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Molintonia

María

El reloj de bronce marcaba las diez y cuarto.  Unas voces leves de la televisión rompían el  silencio y ayuda­ban a eludir el diálogo inquietante.  Desde una esquina de la habitación, la luz pálida de una lámpara de mesa ate­nuaba los destellos que penetraban por las rendijas de la persiana.  La tímida bombilla alumbraba tres rostros inquietos; uno jovial, alegre, lleno de vitalidad, que fingía despreocupación; los otros dos severos, arrugados, car­gados de largos sufrimientos... temerosos.  Ella se sentó en la esquina del sillón y miraba a la pantalla para esqui­var unos ojos extrañamente intranquilos.  El sofá acogía, recostado él, erguida ella, a sus padres.  El hombre unía las manos bajo el pecho y sus dedos pulgares temblaban.   La mujer no podía evitar en su rostro la expresión de cul­pabilidad.

La llegada de María había sido como siempre, preci­pitada, alargando los últimos minutos de su libertad.  Se desenvolvía con ingenuidad simulada, quería tapar su retraso, pero esperaba la reprimenda.  Para enjugarla, charlaba animadamente de sus andanzas en el trabajo.  Las figuras de la televisión no despertaban la expectación de otras noches.  Apenas servían de compañía.  Ellos las necesitaban.  Ella las utilizaba como excusa.  Si hubiera mirado hacia los rostros arrugados, habría encontrado tensión.  Acumulaban solemnidad porque su próximo acto resultaría trascendente.  De él podían nacer repro­ches, desprecio, desesperación...  Debían revelarle la clave de una existencia... y era más fácil que ella lo descubriera.  Sí, habían decidido enseñarle los papeles para esperar en silencio la reacción al conocimiento de los hechos y de los nombres.  Se habían propuesto no rebatir ninguna de las palabras que ella pronunciara.  Hoy se sentían culpables y ni siquiera el acuerdo mutuo de callar durante años los consolaba.

La madre, con voz profunda, rompió su silencio:

–Hija, escucha...  Esto te pertenece.  Léelo.

Habría deseado decir algo más, explicar el contenido de los documentos o el motivo de su ocultación, pero el temor le impidió alargar sus palabras y su mano se resis­tió a soltar la carpeta.  En ella se escondía el mayor secreto guardado por unos corazones penitentes.

María se extrañó.  Sus padres nunca le habían ense­ñado ningún documento, ni siquiera una carta o un recibo.  En cierta ocasión, le dieron a firmar un pliego con ribetes barrocos.  Hacía ya tres años.  Ella preguntó: “¿Qué es esto?”.  “Una formalidad”.  Así le hicieron propietaria de un extenso terreno en el pueblo de su pro­cedencia.  Lo supo muy tarde, cuando ya no merecía la pena decir gracias.  Así, durante todo el tiempo, las deci­siones del hogar habían sido unilaterales, ella no formaba parte, las aceptaba.  María tomó unos papeles cuidado­samente doblados y leyó...

Ellos se miraban con hielo en el rostro.  Su pulso se aceleró.  Temían lo esperado, no querían adivinar la res­puesta.

Mientras desplegaba los papeles, ella mostraba ávida la mirada, sereno su rostro y alterado el corazón.  Aque­llas letras encerraban su historia.  Todo su olvidado deseo de conocerlas se encendía con ansiedad.  Deseó estar sola, pero ellos no lo merecían.

María conoció su nombre.  El secreto, guardado celo­samente entre unas tapas de cartón, había desaparecido.  Con él quedaban atrás palabras esquivas, engaños piado­sos, amenazas...  Pero la verdad desempolvada no hacía olvidar los días de hielo que sus padres le dieron como respuesta a un deseo justo.  Días de hielo que fabricaron separación y barreras para romper el calor filial.  Nadie ha derramado una lágrima, nadie ha desatado la reacción esperada, nadie ha querido lanzar la sinceridad necesaria.  Solamente silencio...  María  dobló los papeles, los recogió en el sobre marrón y preguntó:

–¿Qué has preparado para cenar, mamá?

Acababa de leer los documentos de su adopción, había conseguido alcanzar la meta de sus desvelos arras­trados desde el momento en que conoció su procedencia.  Su fervor llegó a hundirla en lágrimas a pesar del ímpetu natural para superar dolores del alma.  Aquel instante le llegó con el deseo encallecido, cuando ya había olvidado los días de soledad y las noches de fantasías creando ros­tros morenos.  Mostró la misma expresión que le habría causado leer un impreso publicitario.  Al recorrer aque­llas líneas, mantuvo pétreo su rostro y, al terminar, le dio un aire despreocupado.  En el hogar siempre actuó así.  Era la experiencia de años interpretando el papel de niña ajena a la realidad para no crear a sus padres compro­misos de explicaciones vagas.  Esta vez perseguía dos in­tenciones muy distintas: evitarles un daño inmerecido al expresarles sus sentimientos; inmerecido porque en su labor de padres derrocharon todas sus fuerzas para darle un hogar; pero también quería mostrarles el mismo her­metismo que habían mantenido durante todos estos años.

Cuando sujetó con sus manos los papeles, ocultó bajo su rostro sereno todos los azotes que recibía en cada una de las líneas.  Conoció su nombre de pila, los apellidos de sus progenitores, su lugar de nacimiento y el hospicio donde vivió los tres primeros años de su infancia.  Leyó ávida y solamente se detuvo al terminar de leer la línea impresa que decía: “Nombre de la madre:”  No pudo seguir leyendo la letra redondilla.  Cerró los ojos y sus­piró...  Acudieron a su mente los recuerdos de adoles­cente huérfana, imágenes de una señora que le sonreía, una mujer morena de mirada cálida, con su rostro que cambiaba de la dulzura a la crueldad, según la juzgara con deseo filial o rencor de hija abandonada.  Siempre supuso que aquellas manos la acunaron en sus sollozos, pero también las imaginaba tomando un bebé para abando­narlo en un portal oscuro o en los brazos de una monja de cofia blanca con la promesa de volver a recogerla a las pocas semanas.  Debía seguir leyendo.  Aquellas letras quizá le liberaran de sus vacilaciones y lograran cambiar su recuerdo voluble con un sentimiento fiel.  Al abrir sus párpados, fijó con fuerza la mirada en aquella inscripción y leyó, pretendiendo quemar el papel con su pupila.  Su madre fue Sofía de Sandubal y Díez...  Sintió vacío.  Reflexionó.  Volvió atrás para releer.  Repasó el nombre cien veces.  Quería ver algo más, sentirse sólida, pero la vacilación de sus sentimientos persistía, nada cambiaba, nada le confortó.  Miró los otros datos.  Allí residía el eslabón que unía la cadena de su historia, todo lo que deseó y rechazó con el mismo anhelo, lo que ansió cono­cer y temió...  Sus tutores la escrutaban, habían unido sus manos y mientras la madre rezaba en silencio, el padre soportaba la culpabilidad del silencio que le impusieron.  Tenían miedo.  María siguió conociendo, pero ni Ramón, el nombre de su progenitor, ni su filiación completa, María de la Luz Costa de Sandubal, pudieron asirla a las raíces que ella buscaba para saberse en esta tierra por alma y gracia de dos seres palpables.  Fundió en su me­moria aquellos nombres y los relacionó con los rostros que había imaginado.  No fue solución.  Dobló los papeles y los devolvió.  Todo debía seguir como antes.

Esa noche, la cena gozó de un diálogo inusual.  Repa­saron vacaciones anteriores, juegos infantiles en el par­que, regalos de reyes, visitas familiares, parientes allega­dos... Ellos se relajaron, no había ocurrido nada de lo temido.  Ella parecía feliz... Los dos adultos nunca supieron que cuando descansaban de la tensión con un sueño reparador, la muchacha vacilaba con sus recuerdos ahogando el llanto para sentirse fuerte.  Acababa de leer los datos que hace años habrían colmado su ansia por saber.  Sin embargo, ahora le creaban más dudas y desengaños.  El alivio no había llegado. 

 

 

El recuerdo

Aquel día no tenía nada de especial, debía ser uno de tantos.  Hacía varias semanas que María inició la cuenta atrás.  “¡Ya queda un día menos!”.  Nueve eran los que restaban para su cumpleaños número catorce, y esperaba con ilusión más regalos que en el anterior.  Había supe­rado las notas de los cursos pasados.  Su padre nunca le prometió recompensas, pero el mes anterior había descu­bierto entre las revistas un catálogo de viajes.  El verano se presagiaba prometedor.

Correteaba por la acera agitando los libros en la cartera.  Saludaba con más efusión, para más gente.  El sol, ya cálido, en el ecuador de la primavera, le transmitía vitalidad que deseaba compartir.  Dirigía sus sonrisas a todo el mundo sin esperar respuesta.

Los rayos de la tarde golpeaban en los pupitres dejando arañazos amarillos.  A través de ellos, se vislum­braban gránulos de polvo suspendidos.  La primera hora estaba destinada a trabajo en grupo.  Las chicas se reunieron de a cinco en torno a cartulinas y lápices de colores.  María se adjudicó la tarea de redactar el texto que explicaría las ilustraciones del mural a confeccionar.  Un bullicio tortuoso inundaba el aula.  La profesora estaba inmersa en un lío de papeles, ausente bajo sus gafas alargadas que resbalaban continuamente hacia la punta de su nariz generosamente larga y perfectamente estrecha.

El color del lápiz negro presagió la batalla.

–Marina, pásame mi lápiz –pidió María.

–¿Éste? –y señaló uno algo apartado.

–Sí, claro.

–Si acaso te lo presto.

–Es el mío, ¿no?

–Claro que no.

–Acabo de dejarlo en la mesa, Marina.

–¡Éste es mi lápiz!  ¿O no ves que está marcado?

–Sí, con una eme.

–De Marina.

–Sabes que yo también lo marco con mi inicial.  Y esa es mi letra, ¿no es así? –preguntó María a sus compa­ñeras, esperando conformidad.

Ninguna contestó porque palparon la tensión.  Tres muchachas se convirtieron en mudas espectadoras, ame­drentadas por la disputa.  Adivinaban un motivo arras­trado, que ahora destapaba la propiedad de un lápiz negro.  La discusión creció, tenían los rostros desenca­jados, golpeaban las mesas, agitaban los brazos y afilaban sus miradas.  El bullicio tortuoso amortiguaba el volumen de las voces.  Nacieron insultos, resurgieron diferencias pasadas, crearon mentiras malintencionadas.  Una y otra turnaban sus palabras, haciéndolas salir como agujas de unos labios arqueados.  El lápiz negro estaba olvidado sobre la mesa, mientras la batalla verbal se encarnizaba.  Y comenzó a ser cruel. 

Cuando el furor hacía temer el peor desenlace, vino el silencio.  María liberó su cara de la melena negra y, con sus ojos encendidos en un brillo hiriente, calló.  Había escuchado:

–¡Tú eres una hija de ramera, una inclusera, una expósita!  ¡A ti te recogieron de la calle... porque tu madre era una furcia barata, una puta!  ¡Apártate de nosotras!  ¿Qué quieres, ensuciarnos con tu mierda?  ¡Lárgate con las de tu especie!  La calle es tu casa y tu trabajo.  Vete a la esquina y encontrarás tu verdadera vida.  Allí estarás a gusto.  ¡A lo mejor encuentras a tu verdadera madre!

Pareció que el bullicio cesaba para que todos los oídos escucharan aquellas palabras.  María cerró los puños.  Debía destrozarle la cara a golpes, arañazos y dentelladas, pero mantuvo su furia en una tensión conte­nida.  Esas frases, solamente las primeras, las únicas que oyó porque ya a las demás había cerrado su entendi­miento, le hicieron renacer todas las preguntas oscuras sobre su pasado.  ¿Por qué mi álbum de fotos comienza cuando yo tenía cuatro años?  ¿Dónde están los recuerdos de mi bautizo?  ¿Qué ha sido de mi ropa de bebé?  ¿Por qué mis padres son tan mayores?  ¿Por qué no tengo hermanos?  Los interrogantes rebotaban en su cerebro.  ¿Eran aquellos insultos la respuesta?

El ágil repaso a su recuerdo no le hizo olvidar su batalla pendiente.  Dejó de lado sus vacilaciones, esquivó el dolor de su rostro y para dejar su lucha zanjada, for­mando una espada con sus labios, esgrimió:

–¡El mundo está lleno de rameras!  Y tu familia no se salvará de ellas, y no porque sean furcias de esquina, sino porque están llenas de porquería en sus entrañas, tanta como la que mandas por tu boca y que te ensucia desde la frente hasta las puntas de los pies.

Sus ojos mostraban odio pausado.  Había pronun­ciado sus palabras lentamente, machacando cada afirma­ción, impregnando de fuego cada frase, sabiendo que su mirada apoyaba a sus labios para herir con saña.  Conte­niendo las lágrimas, solicitó permiso para salir de clase... y el pasillo se convirtió en mudo espectador de su llanto silencioso.  Paseó por él segundos eternos, el reloj se había parado en su interior con el dolor en el alma por haber escuchado esa verdad sospechada.  No intentó apa­gar su amargura, apoyó su frente sobre el cristal de una ventana y cerró los ojos para exprimir las lágrimas que desahogaron su impotencia.

Cuando su lloro cesó, con la cabeza alta y tomando valor de las baldosas amarillas, encontró una vía para la respuesta.

Llegó ante la puerta grande de hoja doble y recién pintada, sobre la cual el cartelito informaba: Dirección.  Llamó con dos golpes decididos y una voz seca dijo: “Pase”.

Al abrir el pomo, clavó sus uñas en el metal hasta sentir que se le quebraban.  Atravesó el umbral con ener­gía fingida y se dirigió hacia la mesa de patas talladas.  La directora levantó la vista y esbozó una sonrisa sincera:

–María, mujer, ¿cómo no estás en clase?

–He pedido permiso para...

–Cuéntame, cuéntame –solicitó la directora con tono maternal.

Ella debía saber todo, era amiga y confidente de su madre, se visitaban con asiduidad y compartían su edu­cación.  María estaba segura de que aquella mujer cari­ñosa le resolvería sus dudas.

Titubeó.  Temía expresarse mal.  Aun en su confianza, la mujer le imponía respeto, allí sentada, en el despacho amplio, tras un gran ventanal que hacía destellar su figura.

–¿Quiénes son mis padres?

El rostro enjuto perdió su compostura.

–¡Qué idiotez, María!  ¿Quiénes van a ser?

–Sé que no vivo con mi verdadera familia.

–¡Por Dios!  ¿Cómo puedes pensar eso?  Sabes que tus padres son... tus padres... los que conoces.

–Soy adoptada, ¿no es eso?

–No, mujer.

–Lo sé, no puede negarlo.  Usted también debe saberlo y quiero que me diga todo sobre mí.

Las explicaciones siguieron titubeantes.  En las pala­bras de la directora se encerraba sorpresa y temor.  No era posible que se hubiera enterado.  Nadie lo sabía.  El secreto estaba celosamente guardado.

María salió del despacho y mientras caminaba por el pasillo, la ruleta del teléfono repiqueteó.

–Soy Prudencia.  He hablado con María y he descu­bierto que sabe de dónde viene o, por lo menos, lo adi­vina.  No conoce detalles, pero en lo esencial no está equivocada.  No ha querido decirme cómo se ha enterado y ha insistido en pedirme datos que, naturalmente, no le he facilitado, además de negarle todo lo que me insi­nuaba.  Ahora debemos ser discretos y procurar que no le afecte.  Distraedle en sus conjeturas y mantened inflexi­ble vuestra postura.  Es lo que más le conviene.  Ya lle­gará el momento de informarle.

Lanzó un suspiro.  La carga había cambiado de sostén.

Las nubes se erizaban en lo alto y habían vencido al sol.  El día ya era gris y el viento silbaba notas de tor­menta.  Todo se nublaba.  María salió del colegio y deam­buló por las aceras sin prestar atención a los saludos.  Supo mentira en las palabras de la directora, creyó ciertos los insultos de Marina.  No, no podía ser verdad.  Al mirar a su pasado con la certidumbre de saberse en un hogar extraño, se sintió intrusa.  Le era imposible imaginarse unos rostros ajenos a ella para identificarlos como sus padres.  No podía creerse abandonada y despojada de sus raíces.  No podía ver a sus tutores como seres que no tenían nada que ver con su llegada al mundo...  Caminaba absorta, sin nubes, sin cielo, sin viento, sin sol...

La inercia le llevó a tomar el camino cotidiano.  Quizá había vagado horas por las calles igual que si hubiera caminado sobre polvo y piedras o brasas y agujas.  Lle­gaba al hogar de siempre y, frente al portal, todo le pare­ció sin relación con ella.  Pensó que vivía allí por compa­sión de un matrimonio y sentía herido su orgullo.

Sus padres le esperaban con su amor paternal muti­lado.  Sin permitirle siquiera saludar, su madre le exigió:

–¿Quién ha sido?  Di, ¿quién te ha dicho esa barbari­dad, esa mentira tan sucia?  ¡Dínoslo, porque se acordará de morderse la lengua toda la vida!

Guardó silencio unos segundos, electrizó la mirada y, con tranquilidad en los labios, desprecio en su corazón e ironía en sus palabras, contestó:

–Mamá, tú me enseñaste lo que es mentira y lo que es verdad, ¿recuerdas?  Sé distinguirlas… no quieras que el pasado sea como tú quieres que sea. Me imaginé la reali­dad hace tiempo, comencé con unas dudas vagas, que siempre apartaba, y por el respeto que me unía y me separaba de vosotros, nunca me atreví a preguntaros.

–¡Indigna!  Eres indigna de esta casa.  ¡Dinos, di quién te lo ha dicho, quién ha sido, quién se ha atrevido!  ¡Dímelo, que le arreglaré bien las cuentas por mentiroso!

–¿Qué importa?  ¿Acaso te solucionaría algo?  Provo­carte alguna histeria y algún enemigo.  No merece la pena que sepas quién ha sido más valiente y sincero que voso­tros.  Ni esa persona ni tú lo merecéis.

–¡¡¿Quién, quién ha sido?!! –continuaba exigiendo la madre, mientras golpeaba el rostro de María con fiebre de venganza.

El padre se había quedado apartado, observando la escena con lágrimas en las mejillas, sintiendo la falsedad con la que estuvo siempre en desacuerdo.  Recordó a la pequeña niña que escogieron casi al azar en un hospicio carcomido por la humedad y el descuido.  Recordó cómo María se escondió tras una columna cuando los vio apa­recer.  Recordó cuánto calló durante las primeras sema­nas y cómo sus bromas y regalos le hicieron recuperar esa alegría innata que ya nunca perdió, y de la que él, sobre todo, supo disfrutar con el mayor amor del mundo.  Aquella niña había crecido, pero no querían entender que pensaba por sí misma y que debía decidir su futuro con el conocimiento de la verdad.  Pero tenían miedo a perderla.  Habrían dado la vida por explicarle la historia completa porque era su derecho y porque no podía soportar aquella batalla que presenciaba entre sus dos seres más queridos.  Se lo habría contado con suavidad, con la comprensión necesa­ria, intentando endulzar con el cariño y la bondad el trago amargo y doloroso... pero nunca envuelto por la crueldad de aquel instante...  Era un hombre de palabra y hacía años acordaron un hermetismo total sobre el asunto.  Su deseo de silencio era firme, aunque lo sabía injusto.  Estaba atrapado.  Salió a la calle con la mirada perdida mientras reflexionaba sobre cuál debería ser su peniten­cia por el pecado cometido.

A partir de aquel instante, María se fabricó rostros para elegir el de la mujer que le dio la vida.  Con esos bocetos, intentó conocerla, sentirla madre y descubrir los motivos de su huida.  Ese rostro moreno, altivo, radiante, le perseguía en las horas de soledad.  Creó unas manos cálidas que le acunaban en el llanto y escuchó el sonido de una voz relajante cantándole una nana.  Pero  tras esa ternura surgía odio y ansia de venganza al saberse aban­donada.  No podía llamarla madre.  El paso de un senti­miento a otro se hizo imprevisible e irrazonable.  Quería vencer al rencor, pero su intento resultaba vano.  A cada instante, llegaba a su mente una imagen desgarradora: la madre abandonando a su hija.  Se sen­tía basura de amor... y, sin embargo, “esa señora” le apa­recía como luz de consuelo en cada momento desdichado.

Jamás pudo comprender por qué el recuerdo de su padre le venía estable y sin rencores.  Llegaba hasta ella con potestad.  “Un hombre bueno”, pensaba.  No cabía la culpabilidad en él, era incapaz de acusarle.  “Quizá ni sepa de mi existencia, quizá ni sepa que de un instante de amor nació una mujer que a veces llora en silencio”.  Imagina en ese hombre las cualidades paternales y se siente digna de él.  Lo supone desamparado, solo y dis­puesto a abrirle los brazos cuando ella se acerque.  María le daría su amor filial sin condiciones.

Marchaba hacia el colegio en una mañana fría.  Enfrente, a lo lejos, caminando hacia ella, vio una mujer morena.  A cada paso, cada vez más cerca, percibía unos ojos vivos, una mirada dulce, unos ademanes enérgicos.  Su corazón se agitó.  Sintió la tentación de correr hacia su regazo, apoyarse en su pecho y susurrar: “Mamá, mamá, por fin estás aquí...”.

Giró bruscamente y se alejó con rapidez. 

Aquel día en clase viajó lejos de las aulas.  Su alma se llenó de lágrimas mientras removía sus conjeturas y recordaba la infancia junto a sus tutores.  Con ellos repasó: dureza, imposición, castigos... sonrisas, cariño, generosidad...   Una educación severa y cálida...  Y así sentía su ternura encerrada entre paredes de plomo.  Añoró el abrigo de un hogar alegre y entendió que esa ausencia labraba su marca.  Evocó la imagen de la mujer morena y quiso alojar en ella sus caricias, sus inquietu­des, sus confesiones... pero de inmediato volvió el rencor.

Aquella noche se revolvió en la cama, golpeó la almohada con sus puños, arañó la colcha... y rendida por el esfuerzo, se durmió.

“... Una mujer morena caminaba entre nieblas.  Vestía velos transparentes que bailaban lentamente al son de sus pasos.  Abría los brazos pidiendo la cercanía de un ser.  Cantaba.

“... Manaba el sollozo angustiado de un recién nacido.  La mujer quería alcanzar los sonidos del bebé, pero la nube flotaba sin rumbo, el bebé se hacía niña y crecía, crecía hasta que sus cabellos negros cubrieron sus hom­bros mientras le temblaban las manos pidiendo abrazos.  La nube se deshacía y en el rostro adolescente unos ojos negros derramaban lágrimas de adoración.

“...  Las dos mujeres unieron su son en una misma balada, pero sus voces se diluían entre el viento y los truenos.  Sus dedos entrelazados sentían calor de la misma sangre y el cielo se abría.  Cuando la nube desapa­reció, la niña ya había crecido tanto que comenzó a caer.

“... Atravesaba un túnel a gran velocidad, quizá el túnel del amor perdido.  Vio rayos de luz entre las tinieblas, escuchaba melodías dulces y aullidos de lobos, sentía caricias y desdenes.

“... Se detuvo en el destino negro, pero la luz se dio.  Se encontraba en una selva virgen: enrejados de lianas como brazos gigantes, sonidos de gargantas profundas, chapoteos gelatinosos, horror.  Huyó asustada y monstruos deformes pugnaban por alcanzarla.  Al volver atrás la mirada, sus perseguidores se habían convertido en animales salvajes que mostraban sus garras para rasgar su piel.  Cuando se alejó de la selva, estaba huyendo de perros hambrientos que perdían su tamaño en la distancia.  Allá delante, terminaba la llanura con edificios llenos de colores.

“... Un avión atravesaba el cielo.  Lanzó una señal y las tropas invadieron el silencio.  Gritó aterrorizada y corrió para llegar a la ciudad...  Estaba desierta... Un rumor de masas se acercaba por sus lados, oía chasquidos de metal.  Miles de brazos la agarraron, no tenía fuerzas para luchar y querían aplastarla.

“... Por encima de la multitud caminaban dos seres impertérritos.  Separaron todos los brazos y con poder infinito la tomaron sin daño.  Se acurrucó en sus regazos.  Eran sus padres de siempre, los de adopción.

 

La revelación

Para cumplir unos trámites, María necesitaba una partida de bautismo.  Al solicitarla, habría conocido su verdadera filiación.  De ahí nació el motivo para sacar los papeles amarillentos.  Los padres dieron por supuesto que la muchacha conocía su procedencia, a pesar del silencio a lo largo de los años.  Aquella compañera de colegio había liberado de una carga al matrimonio y aún agradecieron el dramatismo siguiente porque les evitó liberar la verdad.  Pero ahora se convertía en inevitable.  Debían revelar el secreto y lo hicieron con vergüenza.  En los días siguientes, como conversaciones intrascendentes, como si todo hubiera estado sabido desde el principio de los tiempos, ellos fueron contándole pequeños detalles que no estaban escritos en aquellos documentos.

María nació en la Maternidad Provincial, una institu­ción benéfica situada en el Casco Antiguo de la ciudad.  Allí no hacían preguntas a las próximas madres.  Acogían mujeres en dudosa situación legal, con pocas posibili­dades económicas o que debía ocultar el alumbramiento.  “Aquella señora” cruzó la puerta de la Maternidad un veintidós de mayo.  Horas más tarde, casi de madrugada, daba a luz una niña que a la semana siguiente recibía el bautismo en la capilla de otro hospital cercano.  La inscribieron en el registro con el nombre de María de la Luz, a elección de la madre.  Y ya su historia se corta hasta tres años después, cuando un matrimonio impedido para tener hijos movía sus contactos para conseguir la adopción de una niña.  A casi cien kilómetros de la ciudad existía un hospicio.  Cumplieron los requisitos legales y se dirigieron a la madre superiora para elegir la niña ade­cuada.  “Esta rubita es una pocholada, señora, hacendosa, simpática, buen comportamiento...”.  Tras una columna, se escondía un pequeña pizpireta que escuchaba la con­versación.  La mujer se dio cuenta y la niña se escabulló.  “Niña, no molestes”, gritó la monja.  “Quiero ver a esa niña”, exigió la mujer.  “Es muy traviesa, feíta...”.  “Quiero verla”.  “María, estos señores quieren conocerte, acér­cate”.   El matrimonio la miró con dulzura.  La pequeña agachó la cabeza y les envió una mirada temerosa.  “Prepare los papeles.  Me quedo con ella”.

Al día siguiente de leer los documentos cuarteados, acudió a por la partida de bautismo.  Se hizo el firme pro­pósito de no caer en la agitación o en la nostalgia.  Cami­naba distendida y se detuvo ante la puerta sombría de la Maternidad.  Imaginó una enfermera correteando por el pasillo para avisar al médico de que todo estaba a punto para el parto.  Evocaba a “esa señora” con ella en los bra­zos, todavía unidas las dos.  Pensó en su padre, quizá también estuvo allí, y se preguntó si trabajaría en la Maternidad alguna persona que les atendió.  Quiso entrar... pero caminó hacia la parroquia del Hospital.

La placa de la entrada decía: Hospital Real y Provin­cial de Nuestra Señora de Gracia.  Atravesó una puerta giratoria y se dirigió hacia la recepción.  Preguntó por el encargado del Registro Parroquial y le indicaron dónde se encontraba la capilla.  Caminó por un pasillo espacioso y llegó hasta una pequeña puerta.  La abrió con energía y accedió al lateral de una fría sala iluminada por un único haz de luz que bajaba desde la claraboya hasta la pila bautismal.  La pared de la izquierda, tras el altar, estaba presidida por un crucifijo con un Cristo torturado que perdía el rostro hacia el suelo.  En la lúgubre sala se encendieron de nuevo las luces de su imaginación:

“... Una joven señora con pulcra cofia y uniforme azul acunaba una niña en sus brazos.  La niña lloraba.  Sobre el chal, asomaba un incipiente cabello negro.  La capilla estaba vacía.  El sacerdote esperaba junto a la pila.   La joven señora caminaba lentamente.  Los pasos sonaban terroríficos.  No había nadie, nadie que sonriera porque el reino de Dios acogía un nuevo súbdito.  El sacerdote tomó el agua bendita y, mientras la derramaba sobre el cabello negro, callaron los sollozos: ‘Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.  Amén‘.

Después de detener unos segundos su mano sobre un picaporte desconchado…

–Buenos días, señorita, ¿qué desea?

Ante ella se presentó un hombre maduro, de aspecto apacible.  Ningún atributo le caracterizaba como sacerdote, pero se podía intuir por sus ademanes y su voz calmada.  María se dirigió hasta él y le preguntó:

–¿Es usted el encargado del Registro Parroquial?

–Sí, hija, soy el párroco.  ¿En qué puedo servirte?

María dejó pasar un silencio.

–Necesito una partida de bautismo.

–¿Traes los documentos?

–Aquí los tengo.

El sacerdote leyó de soslayo y adivinó por qué María se comportaba con acritud.

–Bien, pasa a mi despacho –la condujo hasta él–.  Debo ir al archivo. Vuelvo ahora mismo.

La habitación era sobria; el silencio, exasperante.  María, sola en la espera, se esforzó en observar los libros sagrados, los teológicos, las comunicaciones parroquiales, los picados de la mesa... para mantenerse alejada de sus fantasías.  En cada objeto quería ver sinceridad.  La necesitaba, estaba segura de haber encontrado el auténtico camino a sus respuestas.

Chirrió la puerta y apareció el párroco con un sobre blanco.  Apenas miró a la muchacha.

–Esto es lo que consta en nuestros archivos.

El sobre contenía unos papeles desgastados.  María los tomó ocultando su ansiedad.  Podían revelarle su secreto... y habían estado allí escondidos casi veinte años, sin valor para nadie.  Leyó, sereno el rostro, ávido el cora­zón.  Conforme las letras machacaban su cerebro, convertía el semblante en un río de lava.  Al terminar, exclamó:

–¡¿Cómo es posible?!  Aquí no dice nada.  No hay cuatro palabras.  En los documentos que he traído existen más datos que en estos papeles.  Esto es...

El sacerdote contestó sin perturbarse.

–No tienes por qué preocuparte.  Tengo poder para extenderte una partida de bautismo con los nombres de tus padres y abuelos adoptivos y con los padrinos que tú dispongas.

–Sería una mentira.

–Es cierto.  Pero es legal.

–¡Al diablo con la legalidad!  Quiero saber quién soy.

–Venías a por una partida de bautismo.

–Un partida de bautismo verdadera.

–De forma que te diera datos sobre tu procedencia –adivinó el párroco.

–Exactamente.  ¿Es eso un delito?

–No, María, pero aquí no existen más datos.

–Y, ¿en otro lugar?

–Quizá en el Registro General de la Maternidad, pero sin alegar motivo justificado no podrás acceder a la información.  Si deseas ampliar algún detalle, tendrás que dirigirte al Registro Civil y dudo que encuentres algo más de lo que ya sabes.

María contenía la cólera.  Le enfurecía pensar en el fracaso de esta oportunidad.  No podía acabar así, con unas respuestas tan simples y vacías.

–Padre, es imposible que no haya más datos.  Me bautizaron en esta capilla, la mujer que me dio a luz ins­cribió su nombre en estos registros...  ¿Es que nadie pensó en mí?  ¿Nadie pensó que un día aquella niña se haría mujer y querría conocer los detalles de su histo­ria...?  ¡Claro, el más débil es más fácil de apartar!  Se protege al pecador y se olvida al inocente.

–Mira, hija, no debes exaltarte.  Resígnate.  Estos son todos los datos que yo poseo y que puedo proporcionarte.  En caso de que existieran más, y lo dudo mucho, en la Maternidad o en algún otro Registro, no tienes poder legal para acceder a ellos.  Esos datos, según la ley, son secretos ante todas las peticiones.

–Y ¿para quién los guardan?  ¿Quién tiene más dere­cho que yo a conocerlo?  El poder legal no tiene nada que ver con el deber moral.  Además, como usted podrá com­probar en mis documentos, o quizá ya sepa, hay una cláu­sula que me permite indagar acerca de la identidad de mis padres biológicos.

El párroco no perdía su aspecto tranquilo.  Estaba acostumbrado a escuchar los motivos de María.  En su Registro, archivaba muchos casos como el de ella y todos los inscritos estaban obligados a volver algún día por su parroquia.

–Escucha, María.  Esa cláusula permite investigar, pero no me obliga a mí ni a nadie a quebrantar la ley.  Todo derecho está recogido en las leyes y, en este caso, existe una norma que niega tu pretensión.

–¡Vaya!, justa ley que niega a una hija el conoci­miento de la mujer que la engendró.  ¿O no tengo derecho a conocer datos de “esa señora”?

Al escuchar estas palabras con tono de desprecio, el sacerdote perdió su cariz apacible y le recriminó:

–No puedo permitirte que nombres así a tu madre.  ¿De dónde tomas el apelativo de “esa señora”?  Esa mujer que te engendró es tu madre por encima de todo y de todos.  Debes darle las gracias por haberte dado la vida que hoy me estás demostrando.  Ella puso su semilla para crearte y la cultivó para que se convirtiera en fruto.  Debes agradecerle que no truncara su gestación, que no te abandonara en el limbo, y debes alabarle por darte la luz de Dios y el calor del mundo, ten por seguro que con el mayor de los cariños.

¡Cuántas veces pensó que esa posibilidad debería haberse cumplido!  ¡Cuántas veces creyó que habría sido todo más fácil si se hubiera quedado en ese limbo de los no nacidos!  Felicidad para todos, incluso para ella que no tendría que enfrentarse a sus continuos problemas.  Tranquilidad para “esa señora”, que la habría llorado unos días quizá y después la paz.  Unos minutos y todo solucionado.  Sin embargo, ahí estaba la paradoja: “Si quería negarme su amor de madre, ¿por qué traerme al mundo?...”.

–Padre, esa señora no es mi madre, es la mujer que me parió.  Mi verdadera madre es la que me recogió de los escombros, la que con su amor de mujer sin hijos me tomó como tal y me dio, sin esperar nada a cambio, su protección y su cariño.  Mi verdadera madre es la mujer que me vistió y me alimentó, la que se negó placeres para mantener vivas mis ilusiones, la que me arropó de los fríos de la vida y a la que, a pesar de sus errores, yo quiero como tal, como madre.

Habló de corazón.  Nunca había descubierto la admi­ración y el cariño que profesaba a su tutora.  Nunca lo había pronunciado, porque en sus vacilaciones cambiaba el amor en falso odio de mujer enardecida.

–No es censurable tu razonamiento, hija, y te com­prendo.  Pero ten en cuenta que, ante Dios y ante los hombres, madre sólo existe una y madre es la mujer que nos da la vida.

–Cierto.  Yo tengo sólo una madre, porque la mujer que me ha dado la vida no tiene nada que ver con aquélla que me engendró.  Dar la vida no es parir.  Dar la vida es dar amor.

Cerró los ojos con fuerza.  Dudó si se había traicionado.

El sacerdote guardó silencio, herido, vencido.  Envió su mirada al suelo:

–No reproches nada a tu madre, porque no conoces qué le impulsó a dejarte en aquel orfanato.  Quizá ella pensó que no podía darte lo que siempre había deseado dar a una hija, quizá creyó que nunca alcanzarías la feli­cidad a su lado y quiso proporcionarte un medio válido para lograrla.  Si una madre actuó así, su dolor de cora­zón fue y será mayor que el que tú llegues a sentir durante toda la vida.

–Quizá “esa señora” pensó que una hija en sus condi­ciones suponía un estorbo, quizá pensó que dar algo por aquella niña era imposible para su egoísmo, quizá creyó que aquel ser resultaría una carga para conseguir sus deseos y ni siquiera tuvo el valor de no dejarme nacer...  Sin conocerla no podemos asegurar que nuestros razo­namientos sean los verdaderos...  No, padre, no reprocho nada a “esa señora”.  Mis gracias a ella son infinitas  porque vivo.  Solamente quiero decirle que nunca será mi madre, porque mi madre es otra mujer.

No hubo más palabras.  El silencio aumentó la sobriedad del despacho.  La despedida fue innecesaria.  Ambos quedaron dolidos al repasar una situación tan cruel.  Ninguno convenció al otro, pero el sacerdote comprendió que María eligió hacía tiempo, que unas palabras para mitigar una culpa no podían esconderla, evitarla o empequeñecerla.

María salió decidida del Hospital.  Caminó hacia el Registro Civil.  Quedaría escrito que sus padres eran Tomás y Josefina, el matrimonio que la recogió del orfa­nato con alegría.

Nada había cambiado.  Volvía a su quehacer coti­diano, al silencio de su hogar, a la alegría de su ambiente exterior.  La vida continuaba, sus dudas continuaban.  No podía amar desinteresadamente a su madre adoptiva y tampoco era capaz de despreciar a “esa señora” como merecía.  Aumentó su poder de evasión, sabía esconderse de sus conjeturas.   Cuando le asaltaban, utilizaba sus gentes y sus lugares para olvidar.  Pero la soledad era inevitable y en la noche siempre durmió con sensación de desamparo.

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