Blogia
Molintonia

Aurora conmigo

Su automóvil se había parado a la salida de una curva después de que el motor le amagara varias veces.  Cuando aceleró y no le respondía, dejó que se deslizara por un camino de piedras hasta que el paragolpes dio contra una roca negra.  El cielo oscuro presagiaba temporal y empezaron a caer gotas sueltas.

A su izquierda se extendía un campo pequeño, yermo, con árboles en las lindes y tras ellos discurría el cauce seco de una acequia.  Se olvidó de la avería y salió a pasear por el erial con las manos en los bolsillos. 

Parecía despreocupado, sin culpa. 

Pisó los hierbajos, pateó los charcos y metió sus zapatos en el lodo. 

¡Tantos avisos como tuvo!... tantas veces como hizo propósito de la enmienda, y ahora...  su casa estaría repleta de policías, las balizas destellando frente a su jardín, habrían acordonado la zona y los vecinos se extrañarían de tanto despliegue sin causa aparente. 

Las luces de los coches sorteaban los troncos para ir a clavarse en sus ojos.  Había atravesado todo el campo, tenía la ropa húmeda y el barro cubría ya los bajos de sus pantalones.  Cogió una hoja de la morera próxima, mordió su tallo, inspiró profundamente y expulsó el aire con lentitud.

  ***

Ser el único hijo del juez de la comarca era casi siempre un privilegio.  Quizá en alguna ocasión le mirara con rencor el hijo de algún condenado por su padre, pero siempre solía resolver la situación con su elocuencia.  Estudió en el colegio de curas, los dominicos, y no tenía quejas, puesto que su madre le había inculcado un fuerte sentido de independencia, y así pudo saltarse a la torera las enseñanzas que no le interesaban.  Aprendió en la mesa a asentir ante las observaciones de su padre y a  olvidar los consejos o reprimendas para seguir haciendo lo que le venía en gana.  Calculaba con exactitud las calificaciones a conseguir para no desairar a sus progenitores.  Estudiaba lo justo para el sobresaliente en Física, Historia, Matemáticas y Lengua Española, y se desentendía de la Religión, la Educación Física, el Latín y el Francés.  Sabía encubrir perfectamente sus mínimos esfuerzos.  Sólo un año quiso alcanzar el Premio de Honor, pero se alió con la mala suerte y la hepatitis le truncó su deseo.  Renunciaba todos los años a ser delegado de curso, aunque se erigía en más de una ocasión líder de cualquier reivindicación que nada tenía que ver con él.  En clase, siempre pasaba desapercibido, sentado en la última fila, silencioso, abstraído, hasta que el profesor le hacía alguna pregunta para despertarle de su letargo, y él contestaba: “Creo que no le he entendido muy bien. ¿Sería usted tan amable de repetir, por favor?”.  Nunca dejó de contestar, aunque sus palabras poco tuvieran que ver con la demanda.

A pesar de su don de gentes, sólo compartía el tiempo libre con dos amigos, y no precisamente sus competidores en calificaciones.  Eran muchachos mediocres, a los que dejaba copiar en los exámenes, permitía mandar en los recreos y  a los que dominaba con una simple sugerencia.  Formaban un triunvirato alejado de los demás que intervenía en los asuntos más dispares y estrambóticos.  No admitían réplicas a sus actuaciones, y una sola vez utilizaron la fuerza para imponer su criterio.  Ahí demostró Armando que, a pesar de su aparente pasividad, escondía un luchador enconado, cruel y febril.  Con una ligera provocación, inició un ataque sanguinario contra el primer adversario que encontró, sin importarle a quién dirigía sus puños ni cuál era la intensidad de su agresión.  El rival quedó con la cara ensangrentada, el labio roto, la ceja partida, tumbado en el suelo suplicando clemencia.  Cuando Armando volvió en sí, se estremeció, pero en unos segundos recuperó su postura erguida y pareció decir: “Tuya es la culpa”.  Aceptó con resignación, pero sin arrepentimiento, los castigos del director y de su padre.  A partir de entonces, se unió mucho más a sus dos amigos.  Al terminar octavo, ellos no siguieron el bachillerato.  No le importó y nunca más volvió a verlos.

Su padre pretendió inculcarle el sentido estricto de la justicia marcándole pautas de comportamiento rígido y enseñándole un acatamiento feroz a la ley establecida.  Quería de su hijo un juez ejemplar. 

Pero Armando sabía que nunca podría ser justo, ya desde aquel  mediodía, cuando perdió el respeto por la figura de su padre como defensor de la justicia.  Más tarde comprendió que ese episodio fue el aborto de su vocación infantil. 

Era el verano de sus nueve años y se celebraban las fiestas mayores.  Su prima Isabel pasaba todos los años dos semanas en casa durante el mes de julio.  Tenían la misma edad y se compenetraban a la perfección: él no jugaba a pistoleros y ella olvidaba las muñecas.  Celebraban un juicio en la cocina.  Armando se sentaba en la mesa a modo de estrado del tribunal.  Cómo no, ejercía de juez.  Isabel actuaba de abogado defensor.  El osito de peluche estaba acusado de comerse las natillas, preparadas por mamá para la merienda y escondidas en el frigorífico tras una cacerola.  La prueba número uno, la fuente de cristal con algunos restos de su contenido, se presentaba ante el tribunal.  El juez ordenó colocarla sobre un taburete.  Isabel solicitaba piedad, pero ante la evidencia el juez debía mostrarse inflexible.  Los alegatos de la defensora fueron refutados uno a uno sin remisión.  Caso resuelto: el reo cumpliría condena encerrado en el armario hasta la semana siguiente.  Isabel se rebeló, pidió apelación inmediata, cuestionó la competencia del tribunal, se encaró con el juez y tropezó con la prueba número uno.  Cayó al suelo hecha añicos.  En ese momento, papá entraba en casa, serio, como siempre.

–Isabel, has roto la fuente –saludó.

–Ha sido sin querer, tío.  Estábamos jugando.

–Has roto la fuente.  Nunca debiste colocarla en ese taburete.  Una fuente debe estar en su sitio y no se utiliza para jugar.

–Era la prueba de un juicio... –sollozó Isabel.

–Papá, ha tropezado.  No quería romperla –intercedió Armando.

–Has sido negligente.  Tu acción merece un castigo.  Esta tarde te quedarás sin salir de casa.

–¡No, esta tarde no! –suplicó Isabel.

Aquella tarde se celebraba la gran fiesta infantil.  Los dos formaban equipo en la carrera de tobillos atados.

–Esta tarde no, papá –exigió Armando apretando los dientes.

–Está dicho.  No hay más que hablar.

–Esta tarde no, papá.

–No repliques.

–¡Te he dicho que esta tarde no! –gritó.

El juez se dio la vuelta haciendo caso omiso de los sollozos de su sobrina y de las protestas de su hijo.  Armando se lanzó hacia él, ofuscado, sin pensar un segundo, con los ojos encendidos en cólera y el rostro congestionado.  Agarró los pantalones de su padre, le golpeó la espalda, le mordió las nalgas...  El juez gritó y se giró.  Armando cayó al suelo y desde allí lanzaba patadas a las espinillas sin alcanzar su objetivo.  El padre se agachó, le cogió del jersey para ponerlo en pie y le lanzó un revés.  Armando se calmó.

–No es ésta la reacción que podía esperar de ti, hijo.  Siempre pensé que deseabas ser juez.  Hoy has perdido la paciencia y el respeto, cualidades que en el tribunal deben permanecer inalterables.  Jamás cuentes conmigo si deseas seguir esta vocación.  Serías un mal juez.

Se dirigió hacia el dormitorio y desde la puerta, auguró:

–Y si no te dominas, podrías ser tú el juzgado.

 ***

 La lluvia no cesaba de caer.  Armando miraba a lo lejos buscando un reflejo que le permitiera observar el camino recto de las gotas diminutas.  Se había apoyado en un tronco y los salientes de la corteza se clavaban en su espalda.  El tallo de la hoja de morera estaba resquebrajado por la presión de sus dedos.  Tenía los pies ligeramente hundidos en la tierra húmeda.  No quería moverse, se anclaba en el espacio y en el pasado lejano, huyendo de su crimen por temor a revivirlo y a permanecer impasible.  La fiebre indómita le había perdido, la debilidad de su autocontrol le venció y era imperdonable.  Se conocía lo suficiente para suponer que algo así podía ocurrirle y, sin embargo, nunca decidió buscar el remedio.  A cada imagen, resbalaba y se reclinaba más y más.  Acabó sentado sobre el polvo húmedo cobijado por la morera.  Volvió a abstraerse para buscar un claro de luna a través de las gotas impenitentes.

El chasquido prolongado de unos neumáticos le devolvió a la realidad.  Se levantó y comenzó a sacudirse la trasera de los pantalones arrastrando la palmada para producirse picor.  Alargó suciedad imaginaria por las perneras y siguió castigándose.  Los golpes le lastimaban, pero cada vez surgían más rápidos, más fuertes y buscaban el lugar donde producían más dolor.  Le detuvo un destello en la carretera.  Se irguió como un resorte y miró desafiante hacia la luz.  Pensó que le habían encontrado, que su crimen estaba descubierto, que ya conocían su culpabilidad... pero los haces se perdieron en una curva.  Se mantuvo pasivo, sin inmutarse, no temió la detención.  Quizá deseara el encuentro con la Policía, con su culpa o con su castigo.  Pero entonces, ¿por qué no volvía a la ciudad?, ¿por qué escapó de su casa?  Se asombraba al recordar cómo salió hasta el porche y cómo golpeó con rabia la barandilla hasta que cerró los ojos con fuerza y consiguió la calma.  Y allí, en lugar de analizar su acto de locura, decidió seguir un impulso que le llevó hasta la puerta del garaje para tomar el automóvil y arrancar despacio, muy despacio...

Avanzó unos pasos hacia la carretera, pero el campo era un lodazal y patinaba en cada apoyo.  Acomodó una piedra junto al tronco y volvió a sentarse con los talones unidos, los codos apoyados en las rodillas y los dedos entre sus ojos y las gafas.  Sintió deseos de vomitar.  El sabor agrio le hizo escupir.  Estiró las piernas y apoyó la cabeza en el tronco.  Tomó sus lentes y pasó lentamente el pañuelo blanco por los cristales.  Al elevarlos para comprobar que habían desaparecido las gotas, se quedó observando las hojas de la morera.

 ***

 Un domingo, acudieron al paseo de La Merced para caminar entre los comerciantes trotamundos que montaban sus tenderetes en hilera.  Papá advirtió en casa: “Nada de compras.  Consideradlo una visita de reconocimiento”.  Mamá le miró reprochadora.  Estuvo a punto de cumplirse la orden del juez, pero un muchacho, separado de la multitud, ofreció a su esposa: “Señora, ¿quiere comprar gusanos de seda para su hijo?”.  Y ella recordó con qué ilusión cuidó en su infancia de cientos de gusanos en una enorme caja de cartón.  Abrió su monedero y pagó, sin mirar al impertérrito juez, por unos cuantos huevecillos.  Armando ni siquiera les dedicó una mirada y, al llegar a su dormitorio, los abandonó en el cajón de los calcetines junto al tirador de gomas que utilizaba para romper los cristales de la fábrica abandonada.  Al cabo de unas semanas, se preparó una incursión contra las ventanas y debía demostrar que seguía siendo el número uno en puntería.  Acudió a por su arma y, al revolver los calcetines, cayó la tapa de la caja de zapatos.  Los gusanitos negros ya habían salido y Armando miró extrañado cómo trepaban.  Arrojó el tirador sobre la alfombra y corrió hacia la cocina.

–Mamá, mamá, ¿te acuerdas de los gusanos?

–¿Qué gusanos, hijo?

–Los que me compraste.

–¡Ah!, pero los has guardado.  Pensaba que los habrías tirado.

–Tú me diste huevos.  Ahora hay bichos negros pequeñajos.  Se mueven.

–Ya te lo expliqué, pero no quisiste escucharme.  Estos bichos negros pequeñajos, si les das de comer, seguirán creciendo hasta parecer ciempiés y luego se esconderán en capullos amarillos para salir a los pocos días convertidos en mariposas.

–No me lo creo.  ¿Cómo pueden ser mariposas estos pegotillos?

–No son, serán.

–No me lo creo.

–Armando, ¿tú crees que crecerás y que te harás un hombre de provecho?

–Claro.

–Pues por la misma razón los gusanos serán mariposas.

–¿Qué comen, mamá?

–Hojas de morera, hojas de esos árboles de la cañada.

Abandonó la caja de zapatos sobre la lavadora y corrió hacia las moreras.  Agarró todas las hojas que cabían en sus manos, llenó sus bolsillos, las colocó entre la chaqueta y la camisa y volvió a casa jadeante.

Su madre lo recibió con una carcajada.

–¿Dónde vas sin hojas?

–Tienen que comer mucho.

–Se secarán antes de que puedan devorar tres o cuatro.  Dámelas, las dejaremos en el frigorífico, pero deberás traer cada dos o tres días para que puedan comerlas frescas.

Hasta la hora de la cena, se embebió estudiando a los gusanillos, mirando cómo trepaban por las hojas y cómo iban carcomiéndolas.  Seguía pensando que era imposible que esos pegotillos negros se transformaran en cualquier cosa, y menos en mariposas.

A los pocos días, se había olvidado de ellos.  La caja descansaba junto al tostador de pan.  Mamá se encargó de pasear hasta la cañada para reponer las provisiones y vigiló cómo engordaban hasta embutirse en los hilos pegajosos del capullo.

–¡Armando!  Ya tenemos una mariposa.

Le costó dejar sus deberes.  Descendió lentamente por las escaleras con el rostro enfurruñado y miró a su madre con reproche.  Abrió la tapa... y con ella los ojos hasta desorbitarlos al comprobar que sus pegotillos habían crecido, habían cambiado de color y estaban tejiendo una especie de cacahuete blando que iba ocultándolos.  En el centro de la caja, aleteaba una mariposa blanca, fea, gorda.  Examinó el espectáculo ensimismado.

–Mamá, esa mariposa... ¿era un gusano?

–No te mentí, hijo.

–¿Cómo lo hacen?

–Es la ley de la Naturaleza.  Se llama metamorfosis.

Tomó la caja abierta y, sin dejar de observar el descubrimiento, volvió a su habitación, se sentó en la cama y apoyó la morada de los gusanos sobre sus piernas.  Continuó estudiando detenidamente el gran acontecimiento, colocó en la palma de su mano la hoja más grande con los dos bichos que la mordisqueaban, los volteó, presionó sus anillos, los enroscó en sus dedos y los depositó nuevamente en la caja.  La mariposa aleteó y llamó su atención.  La tomó con cuidado y le hizo ocupar el mismo escenario.  La aprisionó suavemente con su dedo pulgar y comprobó un “esqueleto frágil”.  El aleteo le causó una sensación extraña y sujetó los apéndices blancos.  Estiró.  Las alas quedaron pegadas a sus yemas, no podía quitárselas de encima, una a otra pasaban al dedo que más presionaba.  Enfadado, arrojó el bicho mutilado a la caja.  Se levantó y tomó del escritorio dos bolígrafos y la tijera de los recortables.  Preparó el cojín de la silla sobre la alfombra, a modo de reclinatorio, y se arrodilló frente al lateral de la cama.  Vació la caja sobre el edredón y arrancó los capullos para dejarlos en hilera junto a la lámpara de la mesilla.  Una vez preparada la mesa de operaciones, desentumeció los dedos y pasó rápidamente a una investigación concienzuda.  Recortó a la mariposa a lo largo y separó las partes con el bolígrafo azul.  No tenía sangre.  Dejó de interesarle.  La enterró bajo el almohadón y eligió el capullo mayor.  Hizo un pequeño agujero con la tijera, pero terminó por rasgarlo del todo.  Empujó a la larva con un dedo y cayó a la cama.  Casi era mariposa.  La analizó con detenimiento y le chocó su orificio trasero.  Introdujo el otro bolígrafo por el conducto hasta hacerlo salir por el extremo opuesto. Tampoco tenía sangre, aunque despedía un líquido viscoso que empapó el edredón.  Enterró el desaguisado junto a la mariposa.  Se acercó otra vez al escritorio y se llevó la espátula de moldear plastilina y un cuaderno.  Volvió hasta el reclinatorio y colocó el gusano mayor sobre la cubierta del cuaderno.  Apoyó las nalgas sobre los talones y la barbilla sobre el borde de la cama para observar de cerca sus movimientos.  El gusano contoneaba su cuerpo prensando sus anillos para avanzar lentamente.  Decidió comparar las tripas de la mariposa y las del gusano y, con la espátula y el bolígrafo azul, fue separando cada anillo hasta dejar al bicho cuarteado.  Como lo descubierto no le contentó, retiró el cojín, desplegó la alfombra y se tumbó sobre ella.  “No está bien.  No está bien.  No me habían hecho nada.  Sólo comían”.  Se colocó nuevamente de rodillas, levantó el almohadón y desenterró a la larva.  La colocó sobre la tapa del cuaderno e intentó recomponerla.  Mojó su dedo con saliva y embadurnó con ella los pedazos.  Aguantó unos segundos, liberó su presión y empujó la trasera del gusano.  Nada, no se movía.  Volvió a levantar el almohadón y exhumó a la mariposa.  Tomó del escritorio el pegamento y roció unas gotas en el cuerpecillo seccionado.  Nada, no se movía.  Les colocó plastilina roja en las heridas y los cubrió con sus manos para aplicarles calor.  Aguantó varios minutos esperando la resurrección.  De vez en cuando, levantaba los pulgares para comprobar el resultado.  Nada, no se movían.  Comenzaron a caerle lágrimas, lágrimas de impotencia y de dolor.  Sintió la culpabilidad con un nudo en el estómago.  Lloró amargamente.  Se tumbó en la alfombra boca abajo, las manos contra sus sienes.  Presionaba más y más, quería castigarse, cerraba con fuerza los párpados... 

Se calmó de inmediato.  Envolvió su carnicería en una hoja del cuaderno, salió al retrete, la arrojó en el inodoro, lo cerró y tiró de la cadena.

 ***

 Había dejado de llover, pero las gotas continuaban resbalando en las hojas de morera y caían sobre los charcos que parecían ensancharse con las olas circulares.  Las nubes de lluvia marchaban hacia la ciudad, empujadas por otros grumos de algodón estirado que dejaban huecos por donde la luna alumbraba el erial.  No podía atravesar el campo, la tierra prieta había soltado una fina capa de polvo marrón que impedía dar un paso.  Se puso en pie y robó al árbol una hoja.  Colocó el tallo entre sus dientes y lo mordisqueó con fuerza.  “¿Qué substancia le encontrarán los gusanos de seda?”.  “¿Y si ahora mi saliva fabrica capullos?”, bromeó.  Miró sus manos... el instrumento del crimen.  Tiró con fuerza la hoja y las escondió en los bolsillos del pantalón.  Esta vez sintió el escalofrío recorriéndole todo el cuerpo.  En algún país oriental, la condena obligaría al verdugo, antes de ejecutarlo decapitado, a cortárselas ante la muchedumbre, a mostrarlas como signo de justicia y ejemplo, y a arrojarlas después al cesto que también recogería su cabeza.  Se le erizó el vello de las falanges y le cosquilleó hasta la uña del dedo meñique.

Tras la hilera de árboles, una acequia recorría el lindero del campo.  En sus riberas, crecían matojos casi amarillos.  Pisó sobre ellos y comprobó que no resbalaba.  Caminó despacio para no caer al cauce embarrado.  Consiguió llegar hasta la última morera, se apoyó en su rama más baja y ascendió al arcén de la carretera.  Un automóvil se acercaba a gran velocidad y acompañó los destellos de las luces largas con un pitido de claxon prolongado.  Se cubrió con el antebrazo y dibujó con los dedos de la otra mano el signo del cornudo.  “Cabrón”, acompañó al símbolo.  El lodo en las suelas le hizo dar unos resbalones sobre el asfalto mojado, pero mantuvo el equilibrio.  Un nuevo automóvil se acercaba más despacio y se detuvo junto a él.  La mujer del asiento derecho le hablaba por la ventanilla:

–Señor mío, ¿qué le ha ocurrido?  ¿Se encuentra bien?  Le noto mareado.  ¿Se encuentra bien?  ¿Le duele algo?   Quizá nosotros...  No se apure, le llevaremos donde diga, sí, sí donde usted diga, a su casa, a un hospital, al próximo pueblo, donde diga, no se preocupe, para eso estamos.  Queremos ayudar, ¿sabe?, díganos, díganos.

Tantas palabras juntas en un instante, como disparos de ametralladora, le incitaban a una contestación grosera.  Se contuvo.

–No, gracias, señora.

–Como lo vimos tambaleante, con el brazo en la cara, pensamos que...

El conductor, supuesto marido, se inclinó hasta verle el rostro. Como Armando le inspiró confianza, se acomodó en el asiento y permitió a su esposa continuar el martilleo de las preguntas.

–Estoy bien, señora. No me ocurre nada.

–Pues yo creo que sí le ocurre.  A mí me lo va a decir, tiene una cara demacrada, está lleno de barro.  ¿No habrá tenido un accidente? ¿No se habrá golpeado en la cabeza?  ¿No habrá perdido la memoria?  Creo que usted no se encuentra en condiciones de seguir deambulando por la carretera. Podrían atropellarle y nosotros nos sentiríamos culpables, ¿no es así, querido?

–Sí, sí, claro que sí, cómo no –contestó el marido.

Armando suspiró para evitar insultar a la señora.

–Señora, me encuentro bien.  Anduve tambaleante porque resbalaba a causa del barro en los zapatos, ¿ve? –levantó un pie, dejando ver la suela y sus contornos cubiertos de un limo acuoso–.  Y las luces de un coche me deslumbraron, por eso me tapé los ojos hasta que pude reaccionar, ¿comprende?

–¿No quiere que le llevemos?  ¿Está usted seguro?  Queremos ayudar, ¿sabe?  Y en estos tiempos... ¿entiende?... pero estamos a su disposición.  ¿No quiere que le llevemos?

–No, señora, no.  Tengo el automóvil ahí al lado.  Se ha averiado, pero ya hay un mecánico en camino.  Vendrá enseguida –mintió.

La mujer estiró la cabeza fuera de la ventanilla para buscar el automóvil mencionado y lo vio bajo el primer árbol.  Después inspeccionó la indumentaria de Armando.

–¡Está usted empapado!  ¡Dios mío, se va a resfriar!  ¡Va usted como una sopa!

–Lógico, señora.  Los coches sólo se estropean cuando llueve, pero pronto estará arreglado.  Gracias por sus palabras... y adiós.

Mientras la ventanilla subía, le pareció entender: “Ingrato, una quiere ayudar y...”.

¿Por qué mintió?  Podían haberle acercado hasta la gasolinera más próxima.  Quizá el marido entendía algo de mecánica...  Aquella grotesca señora, con su voz aguda y penetrante, con sus preguntas alcahuetas, sus frases rápidas...  Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para escuchar la andanada.  En otro tiempo le habría soltado un descaro, quizá una ironía acerca de su peinado o de su cintura, quizá un insulto...  En realidad, tuvo miedo de que le reconocieran, de que su fotografía o su descripción ya corriera por todo el país con una orden de busca y captura.  No deseaba que le encontraran... todavía.  Ya llegaría el momento.  Se entregaría a la justicia.  Sopesaba el atenuante, no por la disminución de condena, qué más daba, sino por la inculpación del horrendo crimen para tranquilizar su conciencia.  Jamás tuvo un encuentro con los tribunales, a pesar de sus estudios de leyes, porque desde el episodio con la fuente de cristal decidió no comparecer nunca como profesional ante los estrados de la justicia.

Le despreocupaban las comisarías, los tribunales y las cárceles, no les temía ni le inmutaban, ya conoció la justicia en casa, pero enfrentarse con los hechos le carcomía.  ¿No podría celebrarse el juicio sin él?  Su testimonio no sería necesario.  Era culpable.  Se dirigió hacia el automóvil sorteando los charcos del camino.  Al saltar sobre el último, estuvo a punto de caer, pero la trasera del coche le sirvió de colchón.  Lo rodeó de puntillas y con pasos largos llegó hasta la portezuela.  Se hundió en el asiento y apoyó las manos sobre el volante.

 ***

 Tenía dieciocho años cuando aprobó el acceso a la Universidad.  Intuía que su padre, aun con su clásica seriedad, iba a obsequiarle con un premio importante por la brillantez del resultado.  Aquel verano lo presagió impresionante.  Frente al portal de su casa le esperaba un automóvil rojo, corto, potente.  “Es tuyo”, rugió el juez.  Salió eufórico al ver cumplido un sueño.  Se lanzó al volante, arrancó con estruendo, y embebido con la máquina dio una vuelta por el barrio.  Cuando ya creyó controlado el auto, se lanzó a la carretera para buscar la máxima velocidad.  Ciento veinte, ciento cuarenta, ciento sesenta, ciento setenta...

–¡Uuuuuuuuuuuuuh! –exclamó.

La velocidad le emborrachaba, pero la primera curva le asustó.  Frenó casi al límite.

–¡Dios!, pude matarme.

Con el pulso alterado y tragando saliva, giró para volver lentamente al pueblo.  Sobrepasó su casa y mirando hacia ella susurró:

–Gracias, papá.

Se dirigió hacia la calle del Porvenir.  Aurora abriría los ojos desmesuradamente y exclamaría:

–¡Esto es un coche!

Cuando Aurora llegó al pueblo los dos tenían dieciséis años.  Apareció el primer día del curso sin que nadie de la clase supiera su incorporación al colegio.  Armando se entretuvo en casa porque se levantó tarde y no encontraba las deportivas nuevas.  Llegaba jadeante y los dos coincidieron a la entrada del aula:

–¡Hola!  ¿Sabes si esta clase es tercero A? –preguntó ella.

Armando la miró extrañado.  Aurora sonreía con un rostro fresco, con unos ojos profundamente azules y unos labios gordezuelos que regalaron la pregunta con simpatía.

Mirando por el cristal de la puerta, Armando reconoció a los compañeros del curso anterior.

–Supongo que sí.

Abrió y cedió el paso a Aurora.  Sólo quedaba por ocupar el último pupitre de dos asientos en la fila de la ventana.  

Armando estuvo silencioso toda la jornada.  Se sintió incómodo ante Aurora porque le costaba adaptarse a las novedades.  Observó cómo ella charlaba amigablemente con los demás compañeros y, cuando finalizaron las clases, comprobó que la chica parecía una alumna veterana.

Al día siguiente, repitieron pupitre y compartieron libros.  Aurora le cayó bien y, por la tarde:

–¿Cuántos días llevas en el pueblo?

–Hoy es el tercero.  Vine antes de ayer.

–Entonces, todavía eres forastera.  ¿Puedo ser tu cicerone?

–Sí, te lo agradezco.  Será un placer.

–¿Tienes tiempo a la salida?

–Sí, como un par de horas.

–Pues te enseñaré el pueblo.

Armando le mostró el encanto de las callejuelas, la iglesia y su retablo, el Ayuntamiento y el castillo del duque, allá en la loma.  Habló orgulloso de las excelencias de su pueblo.

–Me gusta que te intereses por el arte.

–Es lo único que hay para ver  por aquí.  Te llevaría también al Juzgado, pero a mi padre no le agrada verme en su trabajo.

–¿Trabaja en el Juzgado?

–Es el juez de la comarca –respondió dándose importancia.

Aurora rió estrepitosamente y él se sintió herido.  Pensaba que un padre juez era lo mejor que podía ocurrirle a un hijo.  La miró con furia.

–No te mosquees, hombre.  No me río de tu padre, ni del juez.  Yo soy la hija del comandante de la Guardia Civil–. Seguía riendo–. ¿No te hace gracia?  La justicia y su brazo juntos...

Armando le acompañó en sus carcajadas.

–¿Te gustan las ciruelas?

–Además de juez tu padre es terrateniente y quieres enseñarme sus posesiones, ¿me equivoco?  No me deslumbrarás así.

–Eres coqueta, maldita sea –habló para sí–.  En el campo del tío Jacinto crecen unas para chuparse los dedos.

–¿Se atreve a robar el hijo del juez?

–Soy como los demás.

–Me lo imagino.

–Bien, ¿te apetecen o no?

–Vamos.

Desde aquella tarde, los viejos de la plaza les dijeron novios.

Aurora contestaba.

–¿Quién se va a casar?  Yo no me casaré nunca.

Sonaba como una premonición.

Armando regaló el tirador a su vecino, cambió la decoración de su dormitorio, decidió estudiar por la noche las dos horas exigidas y renovó su vestuario.  Por las tardes, tras la última clase y después de haber atendido con responsabilidad a cada uno de los profesores, abandonaban los libros en la tienda de Dorita y paseaban por el bosque que rodeaba el cauce del río.

El tío Jacinto tuvo el privilegio de ser el propietario de la cabaña.  Un día de tormenta, al comienzo de la primavera, no tuvieron otro remedio que descubrirla para guarecerse de las gotas enormes.  Estaba construida con troncos de álamos y los años y el viento habían cubierto el suelo de hojarasca.  La ventana trasera se asomaba al río.  Diría Aurora que parecía la casa de un gigante bueno que gobernaba un pueblecito de seres diminutos.  A pocos metros, a los lados de la casa, se juntaban varios recintos casi derruidos que en su tiempo de esplendor acogieron a los animales para el sustento o compañía del tío Jacinto.  Dos sauces hacían de porche y desde el interior, entre susurros de viento y gorjeos juguetones, se oía el murmullo de la pequeña cascada.  Todas las tardes, tras la última clase, paseaban por el bosque hasta su guarida de amor.  Sentados en el suelo, apoyados en la pared, uno frente al otro y cruzando miradas de soslayo, charlaban de asuntos importantes para una pareja de adolescentes enamorados.

El nueve de mayo, Armando pisó con más cuidado la hojarasca de la cabaña y acompañó los pasos de Aurora hasta el lugar que ocupaba cada tarde, bajo la ventana.  Se sentó y acercó su rostro al hombro de ella.  Su corazón latía apresurado, tenía miedo a la sensación desconocida.  La muchacha se movió tímidamente y Armando dejó caer su cabeza sobre el pecho jadeante.  Pudo comprobar cómo aquel compás rimaba con el suyo.  El impulso de un latido le hizo incorporarse, girar el cuerpo y dirigir sus labios hacia la mejilla encendida de Aurora.  Ella respondió con un quiebro sutil y le ofreció sus labios...   un cálido beso de mujer enamorada... 

Al abrir sus ojos, no se atrevieron a romper el silencio.  Él se arrodilló frente a ella y comenzó a desabrocharle la blusa lentamente.  Aurora prendió sus manos a los brazos de Armando y deslizaba caricias sin cruzar su mirada asustada con los ojos del muchacho.  Volvieron a unirse en un beso profundo y ahí el tiempo se detuvo mientras hacían el amor sobre las hojas secas que crujían entre sus cuerpos.

Aquel nueve de mayo sólo cruzaron una palabra más, adiós, frente al portal número siete de la calle del Porvenir.  Durante el examen de Literatura al día siguiente, contestando a la pregunta “El amor en la poesía del Siglo de Oro”, intercambiaron sonrisas de complicidad.

–Cuenta, Armando, cuenta, ¿te la has “trajinado” ya?  Habrá caído, seguro, seguro.  Tú no te andas con tonterías.

Hablaba el estúpido de Marino, el cachondito de la clase, el mayor imbécil conocido.

–No te entiendo –quiso evitarle Armando.

–Oye, tío, que los demás también queremos probar, no te hagas el estrecho y suelta prenda.

–Sigo sin entender.

–Tú te has vuelto marica.

Armando lo miró fijamente, con las pupilas encendidas, el rostro enrojecido, los puños cerrados.  Le agarró el cuello de la camisa y echó atrás el brazo libre.

Cuando el puñetazo iba a surgir como un disparo, una mano le sujetó la muñeca.

–Quieto, Armando, vámonos.

Aurora se lo exigía.

Bajó el brazo, sumiso, le rodeó la cintura y caminaron hacia la cabaña...

El automóvil rojo se deslizaba por la única calle recta del pueblo: el enamorado cabalgaba sobre un corcel camino del balcón de su adorada.  Aurora se asombraría, reiría ilusionada y, sorteando las escaleras, descendería hasta él para sentirse reina del mundo.

Tocó el timbre.  Ella se asomó por la ventana y sonrió con afectación.

–Me lo ha regalado mi padre –informó Armando, orgulloso.

Aurora no se inmutó.  Bajó hasta el portal.

–Es una flecha.  ¿No te parece una maravilla?  Alcanza los doscientos por hora, de cero a cien en menos de diez segundos.  Es lo último, lo último.  Mi padre se ha esmerado, ¿no crees?  Yo no sabía nada y estoy seguro de que mi madre tampoco.  No habría podido guardar el secreto.  Y cualquiera le da dos besos, con lo serio que es.  ¡Ven!, sube, vamos a probarlo –le abrió la portezuela–.  ¿No es maravilloso?

Una vez dentro del automóvil, Armando continuó su soliloquio mientras ella enviaba su mirada lejos a través del parabrisas.

–¡Observa!, elevalunas eléctrico, cuentarrevoluciones, asientos anatómicos, seis altavoces...

–Armando... –dijo, por fin, Aurora.

–¿No te gusta?

–Sí, pero...

Armando apoyó el codo izquierdo sobre el volante a la vez que se giraba hacia ella.

–¿Qué es?

Aún la muchacha no quería hablar.  En sus ojos marcaba una expresión de dolor contenido que le impedía traslucir la sonrisa que Armando quería arrancarle.

–Dos noticias... y nada buenas.

Hablaba solemnemente, tibia, escondiendo la preocupación con su tono pausado.

–No quiero rodeos –exigió Armando.

Aurora evitó mirar a los ojos de Armando.

–Hemos recibido una carta...

—...

 —Ascienden a papá y lo trasladan.

–¿Dónde? –preguntó él fríamente.

–No sé, no he querido escuchar más.  Me he encerrado en mi cuarto y has llegado tú.  Mamá decía que el viaje sería largo.

–Tú irás con ellos, ¿verdad?

–¿Qué hago si no? ¿Fugarme contigo?

–No lo había pensado –bromeó Armando para eludir la situación–.  Te imaginas que con nuestro bólido nos escapamos a la Costa del Sol, entre la jet, a comerles la sangre y a vivir como sultanes.

–No seas loco.

–¿Y por qué no?

–¿Viviríamos del viento?

–Comeríamos amor.

–Adobado de caricias y salpicado con besos ilusionados –respondió Aurora irónica y muy seria.

–Vayas donde vayas no habrá otra Aurora.

–No será tan fácil.

–Ahora tengo un bólido para llegar al fin del mundo.  Correos funciona mejor y a partir de las ocho Telefónica cobra la mitad.  ¿Algún impedimento más?

–Sí, que no podré verte.

–Nos haremos dos fotografías de tamaño natural.

–No es sólo esto, Armando.  Hay algo más.

–Suéltalo, pequeña, tengo solución para todo –Armando chasqueaba los dedos jugando a chulapo madrileño.

–Puedo estar embarazada.

Armando estiró el rostro.  Intentó hablar.  No digería la frase.

–¿Yo padre?

–Dime que no sirves, anda –bromeó Aurora para distender ahora el ahogo de Armando.

–¡Oye!, que esto es serio.

–No es seguro, ¿sabes?  Llevo de retraso unos días y soy un reloj suizo.  Quería decírtelo cara a cara... por lo del traslado, ¿me entiendes?

–¿Cuándo lo sabrás?

–Por lo menos hasta la semana próxima.  Y nos vamos este domingo.

–¿Cómo tan rápido?  ¿Por qué?

–Es lo último que oí antes de encerrarme.

–¿Quieres que tengamos ese hijo, Aurora?

–Sería bonito.

–Lo será, ya lo creo.

–Aún no es seguro...  Vamos a dejar las preocupaciones.  Tenemos tres días, ¿no? Aprovechémoslos.

Vivieron tres días de ilusión y desencanto, alargaron las horas con silencios, se amaron en la cabaña como si esperaran una separación eterna, y el tiempo corrió implacable.  “No hay por qué preocuparse.  Todo será muy fácil.  Al curso próximo acudiré a la Universidad y volveremos a estar juntos”, habló Armando con tono melancólico que deseaba ser esperanzado.

Papá le había exigido para aquel verano un viaje a Inglaterra.  “Debes perfeccionar tu inglés”.  En su equipaje envolvió un paquete de cuartillas para crear palabras de amor.

Cuando al mes siguiente volvió a casa, voló hasta su cuarto esperando encontrar mil cartas sobre el pupitre.

–¿No ha escrito Aurora?

–No, hijo.

Habrá aguardado mi regreso”, se consoló.  Deshizo el equipaje y se tumbó sobre la cama imaginando disparates y preparando proyectos de futuro.

–Armando, hijo, ¿quieres bajar? –rogó el juez.

Le extrañó la suavidad de su padre.

–He recibido una carta del comandante Pablos, de la Guardia Civil.  ¿Recuerdas?, estuvo en el pueblo, en visita de rutina.  Se alojó con los padres de Aurora.

Se acordaba vagamente.

–Sí... creo.

–Son malas noticias.  Habla de un accidente.

–¿Y qué?

–El coche colisionó con un camión.  Todos han muerto.

Entonces comprendió.

–¿Aurora?

–Sí, hijo –el juez pronunció como si dictara una sentencia de muerte.

Armando sintió un escozor en el estómago que le ascendió hasta la garganta.  Se estremeció, tenía deseos de llorar... pero no dijo palabra alguna ni cambió la expresión de su rostro.  Salió hacia su automóvil, subió en él y, sereno, llegó hasta la carretera.  Allí, pisó el acelerador hasta sentir el rictus de la muerte.

 ***

Probó si el coche arrancaba.  Arrancó.  “Sería el agua”.  Y salió del camino.  Conducía relajado, disfrutando lentamente de las sombras montañosas del horizonte.  ¡Cuántas veces le habían advertido!  Debía controlarse, pensar antes de actuar en ese estado, recoger su cólera y aporrear la pared, un mueble, un tronco, si necesitaba desahogarse.  Ya perdió así su mejor cliente por no acceder a un ajuste de precio.  ¡Pobre hombre!, lo que tuvo que oír... y gracias a la secretaria no salió hacia el hospital.  Mierda de nervios.  Todo estaba acabado, el futuro, la ilusión...  Había destruido los motivos de su felicidad.  Ahora podía ser capaz de someterse a la penitencia más dura que jamás nadie hubiera sufrido.  Sólo él tenía la culpa y pagaban inocentes. 

Las luces de los automóviles le castigaban con sus destellos fugaces. Circulaban hacia la ciudad.  Trece años de ciudad;  cinco de libros, salpicados de juergas, amores, pintadas y manifestaciones ilegales;  ocho años de despachos y matrimonio, machacando la rutina y viendo crecer a su hija.

***

 –Alumnos, el curso ha comenzado.

La Universidad le causó respeto.  Los edificios se diseminaban por el campus como casas magníficas de terratenientes.  Los estudiantes pululaban en grupos poco numerosos.  En las esquinas se abrazaban las parejas como siameses.  Aurora.

Entró a la primera clase empujado por el tropel de sus compañeros.  Se sentó en una fila intermedia, en la segunda butaca de madera.  Una vez que el aula se ocupó, el asiento de su izquierda, el más cercano al pasillo, quedó libre.  Aurora.

Pasó sus años universitarios sin iniciativa, dejándose arrastrar.  Vagó por las asignaturas, por las salas del colegio mayor, asistió a conferencias y sin ilusión obtuvo la máxima calificación en el cuarto curso.  Su apatía le hizo exclamar: “¡Qué bien!”, desencantado, triste, solo.  Al mes siguiente, su padre fallecía de un cáncer que arrastraba desde tres años atrás.  Tras el entierro, comunicó a su madre:

–Tengo asuntos urgentes en la ciudad.

Pero se alojó en un hotel de la carretera, cercano al pueblo, hasta que comenzaron las clases.  Solamente abandonó sus jardines para visitar la cabaña de los sauces.

En el quinto curso se propuso mantener el resultado del anterior.  No lo consiguió.  Al entrar en el aula donde comenzó su primera clase universitaria, un impulso le condujo al mismo asiento que ocupó aquel día.  En la butaca ‘de Aurora’ se sentó una muchacha con una carpeta llena de papeles desordenados.

–¡Hola! –saludó ella con desparpajo.

–Hola –le contestó.  Preferiría que dejaras libre este asiento.  Espero a alguien.

–Está desocupado el de tu derecha.  Guarda ése y no me hagas mover, por favor.  Vengo corriendo.

–Es que... este asiento es especial.

–¿Tiene calefacción incorporada?

–Recuerdos.

–Está bien –se resignó–. Tú ganas –y se cambió al otro lado de Armando.

–Gracias.

–De nada, hijo, de nada.  Ya eres raro.

–No te conozco de otros años.

–Pues soy prima de Frank Sinatra.  ¿Te suena?

–¡Oye, simpática!, ¿no vas a terminar de hacerte la graciosa?

–No me lo hago, lo soy.

–Entonces deberías presentarte a algún concurso de cómicas y dejar el Derecho para los serios.

–Sobre las leyes se hacen muchos chistes.

–¡Vete a paseo! –se hartó Armando, y abrió su portafolios, fijando la mirada hacia la pizarra.

–Me llamo Celia –intentó suavizar.

–Celia Graciosa, supongo.

–Eh, eh, hagamos las paces, ¿de acuerdo?

–Yo soy Armando –le tendió la mano; Celia se giró y le besó las dos mejillas.

–Buenos días, señores –rugió el profesor.

Cuando volvió a rugir: “Hasta mañana a las diez.  Les ruego que sean puntuales”, Celia y Armando se levantaron de los asientos y salieron del aula sin darse cuenta de que caminaban juntos.  En el pasillo, él se disculpó:

–Perdona, Celia, fui grosero ahí dentro.

–No importa, chico, cada uno tiene sus manías.

–No es una manía, es un recuerdo, ya te dije.

–Mañana me sentaré en esa butaca –dijo ella, resuelta.

–No, por favor.

–Por favor lo hago.  Lo siento, tengo que irme.

Había descubierto en Celia, en sus ojos, un brillo, una forma especial, un desparpajo...  Pasó la tarde en la habitación del colegio mayor escuchando música y el jaleo de los del primer curso que huían de las novatadas.  Miraba el trasiego de las nubes blancas.  Tras ellas, se dibujaba un rostro pecoso.  Sobre la mesilla, Aurora le observaba.  Tomó el portafotos, separó el cristal, sujetó la imagen con sus dos manos, la acercó hasta sus labios, la besó tiernamente y la rompió en mil pedazos.  Olvidó las nubes blancas y salió a pasear por el parque para recordar por última vez la cabaña del bosque.

Al día siguiente, llegó el primero a la clase.  Las paredes, las butacas, la pizarra habían cambiado de color y olían a remordimiento.  Celia entró intentando poner en orden sus papeles.

–¡Hola!, ¿puedo elegir sitio?

–Están todos libres.

–¿Le has quitado la calefacción a éste?

–Se han escapado los recuerdos.

–Que te crees tú eso... ¿o tu cerebro tiene goma de borrar?

–Ya la buscaré...  Oye, Celia, ¿de dónde has salido?  No te he visto en ningún curso.

–Traslado de expediente.  He cambiado de ciudad.  Soy nuevecita.

–¿Sin estrenar? –se burló Armando.

–¿Acaso parezco la última película de Hollywood?

–¿Eres gallega?

–¿Y tú?

–¿No lo adivinas?

–¿Tan fácil es?

–¿No se me nota?

–¿Puedes ser maño?

–¿Tan claro lo tienes?

–¿Te parece que contestemos alguna vez con una respuesta, serio estudiante de Derecho?

–Va a ser difícil.

–Buenos días, señores –saludó el viejo profesor–.  Agradezco su puntualidad.  Haremos buenas migas.

 ***

 Casi no aceleraba. Dejaba al automóvil pasear por inercia desoyendo los improperios de los conductores que le adelantaban.  Se alejaba de la ciudad.  ¿Por qué?, si no quería huir.  Estaba confuso y, sin embargo, le invadía la tranquilidad; nunca había disfrutado tanto de paz de espíritu, y al recordar su atrocidad se asustó.  ¿Qué malformación de conciencia tenía?  Debería retorcerse de culpa, debería agonizar de remordimiento con el terrible crimen y desesperarse ante el futuro.  Sentía un final cercano, pero no entendía de qué: ¿su libertad?, ¿su vida?, ¿su pasado?...  El camino a su pueblo natal no le seducía, demasiadas nostalgias de la infancia.  ¿Y qué le contaría a su madre?  Pobre mujer... aunque a ella nunca le importó la crueldad de la gente y sus cuchicheos.  Sufriría el castigo sola, incluso sería capaz de renunciar a sus raíces y escapar a la ciudad si con ello reservaba más lealtad para su hijo.

¡Maldita conciencia!  Tampoco le remordía haber defraudado a su padre, que allá donde estuviera le juzgaría con la mayor severidad de su vida.  ¡Pequeña Lina...!  Creció la punzada en su pecho y se alargó hasta alojarse en la nuca...  Las lindas trenzas castañas y unos ojos negros le castigaron.  Veía el rostro aterciopelado con una mancha roja que se extendía por su mejilla.

Pisó el acelerador con fuerza y el motor rugió como su mente bullía.  Apenas veía las marcas blancas del asfalto. 

Miraba sus manos al volante, escrutaba los pliegues, sus nudillos... el reloj que le regaló Celia...   Bajo él, la muñeca, las venas, las venas, las venas... y sí, allí una navaja, o aquella espátula para modelar la plastilina, la que seccionó a la mariposa, el plástico con el borde aserrado ahora junto al reloj, aplastando la piel, buscando el resquicio para encontrar la sangre.  Sintió la presión del reloj como los bordes de la espátula...  Lograría rasgar la carne, reventar la vena y un hilo de sangre recorrería el brazo hasta gotear sobre sus piernas... para así dejar que todo volviera a ser como antes.

Aferró las manos al volante y fijó su mirada en el horizonte negro para concentrarse en una conducción suicida y olvidarse de ella.

 

***

 Cumplió el quinto curso con mediocridad en los libros y sobresaliente en su corazón.  Celia le cubrió los recuerdos de Aurora y vivió nuevamente la ilusión adolescente de estar enamorado.

Crearon la Asesoría Fiscal en un piso mugriento de paredes agrietadas y repletas de manchas de humedad.  Amueblaron de segunda mano dos habitaciones y Celia se lanzó a la busca de clientes.  En un año, tiempo que sólo tuvo conversaciones de negocios y discusiones de tarifas, lograron levantar sus expectativas y reforzar la compenetración, únicamente rota por las salidas agresivas de Armando, que, presa de nervios o preocupaciones, cambiaba su actitud paciente con amenazas e insultos hacia quien se atreviera a increparle.  La casera de su primera oficina recordará algún tiempo cómo le exigió el pago del cuarto mes y cómo Armando se acaloró ante su intransigencia y se lanzó hacia ella, la agarró del cuello y la zarandeó varias veces.  La mujer cedió, qué remedio, y todo quedó solucionado con unas disculpas y el pago del retraso al siguiente mes con una gratificación por las molestias ocasionadas.  Celia no se enteró.

Tras la inauguración de las céntricas oficinas, después de la fiesta, en el sofá del despacho del director, Armando preguntó:

–¿Quieres casarte conmigo?

–Tengo la iglesia y el restaurante elegido.

–¿Decías?

–¿Sorprendido?

–¿Tú no lo estarías?

–Estaba segura de que ibas a pedírmelo antes de tres días.  Y si en ese tiempo no te hubieras decidido, se habrían trastocado los papeles y yo te habría preguntado: querido Armando, ¿cuándo vas a pedirme que me case contigo?

–Siempre adelantándote a los acontecimientos.

–Intuición femenina.

A los seis meses de la boda nació Lina.  Armando se propuso ser el mejor padre y Celia dejó el trabajo.

 ***

Redujo la velocidad bruscamente, como si hubiera despertado de una pesadilla, al ver el resplandor de las luces en el pueblo.  Su madre podría darle alguna explicación.  Ella conocía sus impulsos y trató de controlárselos.  Le perdonaría.  Aurora también le perdonó.  Aurora.  Pasó junto al cuartel de la Guardia Civil y un golpe de imágenes le invadió.  Desde algún lugar, Aurora ya conocería lo ocurrido.  Le había defraudado.  Ella no estuvo para poner la mano en su hombro y, con aquella mirada dulce, pedirle calma.

***

El trabajo, las horas de encierro, la lucha con los clientes, la irritabilidad de Celia con el nuevo embarazo, los impulsos incontrolados.  Hacía tres meses que dormía con sobresaltos.  Juan Luis y Adela, el único matrimonio amigo, apenas pisaban la ciudad.  Nadie podía escuchar sus quejas ni sus confesiones.  Celia estaba inaguantable y no quería contratar una asistenta.  Armando había despedido a una de las secretarias y su jornada se prolongaba hasta dieciocho horas diarias por siete días a la semana.  La vuelta a casa era regresar al infierno del desamparo.  Su hermosa Lina le llamaba todas las noches y él no estaba, pequeña niña para sus ojos dormidos.  Se sumergía en su soledad cuando salía del dormitorio después de dejar un beso en la melena de rizos castaños.  Su vacío se hacía más denso mientras escuchaba las mil y una historias de Celia. ¿Dónde quedaba la ilusión?  Habría querido hablar y hablar, palabras del desahogo.  No, nadie podía escucharle.

Celia se había quemado al preparar la cena.  El aceite le saltó por los antebrazos y no soportaba el dolor.  Lina lloraba amargamente, asustada y hambrienta, sentada sobre la alfombra del salón.  Su madre, en el baño, se extendía pomada por las quemaduras.  Sonaban las once y llegó Armando.

–Lina, ¿cómo no estás en la cama?, ¿qué haces llorando?  ¡¿Celia?!

No contestó.

–Ven, pequeña –la tomó en brazos, pero la niña, lejos de calmarse, comenzó a patalear y a golpearle la cara con las manos.

–¡Calla de una vez, Lina!  ¡¡Celia!!

–¡¡¿Qué quieres?!!

–¿No oyes llorar a la niña?

–Claro que la oigo.  Voy bien de oído.

–Y, ¿por qué no la atiendes?

–Ella me tendría que atender a mí.  ¿No ves mis brazos?

–Deja tus brazos en paz y cálmala.  Sólo quiere ir contigo.

Lina seguía llorando arqueándose en los brazos de su padre.

–¡Maldita cría!  ¡Celia, ven inmediatamente!

–A la mierda tú y la cría.

–No me provoques, Celia.  Y tú cállate de una vez.

La pequeña lanzó sus uñas a la cara de Armando y le arañó con fuerza.  Celia advirtió:

–Deja de chillarle o la irritarás todavía más.  Ni siquiera te conoce, ¿cómo quieres que se calme así?

–¿Soy acaso un mal padre?

–Y mal marido.  Deja que me cure en paz. Cállate.

Lina ahora tiraba del cabello de su padre.  Armando la cogió por las axilas y la agitó en el aire.  Con las acusaciones de Celia, sintió una presión en la garganta y su pulso se aceleró.

–¡Calla, bruja!  ¡Calla de una vez!

Brillaban sus pupilas y su rostro se congestionaba.  Iba a estallar.  Lo presagiaba, lo intuía, y no podía evitarlo.  Celia salió rauda hacia él y le agarró de la muñeca.

–¡Déjala, déjala! –exigía.

Lina cayó al suelo como un fardo.  Sus lloros cesaron de inmediato. 

Armando perdió la consciencia.  Aquella mano de Celia en su muñeca...  Enfebrecido, ciego, atacó a su presa.  Clavó sus dedos en la garganta de ella y apretó hasta la extenuación.  Apenas sí recuerda el rostro que tuvo delante con los ojos en blanco, la boca abierta y la lengua queriendo alcanzar el mentón para dejar paso al aire que aquellas tenazas le negaban.  Escuchaba sin compasión los jadeos, apretaba, apretaba...  Y de pronto, se hizo el silencio, el silencio.

...

...

¿Lina?

Detrás de él, la pequeña apoyaba su cabeza sobre la esquina de la librera.  Un hilo de sangre descendía por su mejilla.

...

...

Los segundos se dilataron.  Armando comenzó a ver la realidad con la distorsión de un proyector desenfocado a cámara lenta... sintió que la eternidad se le volcaba encima como un vaso lleno de metal candente que se derramaba sin llegar a tocarlo.  La vida era otra, un impacto de lava..., sus oídos cerrados...  Se sujetó al respaldo de la silla mientras miraba el rostro de su niña, sus ojos en blanco, la tez blanca, la mejilla.

Y cada vez más lejos, cada vez más lejos, un silencio lleno de duelo...

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Giró hacia la ciudad con decisión.  Regresaron a su vientre las sensaciones de aquella mariposa rota, de su plastilina verde, de su pegamento blanco... Los gusanos de seda, su hija convertida en mariposa, las alas casi transparentes pegadas en sus dedos, y quería volar...

Aceleró como cuando se enteró de que ella no estaba.  Aurora.  Volvió a sentir la furia por alcanzar lo inalcanzable.  Buscó aquella carretera, la que llevaba al mar, la misma que ella tomó.  Aprisionó el volante y aplastó el pedal... 

Ella lo entendería.

0 comentarios