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Molintonia

Una rubia platino

Una rubia platino

Llegábamos a Zaragoza de madrugada,  desde Aínsa, mi pueblo, de dónde habíamos salido después de cenar –mi padre trabaja de día todos los días del año-, para desembarcarme a las puertas del colegio mayor La Salle, en la calle San Juan de la Cruz.  El hombre apenas habló siquiera para despedirse, como siempre, y me quedé con mis aparejos mirando cómo se alejaba hasta que le perdí de vista por el giro hacia Mariano Barbasán.  El siguiente lunes –era sábado-, me incorporaba a las clases de tercero en la Facultad de Filosofía. 

 

Lleno de la astenia otoñal que provoca el comienzo de un curso poco apetecido, entré al colegio… desperté al conserje… le pedí la llave… subí a la habitación… tiré la maleta… y me senté sobre la cama.

 

Nada había cambiado.

 

Suspiré como quien se resigna a la fatalidad del destino....  ¡Qué angustia!  El ambiente se presentaba igualito que en los años anteriores; veía a mi alrededor los mismos muebles, la misma cama, la misma cortina, las mismas baldosas, las mismas paredes...  Ver así la habitación, tan insulsa, me derrotó; era como sentirse encerrado en una celda de monasterio con la inútil paradoja de que debería sentirme liberado.  Me tumbé sin ánimo para deshacer las maletas, sin ánimo para pensar o hacer otra cosa que autocompadecerme de la “dura” rutina que me venía.  Todo tan idéntico, tan desangelado...  El techo se me venía encima, las estanterías vacías me atacaban como monstruos de repetición alargando y encogiendo sus barras de metal para crear rejas de calabozo.  Regresaba a la mentira del universitario sin vocación, a un cuartucho como vivienda para nueve meses de embarazo extrauterino y a una docena de libros con frases aburridas.

 

Quizá un aire benigno...

 

Abrí la ventana...  Aún hacía bueno, corría brisa y sentí su caricia en mi rostro como un alivio al desencanto.  En un ejercicio de despiste, observé las luces de las farolas durante unos minutos mientras mi mente se perdía por vericuetos inconexos saltando por recuerdos de infancia, soledades adolescentes, trivialidades del hogar, asignaturas aprobadas... en unas secuencias sin orden ni concierto, como quien rememora todo el pasado al morir... ¡o al comenzar una nueva etapa!

Desde ‘mi torreón’, descubrí a una pareja de paseantes.  Los seguí hasta perderlos de vista porque se cruzaron hacia la calle Santa Teresa y, recibiendo en el rostro el agradable frescor de la noche, me sentí animado a imitarlos Quizá un paseo me sacara de la rutina...

 

Dejé mi cárcel como la encontré y salté hacia la libertad.  El conserje dormía.

 

Tal estado de ánimo no me resultaba extraño. Ya llevaba tres años de vuelo en solitario para comprender que era un bajonazo más de los habituales.  Muchos de mis compañeros envidiaban a los desplazados por la falta de controles paternos, pero eran incapaces de entender los vacíos que nos invadían en los momentos de debilidad.

 

Permití a mis pies que hicieran lo que les viniera en gana para que así mi mente se ocupara solamente en traer desahogos o despistes, es decir, me dediqué a planear proyectos para el nuevo curso: vencer la vergüenza para presentarme al concurso de poesía, aprobar sin esfuerzo el Griego, escribir algún artículo para la revista de la Facultad... En ese estado paseé bastante tiempo -supongo, nunca llevo reloj- y mis piernas empezaron a quejarse.  Atendí sus plegarias y tomé asiento en el escalón de un portal.  Desde allí, me entretuve en observar los anuncios que nadie miraba, a unos juerguistas que pateaban bolsas de basura y a dos taxistas que conversaban, ventanilla abajo, esperando el verde del semáforo.  Fueron unos minutos.

 

De pronto, sentí una sacudida que me subió del vientre a la garganta.  No fue un escalofrío ni un latigazo muscular, sino una presión suave y sostenida que avanzó lentamente en su recorrido.  Pensé que era un calambre, una señal para regresar y me levanté.  Quizá me había dormido en el escalón.  El cielo iba dejando el tono oscuro y los gorriones despertaban.  Caminaba con dificultad, me invadía el sopor, las piernas ganaban peso, los cuadros de las baldosas se hacían más grandes, los bordillos más altos, las calles más anchas y el colegio parecía estar a cada paso más lejos.  Supuse que el cansancio y el desánimo me estaban arrastrando al sueño.

 

Seguí caminando por inercia y, deseando acortar el cruce de la  plaza Roma, comencé a atravesarla en diagonal.  Tuve que rodear la fuente bordeándola por la acera que la circunvala.  El viento sopló más fuerte y el agua de los surtidores me mojó la cara y los brazos.  Me detuve para secar las gotas y al seguir andando noté que alargaba los pasos con energía.  Como si mi cuerpo se elevara unos milímetros del suelo, los pies avanzaban con más rapidez a cada metro y los obstáculos apenas me daban trabajo extra.  Interpreté que tenía el descanso más cerca y colaboré para alcanzarlo...  Pero el empuje no cesaba, crecía, tal así que salté arrastrado por una fuerza extraña y me habría lanzado a la carrera...  Asustado, conseguí dominarme y recuperé el paso lento, no sin esfuerzo.  Anduve unas manzanas hacia el colegio de las “josefinas” con serenidad forzada, casi inclinado hacia atrás intentando contener un viento inexistente...

 

...Pero sujetas mis piernas, el empuje cambió de objetivo y atacó a mis fantasías.  El control de mi cuerpo no pudo con el de mi mente y comenzaron a llegarme deseos de niño travieso: dar una patada a una papelera, pulsar los timbres de un portal, escalar una farola...  Mi pasividad habitual se encaró con esas intenciones y tuve una discusión interna muy acalorada; el extraño comportamiento tiraba de mí, pero las enseñanzas del padre Ángel me obligaban a ser educado.  No, no podía jugar con mis buenas maneras, debía cumplir con las obligaciones de un joven sensato.  La calle Unceta seguía en silencio.

 

Mis modales ganaron la batalla por unos minutos gracias al reproche de mis enseñanzas y al temor a quedar en ridículo ante cualquier espectador que pasara por allí.  Mientras tanto, la mente se iba dejando dominar y viajé muy atrás: a cuando fumaba celtas cortos entre los cañizos, a cuando pateaba las huertas sólo por ensuciarme de barro, a cuando robaba cerezas a la frutera de la plaza...  Recuerdos tan entrañables que me animé a disfrutarlos y... perdía el control de mi cuerpo, la influencia iba conquistándome ...

 

Mirándolo con “objetividad”, eran las horas del amanecer, todo el mundo dormía, nadie me miraba... tenía la oportunidad de recrearme en lo prohibido, podía violar las reglas impunemente... volver al placer de crear locuras sin temor a soportar “el imperio de la ley social”.

 

...esperé a que el peatón de la ventanita se pusiera en rojo para cruzar a la otra acera, elegí con cuidado dónde terminar una carrera a la pata coja, sorteé en zigzag los árboles en hilera, pisé de puntillas las rendijas de las baldosas...  convertí la calle en un tablero de juegos y cambié de uno a otro como un chiquillo; me sentí en un reino fantástico y disfruté con ardor de una libertad extraña, como si estuviera a punto de perderla...  Pudo haber ocurrido durante toda la noche, me sentía lleno de una vitalidad que me transportaba a un paraíso.

 

Metido en las travesuras, disfrutaba del momento con mayor pasión, cuando el silencio se rompió con el ruido del camión que regaba las aceras.  No tuve más remedio que guardar las apariencias para evitar la llamada al orden del adulto conductor: caminé como un muchacho formal haciéndome el distraído.  El intruso me robaba las diversiones, pero no perdí la esperanza de recuperarlas... convirtiéndolo en socio de mi aventura: le di el papel de monstruo que invadía mis dominios con sus alas desplegadas para amenazarme con un vuelo devastador.  Me propuse combatir y expulsarle de mi territorio.  Aguardé a que me sobrepasara, calculé la carrera necesaria, corrí hacia la plataforma de la trasera y salté sobre ella.  El monstruo no se inmutó y eso me hizo sentirme seguro de la estrategia.  Una vez tomada la posición, quedé quieto meditando el paso siguiente: debería escalar por su lomo de tal manera que su movimiento no me desequilibrara y le asestaría un golpe mortal en la nuca.

 

Pero una vez allí, me quedé quieto... Con la espalda pegada al depósito, el sentido común, no el monstruo de alas transparentes, me devolvió al mundo de la realidad, donde gobernaba el padre Ángel.  Sucedió como si la carroza se hubiera convertido en calabaza, como si se apagaran de súbito las luces de un escenario, como si un brujo rompiera el conjuro.  Me abandonó la ingenuidad; me supo amargo; la sensatez y las clases de Educación Cívica iban ganando la guerra... y me reí de la situación, me reí de la aventura.  El impulso, muy débil, me llevaba a continuar el juego, pero otra fuerza superior me decía: “Juan, no seas niño”.

 

Sin más dudas, entendí que viajaba sobre un camión de riego con veinte años de edad y cara de chico serio.  Quizá en ese momento se produjo el inicio de mi madurez en la vida y decidí acabar con la infancia.  Ensimismado, aún acompañé durante unos minutos los salpicones del agua por el cemento, pero el encanto había desaparecido, no lo pensé más y, cuando el camión estaba a punto de girar por una bocacalle, salté.

 

¡Excelso Ayuntamiento!  La caída sobre el asfalto, ya producto de una decisión adulta, no tuvo la suerte de mis travesuras y aterricé con el pie izquierdo sobre el borde de un agujero en la calzada.  Naturalmente, el tobillo se torció y... ¡qué dolor!  Compuse un cuadro apañado: quedé tirado en el medio de la calle, con las piernas cruzadas, las manos sujetando el tobillo lesionado, los ojos prietos y la boca abierta hasta las orejas, ahogando el quejido para que el conductor del camión continuara ignorándome no fuera a pedirme explicaciones sobre la caída. Una vez que el monstruo desapareció por el horizonte, me arrojé sobre el banco más cercano, me descalcé y examiné la zona lesionada.

 

 

Y bien, el relato hasta aquí presenta una anécdota de un jovenzano con alma de infante.  Nunca podré saber si existe alguna relación de esta aventura con los hechos que sucedieron a continuación, pero debo decir que es la primera y única vez que sentí aquella sensación de vientre a garganta y aquel empuje interior desde la entraña más profunda que me arrastró a cometer esos actos inconscientes.

 

Así, con la pantorrilla apoyada en el muslo contrario, el pie agarrado con las manos, el zapato bajo el banco, el calcetín sucio sobre el bordillo y en la cara una expresión de idiota, tuve una visión...  Al otro lado de la calzada, junto a una señal de “prohibido aparcar”, ante mis ojos, de nadie más, y gracias que así de solitario estaba, vi una mujer.

 

¿Quién llamaría a esto una visión?  No lo dudo, quien viera como yo, al amanecer de un domingo, a una rubia platino, en una calle vacía, completamente sola y... completamente desnuda....

 

Repito, completamente desnuda.

 

Quizá ya deba hablar del hechizo, porque alguien habrá que quiera repetir mi aventura.  No soy quién para impedirlo, pero antes, por prudencia, le sugiero que lea la novela “El embrujo de una rubia platino” hasta la última página.  Sirva lo siguiente como avance del misterio: aparecí en la misma calle, en el mismo banco, de la misma guisa, varias horas más tarde, al anochecer del propio domingo, sin memoria ni consciencia de lo ocurrido en ese tiempo; apenas recordaba el camión de riego escapándose por una esquina lejana y, eso sí, no podía andar.

(Incluido en la antología "Palabra y silencio", de Creativos Argentinos Editores)

2 comentarios

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