...abrazándola
Duermen las dos, Pascuala desde hace rato y Tomasa acaba de cerrar los ojos. Les acompaña el silencio romo del hospital y ese olor perpetuo a medicamento que las enfermeras transportan en sus bolsillos. Han servido pescado para cenar y las dos se quejaron.
Por la ventana se ve el Canal Imperial de Aragón como una invitación a la escapada en una de aquellas barcas de remos que durante muchos años pasaron por ahí enfrente…. a dejarse llevar hasta el Ebro, hasta el mar… Ahora sólo hay patos engordados por el pan duro que la soledad arroja a través de personas sin amor en su vida o con amor a los patos.
Pascuala lleva algo más de tiempo en el hospital. Le dio un ictus que le afectó al lado derecho de su cuerpo y al habla. Desde entonces sólo balbucea y no puede caminar. Le han prescrito rehabilitación diaria y mucha medicación, ocho pastillas, aunque desde que llegó su compañera actual ha rebajado la dosis del antidepresivo.
Tomasa se mareó al bajar del autobús. Cayó sobre el bordillo justo al lado de este hospital. Le aplicaron cinco puntos de sutura y varias pruebas diagnósticas. Su hijo es un jefazo en el departamento de Sanidad del Gobierno autonómico y, con su influencia, la dejaron ingresada por unos días.
Acaba de entrar la auxiliar para dar vuelta, como siempre hace a las tres de la madrugada, por si acaso, nadie se lo pide. A ambas les caen bien las personas del Hospital San Juan de Dios, aunque Pascuala refunfuña siempre que entra Ramiro, un médico que le mira las piernas… y ella no se deja:
—Siempre tan coqueta, mujer. Que tiene usted las piernas bonitas y me gusta verlas… ande, déjeme comprobar si se está haciendo fuerte esta pantorrilla derecha.
—Como que su marido se las besaba de arriba abajo, haciéndole cosquillicas para se pusiera blanda… —apoya la cuestión Tomasa.
Pascuala lanza un gruñido que hace reír a su compañera.
—No te hagas la interesante. Ya quisiera yo que un chico tan guapo me tocara la pierna entera.
—A usted no, Tomasa, que lo suyo es de cráneo y de cerebro, y los médicos sólo podemos tocar las partes enfermas.
—Mañana mismo me enfermo de la pierna… Además tengo un dolor en el pecho… —y Pascuala pone cara de ofendida: “qué descocada es esta mujer”.
A las ocho de la mañana, Tomasa ya se ha levantado. Se peina, se pinta y se cambia de camisón. Después, aún le da tiempo, antes de que llegue el desayuno, para acicalar a su compañera, estirarle la ropa de la cama, colocar el colchón elevado y ponerle la tiorba. Cuando los auxiliares entran el desayuno, las dos esperan radiantes con la ilusión de que a Pablo, rubio y de ojos verdes, le toque ese servicio. Para una es el más simpático; para la otra, el más guapo. Tomasa se fija detenidamente todos los días cómo baja el celador a Pascuala de la cama para ponerla en la silla de ruedas. Parece que vigila cada movimiento para comprobar que su amiga no siente dolor. Después, le pone la toquilla por encima de los hombros, se agarra de la barra como si la silla fuera el carrito de un bebé, y salen los tres hacia el gimnasio del sótano. De lunes a viernes toca ejercicio de rehabilitación. A Tomasa le dejan hacerlo también por ser madre de quien es, no le corresponde por su dolencia… y tampoco vivir en el hospital, pero es mejor así para que su hijo esté tranquilo..
Se encuentran bien en este centro, tutelado por una orden religiosa y atendido por personas amables, alguna de ellas monjas que no sonríen mucho, pero atienden con cariño. Es el hospital de ancianos de la ciudad, lo han reformado, el gimnasio es de última generación y el olor se escapa por unos conductos de aireación que dejan el ambiente con aroma a rosas. No parece que ahora sea el “recibidor de la muerte para viejos”, como algún periodista irrespetuoso escribió hace unos años en el periódico local.
Hoy Tomasa se está atreviendo a bajar de la cama a su compañera igual que han hecho los celadores por la mañana. Hace buen tiempo y la nueva sala se llena de colorido con los visitantes. Pascuala merece y necesita ese entretenimiento, además podrá sacarla a la terraza para que le dé el sol y coja un poco de color, que está muy blanquita de tanto hospital. Sabe que le echarán la bronca, pero le gusta ser una niña mala. Guarda dulces en el armario, dulces traídos por una asistenta de hace unos años, y que viene una vez cada quince días, vestida de forma diferente en cada visita, porque su hijo dio orden de que no la dejaran ver a su madre. Este hijo no sabe que la asistenta tiene una tarjeta bancaria para sacar dinero de una cuenta secreta de Tomasa.
La sala se ha construido cerrando una extensa terraza donde desemboca el pasillo de la planta baja. Tomasa se pone a jugar a las cartas con alguna familia, no porque a ella le guste, sino para que Pascuala, siempre a su lado, se divierta con sus gritos de alegría cuando gana y sus enfados cuando pierde. Casi siempre lo simula todo, pero le gusta que su amiga pase un buen rato.
Pascuala tiene dos hijos que viven fuera y vienen poco. Ya hace dos meses que no han visitado a su madre. Con esto sí que se enfada Tomasa, pero ha conseguido que la asistenta le traiga un teléfono móvil, ha hecho amistad con una chica de la oficina y ya ha conseguido los números de teléfono de los hijos. Una vez a la semana, marca el de uno y otro, y deja que Pascuala escuche:
—Sí, dígame… ¿Quién llama?... A ver, escucho, dígame, ¿quién es?
En unas ocasiones puede oír a sus hijos, o a sus nueras, incluso una vez contestó Lorena, la nieta de tres años que se le parece tanto.
Acaba de irse Ramiro, el doctor. A las dos le ha dicho que la cosa marcha bien. Tomasa a veces se queja de un fuerte pinchazo en la cabeza, aunque los electros siempre le salen correctos. Ramiro está seguro de que quiere que le palpe la cabeza y se lo dice:
—¡Pues claro que sí, majo! Sigue, sigue palpando.
Pero las punzadas son de verdad.
Hoy es domingo. En la planta calle está la capilla, no muy grande, coqueta, con algunas vidrieras de colores que hacen la misa más divertida. Así se lo contaba Tomasa a Pascuala, pero ahora, con el atrevimiento del otro día para llevarla a la sala, de lo que no se enteró nadie, va a repetir travesura y oirán misa las dos juntas. Esta vez, ocuparán más tiempo en el acicalamiento, porque la asistenta ha traído un cepillo mejor, laca y un perfume caro.
La capilla se llena del aroma que las dos han puesto detrás de sus orejas.
Pascuala mueve los labios, como si rezara. Le brillan los ojos cuando escucha el Padrenuestro y busca la certeza mirando al sagrario. ¿O quizá pide consuelo? En el momento de finalizar el Credo, sujeta fuerte la mano de Tomasa, aprieta. Sabe que su amiga no cree en estas cosas, le ha contado cómo siente la vida, de diferente manera a la que los curas les contaron de pequeñas, nada de fuego, ni de dolor, sólo amor y entrega, gozo y esperanza. Tomasa sonríe de una manera diferente, iluminada y agradecida.
La asistenta ha recibido un encargo especial. Debe ir a una dirección escrita en el mensaje al móvil que Tomasa le ha enviado esta mañana. Ayer, después de la misa, le había llamado para explicarle lo que debía hacer: recoger un paquete pequeño en una joyería de un familiar lejano.
Ya lo tiene. No lo abre todavía, es por la tarde, acaban de entrar a la habitación después de estar en la sala de visitas bastante rato y la cena llegará en un momento. Se han lavado las manos. Esperan.
Es el aniversario de la muerte de su marido, el 10 de noviembre, y Pascuala no ha querido comer. Lleva dos días sin probar bocado, se cansa en los ejercicios y tiene los ojos vidriosos. A veces, pierde la mirada en las aguas del Canal, hace esfuerzos para escuchar un burbujeo, suspira. En esos instantes, Tomasa le acaricia la mejilla porque percibe esas gotas de angustia que su compañera recibe con cada noche, ahora más temprana.
A las diez y cuarto, ha pasado la enfermera, al poco de empezar su turno de noche para comprobar que se han tomado sus pastillas, que todo va bien, y extrañamente, nunca lo ha hecho antes, arropa a las dos en silencio…
…Silencio y silencio hasta las doce, con las luces de las cabeceras encendidas y con sensaciones nuevas que se bandean en la habitación. Tomasa se levanta. Saca la cajita que ha traído la asistenta, le quita el envoltorio, la abre y guarda el contenido entre sus manos. Pascuala, aún despierta, ha creído percibir un destello en el cristal de la ventana. Es una piedra brillante:
—Fíjate, Pascuala, qué bonito. Este diamante siempre ha estado con mi familia, ha pasado de madre a hija… y es mágico. Te dice cosas… Verás…
Abre sus manos.
—Yo no tengo hijas… ni sobrinas… ni nietas… ¡Ah, mira!
Parece que la piedra se ilumina. Quizá sea una ilusión óptica en la noche.
—Mi abuela veía las cosas que le iban a pasar. Fíjate qué color tan estupendo nos anticipa… azul y blanco, cielo y nubes… como la mirada del ángel que nos viene a buscar…
Lo pone en la mano de Pascuala.
Retira la ropa de la cama y se acuesta junto a ella, la acaricia, le pasa el brazo por debajo de los hombros, pone su mano entre las suyas… y duermen, duermen, duermen...
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