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Molintonia

Ceferino y la evaluación

Aparece el cuadro de Las Meninas, el de Velázquez, y el monitor nos pide que nos fijemos bien en la composición, en las formas, en el estilo, en los personajes, en las sensaciones que produce….

Pasa la diapositiva, queda una en negro total, y hay unos segundos de silencio al modo más dramático de una exposición con suspense.

Aparece el cuadro de Las Meninas, el de Picasso… silencio… silencio… varios segundos de sonrisita del profe y miradas entre nosotros.

—¿Cuál de los dos es mejor? — pregunta el monitor al aire.

Nadie contesta, claro.

Tercera diapositiva: un cuadro raro, raro, muy abstracto, de esos que no tienen nada figurativo, volúmenes de color superpuestos... No me acuerdo ni del título ni del autor. Otra pregunta al aire:

—¿Quién se atreve a valorar este cuadro?

Nadie contesta… ¡menudo miedo a meter la pata!  Si parecía pintado por cualquier niño de los que jugaban en el patio del colegio de ahí al lado…

Sale dando vueltas un cuadradito que, al detenerse bajo la obra abstracta, muestra una cantidad sobre los tres mil millones de pesetas.

—¡Oh! —exclama el monitor de una manera muy afectada—. ¿Será una equivocación?  ¿Es posible que ese lienzo cueste ese dinero?  ¿Alguien de ustedes pagaría tres mil millones por este cuadro?

A partir de ahí iniciamos un debate sobre la diferente percepción de lo bueno y de lo caro, de lo mejor y de lo barato… en fin, disertaciones variopintas que sólo nos llevaron a concluir que “todo depende del color con que se mira”.

Estábamos en un curso que pretendía enseñarnos a evaluar a nuestros colaboradores.

Difícil es fijar objetivos SMART (acrónimo que los gurús asignan a las cualidades que deben tener unos objetivos bien fijados). Aprovecho para incluir ese aspecto interesante que corresponde al anterior capítulo. SMART, que me acuerdo de su significado en inglés (raro en mí), es inteligente, y cada una de sus letras (lo voy a buscar en Internet) indica una cualidad: Specific, Measurable, Achievable, Realistic y Time—Bound, es decir, específico, medible, realizable, realista y limitado en el tiempo.

Entonces, si difícil es fijar objetivos con estas características, no digamos nada de evaluar. Y evaluar los objetivos no es ni la mitad de difícil que evaluar actuaciones, actitudes, comportamientos, valores o competencias.

He comenzado este capítulo contando ese episodio del curso porque precisamente para mí ahí radica uno de tantos errores en las aplicaciones de sistemas evaluativos. Cada cual pone su opinión, su valoración subjetiva, su preocupación personal, sus modelos… cuando evalúa esos aspectos tan difícilmente cuantificables y observables con un patrón común que no te haga ser parcial.

Dicen los expertos que son elementos objetivables, no objetivos. Me río de la aclaración, con indulgencia.  Admito el adjetivo terminado en __vable, en lugar de en __vo. Pero todo depende de para qué se utilice la evaluación.

Antes, vayamos a la génesis. Como casi siempre, estas cosas de relación entre jefes y empleados implican cambios de mentalidad, de paradigmas, que dicen los consultores, de “modelos mentales”, que me suena a fundamentalismo cultural o pseudorreligioso. Y, como casi siempre también, no se tiene en cuenta esta característica de los “sistemas evaluativos”.  En algunos sitios, he leído que esto pertenece a la cultura de la empresa.  Es verdad.  Tiene forma de cultura, porque la relación entre personas depende de unas costumbres adquiridas tras años, siglos de actuaciones que se han internalizado por el acervo común…  Y eso no es nada fácil cambiarlo, pero que nada fácil.

Por ejemplo, veamos el impacto que puede tener la utilización de un vocablo: evaluación y examen son sinónimos. En mis tiempos, en el colegio se nos examinaba, ahora se evalúa, por lo tanto no voy a mirar si acierto o no al otorgarles relación de sinonimia, la cuestión es que ante igual acción su mismo uso cobra el mismo significado para el vulgo, que es quien al final resulta afectado.  Es decir, hay gran cantidad de personas que traducirán inmediatamente evaluación por examen.

Y los exámenes no tienen buena prensa. En el colegio o en la universidad suponían  tensión y nerviosismo porque su resultado podía condicionarte un premio o un castigo, era la única acción en esa época de la vida que te podía dar sensaciones de éxito o fracaso, de ser válido o inválido.  En la empresa, para un colectivo de adultos que quieren trabajar bien y ganar más dinero por ello (ya hablaremos también del sueldo), sentir que vas a ser evaluado en las condiciones que generalmente se suele hacer es como pasar ante un tribunal de un país bananero sin presunción de inocencia o con caciques dictadores. La evaluación da miedo, sí, hay que decirlo, pero no sólo al evaluado, sino también al evaluador, que sigue siendo una persona como los demás.

Sé de una empresa que formó parte de nuestro grupo hace unos doce años, en la cual, cuando la vendimos, los compradores instauraron de inmediato un sistema evaluador, muy bien diseñado, con colorcitos en los impresos, manual explicativo con alto valor pedagógico, con ejemplos variopintos de posibles desviaciones, y curso al efecto, con ambiente motivador y orientado a la gestión del cambio.

Rim—bom—ban—te. Ja.

A los jefes les llegó el papelito donde explicaba el procedimiento administrativo para cursar los impresos, una vez realizadas las entrevistas y emitidas las evaluaciones. Ciertamente, se daban algunas orientaciones sobre cómo llevar a cabo la conversación, unos dos folios, más o menos.  Algunos se encontraron por primera vez con el concepto “campana de Gauss”, que no tiene nada que ver con la llamada a oración del Ángelus, sino con cómo meter dos elefantes en un 600. Técnicamente, la respuesta apropiada no es “dos delante y dos detrás”, sino distribución forzada (que es tal como entrarían dos elefantes en el 600, muy forzados).

Entrando en detalle, había cinco calificaciones posibles, por lo que en ámbitos superiores a 50 personas, era necesario hacer caer un determinado porcentaje de ellas en cada una de esas calificaciones: 15% al “1”, 20% al “2”, 30% al “3”, 20% al “4” y 15% al “5”. No es baladí la maniobra, pero que nada baladí. ¿A que usted no se imagina cuál era el objetivo de reducción de plantilla con la compra de la empresa? ¿A que no se lo imagina? Eso es, el 35 %, que casualmente es la suma de los porcentajes forzados de los unos y los doses, o sea, los suspendidos en el examen.

Naturalmente, el jefe que engordaba la curva hacia la derecha, si no rectificaba tras dos avisos, pasaba a formar parte del 35%.

Que alguien me explique si en esa empresa se puede ahora pensar en positivo sobre los “sistemas evaluativos”.

Y anda que no nos piden a los jefes pocas evaluaciones:

a) la de los objetivos, por supuesto, que de inmediato tiene repercusión para calcular el pago variable asignado con unos cálculos engorrosos y peliagudos, pero que todo el mundo termina sabiendo hacer, por supuesto, para calibrar correctamente los resultados entregados; según la categoría del evaluado, el porcentaje de cumplimiento oscila entre el 120% para los directivos gordos, y el 95% para los directivos flacos, de tal manera que no podría ajustarse una campana de Gauss ni un almuédano de Boyle—Mariotte.

b) la de valores o comportamientos o actitudes, sobre los cuales nos hacen llegar un manual maravilloso, si no acompañado de CD—Rom interactivo, y seguro que con formación online, para aprender a observar a nuestros colaboradores durante un ejercicio (sinónimo de un año, nada que ver con acción, esfuerzo o entrenamiento) y poder emitir una valoración encuadrada en una escala, cuyos dígitos explican niveles de conducta. Oh… Oh… Oh…

c) y pasamos a una más moderna y actual, que hasta su nombre me sabe a miel: la evaluación de competencias. Pero bueno, ¿eso no lo hacían antes los de Personal, con eso de nombre tan extranjero, Assesment Center o algo así? ¿Sabe usted lo que me costó entender y hacer entender a mis chicos (aún no estoy seguro de su significado) lo que era una competencia? Pero no acaba ahí la cosa. Si no está sentado, por favor, hágalo, porque no quiero que me haga culpable de un accidente por mareo o exceso de risa. Pongo un ejemplo: trabajo en equipo, que me llegó definido como Valor, dentro del sistema de Valores de la empresa. Hubo que evaluarlo. Tal Valor, sin dejar de serlo, pasó a ser definido como Comportamiento. Hubo que evaluarlo. Tal Comportamiento pasó a ser definido como Competencia. Hubo que evaluarlo. Y ante tal emisión de Gauss distribuida por la ley de Boyle—Mariotte, la respuesta de mis Recursos Humanos (consultores de sistemas para el desarrollo de personas) fue la siguiente:

“Hemos eliminado la evaluación del concepto Trabajo en equipo como Valor porque se entendió que solicitábamos un juicio demasiado profundo. Por lo tanto, queda fijado como Comportamiento y como Competencia. Como Comportamiento, debes calificarlo en la Evaluación del Desempeño, a final de año, y tendrás que valorar cómo tus colaboradores han cumplido sus objetivos en función de la necesidad que tuvieran de hacer Trabajo en equipo. Esta valoración será anual. Como Competencia, debes calificar lo que esa persona sabe como conocimiento y es capaz de aplicar como habilidad en su tarea profesional. Esta valoración se hará cada tres años. Resumiendo, que en la Evaluación del Desempeño calificarás la actitud, el deseo de Trabajar en equipo, la aplicación a modo de Comportamiento en el año anterior; y en la Evaluación por Competencias, calificarás el grado de potencial aplicable”.

Ah, se despedía con “un cordial saludo”.

Sin comentarios, ¿de acuerdo? Porque sigo sin entender nada, o un poco menos.

Cuando empezó a surgir la Evaluación como herramienta para la gestión de las personas, pequé de ingenuo. Creí que estaría muy bien su aplicación entre mi gente, cosa que ya hacía de una manera más informal, porque no me vengan los de Recursos Humanos y adláteres a decir que lo han inventado ellos. Sólo le ponen nombre a lo que hacemos nosotros desde siempre. En fin, que me pierdo. Decía que pequé de ingenuo, porque al ver su diseño, su trazo teórico, el fin perseguido, casi me siento en el paraíso terrenal. No era para menos: enfocada al desarrollo, estructurada sobre una conversación inteligente y efectiva a realizar en una entrevista preparada, cuyo contenido versaría sobre formas de trabajo y sobre resultados obtenidos, finalizarla definiendo planes de desarrollo, etc. Que si esto fuera un mundo se llamaría Edén, vamos.

Me olvidé del principal axioma en estos menesteres. Las herramientas no son buenas ni malas en sí mismas, sino que su resultado depende del uso que les demos. ¡Qué gran razón! Ya he puesto un ejemplo con lo de la reducción de personal a los unos y a los doses. Pues bien, es como si usamos el destornillador para abrir una puerta o clavar una escarpia. Pero hay más.

No son usos tan escabrosos ni tan criminales como los de despidos a tutiplén, pero igualmente condicionan el verdadero significado de la Evaluación. Aunque quiera esconderse, pronto se sabe en la empresa si tal o cual calificación es usada para subidas de sueldo, promociones, traslados, selección, formación o desarrollo. En caso de que las evaluaciones supongan información para un aumento o disminución de pecunia, muchos jefes evaluarán de acuerdo a preferencias personales: unos favoreciendo a sus amigos, otros eludiendo la responsabilidad de la discriminación y calificando por igual a todos, algunos compensando en una evaluación lo que en la anterior aplicaron a su gente (le llamo la evaluación vaivén: un año mal para ti y bien para él, al año que viene viceversa).

El verdadero sentido de la evaluación es buscar ese espacio que normalmente nadie quiere buscar para sentarse a hablar “de hombre a hombre” (y perdón a las féminas por la expresión machista). Una relación madura debe nutrirse de verdades sobre la mesa, nada de silencios escurridizos ni palabras malsonantes. A cada cual, saber cómo hace las cosas le viene muy bien, y a veces es una cura de humildad o de autoestima, según cada uno tenga el color de su espejo particular. La evaluación ayuda a reflexionar para encontrar esa información entre cientos de detalles diarios que nos comen el tiempo. Y una vez ejercitada la evaluación, hablarlo vis a vis en una entrevista bien diseñada es fundamental para conseguir lo que se desea.

Hablar, hablar, hablar, pero con sentido. Hay que aprender a hablar, aprender a conversar. Ese es el reto que pocos consiguen. Las relaciones interpersonales son difíciles cuando hay que tomar partido y decidir que alguien hace las tareas mejor que otro. Decir tú bien y tú mal es duro, porque además, gran parte de la sociedad se confabula para generar sensación de resistencia ante el avance opresor del empresario (o jefe). Como todo en la vida, hay jefes buenos y jefes malos, y en eso debe apoyarse la gran cabeza de Recursos Humanos para saber aplicar la información recibida.  Esa información recibida como evaluación debe ser muy contrastada y tener muy clara su procedencia en función de la decisión que se vaya a tomar con ella.  En Recursos Humanos debe haber expertos que analice lo que cada jefe envía como evaluación y tener memoria histórica de la que se guarda en archivos bien cerrados.  Recursos Humanos debe hacerse cargo de los errores de aplicación que provoque “su” herramienta y no tomar decisiones con las informaciones que considere viciadas.

Determinadas funciones, como la evaluación, no se deben expeler hacia la responsabilidad de los jefes como si de un Gauss se tratara y diciendo “que eso le va en el sueldo”. En estas funciones nadie hace las cosas bien por obligación, se hacen por convencimiento, y está demostrado que por mucho o poco que uno cobre, el convencimiento no se adquiere por un valor en euros.  Sepa usted que un jefe con un par de narices es capaz de rellenar diez impresos de evaluación en cinco minutos, e informar de que la media de duración de las entrevistas ha sido de tres cuartos de hora con diez segundos porque “le va en el sueldo” hacerlo. Bonita solución. Es necesario que los de Recursos Humanos apliquen la máxima de “puño de hierro en guante de seda”, pero con seda de la buena, y que acompañen en la incertidumbre a los jefes que les pidan esa ayuda, o incluso que la ofrezcan sin petición, porque todo el mundo tiene derecho a ser atendido, acompañado y enseñado para hacer bien lo que le exigen de la noche a la mañana.

Y terminaré hablando de algo que antes ya he apuntado. En el último cierre anual como jefe de equipo, cuando llegó la primera Evaluación de Competencias, mi jefe de sucursal, el de los reglamentos, la devolvió con toda su arrogancia, acompañando los impresos en blanco con un Comunicado Interior, más o menos de esta guisa escueta:

“No me hagan calificar como maestro lo que nunca me enseñaron como aprendiz”.

Recuerdo que no le habían dado ninguna indicación más allá del Manual de tres hojas. Como yo estaba aprendiendo junto a él para sustituirle, habíamos avanzado en confianza y por primera vez me dijo algo que no cuadraba con las directrices de la empresa:

—Ceferino, no permita nunca que le corrija un examen un profesor que no se ha graduado en la materia a evaluar. Yo no soy un experto en evaluar Competencias, y sé de buena tinta que la próxima proyección salarial tendrá en cuenta esas calificaciones. ¿Se fiaría usted de que le evaluara sus conocimientos comerciales un abogado que toda su vida se ha dedicado al derecho internacional, por poner un caso, y le fuera en ello a usted la paga del mes?

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