progresos, mi estado de ánimo, mis resultados...

¿Puede entenderse entonces que renunciara a mi rebeldía?  Creo que sí.  Además, cuando mi primera sugerencia fue escuchada, atendida y aplicada (hubo más, no sólo una) culminó mi convencimiento de que a pesar de no aparecer mi nombre en el organigrama oficial, yo era ese eslabón fundamental del que hablaba el Presidente en la Junta General de Accionistas.

Durante nueve años disfruté de este liderazgo.  El hombre joven ascendió y yo con él.  Sé que mis méritos obraron el ¿milagro? de conseguir la promoción y me seguí sintiendo en ese ambiente de euforia que te catapulta a dar lo mejor de ti mismo, sin reparar en la nómina de fin de mes, ni en la silla incómoda, ni en el programa “colgado”.

En el nuevo puesto que mi líder me asignó, debía viajar durante tres meses al año por las diferentes sucursales para coordinar la elaboración de los presupuestos, realizar la revisión semestral y consolidar los datos finales, respectivamente.  Y ahí regresó el espíritu rebelde.

Pero mi conjura no fue contra el hombre alegre, por supuesto.  Sin salir del “palacio”, es decir, del edificio corporativo, había llegado a la ingenua conclusión de que toda nuestra empresa era regida por el mismo patrón para la gestión de las personas. ¡Qué lejos de la realidad!  Más bien me encontré con lo opuesto, casi con la reverberación de mi profesor de Lengua en cada uno de los jefes operativos, personas cerradas, opacas, autoritarias, algunas envueltas de tiranía y, sobre todo, de desinterés, incluso desprecio por los integrantes de sus equipos.

Al regreso de mi primer viaje, casi destrozo la silla de confidente del despacho de mi responsable.  Sonrió, me dejó hablar y me explayé con tantos exabruptos que cualquier observador externo habría propuesto levantar un busto en honor de la paciencia del oyente.  Mientras iba desinflándome en mi proclama, él iba tomando postura de educador.  “¿Por qué crees que está tan mal todo?”, me lanzó.  Quise volver a un discurso incendiario, pero su mirada me desconcertó.  Al no encontrar respuesta, prosiguió: “¿Cómo lo cambiarías?”.  Tampoco supe contestar.

A partir de aquel momento, sin ceder en mi rebelión, me dediqué a observar con más detenimiento las acciones de los jefes.  Mi labor, control de costes, fue cobrando mayor relevancia en cuanto llegaron directrices del Consejero Delegado para lograr mayor eficiencia, estrategia que siempre juzqué mal entendida, puesto que íbamos a parar al control infantil de los viajes, las fotocopias, las llamadas de teléfono y el café de las reuniones.  En la mayoría de las sucursales era recibido por la más alta autoridad y tratado como un comisionado de las altas esferas, algo así como un jerarca del FMI que fiscaliza la aplicación de un préstamo.  Nunca, nunca pretendió ser esa mi actitud, pero el miedo, la sumisión y muchas veces el servilismo ponían en personajes con alto cargo actitudes que me hacían soltar carcajadas en solitario.

Después de comprobar la abundancia de actitudes abusivas, desprecio, maltrato psicológico, me entraban deseos de usar mi “ascendencia” para reventar al aplicador el presupuesto de ese año o redactar un informe demoledor sobre su bajo nivel de eficiencia en la gestión.  No lo hice porque al llegar a mi mesa la rebeldía ya estaba diluida.  Luego de cumplir con mi tarea con la mayor profesionalidad, intentaba dar respuesta a aquellas preguntas del hombre alegre, y al seguir sin una respuesta coherente, la rabia se volvía contra mí y mi ineptitud.  Cosas del carácter.

Fueron seis años entre números, sumas, restas y ratios en los que nunca me cansó una labor tan fría.  Hoy me asombro todavía de que fuera así, porque estos meses me han dado a conocer mis facetas escondidas sobre el verdadero sentido que quiero dar a mi labor en la empresa.

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