A una ola
Nacía la calma
y el horizonte teñido de rubí
alejó un sueño blanco.
Tu padre, el viento, se despertó con pereza,
entre nubes doradas y sol inquieto.
Quería llegar a tu madre,
a tu madre inmensa, de seno grande
y entraña misteriosa.
Tu madre, vestida de azul y espuma,
tu madre, la mar,
suplicaba la caricia de su eterno compañero.
Y la luz daba brío al viento,
y el viento jugueteaba moviendo las nubes
como piezas de ajedrez,
siguiendo haces cada vez más amarillos,
silbando melodías enamoradas
y apenas rizando su estela para tocar ligeramente
un poco de mar,
un poco de madre enardecida,
que abría su seno grande.
El sol ascendía como único testigo
del juego de amor
y sonreía con rayos escurridizos
para dar calor al encuentro
de los dioses.
El viento se excitaba,
ella se entregaba
y, mientras el eterno varón descendía,
la mar inmensa pedía el goce
de un susurro en su seno.
Al crearse aquel contacto,
naciste tú, ola primogénita,
marcada con el destino de errar
sobre tu madre.
Tuviste tiempo de soledad en calma
con tus hermanas de compañeras mudas,
unas veces a lo lejos,
otras, casi empujándote
en su absorta mirada al cielo.
Descubrías a tu padre en lo alto,
al sol bebé y al sol maduro,
con sus rayos tibios o lacerantes,
amarillo
o rojizo, como cuando decía adiós
cediendo su trono a la bella princesa blanca,
que deslizaba su único rayo
en torno a ti,
acariciándote,
para suplicar una mirada a su rostro bonachón.
Un día vino la tempestad,
aquella señora gris que te obligó a asesinar.
Te enardeció con sus truenos y luces,
encrespó a tu padre
y te hizo crecer a tamaño de muerte.
El pequeño bajel,
un barco bello, sutil
-apenas dejaba estela-,
aquel que tú querías saludar
sin estrépito,
quizá enamorada,
murió donde tú naciste.
Vagaste mucho tiempo dolida, ¿recuerdas?
Los rayos hirientes caían en tu cresta ajada,
tu padre también calló
y tú, penitente, tragaste tus lágrimas
mojando tus párpados
con un hálito de horror.
Errabas sin rumbo en una calma cruel,
escuchando el silencio
que tendía tus suspiros
al horizonte rojizo del dios inmisericorde.
Cuando la bella princesa blanca
acarició tu cresta ajada
con el rayo inmaculado,
tomaste vida de su rostro bonachón.
Ella no quería perderte
y tras un velo casi negro,
quizá gris perla,
te sonrió
y despertó a los delfines.
Tú debías guiarlos en su juego,
tú debías darles felicidad.
Y, mientras alzabas tu cresta,
la princesa decía hasta mañana
saludando al sol bebé.
Él vio tu cuello largo
y sus rastros de lágrima.
Supo que sufrías,
atrajo cruces del cielo,
cruces rápidas, juguetonas,
que te tapaban el haz corinto.
Llegaban hasta ti picando en tu cresta,
llevándose el rastro de tu llanto,
te saludaban, aleteaban en tu honor,
nadie del mar quería verte sufrir.
Y hoy, mi ola, has llegado a mis ojos,
desde mi terraza oigo cómo ríes
y casi puedo ver cómo viertes
tu estela de alegría,
tu espuma de amor,
al sentir a tus pies tu madre más pequeña.
Apoyado en un claro de rosas
siento tu albor de agonía.
No quieres creerlo en tu gozo, ¿verdad?
Allí, donde tu madre casi muere,
alguien que no es de la mar,
un niño ingenuo, feliz,
pide a tus hermanas que mueran
sin querer herir,
suplica de ellas el último estertor
para sentir la espuma de su seno
como juego inocente.
Nadie del mar quiere verte morir, mi ola.
Es un niño
que no te conoce, que no sabe de tu mundo
ni de aquel bajel escondido.
Es un niño.
No sabe del mal.
El pertenecerá a otro mundo.
No, no lo añores,
y no creas que tu errar ha sido ingrato.
Tu entorno vive por puro
y en tu soledad has sentido calor.
No añores este mundo, mi ola.
Tú no has conocido rencores,
ni monstruos de cemento,
ni ansia de poder
para quebrar con discursos a la gente incruenta.
Tu mundo no se autodestruye
ni conoce engendros.
Tú eres pura a pesar de todo,
no querías dar muerte
y tu dios te ha perdonado.
Vas a morir, mi ola,
pero morirás feliz.
Valdrá la pena,
porque tu estertor saciará el deseo de gozo
en un ser inocente,
porque tu fin creará sonrisa
y tu último hálito acariciará
un poco de mi mundo, de mi mundo de verdad.
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