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Molintonia

Ataúd abierto

Alberto salió al balcón del hotel.  Hacía un frío intenso y algo de niebla, pero las labores de la mañana le habían dejado tal rabia que necesitaba apagar el nervio que le quemaba.  Justo a su frente se alar­gaba una calle peatonal repleta de comercios vistosos y carteles en lo alto. Sólo deseaba perder la mirada por algún infinito, hasta quizá ce­rrando los ojos si así lograba algo de calma.

La gente que caminaba por la calle iba deprisa, arropada, con su objetivo claro para ocupar el menor tiempo en su paseo dentro del aire tan frío.  Por eso, le llamaron la atención dos jovencitas que alegre­mente charlaban y reían con un paso tranquilo.  Le dio la sensación de que estaban allí como impuestas, pues no respondían al tipo propio de los lugareños y su ropa apenas podría tapar una temperatura otoñal.  Cambiaban de una acera a otra sin motivo aparente, apenas percatándose de lo que mostraban los escaparates y, de cuando en vez, se golpeaban los brazos una a otra para estallar en carcajadas o, de vez en cuando, se fundían tan juntitas que desde atrás habrían pare­cido unos enamorados.

Extrañamente, sus risas ostentosas no generaban sonido y al jun­tarse, una bruma les envolvía, como si la neblina se concentrara en torno a ellas.

Alberto se despistó por un tiempo, cuando la mente le devolvió a sus preocupaciones de la mañana y le pasó el rato sin ver lo que mi­raba y sin sentir las punzadas del frío.

Su atención hacia las muchachas se hizo firme cuando comprobó que al despertar del letargo sus imágenes le devolvieron justo al punto en el que las había perdido de vista por sus disquisiciones.  Fue como si una película se hubiera desconectado en el instante en que abandonó su atención por las secuencias.  Las encontró ligeramente arqueadas hacia atrás, con expresión de carcajada, y aún alcanzó por segundos a ver la imagen detenida.  Agitó su cabeza cerrando los ojos como quien desea volver a una realidad, pero no le sirvió para borrar la sensación porque en continuidad con la acción las chicas seguían allí con su paseo.

Parecían felices y desentendidas de su alrededor.  Corretearon persiguiéndose una a la otra dando vueltas a un banco de piedra; obser­varon juntitas las revistas expuestas en un kiosko para después relan­zarse a las carcajadas supuestamente por el contenido de una portada; volvieron a fundirse; juguetearon con las manos palmeándose en bra­zos y piernas; exploraron lo mostrado en un escaparate y concluyeron de nuevo riendo con furia; y volvieron a fundirse.  Así continuaron en un avance corto por la calle peatonal, que no en su recorrido porque seguían su trayecto de una acera a la otra.

Igual que antes se ensimismó con sus preocupaciones, Alberto se embrujó con el quehacer de las muchachas.  Cuando se dio cuenta, decidió entrar a la habitación y olvidarlas.  Precisamente, comenzó a sentir el frío al cerrar las puertas del balcón.  Se frotó los brazos y se dispuso a buscar un jersey.  No pudo dejar de pensar en ellas y el re­paso mental de las imágenes le hizo caer en la cuenta de que las mu­chachas cambiaban de expresión continuamente: serias, risueñas, carcajeantes y enigmáticas, casi en una cadencia exacta y siempre por este orden.  "Están locas", pensó.

Quiso ponerse a leer un periódico, pero ni siquiera llegó a buscarlo, porque una curiosidad impertinente le impulsó a salir nuevamente al balcón.

Allí estaban otra vez arrancando en la misma postura que él las dejó...  y otra vez, por un instante, esa imagen detenida...  Pero ahora miró alrededor de ellas y comprobó que del ambiente que las rodeaba sólo las dos estaban igual que antes, el resto había variado con la lógi­ca de los minutos transcurridos.  Se pellizcó sabiendo que no estaba soñando.  Entonces se dio cuenta de que no sentía frío.

Las muchachas, en su camino zigzagueante, apenas avanzaban un par de metros en la longitud de la calle cada vez que cruzaban de acera.  Continuaron sus risas, sus juegos y continuaron fundiéndose después de cada golpe de carcajadas.  Alberto se había enganchado al espec­táculo y le daba la sensación de que no estaba donde estaba.  Un veci­no del hotel descorrió las cortinas y él le dirigió un saludo, pero no hubo contestación.  Alberto sintió que fue atravesado por su mirada como si fuera un hombre invisible.  Instintivamente, se palpó para comprobar su estado sólido.  Tal estupidez le devolvió al escenario, y se repitió la instantánea de las otras veces.  Lo tomó por natural y continuó la observación.

Ahora se fijó en los momentos en que se fundían.  Registró una fase completa de todo el proceso: risas, análisis de objeto, juego, carcajada y...  Esa atención le hizo percibir la gran diferencia entre las dos: una, morena, de rasgos angulosos y melena larga rizada; la otra, rubia nórdica, de cara redonda y pelo corto; una, vestida informal, con tejanos rotos y zapatillas de deporte; la otra, elegante, con falda ajus­tada y zapatos de tacón fino...  Se acercaron nuevamente hasta fun­dirse... hasta fundirse de tal manera que una frente a la otra rompían la solidez y se incrustaban formando un ente único y ¡transparente!  "Me estoy volviendo loco", pensó.

Con acopio de serenidad, decidió repetir la observación... y se re­pitió el resultado.  Quizá la concentración de neblina distorsionaba la imagen, quizá.  La gente pasaba alrededor de ellas sin inmutarse, aun­que el frío obligaba a caminar deprisa y a concentrarse en evitar cual­quier pérdida de abrigo, por lo que difícilmente se podría prestar atención a otra cosa que a buscar calor.  La niebla se hacía más intensa.

Las muchachas, rompiendo el proceso, se habían detenido frente a un escaparate más tiempo del debido.  Anteriormente, la fase de las risas se había cumplido.  Alberto, ya tomadas las circunstancias como una situación normal, aguardaba a sentir frío para regresar a la habi­tación y comenzar a leer plácidamente el periódico.  Pasaron algunos minutos con ellas casi estáticas mirando al frente y, en ellos, Alberto reinició un interés participativo en el espectáculo.  Escrutó los carteles suspendidos por encima de las muchachas e intentó adivinar cuál correspondía al escaparate en cuestión.  Funeraria La Estrella: quizá un ataúd abierto le llamaba la atención.  Modas Ángel: un modelito para la morena podría ser digno de admirar.  Recreativos del  Uni­verso: la caza del palomo a doble disparo siempre generaba mucha expectación.  Cafetería Paraíso: ¿y si sus ojos estaban desnudando a un galán exu­berante?

Alberto perdió la tranquilidad esperando a que comenzaran el juego y  provocaran las carcajadas.  Seguían pasando minutos y ellas continuaban estáticas frente al escaparate, como obnubiladas por una visión.  Cuando tomó consciencia de su nerviosismo, inició el giro para entrar... pero de soslayo vio a la chica morena arrodillarse de golpe... y recuperó la atención.  Sí, la chica morena se había dejado caer sentándose sobre los talones y elevando la vista al cielo.  Emitía una expresión de duda, de pregunta, de amargura, de súplica.  Se tapó la cara con las manos y escondió la barbilla junto al pecho.  La nór­dica seguía de pie, mirando al frente, pero su rostro mostraba un rictus de sorpresa, de susto, de temor, de desesperación...  Al poco, también elevó la cara, también la cubrió con las manos, igual bajó la frente... y finalmente se arrodilló.

Durante unos segundos compartieron postura, pero la rubia volvió la vista hacia su compañera como si entonces se diera cuenta de que estaba junto a ella, le puso el brazo por encima de los hombros y lanzó un grito de angustia... sin sonido real.  La morena le siguió y ambas mostraron esa expresión de seres desgarrados por un acontecimiento sorprendente y exageradamente doloroso.  Alberto sintió el ambiente pleno de angustia, como si toda la niebla la transmitiera gota a gota hasta comunicarla a todos los mortales.  A él le entró por el vien­tre y le hirió la entraña.  No sentía el frío.

Al poco de los gritos, se abrazaron con un impulso simultáneo y feroz.  Así, los desgarros se intensificaron, sus bocas se abrían más allá de los límites, los ojos, plenos de lágrimas, solicitaban compasión por las alturas y, una contra otra, los brazos se asían a las espaldas buscando protección ante la angustia o deseando desaparecer para eludirla.  Alberto también sintió aumentar el desgarro.

Y la niebla volvió a concentrarse, esta vez con más intensidad, en torno al abrazo de las dos muchachas.  Ellas miraban al escaparate y gritaban, miraban al cielo y gritaban.  Su cerco de bruma se hizo más brillante, como iluminado... y comenzaron a fundirse, a diluirse, a ga­nar transparencia, mientras el desgarro se hacía sensación insopo­rtable a través del aire.

Alberto se quebró la entraña y, en un impulso de compasión, se lanzó adentro, bajó por las escaleras y se dirigió hacia ellas sin saber si lo que deseaba era prestarles ayuda.

Al atravesar la puerta del hotel, vio que se diluían en la lejanía de la ca­lle, como quien se pierde en el horizonte, riéndose.

Desapareció la niebla, desapareció el desgarro, y su entraña se dis­tendió.  Siguió caminando por inercia hasta el frente del escaparate.  Sólo se vio a sí mismo porque era un local abandonado en el que únicamente había un espejo.

Alberto se dio cuenta de que no llevaba abrigo y sintió frío.

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