Desarrollo en la cancha
Desarrollo en la cancha
Jacinto jugaba al fútbol en el equipo de la empresa. Lo hacía de centrocampista de enganche y sus características eran diferenciadoras: además de tener un excelente toque de balón, se desgastaba en tareas de presión y defensa en un alarde de condiciones físicas que cuidaba con entrenamientos específicos. Además, mostraba madera de líder, aglutinando a sus compañeros en torno a la combatividad, la disciplina y la ambición. Sin duda, un carácter ganador.
Había ingresado en la empresa tres años antes de que el equipo se formara para jugar en un campeonato interempresas. Cuando fue seleccionado desempeñaba funciones de responsable de tienda. Allí había adquirido una buena experiencia en resolver problemas operativos, unas situaciones muy alejadas de las que le plantearon en los casos del MBA que cursó en el Instituto de Empresa (ahora Jacinto se cuestiona si fue bueno matricularse allí nada más recibir su licenciatura en Económicas, con apenas unos meses de experiencia laboral como camarero; cree que esos estudios se habrían aprovechado más con algunos años de desempeño profesional).
Le gustaba la gestión de personas y le ofrecieron entrar a formar parte del equipo encargado de diseñar el sistema retributivo. Aceptó porque a su preferencia en la función unía su capacidad para los números. Siempre había sacado la máxima calificación en las asignaturas que contenían aplicaciones matemáticas.
A pesar de la pompa con que el área de recursos humanos procedió a su contratación, lo colocaron en una esquinita, delante de un ordenador, para que fuera alimentando unas cuantas hojas de cálculo y un par de bases de datos que, meses más tarde, servirían para efectuar cálculos complejos. Es lo que tenía entrar a formar parte de una empresa grande, muy grande, en la que cobraba mucho más que antes, pero con mucha menos responsabilidad. Pasó de la cabeza del ratón a la cola del león.
Le comentaba tímidamente estas impresiones a su novia, con la cual pensaba casarse pronto después de tantos años de relación (unos diez, más o menos). Ella, mujer práctica, le recomendaba paciencia, que lo mejor es aguantar, que la empresa es de mucha solvencia y un puesto de trabajo asegurado es importantísimo hoy en día. Jacinto no lo veía así, necesitaba más cancha, pero siempre tomó ella las decisiones y les había ido bien. No tenía por qué desairarla.
De todas formas, hubo movimientos en el área, sufrió más decepciones con su jefe, muy dado a su propio lucimiento aprovechándose del trabajo de los miembros de su equipo, y pudo cambiarse de área, a Desarrollo de Personas, donde le encargaron diseños para el modelo de liderazgo y para la gestión de competencias. Durante un tiempo se sintió cómodo.
Pero unos dos años después, ya cerca de cumplir los treinta, justo cuando se había comprado un piso para irse a vivir con su novia, surgió una buena posibilidad: integrarse en un plan de desarrollo internacional, en la que había una vacante para implantar el sistema de gestión por competencias en las empresas de Sudamérica. Lo solicitó con poca fe, a modo de prueba, a ver qué pasaba.
Cuando lo eligieron, saltó de alegría lanzando al aire toda la tensión acumulada por los años escondido detrás de pantallas de ordenadores, de los power point y de los honores para otros. Se lo dijo a ella con prudencia, le notó sorpresa a la baja, pero le informó que en ese período (un año) la empresa costeaba estudios a los cónyuges de los expatriados como apoyo a la situación, así que ella podría cursar el máster que había pensado. La mejora salarial les cubría el sueldo dejado de percibir.
Se marcharon a Santiago de Chile con la ilusión de consolidar sus proyectos personales y profesionales.
Jacinto pasó varios meses dolorosos. A la adaptación a las nuevas funciones y a las costumbres diferentes se unía la nueva convivencia en pareja.
En su lugar de acogida, encontró un ambiente adecuado para cumplir su cometido, con unos buenos anfitriones que le facilitaron apoyo y recursos. Pero debía viajar por el resto de países sudamericanos para contactar con directores generales y de recursos humanos, a fin de adaptar el sistema diseñado en España a las realidades locales, pero sin perder de vista su aplicación común.
Se sintió desbordado por su soledad, por el desconocimiento técnico del sistema, por su poca experiencia en el trato con directivos, por el trabajo autónomo sin la facilidad de tener cerca a un jefe que le solventaba las dudas y los problemas...
Junto con su tutor de desarrollo, se propuso una mejora personal basándose en su desarrollo competencial, para lo cual contó con un buen fundamento teórico gracias al contenido de sus funciones. Esa vez, “el herrero tiene sartén de hierro”, decía Jacinto. Y se puso a ello con empeño superando situaciones difíciles buenas dosis de esfuerzo y dedicación en cada paso. Iba creciendo, creciendo, creciendo.
Consiguió tan excelentes resultados que le propusieron ampliar su estancia por seis meses más. Estaban contentos con los resultados, pero no se había culminado el trabajo, dada su complejidad. Unos meses antes, algo importante había ocurrido en su vida privada: rompió la relación con su novia, que regresó a España. Éste fue su análisis: “en cuanto subí mi autoestima y empecé a tomar iniciativas en la pareja, a tomar decisiones y decir ‘no’, se produjo un choque de trenes”.
Fueron diez meses más en esa función, consolidando su crecimiento, aprovechando la oportunidad, pensando en el futuro con el nuevo patrimonio que estaba consiguiendo: experiencia personal y profesional con las propias iniciativas, con autonomía, incluso eligiendo aquellas situaciones o aspectos de gestión que intuía más adecuados a lo que deseaba mejorar.
Volvió a España muy a su pesar… pero el proyecto se culminó con éxito y su puesto era finito. Ya se había llevado diez meses de propina al estándar de los planes de desarrollo. Dejó innumerables puertas abiertas y se dispuso al regreso a España repleto de expectativas.
Lo recibió su jefa con interés por conocer de primera mano su experiencia. Antes no había mostrado tanta escucha, pero nunca es tarde. Escuchó atenta sus relatos y apreció sin dudar que le hablaba un Jacinto muy distinto al que había salido de aquel departamento hacía casi dos años. Personalmente, se alegró mucho… Personalmente…
Aún le guardaban su lugar de trabajo idéntico a cómo lo dejó, con esas pegatinas de grandes futbolistas en la parte más oculta de la mesa, con los mismos bolígrafos y el mismo desgrapador que tanto le gustaba. Abrió el ordenador y saltó el mismo salvapantallas, una fotografía de su ex novia, que inmediatamente cambió. Una chica chilena había viajado con él.
Pasaron tres meses en la confianza de que su experiencia, demostrada desde el primer día de regreso, le sirviera para que le asignaran más responsabilidades, otras funciones de mayor jerarquía, un ascenso. Nada.
Pasaron cuatro, cinco meses, un año, de nuevo hastiado, bastante dolido…
Jacinto pidió la cuenta y se integró como socio en una nueva consultora de recursos humanos. Se dedicó a aplicar lo aprendido para consolidar su negocio y en el primer año levantó los resultados por encima del doble de lo conseguido hasta entonces.
Se casó con aquella chica chilena, es padre de un bebé, ha ampliado su negocio a ámbitos inmobiliarios y se dedica a expandir la empresa por el ámbito sudamericano.
(Publicado en ForoRH, nros. 150 y 151, 16 y 23 de julio de 2010)
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