Blogia
Molintonia

A tiro fijo

Han reformado el hospital, estoy en la sala de espera de la UCI, las butacas de madera se clavan cuando llevas un rato sentado, pero puede aliviarse con un paseo por el pasillo, incluso saliendo a la calle para acompañar a los fumadores.  Aunque no fumo hace cuatro años, soy tolerante con el humo, me sigue agradando el olor a tabaco rubio, o de pipa; el negro no. Patricia respira con dificultad, supongo que por los bronquios taponados y por esa neumonía que me ha dicho el médico.  Sus ojos se ven preciosos a pesar de todo, y cuando me asomo por el ventanuco creo que me está mirando.  La he reconocido por casualidad, mi madre ocupa la cama junto a ella y no sé por quién de las dos estoy ahora aquí, son las cuatro de la madrugada, no podía dormir y he regresado a la Casa Grande.

Con ella participé en un recital de canciones y poesía, no fue nada de teatro, sino una práctica que nos animó a realizar una profesora que aplicaba nuevos sistemas pedagógicos, era la carrera de Trabajo Social, no recuerdo la asignatura, porque abandoné antes de terminar el segundo año… pero Patricia siguió, claro, cómo no iba a seguir, si era brillante, malgastaba su tiempo en esos estudios medios, estaba predestinada a más, a mucho éxito por su brillantez intelectual, y sobre todo, debido a su constancia, a su pertinaz persecución cuando se metía en algo, hasta el fondo y sólo en esa ruta, “a tiro fijo”,  decía y se reía.

El recuerdo se configura por nebulosas, unas sobre otras, algunas giran, otras se posan, las traicioneras se rizan y te devuelven su contenido cuándo y cómo ellas quieren a modo de documentalistas con autonomía que eligen el libro, el folio y la noticia que les parece bien sin preguntarte.  En una nebulosa tímida o débil se había escondido Patricia.  No la volví a ver más hasta hace tres días, en la esquina de la calle Agustina de Aragón, mientras esperaba que mi hermana terminara una entrevista en el local de al lado.  Entretanto, el período sin ella me había llenado fugazmente de su imagen con un sentimiento de admiración que se apoyaba en hilos que no sabía tejer.  El tiempo lo llena todo y al final me quedaron sonrisas, la canción de Violeta Parra que incluyó en el recital…

 

Gracias a la vida que me ha dado tanto.

Me dio el corazón que agita su marco

cuando miro el fruto del cerebro humano;

cuando miro al bueno tan lejos del malo;

cuando miro al fondo de tus ojos claros.

 

 …y la mirada, su mirada débil, azul, desmarcada de sus quehaceres enérgicos… la mirada que ayer reconocí después de que las nieblas de mi memoria se dignaran relacionarla entre la Patricia que conocí en la Escuela, la Patricia que me asaltó en la calle y la Patricia que ahora respira bajo la mascarilla.

—Eh, tío bueno —escuché detrás de mí con una voz gangosa de mujer.

Miré con miedo, de reojo, esa zona no es muy recomendable.

—Dame unas monedas, que quiero comprar leche pa m’hijo, anda, dame, que estás mu bueno, y con los tíos buenos voy a tiro fijo, te la chupo por cinco euros, cinco euros na más, y me haces un favor, vamos, que es pa la leche, no te miento.

Creí reconocerla sin saber quién podía ser, me asusté al comprobar su piel llena de costras, el pelo graso, el cuero cabelludo casi al descubierto… pero su mirada, esa mirada azul… Débil.  Corrí hasta la otra esquina y no me siguió.  Han sido dos noches sin dormir, buscando entre mis nebulosas aquella que contenía sus recuerdos.  Y sólo la reconocí cuando, al pasar por su lado esta tarde, alargó su brazo para sujetarme por la muñeca mientras su mirada volvía a posarse sobre mis ojos.  Entendí: “¡Jorge!”, y me llené de hilos enredados.

Predicen que morirá mañana, a más tardar.

0 comentarios