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Molintonia

Ayúdame a mandar bien, Capítulo III

3.– ...errar...

Un diminuto cambio hoy nos lleva a un mañana dramáticamente distinto.  Hay grandiosas recompensas para quienes escogen las rutas altas y difíciles, pero esas recompensas están ocultas por años.  Toda elección se hace en la despreocupada seguridad, sin garantías del mundo que nos rodea.

El carácter se gesta siguiendo nuestro más elevado sentido de lo correcto, y confiando en los ideales sin estar seguro de que funcione.  Uno de los desafíos de nuestra aventura en la tierra consiste en elevarnos por encima de los sistemas muertos, negarnos a formar parte de ellos, y expresar, en cambio, el yo más alto que sepamos ser.

Nadie puede resolver los problemas de alguien cuyo problema consiste en que no quiere tener los problemas resueltos.

Por muy calificados que estemos, por mucho que lo merezcamos, jamás alcanzaremos una vida mejor mientras no podamos imaginarla y nos permitamos alcanzarla.

Lo malo no es lo peor que puede pasarnos  ¡Lo peor que puede pasarnos es nada!

Cuando comenzamos una vida, a cada uno se le da un bloque de mármol y las herramientas necesarias para convertirla en escultura.  Podemos arrastrarlo tras nosotros intacto; podemos reducirlo a grava; podemos darle una forma gloriosa.  Se nos dejan a la vista ejemplos de todas las otras vidas, obras de vida terminadas y sin terminar que nos sirven de guía o de advertencia.  Cerca del final, nuestra escultura está casi terminada; entonces podemos pulir y lustrar lo que comenzamos años antes.  Es entonces cuando hacemos nuestros mayores progresos, pero para eso es necesario ver más allá de las apariencias de la vejez.

 Richard Bach, Uno, Ed. B Argentina, 1999


El capataz

Ser un buen capataz no es fácil.  Mucha gente cree que a mandar estamos dispuestos todos, pero no es verdad. Ni todos quieren, ni todos saben. A mí, a mandar no me enseñó nadie, me dijeron que era capataz y ahí te las arregles.  El oficio lo sabía bien, pero eso es hacer cosas, no hacer que otros las hagan, y que las hagan bien sin que tú estés presente es el mejor resultado de un capataz

Si me hubiera fiado de mi experiencia, habría sido una especie de sargento, más bien paternalista, que gritaba de vez en cuando para hacer notar la jerarquía.  Los que venimos de la época de Franco no hemos perdido aún la costumbre de vivir bajo al mando militar y policial, a someternos a la autoridad, a tenerle miedo cuando está presente y a saltarnos las normas cuando se va.  Unos galones, o una americana y un traje, son símbolos de que esa persona puede “ser alguien” y hay que tratarla bien.  Estamos conformados a que las cosas las decidan otros, a dejarnos llevar, a sólo cumplir órdenes, que los que saben será por algo.  Menos mal que la juventud no ha crecido así y que muchos han ido soltándose de esa manera de ser.

Nadie me enseñó a mandar, y los pensamientos no son como la acción.  Cometí muchos errores, unas veces porque quería hacerlo bien con impaciencia, otras porque no podía evitar mis antecedentes.  El apoyo del Jefe Técnico estaba asegurado, pero estas cosas hay que hacerlas por uno mismo.  A efectos de autoridad, es importante que tus empleados vean que tu jefe te respeta, aunque sólo sirve para mantenerte, no para mejorar.  

Mi primer gran error fue intentar demostrar a todos los que eran antes mis compañeros que sabía más que ellos.  Iba acompañándolos en sus trabajos y me dedicaba a corregirles las cosas que no hacían como yo.  Mi estilo era muy directo, casi cortante, diría yo, pero no por carácter o estrategia... era para disimular mi propio temor.  Aquello supuso un cambio de relación con mis excolegas, algo que no había tenido en cuenta, ni se me había pasado por la cabeza.  Tampoco ellos sabían muy bien a qué atenerse conmigo, si ver al José Luis de antes, buen compañero, que casi no hablaba, pero que compartía sus alegrías y sus problemas, o entenderse con un capataz engreído y distante.  Los aprendices me miraban de lejos, todo lo contrario que antes, pero un par de ellos que tuvieron más relación conmigo como oficial me lanzaron algún reproche que soporté con silencio.

Empecé mandando con la mirada, sin palabras, por culpa de ese miedo al error, que acabó convirtiéndose en la mayor equivocación.  Entiendo que me vieran como altivo por huidizo, soberbio por silencioso... entregaba los trabajos con la mínima explicación, otorgaba y negaba permisos sin ningún comentario, incluso en el reporte a mi jefe era escueto, casi telegráfico.  Y sentía mucha tensión interna, como si por dentro supiera que no obraba bien.

Me estaba paralizando el miedo a actuar.

Se perjudicaron todas mis relaciones, las de compañeros, jefe, familia, amigos.  Continuamente, mi pensamiento se iba a las cosas del trabajo, me volví más introvertido, paseaba solo, no compartía nada con nadie...  Y tuve una gripe.  Es para pensar qué tiene que ver esto con el tema.  Nunca había tenido ni un día de baja, ni siquiera un resfriado o un lumbago, y esa vez me dio bastante fuerte.  La doctora me dijo: “Está bajo de defensas.  ¿No será por el estrés?”.  Le contesté que no, pero mi cabeza empezó a dar vueltas a la pregunta.  ¿Estaba estresado?  Por supuesto.  Me costó una semana recuperarme y cada día de los siete fue un ir y venir sobre la idea de mi bajo ánimo, de mis defensas, de mi enfermedad.  Concluí que debía cambiar mi actitud frente a mi trabajo o renunciar al nuevo puesto.

Cuando me incorporé, aún tuve dudas sobre cómo actuar, pero lo primero que me dije fue: “Tengo que ser yo mismo”.  Y recordé esa máxima tan de perogrullo: trata a los demás como tú quieres ser tratado, y me dispuse a la tarea.  ¡Qué diferencia entre el verbo y el predicado!, que decía un profesor mío.  Me dominaron los nervios, las incertidumbres.  ¿Querrán los demás ser tratados como a mí me gustaría?  ¿No seré un bicho raro?  ¿Esperarán de mí los demás lo mismo que yo creo?  ¿Qué esperan de mí?  ¡Qué difícil es cambiar!  En realidad, es doloroso.  Fueron unos días duros, en los que me preocupaba más de cómo me veían los demás, que de cómo me veía yo, otro error.  Supedité mi actuación a las caras de mis empleados, si reaccionaban de una manera u otra a mis acciones, intentando adivinar sus pensamientos sobre mí.  ¡Qué días, qué días!  Ahora bien, la tensión era diferente.  Estaba preocupado, pero actuaba, probaba, y mi carácter regresaba poco a poco a la normalidad.  Ya había desaparecido el nudo de dentro, más bien todo lo contrario, me notaba excesivamente expuesto, hasta vulnerable, baqueteado a veces.

Al año, más o menos, de mi nombramiento, me convocaron a un curso sobre Aparamenta de Media Tensión y acudí temprano al aula.  ¡Bendita manía de llegar pronto a los sitios!  Se encontraba por allí un muchacho y como éramos los únicos madrugadores, charlando, charlando, nos fuimos a tomar un café.  Venía a otro curso, de “Trabajo en Equipo”, me dijo, pero ya era el cuarto o quinto seguido al que asistía, porque acababa de ocupar un nuevo puesto.  Esta circunstancia coincidente me hizo hablar tímidamente de mi situación y, ni que hubiéramos sido cliente y vendedor, el chico empezó a hablar y hablar de cosas al principio muy raras para mí, de estilo de liderazgo, pensamiento sistémico, organizaciones inteligentes, equipos de alto rendimiento...  Intuí algo bueno detrás de eso y como los dos teníamos comida libre, quedamos para mediodía en el restaurante de al lado.

Aquellas dos horas se han quedado grabadas a fuego en mi memoria.  Dicen que cuando el alumno está preparado, aparece el maestro.  Es casi gracioso.... porque el maestro tenía poco más de treinta años y el alumno, casi sesenta. Con el antecedente del café, estaba predispuesto a largar como un paciente en el diván, pero no hizo falta, parece que el chico, Antonio, me había leído el pensamiento.  Dicen que los videntes comienzan su sesión de Tarot hablándote de tu vida pasada.  ¿Y si este chico era vidente?  Habló y habló de situaciones que en carne propia o ajena yo tenía muy frescas en mi recuerdo y en mis sensaciones.  Desde luego que no cuadraba con uno de “ésos de Personal”, de los que hablaba mi antecesor en el cargo de capataz.  El muchacho contaba cosas con enfado, con entusiasmo, con crítica, y me vi reflejado en sus palabras porque casi todos los ejemplos que ponía me llevaban a casos de mi alrededor.

Le pude contar algunas de mis dudas e inquietudes, a las que respondió con alguna suficiencia.  Se lo disculpé, porque intuía sus soluciones acertadas, sólo intuía, porque bien es verdad que el chico era muy volador y se notaba que nunca había estado en el tajo.  Quedamos en que seguiríamos en contacto y que me mandaría alguna documentación para que fuera conociendo los nuevos tiempos en materia de gestión de las personas.  Fue un final rimbombante, pero sus ojos mostraban sinceridad y ganas de ayudar, no era apariencia ni ganas de mirarse al ombligo.  Esperaba que cumpliera su promesa.

Comencé a recibir fotocopias de artículos o de páginas de libros donde se hablaba de temas referidos al mando: que si el nuevo rumbo, que el cambio de la dirección al liderazgo, que si la motivación..., en fin, todo muy bonito, pero sin que yo le viera la aplicación en mi trabajo de capataz.  Nunca fui amigo de filosofías, ideologías y políticas.  Los del “palacio” podían pensar mucho, pero sobre lo de hacer no tenían ni idea.

Mientras tanto, se me acumulaba la tensión porque quería mejorar, pero seguía sin saber cómo.

En ésas, me mandó unos tests que yo debía rellenar con las opiniones de la gente que trabajaba conmigo.  ¡Gran susto!  ¿Que mis empleados debían opinar sobre mí?  De mi jefe sí podía esperar que lo hiciera, era lo normal, para eso le pagaban, igual que me pagaban a mí para corregir a mis empleados.  Al sentir esa sensación, entendí los reparos que siempre han existido para los jefes en ser criticados por sus subordinados.  Parece soberbia, ¿verdad?  Pues no, al menos en mi caso.  Nada de soberbia y mucho de miedo.  No podía imaginarme a un empleado mío diciéndome qué hacía mal, y por supuesto, nada delante de los demás.  ¿Qué prestigio me quedaría si... dijeran la verdad?  Sinceramente, es miedo; me costó reconocerlo, pero sí, un temor exagerado a quedar desnudo.  “El jefe siempre es perfecto”, sería el paradigma (esto lo tomo de mi amigo el consultor, claro) que cerraba mi horizonte.

Hablé con él, y le mostré mi indignación sobre tal propuesta.  Se rió y me dijo: “No lo tomes a mal. Es normal esa reacción, ya cambiarás.  No lo hagas”.  Ahí estaba otra vez con esa prepotencia del sabelotodo por encima del bien y del mal. No lo mandé a paseo porque el chico desprendía cierta bondad en su tono, pero me reventaba que jugara conmigo como si fuera una marioneta.  Se comprometió a enviarme más tests, éstos sólo para que los rellenara yo... si quería.  Y por supuesto que no quise.  Sólo faltaba que descubriera alguna tara mía con esa psicología barata.

Tardamos bastante en volver a tener contacto.

Un buen día, me llama y me dice: “¿Te parece que nos veamos el viernes?”. 

 

El consultor

 

La transición fue rápida porque mi jefe, implícitamente, tenía preparado un plan de sucesión interna, y sabía desde varios meses atrás que yo iba a salir hacia este nuevo puesto.  Traspasé mis asuntos pendientes a un compañero en no más de dos semanas, a la vez que él hacía lo propio con otro compañero, y éste a otro.  Para cubrir la vacante que yo dejaba, incorporaron un Auxiliar de Oficina.  Existió promoción interna.. y menos mal, porque si teníamos que buscar dentro de la empresa, opción obligada antes de convocarla externamente, nos podíamos eternizar esperando que se incorporara.  En fin, que sólo son especulaciones, porque en esos quince días ya estaba ubicado en mi nueva mesa con el cartelito de Consultor de Recursos Humanos, junto con otras dos personas, una que también provenía de la empresa y otra, de una consultoría de prestigio.

Mi jefa, que también se había incorporado recientemente a través de una selección externa, no me transmitió el mismo entusiasmo.  Sus mensajes eran los mismos, pero su carga emocional no iba tan comprimida.  Con el tiempo me he dado cuenta de que su tendencia al autocontrol le hace limitar sus expresiones, lo que no quiere decir que no las sienta.  Por si sirve de algo, es Capricornio.  Su recepción me pareció muy amable, concisa y concreta en mi papel inmediato: integrarme en el equipo de fundación para diseñar nuestros documentos y manuales de funcionamiento.  Como no pregunté, imaginé un fárrago de normas y procedimientos, con circuitos, impresos y demás aparato burocrático, para lo cual no andaba yo precisamente motivado.

Cambié esa mala impresión, cuando ella, en el rol de formadora, nos indujo a crear en la primera reunión, entre los cuatro, un documento de compromiso personal en el equipo.  Fueron cuatro líneas que al redactarlas en grupo nos aportaron conocimiento cruzado de intereses propios, que coincidían en su mayoría.  Aprecié que la selección estuvo muy bien planificada, puesto que los intereses y expectativas eran tan parecidos que podrían calcarse unos de otros:  deseos de aporte, estilo de relación, visión de futuro...

Al día siguiente, la jefa nos presentó a debate su idea sobre las macrofunciones del área y entre todos llegamos a la siguiente conclusión:

 

  • Comunicar las Políticas de Recursos Humanos a toda la organización
  • Acompañar a los Responsables de Recursos Humanos en el desarrollo de su función.
  • Asesorar en la implantación de herramientas de gestión a los Responsables de personas
  • Apoyar la extensión de un liderazgo efectivo

 

Esta lista de funciones, con todo su contenido implícito, me resultó coincidente con mis deseos, pero ¿cómo podía ser operativa? ...y ¿las entenderían en nuestra empresa tan “cavernícola”?  Expuse estas dudas al grupo y a la primera me respondió Alba, mi jefa, diciendo que corría de nuestra cuenta, para lo que ella nos daría las pautas; a la segunda, nadie supo responder... y Alba informó: “ Nuestra ventaja es que el Consejero Delegado las acepta, y el Director de Recursos Humanos las impulsa.  Soportar la presión por las críticas va a ser consustancial a nuestra definición”.

Durante más de un mes, es decir, veinte días laborables, sólo (?) nos dedicamos a redactar, pulir, redactar, pulir... debatir, discutir, rechazar, aceptar... y consensuar los documentos base de nuestra futura actuación:

  • Funciones
  • Objetivos
  • Roles
  • Libro de Estilo
  • Circuitos de relación
  • Metodología

 

Quizá debiera detenerme en cada uno de ellos, pero si lo hiciera la exposición sería farragosa y nada cómoda de leer por su lenguaje técnico... aunque no me importaría porque con cada uno de esos documentos me asombré más y más, me ilusioné más y más, me comprometí más y más.  Pero en realidad cobran mayor importancia la ideología de la función y la forma de diseñar su instrumentación. 

Creo que, por ego o por convicción, todos los seres humanos deseamos, consciente o inconscientemente, convertirnos en importantes para alguien.  Que alguien requiera algo de nosotros da más sentido a nuestra existencia.  El tipo de requerimiento (económico, emocional, afectivo, educativo, formativo...) determinará el estilo de la relación.  Y la forma de ejercer esa curatela condicionará que la persona solicitante consiga mayor o menor nivel de crecimiento.  Así, la importancia de la ideología que he nombrado, porque a quien te requiera podrás hacerle bien o mal según esa premisa.  Nuestro deseo de actuación se basa en el deseo de orientar sin imponer, de escucha activa, de análisis objetivo, de observación de antecedentes, de comprensión hacia la persona... en definitiva, de asesor, tutor, comunicador, gestor del cambio, buscando el crecimiento autónomo.  Incluso veía reflejado algún contenido de aquel curso “esotérico” para entender nuestra función dentro de un rol con toques de aplicación psicoanalítica.  Nuestra labor se iría encaminando a crear la necesidad de apoyo, basado en el convencimiento del peticionario sobre su deseo de cambio... y nosotros deberíamos ser su palanca.

Llegar a la redacción final de aquellos documentos por medio del trabajo en equipo fue la mejor manera de que todos nos llenáramos de su contenido hasta el punto de que impregnara nuestra voluntad de llevarlo a término.  Surgió con la hábil dirección de Alba y el aporte de cada uno de nosotros.  Al menos una frase, quizá un capítulo, incluso un documento casi completo, llevaba el sello personal de uno de los integrantes y, así, la satisfacción de estar integrado favoreció la motivación para salir a comerse el mundo.  Si aquellas líneas hubieran sido impuestas por arte de la autoridad concedida, su repercusión habría sido casi nula y, en mi caso particular, un trampolín para ejercer mi rebeldía ante todo aquello surgido por imperativo del “orden y mando”.

El proceso de diseño quedó culminado... y Alba preguntó: “¿Os sentís capaces de llevarlo adelante?”.  Nos miramos confabulados, reflexivos, apocados... esperando que el otro contestara. 

Silencio.

“Contestadme mañana, por favor”.

La responsabilidad caía sobre nosotros y ¡cuánto pesa!  Nuestra sintonía nos hizo mirarnos a los ojos hasta comprender que ninguno sabíamos por dónde arrancar.  Después del susto, surgió lo evidente: necesitábamos información y formación. Asumí el compromiso de redactar unas líneas con los requerimientos, lo consensué con mis compañeros al día siguiente a las ocho de la mañana, y a las nueve estaba presentándoselo a Alba.  No dijo nada, descolgó el teléfono, habló con el Jefe de Formación, comprobó que teníamos presupuesto suficiente y le dio mi nombre para coordinar los “Seminarios de Consultoría Interna de Recursos Humanos”.

En una reunión de dos horas con los expertos en Formación, preparamos una propuesta de contenido, que acordé con el equipo, y que en dos semanas estuvo lista para su impartición por los directivos de la casa y por monitores externos.  Cuando hablé con el Socio director de la Consultoría elegida, me llamó la atención su entusiasmo.  Se lo hice notar y lo aclaró diciéndome que tenía el curso preparado desde hacía más de dos años, pero que no lo había podido vender en ninguna empresa todavía.  Basó su interés en que le ilusionaba participar en este proyecto, porque según lo que le había contado, no conocía ninguna experiencia similar, tan comprometida con la función y tan ajustado a lo que recomendaba la literatura y él mismo entendía.  Por eso pudo dar respuesta tan rápida a nuestra demanda, y por eso ponía a nuestra disposición a sus mejores monitores, incluso él había retirado compromisos de la agenda para liderar personalmente varias sesiones.

El temario se dividió en:

 

Módulo 1.– La Empresa y la Consultoría Interna

Módulo 2.– Las Relaciones Laborales en la empresa

Módulo 3.– Administración de Personal, Prevención y Seguridad

Módulo 4.– Formación y Selección

Módulo 5.– Herramientas para gestión de personas

Módulo 6.– Apoyo al Liderazgo y  Trabajo en Equipo

Módulo 7.– Habilidades Directivas I

Módulo 8.– Habilidades Directivas II

 

En cada uno de estos temas, hacía la introducción un directivo de Recursos Humanos, explicando los planes de su área y reseñando las herramientas aplicadas, que nos serían presentadas específicamente más adelante.  Y a continuación, los consultores externos dinamizaban las sesiones con teoría y ejercicios sobre el tema respectivo.  Fueron casi doscientas horas que repartimos en dos meses, tres días completos a la semana.  Y me sorprendieron dos aspectos sobre los demás: que más de un tercio del tiempo se dedicara a “habilidades directivas”, cuando nosotros (se incorporaron al curso cuatro personas más de Recursos Humanos, por lo que fuimos ocho participantes, incluida Alba) no éramos directivos, aunque después quedó bien justificado al entender que difícilmente puedes observar aquellos comportamientos que no conoces, e incluso nuestro trabajo iba a estar basado en la aplicación de esas habilidades, que no son sólo para directivos, naturalmente; y el otro aspecto sorprendente, apareció en el Módulo 5, al pedirnos que cada uno eligiéramos a un Responsable de personas y empezáramos a aplicar “extraoficialmente” lo que íbamos aprendiendo en el curso. Qué confianza en nosotros, ¿no?

Hasta llegar a elegirlo repasé mentalmente varias veces los contactos que había mantenido con los distintos jefes en mi trayectoria anterior.  Seleccioné cuatro que me inspiraban alguna confianza en la recepción de mi acercamiento... pero no, no me sentía seguro porque en todos ellos intuía que me mostrarían buenas formas, pero poco fondo.  Supongo que estaba mediatizado por la relación de cierta superioridad/inferioridad que había regido aquellos contactos.  Dudé mucho de que fueran sinceros, de que, al ver a  un representante de la Central, iban a ser tan amables que estarían ocultando su verdadera impresión: “Y este imbécil, ¿qué nos viene a contar a estas alturas?”

La formación continuaba y en el primer día del siguiente Módulo, llegué antes de lo habitual al aula.  Los ratos de soledad no buscada me gustan porque siempre me provocan ideas espontáneas.  La mente se me va a temas dispares y elabora disparates que luego pueden ser verdades como puños.  Andaba en ésas, diseñando un perfil del jefe ideal que me gustaría encontrar para mi práctica del curso cuando... un señor me saludó frente a la máquina de café.  La charla me descubrió que era un capataz asistente a un curso técnico en el aula de al lado.  Y conforme lo escuchaba, apareció el disparate: “¿Y por qué no puede ser mi conejillo de Indias?”.  Derivé la charla hacia temas de mando y liderazgo...  Todo se confirmó.  El disparate se hacía verdad, ¡me necesitaba!  Justamente, estaba recién nombrado en su cargo.  Justamente, sus dudas sin pulir respondían a mis posibles soluciones.  Justamente, aceptó mi propuesta de ayuda.  Me pareció un hombre comprometido con su deber de líder y con ganas de aprender a llevarlo adelante.  Se asombraba de mis comentarios, pero preguntaba con sentido.

Quedé a comer con él ese mismo día, y sólo me surgió una duda: ocupaba una posición de bajo impacto en la empresa... ¿no sería más adecuado comenzar con niveles directivos?... ¿y si, por ejemplo, me decidía por mi ex–jefe?  Deseché la idea de inmediato, porque olfateé un trabajo muy cómodo con él.  Regresé al discurso de José Luis, el capataz, y disipé todas mis vacilaciones con sus ganas de hacer las cosas bien, con su visión innata de lo que es un responsable de personas, con su filosofía de calle y, sobre todo, con su deseo de ser ayudado.

Reconozco que fui impulsivo, teórico, etéreo... incluso antinatural.  Mi pasión por la tarea me llevó a inundarlo de artículos, documentos, tests... un bombardeo de papeles que aceptó y leyó disciplinadamente, pero estoy seguro de que estuvieron a punto de apartarme de su camino por... pesado.

La lucidez me dio remordimiento de conciencia, hice acto de contrición y decidí que mi penitencia debía ser comenzar el trabajo de verdad, en su terreno, en el campo de acción.

Lo llamé para quedar en su centro de trabajo.

 

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