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Las últimas palabras

Las últimas palabras

Os lego todas mis posesiones, sin más límites que tasas, impuestos y otras sangrías, para las cuales he previsto suficiente saldo en la cartilla de ahorro.  Espero que hagáis buen uso de ellas y que no os peleéis por tal o cual objeto.  Realmente, nada es imprescindible, pero guardo cierto cariño a ciertas cosas y me gustaría que les dierais el tratamiento adecuado.  La imagen de “La Última Cena” tiene un significado especial, no os deshagáis nunca de ella, y procurad que tenga cerca la imagen de la Dolorosa.  Como imágenes que son, ninguna de las dos tiene valor, pues son meras representaciones carnales, pero a lo largo de los años se han cargado de una energía propia de nuestra familia.  Entendedlas como signo de protección, y la fe os acogerá.  A Benito le ruego que conserve la pluma que ganó papá en el torneo de ajedrez.  No hay nada especial en ella, pero este deseo nace del cariño y me gustaría que perviviera.  Rosa, te corresponde mi mantilla blanca, que ya fue heredada por mi madre y por mi abuela.  Si alguna vez te decides a pasar por el Pilar, llévala para que sea bendita también sobre tu cabeza.  Desde aquí, ahora, puedo decirte que no es tan importante como creía, que la fe no reside en la mantilla, sino en el espíritu, pero la Virgen vela por nosotros y acepta los signos de veneración.  Lucía, sólo necesitas resignación, porque ya tienes conocimiento y sabiduría.  Conserva la piedra azul que guardas en tu monedero, tómala en tu mano con tus desencantos y suplica la paz para tu alma.  Tienes el camino abierto.  Con las otras propiedades podéis hacer lo que queráis, venderlas, lo mejor, para que la mejora económica os estabilice materialmente y os dediquéis así a repartir el bien, a dar ayuda y a la búsqueda de la verdad.  Por favor, quemad todos los muebles...  Y ya no hagáis más acopio...  Sé que os sorprenderá este ruego.  Nada más cerca de la realidad, ahora que la conozco desde dentro.  Cada hijo de Dios necesitamos de un apoyo material que nos libere de la carga de nuestro cuerpo, aunque en verdad la necesidad es vana, pero puesto que no somos perfectos, si no no estaríamos ahí, nos está permitida la búsqueda de esa satisfacción.  Ahora bien, ir más allá de lo necesario, de lo que nos viene, y, además, hacer de ello objetivo de la vida, significa renunciar al crecimiento del alma.  No busquéis poseer, sino dar con amor, porque el mensaje es verdadero:  “Todo lo que deis de corazón, os será devuelto con creces”.  El poder material se extingue con la muerte, nos queda la lucidez espiritual, que alimentamos exclusivamente con el único acto nutritivo: el acto del Amor.

 

Estaba equivocada en mi práctica religiosa.  Os parece extraño que lo reconozca, ¿verdad?  Pero tampoco es vuestra la razón.  Cometí el error en la forma de practicar, no en el uso de la práctica.  Ya he recibido el perdón, pero la indulgencia de poco sirve, porque todos tenemos la posibilidad de conocer el verdadero camino, y para ello sólo se debe desear y buscar.  Vuestra nula práctica y mi exceso tienen la misma causa: la influencia de la sociedad.  Yo por sumisión y temor, vosotros por rebeldía y orgullo, hemos elegido una comodidad de conciencia que nos ha desviado.  No sirve mirar una imagen como consuelo, no sirve una reunión multitudinaria con respuestas pasivas, no sirve rezar letanías como un loro maleducado...  Y da lo mismo ser bautizado, o ser absuelto, o ser confirmado, o ser unido en matrimonio, o ser ungido, da lo mismo porque son errores humanos basados en signos materiales que sólo aportan aceptación social.  ¿Recordáis mis indulgencias plenarias?  Tantas son que debería tener audiencia directa en el salón del trono divino.  Las enseñanzas se han distorsionado, hemos perdido la sabiduría y trazamos vericuetos retorcidos, en lugar del sendero limpio y recto.  Debéis cambiar vuestra actitud, pero no hacia la veneración ni hacia el rezo, sino dirigida al mensaje que nace dentro de cada uno, es decir, que la imagen de tal o cual virgen, de tal o cual santo, no será objeto sagrado sino recordatorio de ese mensaje que recibís, y la oración nacerá del íntimo deseo de comunicaros individualmente con vuestro interior, con Dios, y si esos deseos se unen y nace un deseo común, la intención será más fuerte y más loable.  Los sacerdotes no son elegidos, son personas que han decidido entrar a formar parte de una organización humana, pero el mensaje que reciben de ella les llega del conocimiento, así como su rango.  Cada uno de ellos servirá según sepa mirar dentro de sí y, por ello, los habrá mejores y peores en su tarea.  No son sólo ellos los sucesores de los apóstoles, cualquier ser humano puede dar enseñanza, aunque no haya jurado los votos de castidad, pobreza y obediencia.  Por eso, os ruego que no juzguéis a nadie por su fachada pía ni que os dejéis influir por ese o aquel mensaje religioso, comparadlo con vuestro corazón y, si os conmueve, aceptadlo.  Puede que llegue el día en que alguno de vosotros sea elegido.  Por ello voy a rezar.  Por favor, no rechacéis la tarea porque con ella os acercáis más a Dios...  Y tampoco deshagáis lo hecho por rencor o desprecio, no cultivéis el odio con que me atacabais por mi devoción eclesiástica, sabed que toda alma imperfecta, que todo ser humano, comete errores, y la salvación es patrimonio de cada cual, no debe imponerse sino elegirse como opción individual.  Sed comprensivos con todo aquél que desee acercarse a Dios, porque el camino no es único, sólo debe ser única la intención, y si ella es pura, siempre se abre la puerta, aunque sólo sea para enseñarnos nuestro error.  Por cierto, Lucía, tenías razón cuando me dijiste que un sacerdote no era quién para justificar tu amor ante Dios ni para perdonarte los pecados.  Ni casarte ni confesarte te ayudará, ni a ti ni a nadie, para encontrar la luz de Dios.

 

¡He sido tan religiosa, tan practicante, tan “beata” o “misicas”, que me decíais vosotros...!  Y realmente no es malo, ya os he diho, pero el culto, los ritos, los cepillos, no sirven para nada, el alma no se compra ni se vende, no se salva ni se condena por tal o cual servicio religioso.  ¡Tantas de mis amigas de mantilla, de novenas, de cenáculos, practicaban por obligación, por “el qué dirán”!  Y su imagen de humildad piadosa, sólo imagen, desaparecía en cuanto pisaban su casa o la calle, creyéndose salvadas porque el domingo cantaban muy bien en la iglesia o porque se confesaban y comulgaban casi todas la semanas.  Hacían alarde de su moralidad, y su vida se basaba en aparentar, criticando con crueldad cualquier acto que se saliera de sus normas, siempre por motivo de sexo, dinero, matrimonio y vestuario.  Sé que no puedo ser acusada de sus mismos defectos y tampoco obré mal cuando las aceptaba junto a mí, pero me faltó valor para hablarles de verdad.  Mi vida ha sido constante entrega a los demás, a mis padres, a mi marido, a vosotros, a mis amigas...  He hecho del servicio mi quehacer diario, sacrificándome para que todo a mi alrededor estuviera bien.  Cada respiración mía estaba pensada para otro de mis semejantes.  Recuerdo especialmente mi dedicación a los últimos años de cada una de vuestras abuelas, soportando de mi madre su senilidad y de mi suegra su odio hacia mí “por haberle robado a su hijo”.  La enfermedad de papá estuvo a punto de hundirme y sólo por vosotros no me fui con él.  Esta entrega es mi patrimonio, nada más, que podría servir de ejemplo como una vida de bien.  Pero no ha sido perfecta, estuvo muy lejos de serlo, y no por mi religiosidad excesiva o por mis deseo de dinero.  Mi error estuvo en que mis actos eran de servicio a los demás, pero mi actitud servía a mi egolatría.  cada uno de mis actos de entrega nacía por necesidad propia y con obligación, y llegaba a los demás como regalo de vitalidad.  Actuaba por conocimiento, es decir, me lo habían enseñado y no era capaz de rebelarme.  La intención surgía de mi deseo, no de mi amor, deseo de sentirme bien por hacerlo y no al contrario.  Ahí nace mi mayor falta: esperar algo a cambio, exigir a los demás que me dieran lo mismo que yo les había dado, que me devolvieran favor por favor.  No soy del todo culpable, culpable en la razón, porque lo exigía sin consciencia, pero ahora me doy cuenta del daño que he causado.  Vosotros habéis sufrido mi enfermedad cuando la enferma era yo; vosotros habéis sentido mi dolor cuando el dolor era mío.  He fingido miedos, he fingido desfallecimientos, he fingido para teneros cerca de mí un minuto más, porque no sabía vivir sin sentiros físicamente a mi lado.  Toda esa entrega, toda esa obligación, todo esa egolatría me ha impedido llegar a lo más preciado: ser yo.  No he sido yo, he sido siempre lo que los demás me dejaban o lo que los demás me daban, y, antes de nada, cada uno debemos ser nosotros mismos para poder dar lo mejor de dentro a nuestros semejantes.  Mi constante lamento interior, silencioso, se prolongaba en mis palabras y en mis actos, y, sin desearlo, todo mi bien se escondía detrás de esas lágrimas, y a mi alrededor sólo regalaba llanto, aun recubierto por una sonrisa.

 

Erais tan guapos cuando nacisteis, los tres, tan guapos y tan dulces...  Mi única ilusión fue ser esposa y madre.  ¡Qué alegría cuando me casé!  ¡Qué alegría cuando di a luz!  En cada uno de esos cuatro instantes pensé: ya tengo alguien a quien cuidar, soy feliz.  Y me dediqué por entero a cada uno de los cuatro, fuisteis reyes y estoy orgullosa de la educación que recibisteis.  Me propuse que fuerais hombre y mujeres de bien y de provecho, cultivando el alma, la mente y el cuerpo, intentando mejorar lo que yo había recibido.  Naturalmente, el centro de casi toda mi intención fue que no pasarais hambre, que la vida os fuera fácil, pensando que con dinero se solucionaba vuestra mayor necesidad.  Puedo presumir de haberos proporcionado casa y pan suficientes, además de una educación social y formativa.  No habéis sido buenos estudiantes, pero para ello no pude daros más; os comportáis bien en sociedad y, sobre todo, sois excelentes personas,  “buena gente”, que me gusta decir.  En vida, os reprocharía la falta de religiosidad...  Estoy orgullosa de haber creado y mantenido una familia unida con lazos de amor, y ha servido para que ahora, con vuestras vidas fuera del hogar, sepáis en qué se basa una relación.  Seguid unidos, limad los desacuerdos, y cada día crecerá en vosotros la grandeza del alma.  La vida es una escuela y todas las lecciones comienzan en el primer hogar, cultivando la convivencia, la tolerancia, la comprensión y la ternura.  Sé que ya no sois unos niños, pero no he querido creerlo.  Sé que sois libres y distintos, y no he querido entenderlo.  Mi excesiva pasión de madre, mis exigencias absorbentes han hecho de mi relación con vosotros un camino agobiante desde que fuisteis hombre y mujeres.  Incluso os debo confesar que me reprimí, pues habría deseado hasta el último momento que mi consejo se cumpliera, que regresarais a las diez a casa y que me pidierais que os preparara la comida.  No me atreví a comprender que vuestra libertad no era la causa de mi sensación de soledad, que mi deber de protección terminó hace muchos años y que crecer no es delito contra la maternidad.  Los padres sólo somos cauce, nunca motor, porque cada uno, también cada hijo, estamos obligados a vivir las experiencias que nos depara nuestra existencia, y quien pretenda influir directamente en el camino de otro puede provocar más daño que bien.  Debí convertirme en vuestra mejor amiga y sólo fui vuestra mejor madre.  Os pido perdón por exigiros tanto, por presionaros, para seguir mi camino, y aunque lo hice por amor, no causé más que retraso en vuestra madurez.  Sufrí, sufristeis por un error, pero os agradezco de corazón el respeto con que me soportasteis.

 

Apenas he nombrado a papá, y es todo un logro, ¿verdad?  Lo conocí con quince años, era costurera, “modistilla”, que me decía él, y le costó hacerse con mi atención.  Yo era muy guapa, y los chicos del pueblo suspiraron cuando me vine a la cuidad; él, un buen mozo, el “ojo derecho de su madre”.  Necesitamos catorce años de festejo, el dinero mandaba, y nos casamos muy enamorados.  Para nosotros, el otro era perfecto, y la unión, sublime, la ilusión aumentaba cada día, con cada acontecimiento que compartir.  Vivíamos en el amor, no cabe explicarlo de otra manera, y podéis incluir en él la ternura, la amistad, el respeto, la comprensión...  Reconozco que algunas tareas las cumplía por obligación, porque me enseñaron que una buena esposa debía comportarse así, pero no me importaba porque nacía como servicio para él.  A pesar de su aspecto serio y sensato, vuestro padre tenía un hervidero de alegría en su alma.  Le daba a cada cosa una importancia relativa y, en todo momento, actuaba con la dedicación necesaria.  Formábamos una pareja única y despertábamos la envidia de todos los amigos.  Cuando salíamos con ellos, aun separados, él con los maridos, yo con las mujeres, nos sentíamos cerca, como si uno estuviera dentro del otro, y nos intercambiábamos guiños, miradas y sonrisas, y, en ocasiones, él abandonaba su conversación, se acercaba hasta mí, me besaba y me decía al oído: “Te quiero como a un cielo”.  Sólo me di cuenta de su enfermedad cuando ya se había ido.  Mientras sufrió, siempre con los labios risueños, yo deseaba exclusivamente estar junto a él y proporcionarle lo mejor para que sanara pronto.  Gracias a vuestra existencia pude vivir... por vuestra existencia... y por su recuerdo.  Desde su muerte, mi vida sólo tuvo sentido para cuidaros y para pensar en él, fui parte de los demás, nunca yo misma.  Todas las noches alargaba mi brazo en la cama para acariciar el lugar de la almohada donde él reclinaba su mejilla.  Y el servicio que a él le debía se repartió entre vosotros tres.  Seguí a rajatabla sus deseos sobre la educación, sus inquietudes para vuestro futuro y, con ello, ya me sentía fuerte y amada... aunque sola.  Con el paso del tiempo, os exigí que me dierais lo que él me debería haber dado, a cada uno de vosotros os exigía que fuerais mi marido, y entre uno y otras deambulaba para buscar la acogida de la esposa fiel y cariñosa.  Necesitaba encontrar un calor de igual a igual, la brasa que mantiene cálido el corazón de una mujer...  quería encontrarle a él...  Quizá ahora entendáis por qué fui tan absorbente con vosotros, por qué ansiaba vuestras caricias, vuestros besos y abrazos, por qué me hundí cuando ibais saliendo del hogar.  No entendí que vosotros sólo erais semilla y fruto que cultivar para dejaros crecer en libertad.  A pesar de mi apariencia, nunca fui yo, sino la imagen de él que se proyectaba en mis actos, en mis sentimientos, en mis penas y en mis alegrías.  Desde que él murió, se apagó mi luz, ya no crecí, equivoqué el sentido del amor y me anclé en su recuerdo.  Perdí un tiempo magnífico... pero ahora... tengo esperanza otra vez, soy feliz, feliz, hijos, como nunca lo he sido... voy... voy a encontrarme con él, me está esperando, me lo han mostrado, lo he visto... y, juntos, como siempre lo hacíamos, vamos a iniciar un nuevo camino, un aprendizaje hacia el amor.

 

Os estoy aguardando, hijos, porque la muerte no es final, es un paso más hacia Dios, un alto en el camino hacia la perfección, y de ella nace cada vez la enseñanza de la única verdad, la enseñanza del Amor.  Cada tramo del sendero se hará más corto si en esa vida tan dura que debéis sufrir, sabéis encontrar vuestra Luz y avanzar con ella hasta la eternidad.

Relato incluido en "Cuentos de Luz"

 

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