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Sacerdotisas para morir

Sacerdotisas para morir

por Shedy Martin (*)

 

Es mediodía y no hay luz.  Reviso los relojes, todos los de casa, y son las doce en punto, sin duda.  La televisión y la radio no funcionan, siento un terrible silencio que casi me hace daño, como si estuviera sordo, o así creo que deben no escuchar los sordos.  He dormido entonces cuatro horas, aún era de noche cuando llegaba, he visto las siete y cincuenta y cinco en el reloj de la tienda de forjas, ahí al lado.  Muy poco más recuerdo, a pesar de que no bebí alcohol, creo.  Mirar a Charlotte a los ojos me aturdió igual que si ella intentara hipnotizarme y yo quisiera evitarlo con toda mi fuerza.  Sus ropajes eran feos, austeros, olían muy extraño y, en cambio, su piel brillaba.  Con sus pupilas quería capturarme, parece.  También huele raro mi traje.  La americana está rasgada en el dorso con un descosido que se habrá producido por un movimiento brusco de mis dos brazos hacia delante; no lo recuerdo.  Me está algo pequeña.  He engordado desde la última vez que me la puse, en el entierro de mi tío.  ¿Por qué me la he vuelto a poner?  Los pantalones me aprietan, el michelín sale por encima y los bajos están sucios de tierra.  Me pica, ¿qué me ocurre?  ¡Llevo marcas en las manos!, qué símbolos tan raros…  En esa casa ha debido ocurrir algo extraño.  No llevo camisa.  Me duele la cabeza.  Charlotte, ¿quién es Charlotte?

 

Creo que se despierta el recuerdo de esta noche.  Sí, qué dolor de cabeza, recibo imágenes lentas. 

 

***

Por la calle de San Fernando, vino hacia mí Manoli, una compañera de bachiller.  Estábamos frente a la iglesia del cuartel, más o menos.  Nos alegramos de encontrarnos y se mostraba muy amable conmigo, incluso con gestos de seducción, los que siempre me lanzaba en el colegio y nunca le hice caso.  Esa chica estaba muy enamorada de mí, me decía un colega.  Hablamos bastante rato y fuimos a mi casa para buscar un libro que me pedía, que ya se lo había dejado años antes, que nos lo recomendó la profesora de literatura, una novela gótica sobre la que hicimos un comentario de texto en grupo, me atosigaba la chica.  Estábamos ya dentro y en menos de un minuto llamaron al timbre.  Quise ir hacia la puerta, pero ella me sujetó mientras se daba la vuelta para acudir a la llamada.  Entraron dos mujeres más, fantasmagóricas, con unos pasamontañas finos y unas vestimentas muy ajustadas, sin dejar ver nada de piel, una de blanco, otra de negro. Manoli vestía igual, en color gris perla, pero no llevaba pasamontañas, supongo que para dejarme ver su cara y así, con la confianza de reconocerla, permitir su entrada. Parecían disfrazadas para una fiesta de Halloween.  Se mostraron amenazadoras, aunque mi compañera me acariciaba el pelo. Una de las otras sacó un cuchillo, parecía una daga con empuñadura tallada, no podía verlo bien porque enseguida lo apoyó en mi espalda.  Mi amiga empezó a desnudarme, me sentí paralizado, sin poder responder.  La mujer de la daga me miró queriendo dominarme y no tuve más remedio que dejarme hacer.  Ellas dos intercambiaban sonrisas de complicidad.  Me dejaron con el boxer a pesar del frío…  Temblaba…  Entró la otra con el traje gris que guardaba al fondo de mi armario.  Me puso la chaqueta.  Llevaba también el pantalón colgando de un brazo, lo estiró de golpe, lo abrió y me sugirió que metiera las piernas.  Vestido sin camisa, me arrastraron al rellano y cerraron la puerta comprobando antes que habían dejado las llaves en el bolsillo de la americana.  Con sus cuerpos formaron un triángulo que no dejaba resquicio entre ellas y yo.  Así entramos al ascensor...  En la calle, esperaba un coche plateado, grande, elegante.  Quien conducía iba con una vestimenta igual, negra.  Manoli ocupó el asiento delantero. Las otras dos mujeres se colocaron conmigo atrás, una a cada lado sin evitar rozarme. Callejeamos despacio mientras un efluvio me iba adormeciendo, sentía sopor, pero no recuerdo que me durmiera.  Querían que no viera por dónde íbamos.

 

***

No funciona el ascensor y bajo por las escaleras de mi casa; algo me impulsa, alguien me llama, me atrae.  Me siguen el silencio y la penumbra.  Reviso de nuevo la hora.  El segundero se mueve por encima de las saetas que marcan las doce y cinco; sin embargo, la casa parece vacía, ni una luz ni un ruido.  Me siento cansado, arrastro los pies, tengo frío y cruzo los brazos en aspa por delante de mi pecho para cubrirme la abertura de la chaqueta.  A lo lejos, hay gente caminando muy deprisa, tapada para un frío de muchos grados bajo cero.  Los escaparates tienen luz, las tiendas están abiertas, sin gente o únicamente con el vendedor.  Algunos coches circulan por la avenida, en silencio, ni siquiera susurrantes, y sus viajeros no hablan entre sí, pasan y no me miran.  En el reloj de la tienda, en rojo fosforito, destellan intermitentes la hora y la temperatura: menos siete grados, qué frío.  Voy bajando, la parte alta de San José es cuesta abajo, la cuesta Morón.  Todas las luces iluminan a medio gas, por eso hay zonas de oscuridad entre cada foco de escaparate o farola.  ¡Allá hay un resplandor!  Parece que sale de la parte izquierda de Tenor Fleta.  Quiero avanzar más rápido, pero casi no puedo levantar los pies del suelo, como si pisara en alquitrán, o en arena pegajosa, pero no hay nada en las aceras, lo de siempre; soy yo, mis pies.  La luz se mueve, mucha luz, infinidad de luz, todo sigue en silencio y no siento calor.  ¡Lo veo, lo veo!  Es la guardería redonda, la de la esquina.  No es un incendio, nada crepita, es un haz de luz, resplandores que no queman y sin embargo son luz.  Ahora me duelen las tripas, algo se revuelve aquí dentro, parece que se quieren encoger.

Recuerdo ahora más.  Se va aclarando mi memoria, pero se extiendo con un movimiento de líquido denso, negro, sucio y maloliente.

 

 

***

La casa estaba en las afueras, por los alrededores de pabellón Príncipe Felipe, cerca de la Z-30.  Se rodeaba de cañizos altos y descuidados, también una higuera y dos árboles más, que parecían crecidos al azar sobre la ribera de una antigua acequia, pero el edificio se veía bien antes de llegar, no tenía pérdida… si no fuera de noche.  Sí, era noche cerrada, sin luna y a nuestro alrededor sólo alumbraba una pequeña farola, adherida a la fachada principal, con una tenue luz amarilla.  Me obligaron a bajar del coche empujándome, no porque me resistiera, sino por ese sopor que aún no había desaparecido. Por encima de la casa, se alzaba a lo lejos el perfil del silo de la carretera de Castellón y también distinguí los focos del campo de fútbol del Fleta.  Aunque quisieron desorientarme en el trayecto, creo que no lo lograron.  Dieron muchas vueltas.  Quienes me acompañaban se preocuparon por mis movimientos.  No me sujetaban, pero me habría resultado muy difícil escapar.    ¿Quiénes son?  Se abrió la puerta de la casa y en la oscuridad del recibidor destacaba una mujer desnuda con una piel blanca, muy blanca.  Pasamos adentro.  Percibí un olor extraño; lo reconocía, pero no acertaba a identificarlo.  También olían igual las túnicas que sacó el anfitrión para ofrecérselas, dos blancas, dos negras.  Se las pusieron.  Coincidían con el color de su pasamontañas.  Manoli se lo había puesto antes de bajar del coche, así que todos los personajes guardaban la misma estética.  Una de ellas me hizo notar con un gesto que sobre un mueble había otra túnica plateada, quizá para mí. Comenzaron a comunicarse en un idioma que no entendía… pero así pude comprobar que todas tenían timbre de mujer.  Estaba secuestrado por mujeres, me fijé mejor y las siluetas me lo confirmaron.  Se acercaron a mí las seis, despacio, sonriendo, parecían provocativas, mientras, ya sin embotamiento, me volvió la sensación de temor que tuve en mi casa.  Manoli se mantuvo de espectadora muy cerca de mí, y las otras diez manos comenzaron a quitarme la ropa… la americana, las zapatillas, el pantalón…  Y siguieron moviendo sus dedos sin rozarme, a milímetros de la piel; me hicieron sentir como si cientos de gusanos se arrastraran sobre mí con sus movimientos serpenteantes… y luego, en cambio, sus palmas se deslizaron por los mismos senderos, pretendiendo apartar el rastro baboso expulsado antes.  Cuando estábamos entrando en éxtasis, Manoli, sin dejar de sonreír provocativamente, trajo el  pasamontañas y  la túnica desde el mueble para vestirme así, igual que ella, en gris plateado.  Cerca de mi boca chasqueó suavemente sus labios.

 

***

Tengo miedo de acercarme a esa emanación de luz, no hay nadie cerca, la gente camina en la acera de enfrente, entran a una tienda, salen con barras de pan y ni siquiera lo miran, no se extrañan de lo que ocurre en ese edificio.  Cruzo Tenor Fleta y sigo caminando.  En el chaflán hay una tienda de jamones con todas las luces encendidas, no hay nadie, me detengo a mirar fijamente, pero en esa distancia veo distorsionado, borroso, con las figuras alargadas, sufro mareo.  Me sujeto al tirador de la puerta, empujo… no se abre… ¿por mi falta de fuerzas o porque tiene el pestillo echado?  Levanto la mirada al frente.  Noto que pasan dos autobuses del 40 a una velocidad de centella.  Circulan vacíos.  Ni siquiera acierto a ver a quien conduce.  Al fondo de la avenida, parece que la casa de la parroquia de San Agustín está desapareciendo, se está llenando de brumas, de nubes oscuras que lo abrazan en remolinos.  Avanzo sujetándome a la valla de protección para peatones que hay sobre el bordillo.  Por suerte es cuesta abajo, porque camino arrastrándome, no puedo más… y a cada momento me vuelve el dolor de vientre, parece que un organismo se me ha instalado dentro y pasea entre mis vísceras, como un alien.  A veces tengo frío, a veces calor… el sol no termina de apuntar, sigue la penumbra desde el cielo, con luz de amanecer y son las doce y veinte…  No entiendo esta sensación.  Quiero recordar más de esta noche, pero tengo la memoria detenida con los labios de Manoli cerca de los míos.  ¿Por qué me viene el nombre de Charlotte cuando regresa su imagen?  Y yo… yo no soy Damián para ella, no, no lo soy, ahora la siento pronunciando otro nombre.  ¿Luis?  Sigue allí, con sus labios sensuales, queriendo provocarme.  En el colegio la rechazaba, no es mujer de mi gusto, aunque ahora parece que me atrapan sus ojos, pero… es Charlotte, y me domina, tengo que entregarme.  Siguen las brumas sobre la parroquia, ahora estoy más cerca y no se ve el edificio, la niebla negra se derrama hasta la tapia que delimita el solar.  Sus labios pegados a los míos, escucho su chasquido, se relame…  No la veo, la siento en mi entraña…  Hay resplandores más abajo, por la prolongación de Cesáreo Alierta.  Voy hacia ellos por inercia… con el frescor de sus labios entreabiertos…

 

Se agita mi memoria sobre ayer y Manoli se hace ahora imagen en mi mente, sin sensación, es un deber revisar toda la película. 

 

***

Ella se apartó de mí y una de negro y otra de blanco me tomaron de la mano para obligarme a caminar junto a ellas.  Bajamos al sótano.  Sentía la túnica muy pesada, pero era de un tejido suave.  Llevaba capucha que me colocaron sobre el pasamontañas mientras íbamos pisando lentamente los escalones.  La bocamanga bailaba de un lado a otro, arrogante en su anchura de campana donde mi brazo delgado parecía el badajo.  Seguía la penumbra.  A mitad de la escalera, volví la vista…  Aquello era un lugar tétrico: un entorno redondo, delimitado por largas cortinas, seis conté… otra vez se repetían colores dos a dos; negro, blanco, gris…  Luz de llamas en velas y antorchas…  Cada cortina llevaba un bordado en su centro.  Por inercia, llevé mi mano al pecho y comprobé que mi túnica también llevaba un bordado, un círculo en el que mi palma tocaba los extremos con las yemas de los dedos y con la muñeca.  Tuve ganas de girar la mano dentro de ese círculo.  En el centro de la estancia, se alzaba una gran piedra redonda, a modo de altar, con algunos objetos encima que no acertaba a reconocer.  También contenía algunos símbolos en círculo.  Noté que el frío era intenso.  Mirando arriba comprobé la causa… Por encima de la piedra se alzaba un espacio en forma de cilindro, horadado en los techos y  en el tejado de la casa,  que continuaba hasta el cielo, por donde se veían las nubes erizadas.  Las paredes parecían de adobe, con cañas que sobresalían… pero la bodega transmitía una sensación muy sólida.  Es una esquina de la estancia, una cómoda alta y amplia, de sacristía antigua, soportaba algunos utensilios; podrían ser velas, copas, cuchillos, botellas.  Fueron marchándose silenciosas, sólo acompañadas por la brisa que levantaba el leve vuelo de sus túnicas.  Me rozaron al pasar y creí verles una sonrisa de más satisfacción que antes.  Subían por la escalera mientras Manoli (no quiero nombrarla Charlotte), que se había quedado junto a mí, comenzaba a acariciarme los labios.  Su tacto me paralizó.  Eran movimientos sensuales, eran gestos sensuales, era mirada sensual…  Continuó sus caricias por todo mi cuerpo por encima de la túnica, ahora tocando, palpando, deseando encontrar cada cosa en cada lugar que tanteaba: mis hombros, mi espalda, mi pecho, mi vientre, mis nalgas, mis muslos.  Al llegar a mi entrepierna, saltó el bulto de mis genitales y su sonrisa se hizo más procaz, casi lujuriosa.  Comenzó a sonar una música de violín.  Las demás se habían colocado en el piso de encima, justo al borde del agujero donde terminaba el techo y miraban con las manos unidas, contoneándose levemente.  Subía el volumen de la música.  Aumentaban la velocidad y fuerza de las caricias.  Ellas cantaban desde arriba, la única desnuda hacía solos de soprano, las otras contestaban en coro… Más alta la música… Manoli más cerca de mí, ofreciéndome su lengua…  Y sin dejar de sonreír, me empujó… me tiró sobre el altar… y ellas gritaban como hembras en celo… Manoli (¡no, no es Charlotte!) tocándome mis muslos, mi vientre, ahora directamente sobre la piel, apretando, aplastándome contra la piedra…

 

***

Camino hacia los golpes de luz que alumbran de a poco la avenida.  Vienen de la derecha, no veo su origen.  Transmiten igual sensación de amparo que los haces de la guardería de Tenor Fleta, pero… ¿qué es eso?...  ¿Es Torre Luna?... Puede ser… lo que era Torre Luna… Ahora parece un agujero negro… las brumas se erizan haciendo del terreno un desagüe, ahora suben en remolino, y bajan.  Qué frío, aunque a la derecha no ha cesado el brillo de la luz que me atrae en disputa con el tornado oscuro.  Sí, mejor así, pierdo el temor a seguir caminando porque llegaré antes a la luz… o a sus dominios, tampoco me atreveré a entrar en ella.  Sigo mirando allá, a Torre Luna, con ese aspecto siniestro, idéntico al de la parroquia.  Estoy llegando a la emisión de los resplandores, sobrepaso la esquina de una calle… y allí está, en el colegio de La Salle Montemolín….  Lo veo por encima de las tapias de un solar.  No quiero detenerme (o no puedo).  Avanzo junto al centro deportivo de La Granja. Tengo a pocos pasos la inmensa mole del pabellón Príncipe Felipe.  Me fijo en las farolas de la plaza de la izquierda.  Parecen estiradas hacia el cielo, agujas para llevar el hilo enhebrado hasta otro mundo de allá arriba… que no es atractivo… aún.  El agujero negro regurgita sin sonido, los resplandores se hinchan a ritmo lento de latido, las farolas se estiran… cada uno de los lugares semeja una puerta, un enlace, un contacto hacia otra realidad.  Avanzo y sobrepaso otra calle por donde veo luz derramada, llego a las puertas del pabellón, que tiene las luces interiores encendidas, no veo a nadie, pero lo siento con las gradas llenas, a punto de explotar por un clamor de gente enardecida.  No quiero la luz.  Me sigue como una hilacha y se me enrosca en el tobillo.  Sacudo la pierna para adelantar más pasos en una cadencia pesada, lenta, encima de una acera que parece engrudo.  Algo me sigue atrayendo más adelante.  Llego a la rotonda de Miguel Servet, a unos doscientos metros de Torre Luna, el pozo de frío y temor, nieblas negras, pero la llamada silenciosa viene de la derecha, para seguir por la Z-30.  Y recuerdo la sensación.  La recuerdo en el recuerdo de antes, la percibo, la siento… estoy en el camino a la casa donde ellas me esperan…  Dentro de mí, las fuerzas en mi vientre me llevan y me traen hacia Torre Luna o hacia La Salle.  También un fleco negro quiere acercarse a mi pierna, pero no le doy posibilidad de enroscarse, lo alejo con un golpe de puntera.  Avanzo, avanzo, avanzo, asciendo por la leve cuesta, sobre el solar del antiguo ferial, al frente de la nueva estación de cercanías, por el puente que supera las vías del tren…  y allí está, donde confluyen los remolinos negros y los destellos blancos…  la casa desde donde ellas me esperan… debo ir.

Los acontecimientos de la noche me vuelven en una explosión de imágenes.  Caigo al suelo de rodillas sujetándome la cabeza.  Se reordena la cadencia...

 ***

Era una música coral.  Manoli se movía encima de mí al ritmo del compás que invadía toda la casa.  Los lienzos se bandeaban, la luz se iba haciendo más intensa y un olor extraño, mezcla de azufre e incienso se esparcía por los alrededores del altar.  Se acallaron las voces, pero no la música, y las manos de Manoli se arrastraron por mi piel hasta quitarme la túnica.  Quedé desnudo, porque a continuación me despojó también del pasamontañas.  Se bajó de la piedra como si fuera una gata deslizándose sigilosa, una gata que se llevaba la poca fortaleza que me quedaba, una minúscula valentía frente a la presencia de las cinco mujeres que ahora volvían a estar junto a mí.  Manoli colocó en unos agujeros ya hechos en el altar unos clavos grandes por encima de mi cabeza y al lado de mis pies y de mis manos.  Desde la cómoda, acercó unos pañuelos de seda, blancos y negros, que fue colocando en mis muñecas primero, luego en mis tobillos, con nudos corredizos cuyo cabo ató a cada uno de los clavos.  Me había quedado en forma de aspa: víctima propiciatoria de un ritual sagrado.  Quizá moriría del miedo, una sensación que sólo se alteraba por los efluvios que se colaban entre los pliegues abiertos de mi cuerpo hasta penetrar por mi nariz y llegar a mi cerebro.  Volvía a estar embriagado, aunque no lo suficiente para perder la consciencia tal como hubiera querido.  Ahora el olor era seco y agridulce, me dejaba sin saliva, provocaba dolor en mi lengua, casi agrietada.  Ellas se colocaron alrededor de mí, una detrás de mi cabeza, la desnuda de piel lechosa, y las otras pegadas a mis manos y a mis pies.  Llevaban en sus manos unos cirios encendidos.  Sus lúgubres llamas se movían ligeramente, parecían bandeabas por una brisa que yo no sentía.  Enfrente, alcancé a distinguir a Manoli, subida en un pedestal. Tomé cuenta de que seguía desnudo, de que estaba desnudo ofreciéndome a ella.  Manoli no.  Y habló levantando los brazos a modo de copa mientras miraba al cielo a través del cilindro:

 

“Jerarcas de los cielos y de los infiernos…

 

Hizo una pausa y mis guardianas colocaron sobre mis muñecas, mi frente y mis pies unas piedras redondas y planas que parecían tener símbolos a ambos lados. Apretaron para que se marcaran y las quitaron.  Las de la parte izquierda eran estrellas; las de la parte derecha parecían cintas al viento.  En las primeras sentí frío; en las segundas, calor.  Después, la mujer desnuda de la cabecera acercó dos cálices de plata, muy brillantes, desde el mueble hasta el altar, para depositarlos en el hueco entre mis piernas abiertas.  De uno de ellos sacó unas grandes obleas, hostias de sagrario parecían, pero unas blancas, unas grises, otras negras, algunas como la palma de la mano, otras como una moneda de dos euros.  Me colocó de las pequeñas en los lugares donde antes me pusieron las piedras redondas.  Puso las grandes en mi frente, en mi garganta, en mi pecho, en mi pubis y bajo mis nalgas.  Después, con dulzura, con movimientos serenos de cisne, tomó el otro cáliz, rodeó el altar, se colocó en el lugar anterior y desde allí, puso la mano en mi nuca para elevarme la cabeza y derramar gotas de líquido sobre mis labios, líquido denso, rojo oscuro, sabroso, cálido, que alivió la sequedad de mi lengua.   Siguió hablando en la misma postura de antes…

 

“En nombre de los que fuimos, Luis y Charlotte, antes en Lyon, hoy en Zaragoza, ciudad espectral, os hablamos ahora, ya reencontrados, juntos de nuevo en el albor de los siglos de luz, después de recorrer desheredados tiempos de angustia y temor.  Hace años, siguiendo a LaVoisin, colocamos nuestras almas enamoradas a vuestra disposición, demonios del averno, Lucifer y séquito, para que nos unierais bajo la maldición que nos diera la juventud y la eternidad.  Mikael lo impidió con su espada justiciera….

 

Uno de los lienzos blancos se movió más rápido por un momento, agitando el aroma a incienso.

 

“Pero nos obligó a vagar haciéndonos sentir seres empobrecidos, almas desgarradas, sin amores y sin afectos hasta llegar a nuestra existencia actual como Damián y Manuela, los jóvenes que hoy queremos volver a rendir pleitesía.

 

Las otras mujeres pronunciaron enérgicamente estas réplicas:

 

“Mikael, Bafumet, ángeles y demonios, escuchad a las almas derrotadas.

“Astaroth, Samuel, ángeles y demonios, recibid las súplicas

“Gabriel y Baal, ángeles y demonios, abrid vuestro poder para su salvación.

 

Comenzó otra música que ya no cesó en todo el ritual.  Sentí frío, angustia, miedo, dolor… pero nada en el cuerpo, sino en la entraña, adentro… y las marcas de las piedras pequeñas se encendían por cada nombre pronunciado, me lastimaban y no podía gritar.

 

El olor se hizo denso, creó niebla sólida, negra, eran sombras que caprichosamente, con vida propia, iban y venían de lado a lado de la estancia.  Ella siguió hablando.

 

“Ya queremos vuestro favor, arrepentidos de la adoración al mundo tenebroso, arrepentidos al entender que no hay amor sin luz, que no hay placer sin la mirada de un ángel, cumplidores de la penitencia siempre separados desde entonces hasta hoy, nos postramos ante vosotros, seres de luz y entes de oscuridad, para rogar que con vuestros poderes unidos sepamos comprender la verdad del sentimiento.

“Mikael, Bafumet, entendedlos, protegedlos, amparadlos.

“Astaroth, Samuel, entendedlos, protegedlos, amparadlos.

“Gabriel y Baal, entendedlos, protegedlos, amparadlos.

 

Manoli se desnudó mientras se agitaban los lienzos y la música alcanzaba la máxima intensidad.  A través de la chimenea hacia el cielo, unas presencias invisibles llegaban hasta mí para colocarse bajo mi garganta atrayendo a los seres que se alojaban en mis vísceras.

 

“Ahora debemos entender que esta es nuestra oportunidad para superar la unión terrenal.  Es el último día que estamos separados y os rogamos, ángeles y demonios, que consagréis nuestro amor para la verdadera eternidad…

 

El altar comenzó a temblar, se iban formando unas líneas que nacían de mis pies y de mis manos, que subían por mi cabeza, configurando un pentáculo blanco.  Sonaba imperiosa la música y las voces de las cinco guardianas…

 

Manoli descendió de su pedestal, subió a la piedra, caminó por ella hacia mí y se arrodilló entre mis muslos, sentándose en los talones, inclinando el tronco y colocando la cara a escasa distancia de la piedra.

 

“Mañana, si ambos nos reencontramos de nuevo bajo el amparo de las luces y de las brumas, si los dos logramos la sabiduría en la reflexión y volvemos a este oratorio, habremos superado aquel macabro error, recuperaremos el brillo del alma y abriremos juntos la era de los amores…

 

***

 

 

Llego con ansia a las puertas de la casa.  Están abajo, en la bodega que he recordado.  Me detengo un instante por temor… pero voy a la escalera...  Suena la misma música ocupando el espacio tan rotundamente que expulsa a las brumas y a las luces.  Reina el coro en la casa.   Abajo, ellas me miran desde la misma posición, las cinco puntas de la estrella blanca, cinco velas…  Sobre el altar reposa Manoli… Charlotte…  en posición fetal, desnuda, con los brazos cruzados sobre su pecho.  Escucho su voz leve: “Luis… Luis… Luis… has venido… lo has entendido”.  Llego hasta ella, me desnudo, me acuesto sobre la piedra también en posición fetal, pero en sentido contrario, completando entre los dos una figura en círculo.  Crece la apoteosis del sonido, veo arriba haces y nieblas uniéndose.  Aspiro, ahí está el olor, aspiro… Veo la mano de ella que se acerca a mí.  Llevo la mía a su piel.  Se están llenando mis entrañas de sensaciones vitales, ardo, vibro… Nos tocamos…  

Y ya no hay más, la nada.

  

 

(*) Shedy Martin es el seudónimo de Eduardo y José Antonio Prades, hijo y padre, autores de este relato.

(Relato incluido en el volumen I de "Tres de Tres")

 

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