Epílogo de Fábulas de Montemolín
Ésta es mi penitencia. Todavía no sé si pasará el examen de los entes superiores. El aprobado me facilitaría la expiación de mi error y así podría regresar al punto en que quedó mi última vida, según me dijeron. Desconozco cómo lo harán, pero puedo asegurar que el tiempo sideral es totalmente distinto al tiempo terrestre y que mi estancia por estos lares no significaría un tiempo añadido al período de esa existencia.
De esta experiencia puedo contar que mi deambular por los mundos de aquí arriba es una enseñanza repleta de lecciones que me van a facilitar una vida mejor. Y debo entender "mejor" como enriquecida por valores de ayuda y dedicación a mis semejantes. Parece ser que es lo único que de interés para mis profesores, lo único que, puesto en práctica, puede otorgar una nota positiva en las calificaciones parciales.
El contenido de este librito de cuentos es la parte que hasta este momento he aprendido. Cada pedazo de las Fábulas de Montemolín encierra un concepto de conocimiento que no puede entenderse con la razón, que cada uno recibirá a través de su entraña misteriosa. Hablan de Amor, o del camino hacia el Amor. Al menos ese es mi mensaje, al menos eso entendí que mi guía quiso decirme.
Existe una muchachita en Miguel Servet, 128, que ha crecido demasiado para su edad. Por un motivo especial, y secreto para mí, su alma y la mía confluyen en una misión, su alma y la mía son "simpáticas" entre sí. Ella no lo sabe, pero lo intuye. Su mano, dulces deditos, ha tomado un lápiz y me ha servido de instrumento para lograr el contacto necesario con el mundo real. A pesar de que nunca juega en la plaza Utrillas, sé que un día podremos encontrarnos para iniciar la tarea común. También sé que debo trabajar y tener paciencia para cumplir el Destino. Espero ansioso su presencia junto a mí y así los dos visitaremos las verjas de la Estación para entender también con la razón que estamos unidos por la eternidad.
Mi agradecimiento a Alejandro Dolina por tenderme sus hilos de seda con las Crónicas del Ángel Gris, que desde sus barrios porteños me trasladaron la nostalgia hacia mi vida en Montemolín.
Buenos Aires, primavera de 1994
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