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Molintonia

Poesía

A una ola

Nacía la calma

y el horizonte teñido de rubí

alejó un sueño blanco.

 

Tu padre, el viento, se despertó con pereza,

entre nubes doradas y sol inquieto.

Quería llegar a tu madre,

a tu madre inmensa, de seno grande

y entraña misteriosa.

 

Tu madre, vestida de azul y espuma,

tu madre, la mar,

suplicaba la caricia de su eterno compañero.

 

Y la luz daba brío al viento,

y el viento jugueteaba moviendo las nubes

como piezas de ajedrez,

siguiendo haces cada vez más amarillos,

silbando melodías enamoradas

y apenas rizando su estela para tocar ligeramente

un poco de mar,

un poco de madre enardecida,

que abría su seno grande.

 

El sol ascendía como único testigo

del juego de amor

y sonreía con rayos escurridizos

para dar calor al encuentro

de los dioses.

 

El viento se excitaba,

ella se entregaba

y, mientras el eterno varón descendía,

la mar inmensa pedía el goce

de un susurro en su seno.

 

Al crearse aquel contacto,

naciste tú, ola primogénita,

marcada con el destino de errar

sobre tu madre.

 

Tuviste tiempo de soledad en calma

con tus hermanas de compañeras mudas,

unas veces a lo lejos,

otras, casi empujándote

en su absorta mirada al cielo.

 

Descubrías a tu padre en lo alto,

al sol bebé y al sol maduro,

con sus rayos tibios o lacerantes,

amarillo

o rojizo, como cuando decía adiós

cediendo su trono a la bella princesa blanca,

que deslizaba su único rayo

en torno a ti,

acariciándote,

para suplicar una mirada a su rostro bonachón.

 

Un día vino la tempestad,

aquella señora gris que te obligó a asesinar.

Te enardeció con sus truenos y luces,

encrespó a tu padre

y te hizo crecer a tamaño de muerte.

El pequeño bajel,

un barco bello, sutil

-apenas dejaba estela-,

aquel que tú querías saludar

sin estrépito,

quizá enamorada,

murió donde tú naciste.

 

Vagaste mucho tiempo dolida, ¿recuerdas?

Los rayos hirientes caían en tu cresta ajada,

tu padre también calló

y tú, penitente, tragaste tus lágrimas

mojando tus párpados

con un hálito de horror.

Errabas sin rumbo en una calma cruel,

escuchando el silencio

que tendía tus suspiros

al horizonte rojizo del dios inmisericorde.

 

Cuando la bella princesa blanca

acarició tu cresta ajada

con el rayo inmaculado,

tomaste vida de su rostro bonachón.

Ella no quería perderte

y tras un velo casi negro,

quizá gris perla,

te sonrió

y despertó a los delfines.

Tú debías guiarlos en su juego,

tú debías darles felicidad.

 

Y, mientras alzabas tu cresta,

la princesa decía hasta mañana

saludando al sol bebé.

Él vio tu cuello largo

y sus rastros de lágrima.

Supo que sufrías,

atrajo cruces del cielo,

cruces rápidas, juguetonas,

que te tapaban el haz corinto.

Llegaban hasta ti picando en tu cresta,

llevándose el rastro de tu llanto,

te saludaban, aleteaban en tu honor,

nadie del mar quería verte sufrir.

 

Y hoy, mi ola, has llegado a mis ojos,

desde mi terraza oigo cómo ríes

y casi puedo ver cómo viertes

tu estela de alegría,

tu espuma de amor,

al sentir a tus pies tu madre más pequeña.

Apoyado en un claro de rosas

siento tu albor de agonía.

No quieres creerlo en tu gozo, ¿verdad?

 

Allí, donde tu madre casi muere,

alguien que no es de la mar,

un niño ingenuo, feliz,

pide a tus hermanas que mueran

sin querer herir,

suplica de ellas el último estertor

para sentir la espuma de su seno

como juego inocente.

Nadie del mar quiere verte morir, mi ola.

Es un niño

que no te conoce, que no sabe de tu mundo

ni de aquel bajel escondido.

Es un niño.

No sabe del mal.

El pertenecerá a otro mundo.

 

No, no lo añores,

y no creas que tu errar ha sido ingrato.

Tu entorno vive por puro

y en tu soledad has sentido calor.

No añores este mundo, mi ola.

Tú no has conocido rencores,

ni monstruos de cemento,

ni ansia de poder

para quebrar con discursos a la gente incruenta.

Tu mundo no se autodestruye

ni conoce engendros.

Tú eres pura a pesar de todo,

no querías dar muerte

y tu dios te ha perdonado.

 

Vas a morir, mi ola,

pero morirás feliz.

Valdrá la pena,

porque tu estertor saciará el deseo de gozo

en un ser inocente,

porque tu fin creará sonrisa

y tu último hálito acariciará

un poco de mi mundo, de mi mundo de verdad.

Sensaciones de un desencanto frustrado

I

 

Con el alma

entre las manos

declina

la materia impura,

sumérgete en el espíritu

de la imaginación.

 

Toma

entre los vientos

el sendero del sentido

y grita,

calcinante,

la apología

de la libertad hallada.

 

 

II

 

Para podar una montaña

no necesitas

un hacha afilada.

Toma de la calle

la crueldad que se respira

y con tu dedo,

con su daño,

romperás

de un golpe seco

esa rama que le sobra.

 

 

III

 De un libro sin nombre

 Margen blanco.

Cuando entro

en la hoja

sólo siento

margen blanco.

La hoja

no tiene margen,

no encuentro letra,

y al cerrar

los ojos

tampoco veo.

Si los abro,

todo sigue blanco

y no hay margen.

Sólo busco

una voz,

una palabra.

Todo está blanco,

me pierdo en la luz.

La hoja termina

y al final de la hoja

veo luz.

Es la palabra.

Ya no hay margen.

Toda la hoja está escrita.

 

 

IV

 

 Entras en la cueva y gritas.

El eco no te responde.

Tu voz

no se oye.

Quieres de la luz

que no te hiera.

La cueva

no es oscura,

tiene luz:

un rayo.

Te tapas

tras la piedra

y rezas:

dios, dios, dios.

El dios

no viene,

le hablas.

Gritas, gritas

y el eco repite.

Ya eres tú.

La luz no te hiere...

 

 

V

 Tauromaquia

 Al despertar al cielo

la sensación se vuelve estrella.

No existe lo negro,

porque cierro los ojos

y veo luz.

Molinete a la realidad

sin sufrir del rojo rubí.

Sueño blanco.

Verde mar.

 

Y despierto libre, saturado.

 

El mundo sigue igual,

no como antes;

el cariz ha cambiado

porque el filtro

se tiñó.

 

Sueño blanco.

Verde mar.

 

 

VI

 

 

 

Desde el alba grito libertad

para un dios de sueño

que reza en el mar perdido

llorando por ti.

 

Volverá de entre las rejas

con las alas batidas,

los ojos en luz,

la fuerza en el alma vacía,

llorando por ti.

 

Y entre lágrimas de desencanto,

cuando beba el sueño de ser libre

y tenga entre sus dedos

el cielo del amor,

ya no llorará por ti,

quebrará sus mejillas

con el miedo de entender

que no sólo el viento

es senda de libertad.

 

 

VII

 Evasión

 Despertar.

Rutina del amanecer.

El mundo no se derrumba, sigue.

Es tu vida lo que cae,

y se levanta, y cae, y se levanta.

 

El quehacer continúa

y tú has tropezado...

pero te arrastran.

No te detienes, porque el mundo sigue

y tú eres mundo.

 

¡Párate!, le exiges

y no quieres sino pedir: ¡Avanza!,

que pase el tiempo,

que siga más rápido,

y poder decir

a la vuelta del desahucio: ¡Ya pasó!

 

 

 VIII

 

 

Descansa en la sombra

sin respirar

lo macabro de la espera,

sin conocer

el martirio de la reja

que antaño cerró la puerta del mar.

No quiere ver el sol

que ofusca su mirada

en el cielo

de la soledad.

¿Por qué morir?

 

 

No quiere despertar,

sueña en un país mágico

que no existe.

Lo sabe.

Morar en quimeras,

pedirle a las brumas el sol

que no luce,

gritar sumergido

queriendo que sepan su mal,

y cuando se acueste la luna

volver a vivir una lágrima de luz.

 

 

¡Dios, ven!,

No permitas su descanso

en el mundo oscuro.

 

 

Ha dejado de soñar

porque el rayo

le ha dormido

las ansias del vacío.

No morirá con el sol,

abrirá los ojos entre miedo

y cuando vuelva la luna

encenderá su luz de sueño.

¿Por qué morir?

 

 

IX

  

No, no,

hoy no te buscaré.

¡Aléjate!

Quédate en el cielo de la duda

 y muere por una vez.

No me pidas desaliento,

hoy soy feliz.

 

 

X

 

 Fuego,

fuego del mundo

que apaga

la sed

del deseado.

Del río

se desborda

la espuma del desencanto

y no apaga

el fuego.

No hay humo,

porque veo.

No hay calor

o siento frío.

Hielo y fuego,

fuego de hielo.

 

 

XI

  

Vibración

de sentir un dios en mis entrañas.

Ahogo

de saber mal en el destino.

Sin juicio,

sin amor,

puedo morir en el martirio

de romper el encanto

de una ilusión feliz.

Ser,

no separes mi carisma

de mi muro fingido;

no es para ti.

 

 

XII

  

Agonizaba entre cipreses

de aguja al cielo.

Miraba la muerte

entre ramas de angustia.

Era dios y su luz,

dios y una cruz.

Cuando se abrió la tumba

y respiró el aroma impuro,

miró hacia lo alto: la noche,

brío de victoria, talismán.

Era dios y su luz,

dios y una cruz.

 

Y crecía la aurora en color,

mataba la noche sin sangre

con fuego eterno de luz.

Ya no hay muerte, es la paz.