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Molintonia

H. (a Frank Kafka)

H. se despertó sobresaltado, miró el reloj, que no había sonado y, al comprobar que daban las nueve menos cuarto, se lanzó al baño.  Por el pasillo recordó que era su primer día de vacaciones, así que volvió a meterse en la cama. No consiguió dormirse nuevamente, pero se arrebujó entre las mantas disfrutando del asueto.  Cuando ya las ganas de orinar se le hicieron insoportables, se levantó y fue al baño.  Después del alivio, se giró hacia el lavabo para enjuagarse la cara.  Conforme deslizaba las manos desde las cejas a las mejillas, se miró al espejo... y comprobó, no sin sorpresa, que le devolvía el reflejo de una bestia.

Seguramente estaba aún bajo los efectos del sopor que nos embriaga cuando alargamos las horas de sueño.  Abrió y cerró repetidamente los párpados, pero la imagen de la bestia no se iba.  Palpó el espejo.  Hizo guiños y gestos raros…  La bestia le respondía con ademanes idénticos.  Le habló:

—Buenos días.

Y la bestia movió los labios a la par del saludo.  No había duda, aquel era su rostro, pero los hombros, los brazos y el torso tenían forma humana.  Se miró abajo y también el tronco y las piernas presentaban la forma de hombre.

Le invadió la desesperación.  La cosa de allí enfrente era horrible, con ojos saltones, nariz de perro y boca de tiburón.

H. intentó calmarse.

No se atrevía a tocarse la cara.

Se vistió en el dormitorio sin notarse nada extraordinario.  Volvió al baño cumpliendo su rutina, ahora para perfumarse y peinarse.  Mecánicamente, levantó la mirada hacia el espejo.  La imagen seguía ahí.  Forzó la atención en los ojos y dedujo que no había duda; esa expresión era suya.

Decidió salir a la calle.

Podría ser un hecho traumático, pero tenía que salir.  Además, sentía en el baño cierto olor a guarida de alimañas.  Sería obsesión, seguro, pero hasta le pareció que el dormitorio se impregnaba de ese olor.

Bajó en el ascensor y al cruzar por delante de la portería volvió el rostro y agachó la cabeza.

—¡Señor! ¡Señor H.! —le llamó la portera.

Se vio obligado a detenerse y contestar.

—Dígame.

—Señor H.  Debo recordarle que estos días, hasta el domingo, cortarán el agua desde las nueve hasta mediodía y como usted está de vacaciones...

—Gracias.

La portera no se había extrañado de su aspecto.  O quizá había vuelto a su estado normal.  Intentó verse en el escaparate de la zapatería.

—Buenos días, señor H. —le saludó el zapatero.

—Buenos días —contestó.

Y a la vez que oía el saludo estaba comprobando en el cristal que su rostro mantenía la configuración de bestia...  Sin embargo, tanto la portera como el zapatero le reconocieron y no se habían asombrado.  La situación le resultaba sarcástica, y pensó si su vista no sufriría algún defecto.  Hizo averiguaciones observando a su alrededor las cosas del barrio y comprobó que veía como el día de antes, como los otros días, nítido y sin distorsiones.

Se introdujo entre el bullicio de la calle y nada extraño ocurrió.  Podía pasear sin atenciones curiosas, lo que le hacía suponer que el resto del mundo estaba ciego o él no pertenecía ya al mundo.

Caminó largo rato intercambiando saludos forzados con otros ciudadanos, que siempre eran contestados mirándole al rostro sin sorpresas.  Entró por una calle que nunca había transitado y lanzó su buenos días a un hombre de mediana edad que arreglaba su jardín:

—Perdón, señor, tiene usted cara de bestia inmunda —le espetó.

—¿Cómo dice usted?

—Su cara, señor, es una mezcla de perro y tiburón.

—¿La ve usted así?

—Sí, ya lo creo.  Pero pase, pase, por favor.

H., alucinado, entró a la casa.

—Venga por aquí, sígame.

El hombre de mediana edad le hizo entrar a una estancia amplia, únicamente ocupada por cuatro sillones orejeros como esquinas de un cuadrado perfecto.  Entre ellos el suelo se cubría con una alfombra redonda llena de dibujos cabalísticos.

—¿De verdad que usted me ve con cara de bestia?

—Ya lo creo, y además percibo su olor—. Hizo un gesto de asco—.  Pero siéntese, siéntese.

—Gracias, ¿señor...?

—Samsa, Gregorio Samsa.

El señor Samsa tomó asiento en el sillón frontal al que ocupó H.  La ventana quedaba detrás del anfitrión, lo que provocaba que H. lo viera en claroscuro.

—Y, ¿cómo se siente usted, señor... ?

—H., Franz H.  Me siento muy extraño.  Usted ha sido el único que me ha visto la cara de bestia.

—Lo entiendo, lo entiendo.  Es que yo tuve cierta experiencia.

—¿Experiencia?

—Así es, pero no viene al caso.

—Entonces, ¿piensa que esto que me sucede es normal?

—Normal no, pero no es el único, ¿sabe usted?

El señor Samsa hablaba con un tono misterioso, pero como daba la impresión de que sabía algo sobre casos parecidos al suyo, H. empezó a encontrar cierto consuelo.

El señor Samsa encargó a su criada que sirviera café y departió amablemente con el señor H. en una conversación de temas cotidianos.  La sala se impregnó de un olor a bestia bastante desagradable.

Cuando dieron las doce, el señor Samsa, muy correcto, pidió excusas y dio por concluida la visita, pero invitó al señor H. a regresar al día siguiente a la misma hora.

H. salió a la calle muy satisfecho, entendiendo que había encontrado un hombre afable que sabía comprenderle ante su desgracia.  Cuando llegó a casa, se preocupó de ventilarla bien y pasó el resto del día viendo la televisión.  Naturalmente, no pudo dejar de pensar en su aspecto, pero el recuerdo del señor Samsa le ayudó a quitar importancia al problema.

A la mañana siguiente, se dirigió a la casa de su amable anfitrión con deseos de preguntarle algo más sobre los casos similares que conocía, pero el señor Samsa se escabulló y la conversación derivó en los mismos temas intrascendentes del día anterior.

Así transcurrieron cuatro tertulias más.

El séptimo día, el señor Samsa, más misterioso que de costumbre, se atrevió a ofrecer al señor H. un procedimiento para superar el problema.  H. mostró mucho interés y decidió cumplir a rajatabla todas las instrucciones que el amable confidente le indicó.

Aquella noche, antes de acostarse, H. ya había realizado todas las fases del método explicado y se dispuso a dormir para esperar el resultado. Fijó en el despertador la hora de alarma de sus días de trabajo, puesto que ya concluían sus vacaciones.  Tardó horas en recibir al sueño... y despertó sobresaltado a las nueve menos cuarto. Miró al reloj.  Estaba bien conectado.  "Llegaré tarde al trabajo", pensó.  Y sin acordarse de su contrariedad, se lanzó raudo al baño.  Al mirarse al espejo, recordó los días pasados.  Por fin volvía a su aspecto normal... y se acordó de su benefactor, el señor Gregorio, Gregorio Samsa.  Llamó al trabajo para informar de su retraso, se vistió rápidamente y salió a la calle.

—¡Dios mío!  ¡Un monstruo! —gritó la portera.

H. comprobó que se dirigía a él.  Y desde la calle:

—¡Una bestia! ¡Una bestia!

H. corrió hasta el cristal de la zapatería y vio que su cara mantenía el aspecto normal que se había reflejado en el espejo del baño.

—Pero... ¡qué monstruosidad! —gritó el zapatero—. ¡Es una bestia!  ¡Llamen a la policía!

La gente se arremolinó en torno a H. guardando cierta distancia para protegerse de un más que posible ataque, dado el aspecto del señor.

H. comenzó a sentir confusión y miedo.  A su alrededor se sucedían gritos de horror y comentarios sobre su aspecto de perro y tiburón.

"No puede ser", pensó H. y volvió a mirarse al cristal de la zapatería.  Allí se reflejaba su imagen corriente.

H. se vio prisionero por la muchedumbre.  A lo lejos, se oían las sirenas de la policía.  H. emitió un rugido, la gente se apartó y aprovechó para salir huyendo.

Se dirigió a casa del señor Samsa.

En el lugar de la casa del señor Samsa aparecía un solar desolado.

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