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Molintonia

La pierna

Le falta una pierna.  Lleva prótesis desde la cadera.  Avanza lentamente, bandeando los hombros para facilitarse el movimiento. La perdió bajo las ruedas de un camión, hace veintidós años, en un cruce peligroso frente a la casa de su novio. 

Es bella.  Mueve la melena, larga y negra, a cada paso.  Si se queda quieta, nadie nota que no tiene la pierna derecha bajo el pantalón, siempre pantalón.  La izquierda es larga, torneada, igual que su talle, espigado, y su cuello, erguido y flexible.  ¡Cuánto le gustaba a su novio esa figura definida, perfil de ideograma chino, sombra de mástil multicolor, caderas puntiagudas!

Siempre sonríe cuando camina.  Lo hace como un gesto espontáneo desde el primer día que abandonó el hospital.  Quiere desviar la atención de su movimiento anómalo enseñando lo más preciado de su naturaleza femenina.  En los tiempos en que se veía entera, apenas le daba importancia a su expresión risueña, sólo Gustavo apreció su sonrisa en una ocasión.

Quiero mirarme en tus ojos

y no ver tus pupilas,

sino sentir cómo tu alma

se enreda en los albores de tu cabello,

tener tu alma entre mis dedos

y extenderla en mi rostro

para saciarme de ti...

tu alma en tus ojos...

 

Recuerda estas últimas palabras de amor como  un insulto del destino.  Fueron la cita para su primera entrega, a las doce de la noche, en la calle Huracán, 33.  Cada palabra resuena en su entraña con estruendo de campana gigante, música del amor que hace veintidós años comenzaba a componerse en la partitura de su juventud.

Ya no siente su pierna ortopédica.  Se ha convertido en esa parte que le da seguridad para entenderse llena en su cuerpo mutilado.  Sonríe, sonríe, mientras la melena le acaricia largamente la espalda en un ir y venir del mundo diestro a la realidad siniestra.  Se detiene frente al semáforo en rojo y, por detrás, ya su pelo parado en vertical, puede verse la figura de sombra chinesca.  ¡Hermosa figura!  Deja de sonreír en la espera.  Cruza mirando al camión que acaba de pasar.

Siente un picor a la altura del tobillo de la prótesis.  Le sucede a menudo, cuando camina rápido y pierde la sonrisa.  Recupera la faz risueña al ver un muchacho apuesto que sale de un portal.  Piensa de nuevo en las palabras de amor, Gustavo, luces en su mente, destellos en su corazón, fogonazo en su voluntad.  Otro semáforo... se detiene... fuerza la sonrisa.

Cruzaba hace veintidós años con el  poema en el bolsillo de su chaqueta.  Lo había recibido en papel azul esa misma tarde.  Lo leyó al salir del baño, desnuda, mojada, con jabón en la pierna derecha.  Vio las burbujas justo con “...tu alma en tus ojos...”.  Detuvo la lectura y se acarició el muslo, última vez para sentir esa piel.  Firmaba: “Tu amor”.  Veintidós años de espera, su edad, para encontrarse con el deseo fundamentado del acto de entrega.  Él decía amarla, ella lo creyó y buscó en el armario su más preciosa ropa interior, la que vieron los médicos en la mesa de operaciones cuando segaron su pierna.  Salió veloz de casa con esa sonrisa que nunca tenía en cuenta y corría hacia los brazos de Gustavo robando horas al sueño para entregarlas a su primer contacto de pasión.  Al otro lado de la avenida, brillaba un farol sobre la puerta de entrada a la casa.  El impulso de su corazón la atrajo hacia su tenue espectro.  Resbaló con la pierna derecha, la impregnada con jabón furtivo, y la colocó sucintamente bajo el verdugo de su amor.

Cada noche, al acostarse –duerme desnuda–, se desabrocha su cinto como un acto rutinario, coloca las dos manos en el muslo de plástico y cierra los ojos con fuerza.  Siempre su corazón late más deprisa antes de separarla.  Siempre evoca las manos de Gustavo.  Siempre deja caer hasta sus labios una lágrima de frustración... y amor.  Sujeta sus dedos al muslo, arquea la espalda, abre los ojos para mirar por última vez del día su cuerpo con forma cabal.  Es un tirón seco.  Deja que gire entre sus manos para colocarla en el pedestal que recoge el pie y la abraza por encima de la rodilla.  Allí la mira.  Se recuesta y con su piel desnuda sobre las sábanas se acaricia el muñón con un desgarro en el vacío... toca la otra pierna, el vello púbico, su sexo, a veces ahí se detiene, y sigue, porque Gustavo se fue y no lo conoció.

Luego duerme, siempre duerme.

Antes de colocarse la prótesis, nada más despertarse, la retira con cuidado de su pedestal iluminado por los rayos de la mañana, radiante como un trofeo, la acaricia con tacto de terciopelo, le pasa su paño blanco, siempre impoluto, y le regala su sonrisa, otra sonrisa.  Ha dormido sin su pierna encarnada, la que nunca tendrá, pero ahora está con ella el sucedáneo que anhela.  Ya tiene la posesión de todo su ser.  Encaja en el muñón y, al notarla en su sitio, derrama una lágrima de esperanza... y desamor.

Gustavo supo del accidente, corrió al hospital y vio el cuerpo mutilado de Floralba.  No volvió a recordar sus palabras tiernas, evitó el desgarro que nacía en su vientre, enloqueció por encima de su paz en ella, lloró mientras buscaba entre las sábanas la pierna perdida.  Floralba, en coma, sentía esa mano sobre su piel: calor, dulzura, pasión...  Pero no se encontró con el tacto de Gustavo, porque él no la buscaba.  El amor se perdió en aquella bolsa negra de plástico que contuvo la pierna destrozada.  Él también se fue.

Ahora revive, mientras llega a su cita con la sonrisa impuesta.  Sus pestañas se humedecen, su lengua recorre los labios estremecidos...  Lleva la mano a su muñón, a su pierna plástica, la toca, quiere sentirse protegida en el sentimiento ahora recordado, en esos ojos del hombre nuevo que la vuelven a mirar.  Se acerca.  Ella lo ve y sonríe, no como antes cuando caminaba, ahora irradian sus ojos.  Él la sujeta por los hombros y mira sus ojos, mira su sonrisa, se inclina y la besa suavemente en sus labios, mientras ella busca en su deseo la sensación de estar entera. 

Caminan cogidos de la mano.  Floralba se aferra para que su movimiento parezca corriente, que su melena permanezca vertical, mientras su sonrisa ya no quiere atraer la atención de ningún transeúnte.  Son pocos pasos hasta el destino final, pero él la detiene y le susurra al oído.  Ella cierra los ojos, se estremece antes de volver a caminar con su desequilibrio natural, pero con la misma sonrisa de antes.

Han avanzado apenas unos metros y entran en un portal que por la noche alumbrará un farol ajado por el tiempo.  Tras la puerta cerrada, él vuelve a prestarle sus labios y Floralba los toma en un preludio de su desnudez.  Ella se abraza, se cuelga de su cuello, no quiere que la pierna de plástico toque el suelo, no puede sentir un cuerpo mutilado en brazos de su amante completo.

La lleva hasta el centro de la estancia y le acaricia suavemente los hombros para sugerirle que se deje caer sobre la alfombra.  Floralba se asusta porque no puede doblar del todo su prótesis, pero él sonríe con su alma.  Se sientan enfrente, se miran a los ojos con las manos unidas mientras la habitación se tiñe de penumbra pudorosa.

Él habla, susurra, y suena su voz partida. 

Floralba se toca la cadera postiza y su pulgar se cuela por la hendidura.  Quiere escuchar más esa voz de hombre para olvidar la cama donde se encontró sin pierna, que retumbe horas y horas para construir las emociones rasgadas, rotas, para que enjugue lágrimas perdidas cada noche, cuando sin la prótesis ya nada podrá detener su grito interior retumbando en las entrañas.

Él la mira.  Quizá sabe lo que está sintiendo.   Descansa su mano en la mejilla de la mujer, acerca los dedos a sus labios. 

Ella no quiere ver.  Recuerda.  Y no puede entregarse, ni es él ni es ella.  Sigue su pulgar en la hendidura y vacila entre deseos contrapuestos, fundir la prótesis con el muñón o desabrocharla para siempre.  Percibe el tacto en su cara, lo espera también en su cuerpo, en su vientre, en su pierna que no está, desea regresar al sentimiento amputado.

Acaricia el hombro de Floralba, aparta la blusa, ahora la desabrocha sin dejar de mirar sus ojos cerrados, que son la fuente del recuerdo con su llanto contenido.  Sujeta la cara con las manos, los pulgares enjugan el desgarro.  Regresa al cabello, la melena que cubre la espalda, ya quieta, descubierta y nota un estremecimiento que le hace bajar los párpados.

Nunca pudo soñar con el instante, cortó sus anhelos en la cama del hospital.  El tacto ya no es sólo tacto, activa su esencia y cada movimiento sutil despierta los resortes oxidados.  Ni siquiera desea respirar porque cada inhalación le provoca temor por el estallido que presiente, temor a equivocarse en la entrega.  Cada sollozo aparta un poco más la resistencia de su cuerpo y le crea vida.

Le quita la blusa, la deja caer en la alfombra, mira el vientre... y ese pantalón que sujeta y esconde la entrega perdida.  Sus brazos le sugieren que se acueste.  El acatamiento del ruego le impulsa a descubrir su piel.  Busca los cierres y encuentra la hebilla que sujeta la prótesis.  Ahora él cierra los ojos, mueve a tientas los dedos mientras su corazón late fuerte en el miedo.  Ya la cadera izquierda al descubierto, ya la piel intuida y la hebilla desabrochada, el muñón al descubierto.  Levanta los párpados, vuelve a cerrarlos, pero el tacto le desvela tanto amor que debe mirar el corte del tronco.  Separa con dulzura la pierna plástica.  Sus labios bajan.

Deja paso a la angustia para que escape con cada caricia.  La desnudez le provoca la misma sonrisa de su caminar.  Siente la punzada de la hebilla y tensa los dedos para ir a buscar de nuevo la protección perdida.  Pero su mano se desvía a su vientre.  Ahora están los labios allí y quizá no necesite más calor.  Deja de percibir su muñón con cada roce. Ya no termina su cuerpo en el corte porque él continúa la caricia en el muslo derecho, su cara interna, la rodilla, los gemelos, el talón, los dedos de su pie.  Y cuando siente su peso ligero encima, su cuerpo invadiendo su entraña, recuerda el farol encendido en el portal y el alma que regresa sin tiempo.

–¿Por qué te fuiste?

–Tu pierna...

–Me la has devuelto, Gustavo.

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