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Molintonia

Epistolario de un oficinista, Séptima Carta

SÉPTIMA CARTA

Zaragoza, 31 de Enero de 1.984

Amigo Pascual:

El último párrafo de mi última carta se ha cumplido.  Ya no existe el problema de Ponciano.  Todavía no he encontrado un aliciente que me empuje a escribirte, pero estoy en ello.  Antes, lee estas líneas.  Supongo que no van a ser pocas, porque el desenlace de Ponciano no te lo imaginas.

Los días de tranquilidad apenas llegaron a diez.  Teníamos confianza en la recuperación, todos los detalles indicaban el restablecimiento.  No había para menos.  Ahora bien, Carlos no se lo creía y mantenía su escepticismo.  Me molestaba su incredulidad y llegué a enfadarme con él...  Pero tenía razón.

Al cabo de una semana, Ponciano comenzó con su quehacer enérgico y muy alterado.  Vibraba por momentos, aunque aguantaba en silencio.  Dirigía la mirada hacia el despacho del jefe y a través de las mamparas parecía que lo despedazaba con sus ojos hirientes.  Empezó a hablar de sus conversaciones con los directivos de la empresa.

—Se han creído que podrán conmigo.  ¿Yo loco?  Ellos sí que están locos.  ¿Cómo va esta empresa?  Ya se ve.  Todos descontentos.  Ellos, ellos necesitan médicos.  Son amigos del Cedrés.  Otros cerdos.  Bastida es su amigo y, claro, ahora me quieren echar.  Que lo intenten.  A Magistratura y tengo las de ganar.  Yo, un hombre honesto, honrado, que nunca ha hecho mal a nadie, que trabaja.  No podrán conmigo.  Y si quieren algo, millones.  Ya está.

Volvió a sus errores en el trabajo.  Julita desesperaba.  Consiguió que le cambiaran de lugar, pero siguió protestando por la falta de seriedad en su tarea.  Ponciano no atendía indicaciones ni se amoldaba a los cambios de organización.

Descuidó nuevamente su aspecto.  Su ropa seguía pulcra, pero tenía el cabello grasiento, se afeitaba cada tres o cuatro días, sus dedos estaban amarillos y sus labios, enrojecidos y cortados.  Llegó a decir que no se lavaba la cabeza, que se peinaba mojándose el cabello con Pantén, “y así me va, mira, mira, cuánto pelo me queda, más que algunos”.  Su aliento olía a alcohol, según él, porque se limpiaba los dientes con cerveza, “la espuma descompone los restos alimenticios”.  Llegaba a ser repugnante.

—Yo ni cedo ni cederé.  Si lo sueltan, no me caso. El asqueroso ese. Treinta años le caerán...  El peso de la justicia.  Ni cedo ni cederé.

Carlos le miraba y sonreía.

—¡Ah!, nos reímos, nos reímos.  Está escrito y firmado.  El gobernador ya lo sabe.

—¿Es amigo tuyo el gobernador? —preguntó Carlos.

—Su hija es íntima de Inma.

—¡Bobadas! El gobernador tiene treinta y ocho años, ¿sabes, Ponciano?, y una hija de diez.

—Ni cedo ni cederé.  Si lo sueltan, no me caso.

Se convirtió en rutina. Siempre la misma cantinela.

—¿Tomas tus pastillas, Ponciano? —me interesé.

—Eso son drogas.  Al váter las tiro.  Me quieren envenenar.  Drogas, drogas.  Cedrés y Bastida están en el tráfico de drogas.  Son unos asesinos.  Hasta a los niños les venden.  Pero Javier lo sabe y acabará con ellos.  Bueno es Javier.

No podía hacerle razonar.

Otra mañana preguntó en voz baja a Carlos.

—Lucía, ¿está enferma?, ¿de vacaciones?

—Le duele la cabeza de tanto oír tus estupideces y se ha quedado en la cama.

—Le duele un oído —aclaré a Ponciano.

—Estas crías.  Yo, ni un día de baja.  Ya lo veis, fuerte como un toro.  Un hombre, sí, señor, y con dos pelotas, lo que hay que tener.  Mira, mira —se desabrochó la camisa y dejó al descubierto el vello del pecho—.  Esto es un hombre.  Y sano, sin enfermedades.  Otros, a mis años, ya tienen chocheces.  Se les va la cabeza y todo.

—Tú estás cuerdo, claro —Carlos no pudo aguantarse.

—Yo no chocheo, ¿entiendes? —contestó, agresivo.

—Tú estás mal de la cabeza.  Estás loco, loco.

—Tú eres un mierda crío que no pinta nada.  ¡Pintamonas!

—Y tú, ¿qué eres, imbécil?  El dios de Roma.

—Soy comandante.  Y tengo carnet.

—De la sección juvenil de la Falange Española.

—No te metas conmigo que te... —mientras decía esto, Ponciano se lanzó contra Carlos y le agarró del cuello—. ¡Pintamonas!  Ya te daré yo.

Con parsimonia, Carlos levantó su mano derecha y agarró el brazo de Ponciano.  Consiguió separárselo del cuello y fue empujándolo hasta que cesó la tensión del músculo. Carlos tenía fuego en los ojos.  Ponciano inclinó la cabeza, dio media vuelta y se marchó herido, derrotado.

Un detalle.  Ya no importaba que el jefe estuviera o no presente. Esta situación lo tuvo de espectador. Guardó silencio.

El martes de la pasada semana es histórico de principio a fin.  Entró Ponciano a las ocho y cinco, alteradísimo, hablando a diestro y siniestro.  El día anterior me había enterado de que le proponían la jubilación anticipada en muy buenas condiciones.  Dentro de unos meses, cumplirá sesenta años.

—De teniente coronel o nada.  Me quieren jubilar, así, por las buenas.  Primero, el ascenso; luego hablaremos.  Y todo firmado desde Madrid, que éstos de arriba son unos pelagatos.  Lo mío, de Madrid y publicado en Boletín Oficial del Estado.  Yo soy alguien.  No como ellos que son unos mierdas.

El monólogo fue más amplio, pero no quiero extenderme porque ya me aburre.  A continuación, vas a leer conversaciones totalmente inconexas, todo contado por Ponciano con menos de una hora entre cada una de ellas.

—Carlos, ¿sabes qué pasó ayer, a las tres y cuarto?

A pesar del incidente con él, Ponciano siguió acercándose a Carlos para narrarle sus aventuras.  Ni siquiera levantó la vista del papel.

—Atracaron el Banco Popular.  Yo entré y se cagaron.  ¿Me oyes?, se cagaron y me dieron sus pistolas y el dinero.  Yo solito, oye.  Me tienen pánico porque me conocen.  ¡Claro!  Y que se atrevan.  ¡Ah! y por la tarde, otra vez.  Una bomba en el aeropuerto,  la encontré y se la di a los artificieros de la Guardia Civil.  Todo el mundo aplaudió.  Pero yo no quiero honores y me fui.

—Vete a la mierda —dijo Carlos.

—De teniente coronel o nada.  Si no lo sueltan, no me caso.

Se escabulló hacia su mesa.

Al poco rato, otra vez.

—Ya he cazado a mis asesinos.  Cedrés les pagaba.  Eran de la ETA.  Ya lo sabía yo.  El Cedrés es un cerdo, un cerdo.  Pagar tíos para que me liquiden...  Javier estaba allí y me avisó.  Los agarré por detrás y todo arreglado.  Como agarre al cerdo ese, le rajaré el vientre y le pisaré el mondongo.

—¿Me quieres dejar en paz? —Carlos se hartó, con razón.

—Es todo verdad.

—Estimado Ponciano —Carlos afiló su ironía—, ¿necesitas mi humilde ayuda para atrapar a tu enemigo?

—Yo solo me basto.  Faltaría más.

—Entonces, Javier es un vasallo.

—No, actúa por su cuenta.

—¿A sueldo del general?

—El general no interviene.  Es el jefe de la BIS, que se cuida de los delincuentes y me protege.

—¿No le das tus millones?

—No los necesita.  Y su hija tampoco.  Inma es rica.

—Y supongo que fértil, ¿no?

—Ya lo creo.

—¿Tendrás hijos, Ponciano?

—A lo mejor tengo ya alguno —dijo sonriendo pícaro.

—¡Cómo! ¿Inma tan virgen y tú tan promiscuo? Es intolerable.

—¡Yo tengo dispensa papal para fornicar!  No peco nunca, nunca peco.  Está escrito.  Pío XII, firma y sello.  ¡Tengo bula!  Mis dineros me costó.

—Estás loco, loco.  ¿No lo notas, Ponciano?

—Hay más locos que yo por ahí.  Yo estoy sano.

—Ya veo que el Farmipol te va bien.  Has adelgazado, ¿eh?

Ponciano escondió la barriga y apoyó sus palmas en el pecho.

—Estoy fuerte...  como un toro

—¿Te reto a un pulso?... ¡Vamos, apoya el codo!

—Yo ni cedo ni cederé.  De teniente coronel o nada.  Si lo sueltan, no me caso.

Ponciano volvió a su trabajo.

—Anda y que te zurzan —se despidió Carlos.

Durante la conversación, Ponciano estaba a gusto, se desenvolvía con seriedad, contestaba rápidamente, pero ya ves, Carlos lo llevó por donde quiso, le hizo tocar todos sus temas y en el momento que algo no le sentó bien, salió con sus palabras de siempre y escapó.

Después volvió a la carga.  Comenzó a gritar desde la mesa alta, miraba a todos los lados, su rostro estaba tenso y sus ojos quemaban con sólo mirarlos.  Sus palabras eran las mismas, cambiado el orden, inconexas, pero su voz podría oírse desde la calle.  Don Quiterio salió de su despacho y le increpó.  Ponciano, lejos de callarse, como en otras ocasiones, se le encaró:

—¿Tú qué te has creído?  Ni sueñes que vas a poder conmigo.  Eres de ellos también, ¿verdad?  ¿Sabes que estás en la lista?  Pronto irán a tu casa y te encerrarán con todos, Cedrés, Bastida...

—Cálmese, Ponciano.

—¡Yo ni cedo ni cederé!  Estaría bueno.

Se plantó erguido, los labios apretados, la frente alta.

—Está usted trabajando —advirtió el jefe.

—Tú cállate, pelagatos.

—¡Se acabó, Ponciano!  Vamos, delante de mí —don Quiterio se había enfadado—.  Camina.  Veremos si le dices todo eso al Director.  Deja los papeles, ¡delante de mí, y sin rechistar!.

Ponciano, callado, buscaba apoyo en alguno de nosotros.  Pocas veces habíamos visto al jefe tan alterado.  Entró a su despacho y Ponciano siguió su trabajo.  Don Quiterio se puso la americana y volvió ante él.  No había cedido un ápice en su pretensión.

—Camina.

El silencio era sepulcral.  Ponciano cambió su expresión.  Se le adivinaba miedo.  Obedeció al jefe y salieron de la oficina.  Eran casi las tres y nos marchamos antes de que regresaran.

Se repitió la historia.  Volvió la paz a la oficina.  No se producía ni un palabra altisonante, ni un comentario, el ambiente comenzó a distenderse, pero nadie confiaba en su duración.  Ponciano volvería a las andadas.  Estábamos seguros.  Carlos lo probaba en alguna ocasión, preguntándole por sus asuntos.  No contestaba y cedió en su empeño.

Ayer, Ponciano no aparecía.  Don Quiterio nos informó:

—Los vecinos llamaron al  Psiquiátrico.  Lo han internado.  Según parece, en su casa, nadie podía dormir a causa de ruidos y gritos.  Llegó también la Policía.  Se encontraron con los muebles deshechos, ropas rasgadas...  Se lo llevaron en una ambulancia con la camisa de fuerza.  Tengo noticias de que la Dirección va a tramitarle la incapacidad total, aunque cabe la posibilidad de jubilarlo.  Decidirán la fórmula que le deje en mejor situación.  De cualquier manera, no volverá a trabajar con nosotros.

Por la mañana, Carlos le había preguntado: “Ponciano, ¿qué tal tu Inma?”.  Contestó: “Déjame en paz.  Son todo mentiras, patrañas para pasar el rato”.

Un fuerte abrazo,

ÁLVARO

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